Category Archives: Semántica

La pregunta de la semana (18)

Si del león podemos decir que tiene garras o zarpas, ¿por qué no podemos decir lo mismo de un engendro como el indorraptor de Jurassic World: El reino caído?

Antes de nada, mis disculpas a los admiradores y entusiastas del indorraptor por haberlo llamado engendro en la pregunta de esta semana; pero es que, diccionario en mano, a mí es lo que se me antoja ser: una criatura informe que nace sin la proporción debida. En cuanto a lo de las garras del bicho (este sí es un término despectivo), no podemos llamarlas zarpas, dada la diferencia que existe entre las unas y las otras. Garras son las manos o pies de un animal, cuando están armados de uñas corvas, fuertes y agudas, como en el león, el águila o el indorraptor; zarpas, en cambio, son solo aquellas manos animales cuyos dedos no se mueven con independencia unos de otros, como las del león, pero no como las del águila ni, por supuesto, las del indorraptor, tal como se muestra en la película en más de una ocasión (son antológicas, por ejemplo, las escenas en que este golpea suave y lentamente con un dedo sobre el suelo, en señal de tensa espera tanto para los protagonistas como para el espectador).

Por cierto, es demasiado habitual encontrarse con la grafía indoraptor, cuando lo correcto es escribir este nombre con doble erre para que se mantenga el sonido consonántico fuerte, tal como sucede análogamente con otros como velocirraptor u ovirraptor. En cuanto a la acentuación, dado que la pronunciación etimológica de estos tecnicismos es aguda, lo adecuado es que carezcan de tilde, aunque el uso mayoritario (quizá porque la mayoría de los nombres de los dinosaurios son palabras llanas o por la influencia del inglés) hace que la grafía con tilde paroxítona esté igualmente aceptada.

La pregunta de la semana (16)

En el octavo episodio de la segunda temporada de Castle, el capitán Montgomery barrunta que el candidato al Senado con quien departe está a punto de exigirle una condición a cambio de su colaboración en la investigación de un caso en el que se halla involucrado:

—Y supongo que ahora viene un pero.
—Un pero, no; un sin embargo.

¿Tiene sentido el matiz diferencial que intenta establecer el candidato en su respuesta al capitán? 

Se trata de unidades léxicas distintas: pero es una palabra, mientras que sin embargo es una locución. Funcionalmente, la primera es una conjunción coordinante, obligada a aparecer entre dos periodos oracionales adversativos, mientras que la segunda es de carácter adverbial y puede aparecer en cualquier posición. Esta diferencia funcional es la que permite la coaparición de ambos elementos en un mismo enunciado.

Ahora bien, el uso de la conjunción adversativa pero junto a locuciones adverbiales que hacen las veces de conectores discursivos contraargumentativos como sin embargo (u otros como no obstante o en cambio) resulta pleonástico o, como mucho, enfático. Así pues, entre ellos, no hay matiz diferencial que justifique la aclaración que hace el candidato al capitán de la policía.

La pregunta de la semana (13)

Hoy, como cada 27 de enero, se recuerda el Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto, una efeméride proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2005. La elección de este día rememora la liberación del campo de concentración y exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau, ocurrida hace ochenta años, el 27 de enero de 1945, cuando tropas soviéticas pusieron fin a uno de los mayores símbolos del Holocausto.

Año tras año, diversas encuestas ponen de manifiesto que un porcentaje alarmante de jóvenes europeos y estadounidenses tienen un gran desconocimiento del Holocausto y son incapaces de nombrar, por ejemplo, algún campo de concentración nazi o el número total de víctimas. Peor aún, son demasiados los que, desde el negacionismo, creen que el Holocausto es un mito.

En la pregunta de la semana, queremos contribuir a la lucha contra el olvido. Así, la cuestión que planteamos es la siguiente: ¿existe alguna diferencia semántica o pragmática entre los sinónimos holocausto, exterminio, genocidio, masacre y pogromo?

La pregunta de la semana (11)

Imagen de Andrew Martin en Pixabay

Si os portasteis bien durante el 2024, muy probablemente, SS. MM. los Reyes de Oriente os habrán traído regalos en vez de carbón. Y si, como cabe esperar y desear, no habéis perdido por completo al niño que todos llevamos dentro, es posible que alguno de esos regalos haya sido un juguete. A mí, por ejemplo, me han traído el videojuego Lego Star Wars. Aunque…, ahora que lo pienso, difícilmente lo llamaría juguete. Juego, sin más, sí; pero no juguete. ¿Lo es, realmente? ¿Existe alguna diferencia entre un juego y un juguete?

