Category Archives: Etimología

La pregunta de la semana (10)

Fotograma de El hombre del Norte, film de Robert Eggers.

Para hablar de la estrecha relación del ser humano con la montura, en castellano existen las voces caballista, caballero y cabalgador, todas derivadas directa o indirectamente de caballo. También existe la voz equitador, proveniente en última instancia del latín equus ‘caballo’ y cuyo femenino tardío equa acabaría por dar yegua en nuestro idioma. No obstante, para referirnos a quienes montan a caballo, habitualmente utilizamos las voces jinete y amazona. ¿Sabrías explicar por qué?

Ciertamente, las voces jinete y amazona son más usuales que las que el idioma ha derivado de las raíces latinas caballus y equus. El sustantivo equitador, por ejemplo, es un americanismo sinónimo de caballista que, como este, alude, más que a la persona que cabalga, a la que es aficionada a los caballos y los monta bien. Ambas voces son relativamente recientes, pues se atestiguan a partir de mediados del siglo XIX; no así, cabalgador, término ya usado por Gonzalo de Berceo en el siglo XIII y cuya inclusión en el tomo C del Diccionario de Autoridades (1729) ya contenía la marca de «voz antiquada», marca que, sin embargo, había de perder (sic) en lo sucesivo.

En cualquier caso, fue el sustantivo jinete (escrito ginete, hasta mediados del siglo XIX) el que acabó por imponer su uso mayoritario como referencia a quien se halla subido a caballo. Este sustantivo procede del árabe hispánico zeneti, gentilicio referido a la confederación de tribus bereberes Zeneta, que fue famosa por su dedicación a la cría de caballos y su dominio de la equitación. De ahí, que originariamente la palabra ginete ampliase su significado, y pasase de nombrar a la caballería ligera que acudía en defensa del reino nazarí de Granada a nombrar a cualquier soldado de a caballo pertrechado de armamento ligero, tal como se compruieba en la primera definición que tenemos constancia de esta palabra, la del Vocabulario español-latino, publicado por Nebrija en 1495: ‘levis armatura eques‘. Y el cambio semántico por generalización siguió su curso inexorable, de suerte que, ya en el tomo G-M del Diccionario de Autoridades, se dobla la entrada de ginete para explicar que ‘Se llama también el que sabe montar bien un caballo’. Cinco ediciones más tarde, en 1817, el lexicón académico ya define este sustantivo como ‘El que está montado a caballo’.

El caso de amazona es análogo al de jinete, pues la etimología más verosímil parace ser la que vincula la palabra con el nombre de la tribu irania ha-mazan, que significa ‘los guerreros’. Originariamente, el nombre amazonas hacía referencia a las mujeres guerreras de la mitología griega, hijas de Ares, el dios de la guerra, y de la ninfa Harmonía. Según una ancestral etimología popular, esta voz (‘Αμαζόνες) proviene de anteponer al término μαζός ‘pecho’ el prefijo privativo a-, a partir de lo cual, se difundió la leyenda de que estas guerreras se amputaban o se quemaban el seno derecho para poder manejar mejor sus arcos. En realidad, el pecho no supone apenas un obstáculo para el tiro con arco, menos aún el derecho, en caso de que la arquera sea diestra, como, estadísticamente, son la mayoría. En este sentido, es significativo, además, que sean muy pocas las representaciones artísticas que muestran a las amazonas con un solo pecho.

Sea como fuere, la voz amazonas se documenta ya en 1620 con una ampliación de significado: en el Vocabolario español-italiano, de Lorenzo Franciosini Florentín, por ejemplo, se traduce como «Donne guerriere, e bellicose» y, andado el tiempo, en la primera edición del diccionario de la Academia, se define como «La muger de alto cuerpo y espíritu varonil». Habremos de esperar, sin embargo, hasta 1869 para ver recogida en un diccionario la acepción que ahora nos ocupa: en el Nuevo suplemento al Diccionario Nacional o Gran Diccionario Clásico de la Lengua Española, de Joaquín Domínguez Ramón, se dice que amazona es «La que monta á caballo ó es inclinada á los ejercicios ecuestres». Curiosamente, la edición del diccionario académico de ese mismo año todavía no la recoge, y no será hasta la siguiente, de 1884, cuando lo haga.

En conclusión, si hoy, a quienes cabalgan, les llamamos jinetes y amazonas, es debido a lo que, en lingüística, se conoce como cambio semántico, en concreto, el debido a la generalización, el cual lleva a la palabra a trasladar o ampliar su significado, de un ámbito restringido o especializado, como es el caso de los etnónimos jinete y amazona, a otro de uso genérico.

