Otra formación permanente

 

 

 

 

Quisiera compartir con mis compañeros algunas líneas de obras que van sorprendiéndome en algún aspecto. Que cada uno saque sus propias conclusiones a partir del descubrimiento de lo que ya ha sido analizado y rigurosamente criticado pero que, desafortunadamente, podría seguir constituyendo el duro pan nuestro de cada día.

Continuaré con fragmentos que considero muy interesantes de Profesorado, cultura y postmodernidad (cambian los tiempos, cambia el profesorado) de A. Hargreaves, Ed. Morata, Madrid, 1996.

 

 

En Inglaterra y Gales, un violento e implacable cambio, impuesto desde arriba, se ha convertido en un elemento apremiante e inmediato de la vida laboral de los maestros. La introducción de un National Curriculum que abarca todas y cada una de las asignaturas y todas y cada una de las etapas; el establecimiento de unos detallados objetivos de aprendizaje relacionados con la edad; la inauguración de un sistema nacional de pruebas estandarizadas; la creación de un nuevo sistema de exámenes públicos y, en fechas más recientes, una vuelta amenazadora a métodos tradicionales de enseñanza en las escuelas primarias son algunos de los numerosos cambios impuestos simultáneamente que tienen que afrontar los profesores.

Estos importantes y apremiantes cambios son lo que David Hargreaves y David Hopkins llaman cambios en las ramas: significativos, aunque específicos cambios de práctica que, cuando se producen, los profesores pueden adoptar, adaptar, oponerse a ellos o esquivarlos. Subyacentes a ellos hay transformaciones aún más profundas, que se sitúan en las mismas raíces del trabajo de los maestros y se refieren al modo de definición y organización social de la enseñanza misma, influyendo en dicho trabajo. Esos cambios radicales consisten en la introducción de la evaluación obligatoria del rendimiento, para regular los métodos y niveles de los profesores; el paso a la gestión local de las escuelas, como medio para conseguir que los maestros y sus líderes (por mera supervivencia) sean más dependientes de la fuerza del mercado representada por la elección de los padres entre diversas escuelas y respondan en consecuencia; y medidas draconianas encaminadas a hacer que la formación del profesorado sea más utilitaria y menos reflexiva y crítica, destinando una enorme proporción del tiempo de los futuros maestros a la formación práctica en las escuelas, a expensas de la formación teórica universitaria de las facultades de ciencias de la educación, que se supone irrelevante o dañina. Junto a estos cambios radicales, está también el impacto acumulativo de innovaciones múltiples, complejas e innegociables, en relación con el tiempo, la energía, la motivación, las oportunidades para reflexionar y la misma capacidad de los profesores para atender a su cometido.

El caso británico de una transformación múltiple y obligatoria quizá sea extremo. Es extremo en cuanto a su frenético ritmo, su inmenso ámbito de influencia y la gran envergadura de su fuerza legislativa. No obstante, es extremo, más que nada, por la falta de respeto y de consideración que los reformadores han demostrado hacia los mismos docentes. En la desbandada política para implantar la reforma, se ha prescindido de las voces de los profesores, se han pasado por alto sus opiniones y desestimado sus preocupaciones. El cambio se ha desarrollado e impuesto en un contexto en donde se concede poco crédito o reconocimiento a los maestros en relación con su propia transformación y con su capacidad para distinguir entre lo que puede cambiarse razonablemente y lo que no puede modificarse.

(…) En principio, la gestión organizada en las escuelas, por ejemplo, puede ser buena o mala. La cesión de amplios poderes de decisión a cada escuela puede llevar a la diversidad, la innovación y la potenciación profesional (empowerment) del profesorado. Pero, cuando la gestión en el nivel escolar se implementa en un sistema donde la financiación pública es escasa y se mantiene y refuerza el control burocrático del curriculum y de la evaluación, la situación puede desembocar en una competitividad cerrada y egoísta en torno a unos objetivos estrictamente definidos de destrezas básicas y éxito académico. En este caso, la gestión en el nivel escolar no significa una devolución del poder de decisión, sino un modo de desviar las culpas.