Agarremos el diccionario (aunque poca literalidad queda ya en eso de agarrarlo, ahora que cuasi todo lo consultamos en línea). A propósito de juguete, en él se dice que se trata de un objeto: o bien aquel con el que los niños juegan y desarrollan determinadas capacidades (un peluche, un coche teledirigido, una muñeca…) o bien aquel otro que sirve para entretenerse (un palo de mascado para el perro…). En cuanto a juego, sustantivo ampliamente polisémico, el lexicón nos ofrece acepciones relacionadas con una actividad, una práctica, un ejercicio… Así las cosas, podemos ejemplificar la diferencia diciendo que la pelota es un juguete con el que practicar distintos juegos: fútbol, balón prisionero… De hecho, hay numerosos juegos, que lo son en tanto que ejercicios recreativos sometidos a reglas, los cuales se practican sin juguete alguno: escondite, pillapilla, gallinita ciega…

También es cierto que, por juego, podemos entender aquel ‘conjunto de elementos necesarios para practicar un juego’. En este sentido, el parchís, el ajedrez y tantísimos juegos de mesa, a pesar de que podamos haberlos incluido en nuestra lista de juguetes para Reyes, son más un juego que un juguete. Resulta lógico, pues, en sí, el tablero solo no sirve de entretenimiento, como tampoco sirve de entretenimiento cada una de las fichas del juego o, si es el caso, el cubilete o el dado.

Llegados a este punto, podemos compreder por qué los videojuegos no entran fácilmente en el concepto juguete. Por un lado, tal como hemos visto que sucede con el juego del parchís, en sí, de manera aislada, no jugamos con el objeto físico que es la consola; tampoco con la pantalla, el mando o la tarjeta de memoria, por separado; lo hacemos mediante el conjunto de ellos. Y, por otro lado, cuando empezamos una partida, lo que hacemos es un ejercicio recreativo o de competición sometido a reglas y en el cual se gana o se pierde, es decir nos enfrascamos en un juego.

La pregunta de la semana (10)

Fotograma de El hombre del Norte, film de Robert Eggers.

Para hablar de la estrecha relación del ser humano con la montura, en castellano existen las voces caballista, caballero y cabalgador, todas derivadas directa o indirectamente de caballo. También existe la voz equitador, proveniente en última instancia del latín equus ‘caballo’ y cuyo femenino tardío equa acabaría por dar yegua en nuestro idioma. No obstante, para referirnos a quienes montan a caballo, habitualmente utilizamos las voces jinete y amazona. ¿Sabrías explicar por qué?

Ciertamente, las voces jinete y amazona son más usuales que las que el idioma ha derivado de las raíces latinas caballus y equus. El sustantivo equitador, por ejemplo, es un americanismo sinónimo de caballista que, como este, alude, más que a la persona que cabalga, a la que es aficionada a los caballos y los monta bien. Ambas voces son relativamente recientes, pues se atestiguan a partir de mediados del siglo XIX; no así, cabalgador, término ya usado por Gonzalo de Berceo en el siglo XIII y cuya inclusión en el tomo C del Diccionario de Autoridades (1729) ya contenía la marca de «voz antiquada», marca que, sin embargo, había de perder (sic) en lo sucesivo.

En cualquier caso, fue el sustantivo jinete (escrito ginete, hasta mediados del siglo XIX) el que acabó por imponer su uso mayoritario como referencia a quien se halla subido a caballo. Este sustantivo procede del árabe hispánico zeneti, gentilicio referido a la confederación de tribus bereberes Zeneta, que fue famosa por su dedicación a la cría de caballos y su dominio de la equitación. De ahí, que originariamente la palabra ginete ampliase su significado, y pasase de nombrar a la caballería ligera que acudía en defensa del reino nazarí de Granada a nombrar a cualquier soldado de a caballo pertrechado de armamento ligero, tal como se compruieba en la primera definición que tenemos constancia de esta palabra, la del Vocabulario español-latino, publicado por Nebrija en 1495: ‘levis armatura eques‘. Y el cambio semántico por generalización siguió su curso inexorable, de suerte que, ya en el tomo G-M del Diccionario de Autoridades, se dobla la entrada de ginete para explicar que ‘Se llama también el que sabe montar bien un caballo’. Cinco ediciones más tarde, en 1817, el lexicón académico ya define este sustantivo como ‘El que está montado a caballo’.

El caso de amazona es análogo al de jinete, pues la etimología más verosímil parace ser la que vincula la palabra con el nombre de la tribu irania ha-mazan, que significa ‘los guerreros’. Originariamente, el nombre amazonas hacía referencia a las mujeres guerreras de la mitología griega, hijas de Ares, el dios de la guerra, y de la ninfa Harmonía. Según una ancestral etimología popular, esta voz (‘Αμαζόνες) proviene de anteponer al término μαζός ‘pecho’ el prefijo privativo a-, a partir de lo cual, se difundió la leyenda de que estas guerreras se amputaban o se quemaban el seno derecho para poder manejar mejor sus arcos. En realidad, el pecho no supone apenas un obstáculo para el tiro con arco, menos aún el derecho, en caso de que la arquera sea diestra, como, estadísticamente, son la mayoría. En este sentido, es significativo, además, que sean muy pocas las representaciones artísticas que muestran a las amazonas con un solo pecho.

