
Floración del cerezo en el Jerte (IV) ©, por Jnj
Esta mañana, a las 10: 37, hora peninsular, «La primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido». Bueno, esto es lo que acertada pero líricamente sentenció Antonio Machado. Científicamente, resulta que sí se sabe, claro: la astronomía se encarga de traérnosla mediante el equinoccio de primavera.
Precisamente, en algunas clases de 2.º de bachillerato impartidas esta semana, se ha sacado (que no traído) a colación este concepto astronómico y cuán clarificadora resulta la etimología de la voz que le da nombre, derivada del latín aequinoctium, formada a su vez por aequus ‘igual’ y nox ‘noche’. He recordado entonces un artículo que escribí en otro blog tal día como hoy de hace siete años. En él hablaba de los étimos que han dado lugar al nombre de las estaciones del año y aprovechaba el de “equinoccio” para cerrar el escrito. Lo transcribo a continuación, por si a alguien resulta interesante.
Para nuestros papis culturales, los romanos, solo había dos tiempos en los que dividir el año, esto es, dos estaciones: una, muy prolongada; y la otra, breve. La primera debía su mayor extensión a que estaba compuesta por la suma de lo que hoy llamamos primavera, verano y otoño, mientras que la más breve correspondía al invierno, entonces llamado hibernum tempus, propiamente, ‘tiempo hibernal’. Ver / veris, a su vez, era la palabra con que se aludía a esa otra estación mucho más prolongada, y su significado, propiamente, era el de ‘primavera’; aunque como veremos enseguida, andado el tiempo, dio lugar a nuestra voz verano. No obstante, en determinado momento, antes de que el latín se vistiese definitivamente de castellano —y de catalán y de francés…—, el comienzo de esta larga estación se llamó primo vere ‘primer verano’, y, más tarde, prima vera, de donde, finalmente, brotó nuestra primavera. Fue por entonces también que la época más calurosa, por oposición al hibernum tempus, tomó el nombre de veranum tempus, literalmente, ‘tiempo primaveral’, aunque de ahí, mediante elipsis del término contiguo, nace nuestro verano, como de la otra, por idéntica causa lingüística, surge invierno.
Con todo, a pesar de este desmembramiento, la estación cálida todavía era más prolongada, hasta que, en cierto momento, su período final, correspondiente al tiempo de las cosechas, fue llamado autumnus, voz derivada de auctus ‘aumento’, ‘crecimiento’, ‘incremento’, que procedía, a su vez, de augere ‘acrecentar, robustecer’. El vocablo latino autumnus es el que se aclimató en nuestra lengua como otoño.
De toda esta intrincada nomenclatura estacional —que lo fue más hasta el siglo XVI, pues vino a colarse, en el intervalo entre primavera y verano, el estío—, quedan vestigios en nuestra lengua: verbigracia, el adjetivo vernal, el cual se aplica con igual rigor al solsticio, para señalar ‘verano’, que al equinoccio, para señalar ‘primavera’.
Por cierto, ya que en estas de la etimología andamos: qué descriptiva voz esa con que adviene la primavera: equinoccio, donde equi- ‘igual’ y noccio ‘noche’, pues, por hallarse el Sol sobre el ecuador, la noche dura igual que el día.
Feliz primavera a todos.