A aprender al asilo

A aprender al asilo, de Luis Landero (Premio Mariano José de Larra, 1992)

Hasta no hace mucho, para ilustrar la majadería solían difundirse en las escuelas dos insignes perogrulladas literarias: la admiración de aquel portugués ante el prodigio, diabólico sin duda, de que “todos los niños de Francia supieran hablar francés” y la del personaje de Molière que un día descubre, atónito, que toda su vida ha estado hablando en prosa sin saberlo. A mí nunca me han parecido tan atolondrados o superfluos esos dos motivos de estupor, y el hecho de que, muchos años después, volvamos a encontrarlos en algunos fundamentos del estructuralismo lingüístico invita a pensar que si son memorables no es tanto por el mero valor de la comicidad como porque enmascaran unas cuantas verdades obvias e inquietantes.Desde muy pronto, en efecto, adquirimos la lengua materna con una perfección pasmosa, manejamos felizmente la morfología y la sintaxis, distinguimos sin error las sutiles diferencias entre los verbos ser y estar; sin embargo, no hemos estudiado gramática para ello. Lo sabemos porque lo sabemos, un poco al modo de aquellos santos varones que recibían por arte angélico el don de las lenguas o el dominio magistral de la apologética. Pero sucede, claro está, que a la sabiduría que se obtiene espontáneamente, y que además no es privativa de uno , sino de toda una comunidad, no se le da importancia, y ni siquiera somos conscientes de ella. Y algo semejante pasa con los libros que hemos leído sin leerlos. Los libros flotan en el aire, en el lenguaje, en el ambiente, en la memoria colectiva, y forman parte de nuestro carácter e ideología más de lo que creemos. Es como el oxígeno: podremos ignorar lo que es, e incluso que existe, pero lo respiramos. Supongo que por eso decía Faustino Cordón que debe de haber muchos conductores de autobuses aristotélicos, del mismo modo que entre la gente ¡letrada que cuenta sus experiencias, uno puede jugar a descubrir las influencias literarias de Quevedo, Conrad o Stendhal. En fin, que si tuviésemos la lucidez seráfica de aquel buen portugués, nos sorprenderíamos de las muchas cosas inadvertidas que sabemos, y en eso consistía el método didáctico de Sócrates: en despertar en el interlocutor la consciencia del saber difuso.

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