Sea como fuere, la voz amazonas se documenta ya en 1620 con una ampliación de significado: en el Vocabolario español-italiano, de Lorenzo Franciosini Florentín, por ejemplo, se traduce como «Donne guerriere, e bellicose» y, andado el tiempo, en la primera edición del diccionario de la Academia, se define como «La muger de alto cuerpo y espíritu varonil». Habremos de esperar, sin embargo, hasta 1869 para ver recogida en un diccionario la acepción que ahora nos ocupa: en el Nuevo suplemento al Diccionario Nacional o Gran Diccionario Clásico de la Lengua Española, de Joaquín Domínguez Ramón, se dice que amazona es «La que monta á caballo ó es inclinada á los ejercicios ecuestres». Curiosamente, la edición del diccionario académico de ese mismo año todavía no la recoge, y no será hasta la siguiente, de 1884, cuando lo haga.

En conclusión, si hoy, a quienes cabalgan, les llamamos jinetes y amazonas, es debido a lo que, en lingüística, se conoce como cambio semántico, en concreto, el debido a la generalización, el cual lleva a la palabra a trasladar o ampliar su significado, de un ámbito restringido o especializado, como es el caso de los etnónimos jinete y amazona, a otro de uso genérico.

La pregunta de la semana (9)

Imagen de Robin Higgins en Pixabay

Si alguien dice «Resumiendo en una palabra: “No hay mal que por bien no venga”», ¿está siendo inexacto? ¿No debería haber utilizado, por ejemplo, la expresión en pocas palabras?

Podría, en efecto, haber utilizado la expresión en pocas palabras, locución adverbial que, sin embargo, el DLE define remitiéndonos a la locución sinónima en una palabra, ya que ambas (como también en dos palabras o en cuatro palabras) coinciden en el uso ‘para indicar la brevedad o concisión con que se expresa o se dice algo’. En nuestro idioma, existe un conjunto amplio de locuciones y paremias de las que forma parte un cuantificador numeral, cuyo significado a menudo no denota una cantidad precisa, sino que, de manera traslaticia, se aproxima al del sentido indefinido. Así, por un lado, los números bajos de la escala (uno, dos y cuatro, sobre todo; tres es inusual)  y, por otro, los números altos (cien, mil, cien mil, un millón) presentan un valor simbólico estereotipado, respectivamente, de ‘poco’ y ‘mucho’. De tal manera, las locuciones a las que aquí se da respuesta (en una/dos/cuatro palabras) se usan con idéntico valor cuantificador indefinido que cuando decimos me importa un bledo, está solo a dos pasos de aquí o se presentaron cuatro gatos, y, contrariamente al valor de abundancia con que usamos otras expresiones como darle cien vueltas, ir a mil por hora o dar un millón de gracias.

La pregunta de la semana (8)

La próxima semana nuestro instituto celebra la Semana de la Ciencia, de la cual ya habéis tenido un adelanto hoy en forma de espectáculo teatral. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, la pregunta de esta semana se mantendrá activa también durante la próxima y la reflexión lingüística que plantea está referida a la figura de Albert Einstein, de cuya visita a Catalunya se conmemoró el año pasado el centenario: ¿en qué sentido podemos afirmar que el famoso científico era un hombre de gris, pero no gris?

Según el sentido traslaticio que recoge el DLE como tercera acepción, se entiende por gris aquello que carece de atractivo o singularidad, y, a poco que conozcamos la figura de Albert Einstein, estaremos de acuerdo en que en absoluto puede considerársele un hombre gris. Más bien, todo lo contrario, tanto por su magnetismo personal como por su privilegiada inteligencia. Caso distinto es afirmar que este genio de la ciencia era un hombre de gris, ya que siempre vestía ropa de ese color. Efectivamente, con la intención de no perder tiempo en decidir qué ropa ponerse a diario, Einstein comenzó a vestir solamente trajes de color gris. Esta apuesta por un fondo de armario constante, la han adoptado posteriormente diversas personalidades, como Steve Jobs, Mark Zuckerberg o Barack Obama.

Y, llegados a este punto, no puedo dejar de pensar en aquellos terribles hombres grises que habitaban las páginas de Momo fumándose el tiempo de las personas. Hombres grises que también eran hombres de gris.

La pregunta de la semana (7)

Si podemos oír o desoír a alguien, ¿por qué no podemos desmirarlo o desolerlo?