La pregunta de la semana (2)

¿Por qué cuando alguien se desentiende de algo o finge que no lo entiende decimos que se hace el sueco y no el noruego?

En primer lugar, hacerse el sueco es una locución verbal, por lo que se trata de una expresión formada por la combinación fija de varios vocablos que funciona como un verbo. El hecho de ser una combinación fija impide que se puedan cambiar los elementos que la componen. Por otro lado, la voz sueco que forma parte de esta locución no es el gentilicio relativo a Suecia, sino, como se verá más adelante, la evolución del étimo latino soccus ‘zueco’, por lo que la expresión nada tiene que ver con la geografía y la cultura escandinavas que comparten suecos y noruegos.

José María Sbarbí, en su Diccionario de refranes, adagios, proverbios modismos, locuciones y frases proverbiales de la lengua española (1922) explica lo siguiente acerca de la susodicha locución: «Dícese de la persona que por más cargos o reflexiones que se le hagan, es lo mismo que si se las hicieran a la pared. Con alusión a ser el disimulo y la envidia cualidades características de la clase del pueblo en Suecia, según informes de los viajeros más autorizados y fidedignos». Tal explicación no deja de ser un tanto peregrina, pues, además de ser pura conjetura, el sentido de la locución poco tiene que ver con el disimulo y nada con la envidia aludidos.

Existe un amplio consenso a la hora de proponer soccus como étimo de sueco. Así figura, por ejemplo, en el DLE, en el Breve diccionario etimológico, de Joan Corominas, o en el compendio paremiológico del erudito académico José M.ª Iribarren El porqué de los dichos. El soccus era un tipo de calzado que llevaban los cómicos del teatro romano antiguo y que posteriormente, ya durante el medioevo, dio nombre al zapato de madera tosco y de una pieza que campesinos y frailes llamaban soccos en el habla de entonces y zuecos desde principios del s. XVI. No obstante, en latín medieval se desarrolló también un socca-soccus con el significado de ‘tocón, tronco o tarugo’, término que numerosos etimólogos derivan de una hipotética voz celta *tsucca. Sea por intromisión prerromana o por ampliación semántica de la voz latina, el hecho es que quien se hace el sueco pretende no enterarse, tal como si fuese un trozo de madera. Hacerse el sueco vale tanto como hacerse el despistado o, en cierto modo, hacerse el tonto, y al tonto, como a los trozos de madera, les llamamos tarugos o zoquetes (palabra también procedente de soccus). De manera análoga, el catalán posee la voz soca, que como sustantivo significa ‘tronco de árbol’ y como adjetivo, ‘de entendimiento obtuso’, y, en estrecha relación con ello, el castellano atesora en el semiolvido el uso coloquial de la locución hacerse el soca, equivalente a ‘hacerse el tonto’.

Día Mundial de la Lengua Árabe

Imagen de Bruno /Germany en Pixabay

Si en castellano nos desayunamos con un zumo, mientras que en catalán lo hacemos con un suc, es porque ambos nombres proceden de étimos distintos. El término catalán, como el italiano succo, el francés jus, el inglés juice o el castellano jugo —en el que la j- se debe al influjo de enjugar, enjuto…; compárese, en cambio, la voz suculento—, evolucionan desde la voz latina sucus, voz que nunca he podido evitar pensar que se halla tras la decisión de la marca Suchard de bautizar sus famosos caramelos como Sugus, aunque la explicación más difundida es la de quienes defienden que la razón de este bautizo se halla en las voces nórdicas suge o suga ‘chupar’.

Por su parte, la voz castellana zumo —como la gallega zume o la portuguesa sumo— según el DLE, quizá procede del árabe hispánico *zúm, este del árabe zūm, y este del griego ζωμός zōmós. Ese “quizá” académico no está referido al origen griego, indiscutible, sino al tránsito de la adquisición a través del árabe. De hecho, Joan Corominas pese a ver en la etimología árabe una explicación verosímil para la aparición de la vocal u, indica que el término solo parece haber sido de uso en el árabe de países del Próximo Oriente cercanos a Grecia, por lo que la u podría haberse debido al influjo del sinónimo latino sucus.

