Cuando miro por la ventana veo este pequeño edificio triste. Cada vez que lo contemplo puedo observar como su pintura va cayendo poco a poco y la gente del interior no sale ni para respirar aire fresco. Las persianas siempre bajas y los tenderetes llenos de pinzas de diferentes colores. La piscina sigue calmada y las plantas medio muertas porque nadie sale a regarlas. Los toldos van y vienen con el movimiento suave del aire.
Una sensación de angustia recubre mi cuerpo al recordar las bonitas mañanas de verano donde los niños jugaban en la piscina o simplemente pasaban la tarde dando toques al balón en la terraza. Los padres tumbados en las hamacas comiéndose un helado fresquito mientras hablaban con sus vecinos y controlaban a sus hijos. Aunque yo no pudiese entrar en ese edificio de gran armonía, añoro sus risas.
Por suerte, hoy domingo 17 de mayo, ha salido el sol. Las plantas muestran su color mientras que una pequeña ventolina las menea haciendo que el olor llegue hasta mi ventana y respire así su maravillosa esencia. La piscina sigue en calma, su agua es transparente y reluce como un espejo cuando hace contacto con la luz. Las persianas y los toldos vuelven a estar en su lugar, incluso mucho mejor que antes. Los niños salen a jugar al balón, a nadar, a charlar, a reír… Por fin todo ha vuelto a la normalidad y, cabe destacar, que yo he vuelto a sonreír.
Estoy contenta porque cuando miro ahora desde mi ventana, a diferencia de hace un mes, se respira pura felicidad, ya sea a través de las risas de los más pequeños o por los ladridos de un perro. Llegué a pensar que no los volvería a ver o a escuchar pero me equivoqué, han regresado más fuertes y alegres que nunca.

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