El timbre musical con que señalamos los cambios de hora en el instituto nos trae durante esta semana canciones que versionan poemas en castellano, catalán, latín e inglés. De resultas, en la primera clase semanal de castellano impartida a los grupos de 2.º de bachillerato, se han recitado los tres poemas que se hallan musicados en esta lengua: “No volveré a ser joven”, de Jaime Gil de Biedma; “Pequeño vals vienés”, de Federico García Lorca; y “Vientos del pueblo”, de Miguel Hernández.
En el primero, a través de una lenguaje llano, cercano, propio de los poetas de la Generación de los 50, Gil de Biedma nos ofrece una introspección desengañada y melancólica acerca de la existencia del ser humano. El paso inexorable del tiempo nos vuelca, sin tránsito en el poema, sobre la certeza de la muerte. Los alumnos han tenido la oportunidad de reconocer en él algunos de los tópicos literarios que aparecen en el glosario terminológico de la PAU de Lengua Castellana: theatrum mundi, carpe diem, memento mori, tempus fugit…
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
—como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
—envejecer, morir, eran tan solo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
En el segundo, García Lorca nos deja entrever apenas un dolor amoroso homosexual que se esconde tras herméticos versos que rezuman irracionales metáforas surrealistas. La ciudad fría de Nueva York no es capaz de hacerse eco del sentimiento humano y el poeta intenta huir de ella a través del marcado ritmo métrico con el que la composición emula el compás 3/4 valsístico. Los alumnos de la materia de modalidad han podido contrastar al Lorca de Poeta en Nueva York con el del Romancero gitano que andamos analizando estos días.
En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals con la boca cerrada.
Este vals, este vals, este vals,
de sí, de muerte y de coñac
que moja su cola en el mar.
Te quiero, te quiero, te quiero,
con la butaca y el libro muerto,
por el melancólico pasillo,
en el oscuro desván del lirio,
en nuestra cama de la luna
y en la danza que sueña la tortuga.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals de quebrada cintura.
En Viena hay cuatro espejos
donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una muerte para piano
que pinta de azul a los muchachos.
Hay mendigos por los tejados.
Hay frescas guirnaldas de llanto.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals que se muere en mis brazos.
Porque te quiero, te quiero, amor mío,
en el desván donde juegan los niños,
soñando viejas luces de Hungría
por los rumores de la tarde tibia,
viendo ovejas y lirios de nieve
por el silencio oscuro de tu frente.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals del “Te quiero siempre”.
En Viena bailaré contigo
con un disfraz que tenga
cabeza de río.
¡Mira qué orilla tengo de jacintos!
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.
En el tercero y último poema de esta selección, Miguel Hernández compone una enardecedora arenga dirigida al pueblo español, individualizado según sus orígenes regionales (castellanos, murcianos, vascos, catalanes…). La Guerra Civil ha empezado hace unos meses y el poeta siente la necesidad de que sus versos se comprometan con la causa republicana. El español ha de ser león, ha de ser águila, ha de ser toro y no buey doblegado por el yugo de la opresión.
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?
Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros, de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.