Disparates con enjundia
A veces en clase surgen disparates muy interesantes. En lugar del “homo antecesor”, el “homo ascensor”. Aquel a quien sólo le importa subir, subir y subir. O en lugar del “homo erectus”, el “homo eructus” que no emite palabras, sino gases, por su boca. O bien “la tierra gira alrededor de Pol” (pongamos aquí cualquier nombre), en lugar de “alrededor del sol”. Cuando somos pequeños, nos creemos el centro de nuestro mundo y, en cierta manera, lo somos. Hacerse mayor es aprender que los demás existen y que nuestra libertad acaba donde empieza la del otro. Con la edad he llegado a otra conclusión:
“Mi libertad nunca acaba,
si la uno a la libertad del otro.”
Me explico: si quiero hablar cuando me apetezca, pronto me daré cuenta de que los demás también necesitan expresarse y, si también lo hacen cuando les apetece, todos hablaremos a la vez, cada vez más fuerte, hasta acabar gritando y, lo que es peor, sin que nadie nos escuche. Si uno mi libertad a la del otro, conseguiré escuchar y ser escuchado, y aprenderé muchísimo más que si sólo digo lo que yo quiero y nadie me atiende. Os suena, ¿verdad?
El “homo eructus” nació en una era en que sólo se valoraba la comodidad. La tecnología había llegado a desarrollarse de manera increíble. Ya no sólo evitaba los trabajos mas pesados, como lavar la ropa, levantar grandes cargas o labrar los campos. Entretenía a los niños, acompañaba a los ancianos y realizaba todo tipo de labores. Las máquinas consiguieron tomar decisiones a partir de programas, aplicaciones y algoritmos. Poco a poco, los individuos pasaron a depender de la tecnología y de las máquinas para casi todo. Dejaron de darle importancia a la cultura. ¿Para qué cultivarse? Pensaron que podrían prescindir de lo que no consideraban productivo o útil para esa vida. En una primera etapa olvidaron los juegos que enseñaban las madres, los cuentos que explicaban los abuelos, las canciones y los bailes de sus pueblos. Más tarde perdieron el placer de pintar, de observar la naturaleza, de analizar los fenómenos que sucedían a su alrededor, de imaginar y de soñar, puesto que, según creían, todo estaba en las pantallas. Los libros no fueron quemados por fanáticos intolerantes, que en todas las épocas existen, sino que desaparecieron de las casas, se cerraron librerías y bibliotecas o se transformaron en salas de pantallas. El “homo eructus”, por su pereza, había permitido que las máquinas lo sustituyeran en el hacer y en el pensar. O eso creía. ¿Para qué aprender a escribir, e incluso a hablar bien? Una palabra bastaba para dar una orden a esos aparatos.
Así fue como de la boca del “homo eructus” apenas salían algo más que ruidos y gases pestilentes.
Otro caso curioso en la involución humana fue el “homo ascensor”.
Como indicamos al comienzo, todos sus valores se reducían a uno: subir. Intentaremos explicarlo. En aquella era reinaba una gran confusión. Por un lado, el planeta estaba mostrando graves síntomas que amenazaban la vida: el calentamiento global, nuevas guerras, pandemias… Por otra parte, el “homo ascensor” había perdido todas las habilidades sociales de sus antepasados. Aquéllos habían sobrevivido frente a grandes y feroces bestias gracias a que sabían actuar en grupo y pensar una estrategia común. Así desarrollaron el lenguaje, las herramientas y, gracias a todo ello, su propio cerebro. A partir del “homo eructus”, poco a poco, la competición se había ido imponiendo a la colaboración. Hasta llegar al “homo ascensor”, cuya única obsesión es subir y subir. Debía pensar que, cuanto más arriba llegase, más se alejaba de la tierra, con sus problemas, y más territorio abarcaba con su mirada. Algunos individuos, por si acaso, adquirieron naves espaciales para llegar a otros lugares donde poder vivir, en lugar de aprender a convivir con los demás y proteger la Tierra… Todo muy inteligente, como veis.
Continuará.
José Ángel