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Esta misma mañana

Esta misma mañana Blanca ha roto aguas mientras desayunaba en la cocina de su casa; ha telefoneado a su marido, que estaba en el taller; ha subido a un taxi y se ha ido camino del hospital, adonde ha llegado en el preciso instante en que a Pau le daban el alta médica y se disponía a prepararlo todo para volver a su casa con la intención de reinstalarse y empezar a estudiar para los exámenes trimestrales de la facultad.

Cuando Pau ha llegado a la placita que queda delante de su edificio, ha visto cómo Emma, Laieta y Jan se levantaban del arenal y corrían hacia los columpios mientras sacudían sus manos contra los pantalones para librarse de buena parte del polvo acumulado durante el juego. El banco de madera que queda bajo el platanero, sin embargo, estaba vacío, nadie estaba sentado en él. Tal vez, el señor Mateo todavía no había acabado su habitual partida de cartas.

También ha sido esta misma mañana cuando Ania ha roto aguas, pero ella no se hallaba en su casa, porque su casa, varios miles de kilómetros más hacia el este de Europa, se había convertido en un amasijo de cemento, hierro y desolación después de que un misil la hubiese hecho saltar por los aires. Ania tampoco ha podido coger un taxi para ir al hospital, porque allí, tan lejos de cualquier metro cuadrado reconocible, en una tierra que no parece ser de nadie, la opción de parir se acaba pareciendo demasiado a la de cerrar una herida de bala. Lo que sí ha podido hacer Ania ha sido telefonear a su marido, que no va por el taller desde hace una semana porque ha cambiado las herramientas por las armas, y que no va a poder acudir a conocer a su bebé porque la metralla recibida en una ingle lo tiene postrado en la desvencijada camilla de un improvisado hospital de campaña.

Ania acabará pasando su puerperio entre la desolada muchedumbre que avanza en fila camino del exilio. Tal vez cerca de ella, formando parte del cruel éxodo, se encontrará Pavel, un joven que ha dejado de estudiar para unos exámenes trimestrales que ya no tiene que encarar. Tal vez también, allí mismo, estarán Uliana, Svetlana y el pequeño Andrei, quienes, conforme al pasar y el pesar de los días, cada vez juegan y corretean menos. Y frente a ellos, el señor Artem los mira con una reciente y sin embargo eterna melancolía en sus ojos. Seguramente, este vejete bonachón se hubiese sentado en un banco de madera, de haberlo habido bajo algún platanero. Quién sabe qué habrá sido de sus viejos amigos, aquellos con los que solía jugar tranquilas partidas de cartas.