Traducción del griego de José Manuel Pabón y M. Fernández-Galiano para Alianza Editorial. Tomamos la edición de Altaya, Barcelona 1993. Colección Grandes obras del pensamiento, núm. 13
RESEÑA de la edición de bolsillo de Alianza Editorial. En el período que transcurrió desde su infancia hasta su muerte, PLATÓN (ca. 428-ca. 347 a.C.) conoció la decadencia de la grandeza ateniense, jalonada por numerosos y señalados episodios históricos que, junto con su reiterado fracaso político en Siracusa, influyeron poderosamente tanto en su actividad política como en su trabajo intelectual. LA REPÚBLICA presenta el modelo de ciudad donde domina la justicia frente al desorden, a confusión y la perversión; sin embargo, como señala Manuel Fernández-Galiano en la introducción al volumen, el diálogo no apunta a la construcción ideal de una sociedad perfecta de hombres perfectos, sino que es un «tratado de medicina política» con aplicación a los regímenes existentes en su tiempo.
II, 17
– Pues bien, ¿cuál va a ser nuestra educación? ¿No será difícil inventar otra mejor que la que largos siglos nos han transmitido? La cual comprende, según creo, la gimnástica para el cuerpo y la música para el alma.
– Así es.
– ¿Y no empezaremos a educarlos por la música más bien que por la gimnástica?
– ¿Cómo no?
– ¿Consideras -pregunté- incluidas en la música las narraciones o no?
– Sí por cierto.
(…)
III. 10
– Después de esto -seguí- nos queda aún lo referente al carácter del canto y melodía, ¿no?
– Evidentemente.
– Ahora bien, ¿no estará al alcance de todo el mundo el adivinar lo que vamos a decir, si hemos de ser consecuentes con lo ya hablado, acerca de cómo deben ser uno y otra?
Entonces Glauco se echó a reír y dijo: – Por mi parte, Sócrates, temo que no voy a hallarme incluido en este mundo de que hablas (…)
– De todos modos -contesté-, supongo que esto primero sí estarás en condiciones de afirmarlo: que la melodía se compone de tres elementos, que son letra, armonía y ritmo.
– Sí -dijo. Eso al menos lo sé.
(…)
– ¿Cuáles son, pues, las armonías lastimeras? Dímelas tú, que eres músico.
– La lidia mixta -enumeró-, la lidia tensa y otras semejantes.
– Tendremos, por tanto, que suprimirlas, ¿no? -dije-. Porque no son aptas ni aun para mujeres de mediana condición, cuanto menos para varones.
– Exacto.
– Tampoco hay nada menos apropiado para los guardianes que la embriaguez, molicie y pereza.
– ¿Cómo va a haberlo?
– Pues bien, ¿cuáles de las armonías son muelles y convivales?
– Hay variedades de la [escala] jónica y lidia -dijo- que suelen ser calificadas de laxas.
– ¿Y te servirías alguna vez de estas armonías, querido, ante un público de guerreros?
– En modo alguno -negó-. Pero me parece que omites la [escala] doria y frigia.
– Es que yo no entiendo de armonías -dije-; mas permite aquellas que sea capaz de imitar debidamente la voz y acentos de un héroe (…). Y otra que imite a alguien que, en una acción pacífica y no forzada, sino espontánea, intenta convencer a otro de algo o le suplica (…); o al contrario, que atiende a los ruegos, lecciones o reconvenciones de otro (…). Estas dos armonías, violenta y pacífica, que mejor pueden imitar las voces de gentes desdichadas o felices, prudentes o valerosas, son las que debes dejar. (…)
III. 11
– ¡Ea, pues! -dije- ¡Purifiquemos también lo que nos queda! A continuación de las armonías hemos de tratar de lo referente a los ritmos, no para buscar en ellos complejidad no gran diversidad de elementos rítmicos, sino para averiguar cuáles son los ritmos propios de una vida ordenada y valerosa; (…) cuáles son los metros que sirven para expresar vileza y qué ritmos deberán quedar reservados a las cualidades opuestas.
(…) La falta de gracia, ritmo o armonía están íntimamente ligadas con la maldad en palabras y modo de ser y, en cambio, las cualidades contrarias con hermanas y reflejos del carácter opuesto, que es el sensato y bondadoso.
– Tienes toda la razon -dijo.
