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Recuerdos.

Cuando me preguntaron el porqué no les dije nada. Nada. Solo miré con esa mirada vacía que tantos años llevaba ensayando.  Ellos me preguntaban. Miles de cosas sin respuesta. Al menos sin respuesta para ellos. Para mí todo tenía respuesta.

Más tarde me llevaron dentro de una sala oscura, muy oscura, incluso para mis ojos. Me preguntaron más y más, un montón de preguntas. Ni siquiera les escuchaba. No respondería ni una. En cambio, seguiría con mi silencio. Mi silencio es de esos que duelen. Especialmente a la gente como ellos.

Todo empezó una tarde bonita. Bonita para ellos, me repetí otra vez, pensando en el tiempo que hacía aquel día. El Sol brillaba como nunca lo había hecho encima la faz de la tierra, parecía como una enorme estufa calentando a toda la humanidad. No había ni una nube cubriendo ese cielo tan azul. La gente quizás saliese de excursión. Pero yo no. Yo debía quedarme en casa y perfeccionar mi plan. No podía fallar de ninguna de las maneras. Me levanté de la mesa y me miré en el espejo. Yo. Solo me veía a mí, aunque no me reconocía. Veía esos rizos marrones tan familiares, esos rizos que me recordaban mi infancia. Veía esos ojos verdes, ahora perfilados con una línea finísima negra que le daba un aspecto cruel a mi mirada. Recordé como eran antes mis ojos. Eran verdes, claro, pero tenían algo diferente. Algo que los hacía destacar. Supongo que era la inocencia, la niñez, la felicidad. Ahora mis ojos parecían fríos y distantes. Más mayores, claro. En mis 17 años nunca había sonreído de verdad. Bueno, quizás sí. Con mamá, con la abuela…pero esos recuerdos me eran demasiado lejanos, no recordaba ninguno de ellos. Salí a la calle y me topé con el vecino del quinto. “Apártate estúpida” murmuró. Me pregunté por qué los adultos hablan murmurando la mayoría de veces. “¿Tampoco dicen nada tan importante como para murmurar, no?” Seguí andando por la calle. Aunque estaba rodeada de gente que andaba con prisa, yo me sentía sola, terriblemente sola. Seguí andando hasta llegar a mi destino. La puerta estaba abierta, como había planeado. Subí por las viejas escaleras. Me preguntaba si él sabía quién era yo. Seguí subiendo. Pequeños recuerdos atacaban mi mente. La puerta abriéndose de golpe, los gritos, el olor de alcohol, la sangre en la bañera. Mis ojos. Mis ojos verdes bañados en lágrimas. Aquél momento en el que me prometí, encerrada en el armario, que nunca jamás volvería a llorar. Pero también recordé cosas bonitas. Cuando me quedaba a dormir a casa la abuela y el abuelo y ellos me contaban miles de cosas sobre las estrellas del firmamento. Cuando había tormenta y mi abuelo decía que eso era en el cielo, que los de allí arriba se estaban tirando cazuelas por la cabeza. Mis risas. Aquellas noches en las que mi abuela venía a dormir conmigo porque yo recordaba a mamá. Por fin llegué a mi destino. Vi la puerta entreabierta. La abrí y vi como sus ojos se abrían desorbitadamente. De repente empezó a decir cosas sin sentido. Un montón de cosas que me recordaban al pasado. No le quería escuchar. Repetía mi nombre una y otra vez como si de una estúpida consigna se tratase. Ya había contado suficientes mentiras. Me puse la mano en el bolsillo y saqué el arma. Apunté directamente en el corazón y apreté el gatillo.

Me seguían preguntando. Ellos estaban seguros de que había sido yo. No iban por mal camino, no. Pero lo mejor es que ellos nunca sabrían la verdadera razón por la que lo maté. La verdadera razón por la que asesiné a mi padre.

 

Laia Ninot Pérez

EL CHICO DEL PELO AZUL.


Me tiré al agua y sentí euforia dentro de mi cuerpo. El agua estaba fría, el Sol brillaba con intensidad. De repente, oscuridad. Solo oscuridad. Me di cuenta que estaba desapareciendo de mi mundo. Pero no pensé en eso. Pensé en nadar. En nadar hasta caer exhausto. Pensé en cómo me gustaba levantarme las mañanas cálidas de verano y tirarme por aquel precipicio en Blanes. Había gente que me miraba, cierto es, pero poco me importaba a mí. No me importaba que me miraran, estaba acostumbrado. En el instituto todos me miraban también. “¿Has visto al chico del pelo azul?” decían todos entre risas. Hasta que un día me cansé de ser “el chico del pelo azul”, quise ser alguien más. Quise ser popular y salir con chicas. Quise pasar esas tardes con ellos, riéndonos. Y lo intenté. Lo intenté y fracasé estrepitosamente. Así que me alejé de la sociedad aún más…
Enfrascado en mis pensamientos, no me di cuenta de que la negrura me envolvía y con un dulce perfume me embelesaba. “Vuelve a tu mundo.” Decía una dulce voz.
-No, no quiero. Se está muy bien aquí, todo es negro. No hay problemas, no hay nadie molesto, no hay clases, no hay grupos sociales, ni pobreza…-dije, convencido de mí mismo.
-Cierto.-dijo la voz- pero te pierdes muchas cosas si te quedas aquí.
La oscuridad desapareció y apareció una luz blanca y potente que me cegaba. Me fijé mejor. Estaba en un enorme teatro y mis padres, muertos hacía tres años, estaban sentados en primera fila. “¡Tú puedes, hijo!” gritó mi madre. Recordé de golpe todos aquellos momentos, sentado en mi habitación mirando la foto de mis padres, donde salían tan jóvenes, tan llenos de vida. Inspiré aire y empecé a recitar un monólogo que no sabía que existiera. En el monólogo hablaba de todo. De mis compañeros, de mi soledad, de la muerte de mis padres, de mis constantes cambios de imagen. De cómo pasé de ser Luis a ser el chico del pelo azul. Al final del monólogo, mis padres sonreían con lágrimas en los ojos. Parecía que estaban orgullosos de mí… La gente que aplaudía hacía del teatro una cálida estancia. Quise guardar ese momento dentro de mí.

Pero la maldita oscuridad volvió.
-¡No, quiero quedarme allí!-grité
-¿No decías que querías estar en la oscuridad?-dijo la voz, con un tono que me asustó.
-No. ¡Me equivoqué! Yo quiero estar con mis padres, con mis pocos amigos e incluso ver a los matones cada día…-supliqué.
-Tus padres están muertos.
Esa frase me sentó como una patada en el estómago. Todo se me revolvió y tuve ganas de callar a la maldita voz.
-Dijiste que te querías quedar aquí. Pues ahora te vas a quedar.-dijo la voz
La voz se desvanecía poco a poco, ya no oía su respiración que me hacía sentir vigilado. Tuve ganas de llorar, lo intenté, pero las lágrimas no querían salir de mis ojos. No tenía fuerzas suficientes. Grité, pero nadie me podía escuchar allí dentro. Me di cuenta de que nunca saldría de allí. Estaría sin nada, sin nadie. Y eso llevaría a la locura al chico del pelo azul.