Desde mi ventana, vislumbro la carretera de mi calle, junto con la que se estaba construyendo hasta hace una semana. Ambos carriles descienden paralelos hacia otro, flanqueado por edificios, que solía ser muy concurrido. De este último, surge otra carretera a su izquierda, que continúa recta, junto con otras bifurcaciones, hasta que se pierda más allá de mi visión.
Esta vista no me ha transmitido más sentimientos que la monotonía de los días laborales comunes, donde siempre, a la hora punta, las vías se abarrotaban de coches que se dirigían al trabajo, a la escuela o a su destino particular. Claro que, con los días que corren, el paisaje ya no es el mismo.
Sin embargo, lo especial de este panorama radica en su orientación. Se para el tiempo cuando el atardecer comienza, dando una sensación serena e imperturbable.
El crepúsculo descansa en la cornisa de los edificios antes de reanudar su brillante marcha. Los deslumbrantes rayos del sol tiñen el cielo en un naranja quemado, para después cambiar a un arrebol sobre las nubes. Y poco a poco, la estrella deja paso a los teloneros, que amparan en medio del telón oscuro, hasta que el espectáculo vuelva a reanudarse al día siguiente.
Hoy, dos meses después las noticias parecen atenuarse, la gente vuelve a salir a la calle y las obras de mi barrio se reprenden. No obstante, la situación todavía no ha vuelto a la normalidad. Los países siguen confinados. Los alumnos seguimos sin pisar el instituto. Y un terco silencio se ha instalado en mi casa desde la prematura muerte de mi perro.
En estos momentos, pocas personas han tenido el lujo de abstenerse a los cambios.
Sin embargo, allí arriba continúa el sol, que sigue su trayecto. Se mantiene ajeno e inocente a nuestros problemas, esperando a que estos se solucionen y vuelvan a resurgir otros nuevos en un ciclo tan repetitivo como el suyo propio.
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