III. 12
– Por consiguiente, no sólo tenemos que vigilar a los poetas y obligarles o a representar en sus obras modelos de buen carácter o a no divulgarlas entre nosotros, sino que también hay que ejercer inspección sobre los demás artistas e impedirles que copien la maldad, intemperacia, vileza o fealdad en sus imitaciones de seres vivos o en las edificaciones o en cualquier otro objeto de su arte; y al que no sea capaz de ello no se le dejará producir entre nosotros, para que no crezcan nuestros guardianes rodeadeos de imágenes del vicio (…). Hay que buscar, en cambio, a aquellos artistas cuyas dotes naturales les guían al encuentro de todo lo bello y agraciado; de esto modo los jóvenes vivirán como en un lugar sano, donde no despediciarán ni un o solo de los efluvios de belleza que, procedentes de todas partes, lleguen a sus ojos y oídos, como si les aportara de parajes saludables un aura vivificadora que les indujera insensiblemente desde su niñez a imitar, amar y obrar de acuerdo con la idea de belleza. ¿No es así?
– Ciertamente -respondió-, no habría mejor educación.
– ¿Y la primacía de la educación musical -dije yo- no se debe, Glaucón, a que nada hay más apto que el ritmo y armonía para introducirse en lo más recóndito del alma y aferrarse tenazmente allí, aportando consigo la gracia y dotando de ella a la persona rectamente educada, pero no a quien no lo esté? ¿Y no será la persona debidamente educada en este aspecto quien con más claridad perciba las deficiencias o defectos en la confección o naturaleza de un objeto y a quien más, y con razón, le desagraden tales deformidades, mientras, en cambio, sabrá alabar lo bueno, recibirlo con gozo y, hacerse un hombre de bien; rechazará, también, con motivo, y odiará lo feo ya desde niño, antes aún de ser capaz de razonar; y así, cuando le llegue la razón, la persona así educada la verá venir com más alegría que nadie, reconociéndola como algo familiar?
– Creo -dijo- que sí, que por eso se incluye la música en la educación.
(…)
– Entonces el músico amará a las personas que se parezcan lo más posible a la que he descrito. En cambio, no amarán a la persona inarmónica.
– No la amará -objetó- si sus defectos son de orden espiritual. Pero, si atañen al cuerpo, los soportará tal vez y se mostrará dispuesto a amarla.
(…)
– Pues bien, ¿no te parece a ti -concluí- que con esto finaliza nuestra conversación sobre la música? Por cierto, que ha terminado por donde debía terminar; pues es preciso que la música encuentre su fin en el amor de la belleza.
– De acuerdo -convino-.
III. 13
– Bien; después de la música hay que educar a los muchachos en la gimnàstica.
– ¿Cómo no?
– Es necesario, pues, que también en este aspecto reciban desde niños una educación cuidadosa a lo largo de toda su vida. (…)
III. 18
– Pues bien, cuando alguien se da a la música y deja que le inunde el alma derramando por sus oídos, como por un canal, aquellas dulces, suaves y lastimeras armonías de que hablábamos hace poco y pasa su vida entera entre gorjeos y goces musicales, esta persona comienza por templar, como el fuego al hierro, la fogosidad que pueda albergar su espíritu y hacerla útil de dura e inservible. Pero si persiste y no cesa de entregarse a su hechizo, entonces ya no habrá otra cosa que liquidar y ablandar ésta su fogosidad hasta que, derretida ya por completo, cortados, por así decirlo, los tendones del alma, la persona se transforma en un “feble guerrero”.
– Exactamente -dijo-.
(…)
– Son, pues, estos dos principios los que, en mi opinión, podríamos considerar como causas de que la divinidad haya otorgado a los hombres otras dos artes, la música y la gimnástica, no para el alma y el cuerpo, excepto de una manera secundaria, sino para la fogosidad y filosofía respectivamente, con el fin de que estos principios lleguen, mediante tensiones o relajaciones, al punto necesario de mutua armonía.
– Sí, así me parece a mi -convino.
– Por consiguiente, el que mejor sepa combinar gimnástica y música y aplicarlas a su alma con arreglo a la más justa proporción, ése será el hombre a quien podamos considerar como el más perfecto y armonioso músico con mucha más razón que a quien no hace otra cosa que armonizar en sí las cuerdas de un instrumento.
– Es probable, ¡oh, Sócrates! -dijo.