Más allá de que el sustantivo zumo pueda considerarse o no un arabismo, lo cierto es que el árabe es la lengua del superestrato con mayor presencia en el castellano: la herencia léxica se sitúa en torno a las dos mil palabras — las correspondientes a las dos mil doscientas cincuenta y tres acepciones que despliega el DLE, exactamente—. En ocasiones, la raíz árabe se encuentra tras algunas expresiones perpetuadas por la tradición, cuya literalidad resulta difícilmente explicable en castellano. Es el caso, por ejemplo, de la expresión “Que si quieres arroz, Catalina”. Federico Corriente, en su discurso de ingreso en la RAE, entre varias hipótesis, la relaciona con una expresión andalusí fonéticamente similar: Tiríd ‘ala rrús, aqṭá‘ lína, pregunta que se formulaba a la esposa que se casaba por segunda vez. Resulta significativo saber que, en árabe, las palabras arroz y esposo suenan parecido.

Hoy se conmemora el Día Mundial de la Lengua Árabe bajo el lema “La lengua árabe, un puente entre civilizaciones”. Se trata, según palabras de la UNESCO, de un llamamiento a reafirmar el importante papel de la lengua árabe en la conexión de los pueblos a través de la cultura, la ciencia, la literatura y muchos otros ámbitos. En España, ya sabemos mucho de ello.

Sándwich

sándwich

Fotografía de Jnj, tomada en el aula Natura durante la hora del patio

Aprovechando que hoy se conmemora oficiosamente el Día Mundial del Sándwich, saquemos a colación alguna curiosidad acerca de la palabra que le da nombre.

La primera es relativa al origen del apelativo con que conocemos este tipo de bocadillo. En su forma actual, sándwich, es un calco por adaptación del inglés sandwich, sustantivo que, como el mismo DLE nos refiere en su entrada correspondiente, los británicos toman del nobiliario título de John Montagu, quien fuese conde de Sandwich durante gran parte del siglo XVIII. Al parecer, la suerte del epónimo se debe al hecho de que el tal conde, jugador de cartas empedernido, no era amigo de perder tiempo de juego durante una buena partida para dedicarlo a pausas gastronómicas en las que saciar el apetito, de modo que se hacía traer a la mesa de juego unas rebanadas de pan entre las cuales habían sido colocadas unas tajadas de carne. Aunque parece ser que el invento no se le puede atribuir a él, lo cierto es que, al poco, el asunto había creado escuela, y preparar comida al modo del conde de Sandwich se acabó convirtiendo en una costumbre.

El primer diccionario de referencia en nuestro idioma que incluye una entrada para esta palabra es el Diccionario enciclopédico de la lengua castellana, publicado en 1895 por el canario Elías Zerolo, el granadino Miguel de Toro y Gómez y el colombiano Emiliano Isaza. La definición que figuraba era la siguiente: «Palabra ingl. que significa pastel, y se compone de una delgada lonja de carne fiambre, colocada entre dos rebanadas de pan. En castellano se llama emparedado». Por su parte, la RAE no la recoge hasta la edición en 1927 de su Diccionario manual e ilustrado de la lengua española, donde figura sin tilde y señalada mediante asterisco como xenismo: «(Voz inglesa; pronúnciase sángüich.) m. Emparedado, bocadillo, lonja de jamón o de fiambr[e] entre dos pedacitos de pan». El calco por adaptación no fue recogido por la academia hasta la edición del diccionario de 1989.

Como bien se observa, de una u otra forma, ambas obras lexicográficas destacan, en sus respectivas entradas, la preferencia por el sustantivo emparedado. En ese sentido, recuerdo que, durante los tiempos mozos de mi educación secundaria, los profesores acostumbraban a aleccionarnos con la monserga de que debíamos llamar al sándwich emparedado, por ser esta una palabra nacida del patrio genio idiomático. A ello, ha de añadirse el hecho de que las traducciones televisivas de aquel entonces parecían preferir también esta voz parasintética surgida de la primitiva pared. Efectivamente, emparedados y no sándwiches era lo que Pilón, el glotón amigo de Popeye, devoraba compulsivamente en cada escena, y emparedados eran también los que el oso Yogui y el bueno de Bubú solían hurtar de sus cestas de merienda a los turistas del parque Jellystone. En cualquier caso, nuestro mundo era decididamente de bocadillos; más concretamente, de bocatas. Y, para cuando el clásico de jamón de York y queso entre calientes rebanadas de pan de molde planchado quiso conquistar los estómagos de nuestra generación durante las noches de cena ligera, ya todos lo llamamos bikini (o, según proceso de elipsis, mixto, más allá del Ebro).

Por cierto, el nombre bikini, aplicado a este sándwich, no se debe a ningún tipo de analogía con el bañador de dos piezas femenino: nada tiene que ver que incorpore dos ingredientes como relleno; nada, que se componga de una rebanada de pan de molde superior y otra inferior; nada, que suela servirse cortado en forma triangular… Se denomina bikini porque Bikini era el nombre de la famosa sala de baile barcelonesa donde se servía como bocadillo de la casa, según reinvento sui generis del francés croque-monsieur.

Con un epónimo, comenzábamos esta entrada, y, con un epónimo, la concluimos aquí. Porque la del bikini es ya otra historia.

2.ª ed. del artículo publicado originariamente el 3 de nov. de 2020 en este mismo blog.

Étimos estacionales

Floración del cerezo en el Jerte (IV) ©, por Jnj

Esta mañana, a las 10: 37, hora peninsular, «La primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido». Bueno, esto es lo que acertada pero líricamente sentenció Antonio Machado. Científicamente, resulta que sí se sabe, claro: la astronomía se encarga de traérnosla mediante el equinoccio de primavera.

Precisamente, en algunas clases de 2.º de bachillerato impartidas esta semana, se ha sacado (que no traído) a colación este concepto astronómico y cuán clarificadora resulta la etimología de la voz que le da nombre, derivada del latín aequinoctium, formada a su vez por aequus ‘igual’ y nox ‘noche’. He recordado entonces un artículo que escribí en otro blog tal día como hoy de hace siete años. En él hablaba de los étimos que han dado lugar al nombre de las estaciones del año y aprovechaba el de “equinoccio” para cerrar el escrito. Lo transcribo a continuación, por si a alguien resulta interesante.

Para nuestros papis culturales, los romanos, solo había dos tiempos en los que dividir el año, esto es, dos estaciones: una, muy prolongada; y la otra, breve. La primera debía su mayor extensión a que estaba compuesta por la suma de lo que hoy llamamos primavera, verano y otoño, mientras que la más breve correspondía al invierno, entonces llamado hibernum tempus, propiamente, ‘tiempo hibernal’. Ver / veris, a su vez, era la palabra con que se aludía a esa otra estación mucho más prolongada, y su significado, propiamente, era el de ‘primavera’; aunque como veremos enseguida, andado el tiempo, dio lugar a nuestra voz verano. No obstante, en determinado momento, antes de que el latín se vistiese definitivamente de castellano  —y de catalán y de francés…—, el comienzo de esta larga estación se llamó primo vere ‘primer verano’, y, más tarde, prima vera, de donde, finalmente, brotó nuestra primavera. Fue por entonces también que la época más calurosa, por oposición al hibernum tempus, tomó el nombre de veranum tempus, literalmente, ‘tiempo primaveral’, aunque de ahí, mediante elipsis del término contiguo, nace nuestro verano, como de la otra, por idéntica causa lingüística, surge invierno.

Con todo, a pesar de este desmembramiento, la estación cálida todavía era más prolongada, hasta que, en cierto momento, su período final, correspondiente al tiempo de las cosechas, fue llamado autumnus, voz derivada de auctus ‘aumento’, ‘crecimiento’, ‘incremento’, que procedía, a su vez, de augere ‘acrecentar, robustecer’. El vocablo latino autumnus es el que se aclimató en nuestra lengua como otoño.

De toda esta intrincada nomenclatura estacional —que lo fue más hasta el siglo XVI, pues vino a colarse, en el intervalo entre primavera y verano, el estío—, quedan vestigios en nuestra lengua: verbigracia, el adjetivo vernal, el cual se aplica con igual rigor al solsticio, para señalar ‘verano’, que al equinoccio, para señalar ‘primavera’.

Por cierto, ya que en estas de la etimología andamos: qué descriptiva voz esa con que adviene la primavera: equinoccio, donde equi- ‘igual’ y noccio ‘noche’, pues, por hallarse el Sol sobre el ecuador, la noche dura igual que el día.

Feliz primavera a todos.

Origen del antropónimo Pepe

Hoy celebramos el día del padre, que, como bien sabrás, se trata de una conmemoración religiosa en honor a José, padre de Jesucristo. Sin querer entrar en cuestiones de fe, la lógica dicta que, dado que su mujer, María, es, por antonomasia, la Virgen, la paternidad de José no pudo ser cuestión fisiológica.

Efectivamente, a san José, a pesar de no ser el padre de Jesucristo, se le reconoce como tal por mor de reputación. Es decir, se le considera padre putativo.

La Iglesia se ha encargado bien de reputarlo como tal durante siglos y, en los devocionarios y misales de la liturgia latina, los feligreses de todas las parroquias no podían leer una sola referencia a «Sanctus Iosephus» sin que figurase al lado, a modo de ineludible epíteto, la expresión «Pater Putativus Christi». Dada la frecuencia con que aparecía la expresión, lo corriente era encontrarla abreviada en «P. P. Christi» y, de este hecho, surge una explicación, la cual corre por la creencia de las gentes como la pólvora, acerca de que los Josés se llamen Pepes. No obstante, se trata de una etimología espuria, pues el origen de la forma hipocorística Pepe es mucho más prosaico: se trata, sencillamente, de una forma reducida de Jusepe —versión antigua de José—, tal como sucede con el catalán Pep respecto de Josep o con el italiano Beppe respecto de Giuseppe.

Bautizo químico

iupacEn esta Semana de la Ciencia en que nuestro centro se halla inmerso, nada más oportuno para hermanar dos ciencias tan dispares como la química y la lingüística que la noticia de que, durante estos días, la IUPAC (Unión Internacional de Química Pura y Aplicada) está finalizando el proceso de revisión de las propuestas de nombres para los elementos químicos de número atómico 113, 115, 117 y 118. En inglés, los nombres propuestos son nihonium, moscovium, tennessine y oganesson. De ser estos los sancionados, como parece ser, ¿cuáles deberán ser sus respectivas traducciones al castellano?

Según defiende la Fundéu (Fundación del Español Urgente), organismo patrocinado por la agencia de noticias Efe y el BBVA, y asesorada por la RAE, los elementos nihonium moscovium podrían adaptarse como nihonio y moscovio, respectivamente, según la norma general de dar la terminación en –io, de modo similar a laurencio. En cambio, las adaptaciones para tennessine y oganesson suponen casos especiales de adaptación.

En el primer caso la grafía más cercana por calco sería tenesino. No obstante, así como en inglés el sufijo –ine corresponde a los elementos del grupo de los halógenos (chlorine, astatine, iodine…), en español tal correspondencia se efectúa con la terminación -o (cloro, astato, ástato, yodo), por lo que el nombre más adecuado para este elemento habría de ser teneso o téneso .

En el segundo caso, el del elemento oganesson, el calco resultante debería implicar un cambio en la tonicidad de la palabra, pues lo más acertado sería llamarlo oganesón, voz aguda con el sufijo –ón, como corresponde a los gases nobles (neón, xenón…).

Asimismo, la IUPAC sancionará los símbolos correspondientes que serán, respectivamente, Nh, Mc, Ts y Og (recuérdese que los símbolos, contrariamente a lo que sucede con las abreviaturas, no rematan su escritura con un punto).

Por último, cabe destacar que los cuatro nombres propuestos son epónimos. En concreto, tres se originan en topónimos: Tenesse, estado norteamericano; Moscú, capital rusa; y Nihon, ‘Japón’ en la lengua propia de ese país. El cuarto elemento se origina en un antropónimo y recuerda al físico ruso Yuri Oganessian.

RESPONDE: epónimo

RESPONDE epónimoEntre la calle de la Esperanza y el pasaje Sant Pere, en pleno centro comercial de nuestra ciudad, se abre una plaza en la que se encuentra un recogido, pero no recoleto, parque infantil. A esta plaza se la conoce, pese a no ser su nombre, por el de un frondoso árbol ornamental que en ella se halla.

RESPONDE:

El nombre de este árbol es un epónimo. ¿Sabes explicar por qué?

A la caza alternativa de étimos.

Búsqueda etimológicaEl ejercicio que os propongo es de investigación, pero lo instruiremos como concurso: realizad una búsqueda de etimologías hasta que deis con la que creáis más original, extravagante, curiosa…

El  plazo de búsqueda expira en una semana. Una vez haya permitido la visualización de los comentarios en que habréis escrito vuestras propuestas, votaremos en el aula las distintas etimologías a fin de declarar una vencedora.

Volad como el viento a la aventura de los étimos, y que tengáis buena ventura (por cierto, las palabras en cursiva provienen todas ellas, en última instancia, de la misma palabra latina: el verbo venire, ‘venir’.


RESULTADO DE LAS VOTACIONES A LAS PROPUESTAS ETIMOLÓGICAS EN VUESTROS COMENTARIOS:

Ganador: Eva, por mariposa.

2.º puesto: (ex aequo) Isabella, por vagina y Noelia, por gafe.

3.er puesto: Unai, por piropo.