El prefijo des-, mayoritariamente, denota inversión del significado de la palabra simple a la que va antepuesto, por lo que suele aplicarse a procesos que pueden revertirse: deshacer, desabrochar, destapar, desabrigar… Por otro lado, los llamados verbos de percepción (ya sea esta física o intelectiva), al señalar acciones no reversibles, no pueden combinarse con este prefijo. Por ejemplo, resulta imposible que quien note una caricia la desnote a continuación o que quien observa un cuadro lo desobserve después. Idéntica imposibilidad semántica se halla, pues, en los conceptos de desmirar y desoler.

La razón de que sí podamos desoír a alguien se explica por dos motivos: uno, el hecho de que el prefijo des-, pese a ser aquí también de tipo negativo, no indica reversión, sino ausencia; dos, el hecho de que desoír no se interpreta como un verbo de percepción.

En primer lugar, fijemos nuestra atención en el hecho de que, mientras que el verbo oír es polisémico, desoír resulta monosémico. Diccionario en mano, oír posee cinco acepciones; dos de ellas, más usuales:

  1. Percibir con el oído los sonidos.
  2. Atender los ruegos o avisos de alguien.

Como claramente se infiere de la primera acepción, oír puede considerarse un verbo de percepción. En ese sentido, carece de lógica pensar que alguien que haya oído, por ejemplo, el estampido de un cañón pueda desoírlo a continuación. En la segunda acepción, en cambio, el verbo ya no es de percepción y, de la misma manera que podemos desatender una petición o desobedecer una orden, podemos desoír un consejo o una súplica. Esta es la razón de que este verbo solo sea antónimo de oír en los contextos correspondientes a la acepción 1 y, por ende, la razón de su monosemia.

Por otro lado, como señalábamos más arriba, el prefijo des– en el verbo desoír no tiene interpretación reversiva, sino de ausencia, por lo que su comportamiento semántico, resulta análogo al de verbos como desagradar, desaprovechar, desconfiar, desmerecer, desobedecer, desacertar o, el ya mencionado, desatender. Para que algo nos desagrade, no es necesario que previamente nos haya agradado; para que desconfiemos de alguien, no es necesario que antes hayamos confiado en él…, para que desoigamos la advertencia de nuestro vecino, no es necesario que antes la hayamos oído (‘atendido’).

La pregunta de la semana (4)

Imagen de Mariusz en Pixabay

¿Por qué patatilla, ratilla o puertecilla son voces que no figuran el DLE, pero paletilla, ardilla o ventanilla, Sí?

Todas las palabras que incluye el enunciado contienen sufijos apreciativos. Ahora bien, las tres primeras pertenecen a un subgrupo distinto del de las segundas.

Efectivamente, patatilla, ratilla y puertecilla son transparentes, es decir, su significado se obtiene de la combinación de la base y el sufijo. De esta forma, al usar la voz puertecilla, el hablante está añadiendo al significado léxico de puerta o bien la información de tamaño pequeño o bien una valoración de aprecio o atenuación. Así, estas voces no suelen estar en los diccionarios, ya que se entiende que el hablante puede interpretarlas aplicando un procedimiento productivo de formación de palabras.

Paletilla, ardilla y ventanilla, en cambio, son voces opacas que han sufrido un proceso de lexicalización. Se trata de vocablos cuyo significado no se obtiene por la simple combinación de los dos componentes que los forman. Y, frente a los del grupo anterior, los diccionarios les dan cabida porque, como indica la NGLE (§ 9.3b), «no se obtienen mediante un recurso morfológico activo en el español actual, sino que forman ya parte del repertorio léxico del idioma. Así, paletilla, ardilla y ventanilla, como tantos otros (centralita, cigarrillo, estribillo, flequillo…), poseen un significado impredecible a partir del sentido del diminutivo. Efectivamente, una paletilla no solo es una ‘paleta pequeña’, sino que es también, por ejemplo, el ‘cuarto delantero de ciertas reses’; una ventana pequeña tiende a ser una ventanita, mientras que una ventanilla es una ‘abertura acristalada en los despachos y oficinas o en los laterales de los vehículos’, y también llamamos así a los ‘orificios nasales’ y a las ‘aberturas rectangulares cubiertas con un material transparente, que llevan algunos sobres’. En cuanto a ardilla, es posible que, en la conciencia lingüística del hablante, no quepa una asociación entre el diminutivo y arda, el sustantivo primario que dio nombre a este simpático mamífero roedor allá por el s. XIII,  pues es este un término que paulatinamente, desde principios del s. XVII, ha ido siendo arrinconado por la lexicalización del diminutivo, hasta encontrarse hoy día en desuso. Curiosamente, en Venezuela y Honduras, la lexicalización se ha obrado a partir de un sufijo apreciativo distinto, de modo que al animal lo llaman ardita.

La pregunta de la semana (3)

Imagen de Thomas Wolter en Pixabay

¿Por qué solemos pensar que bajar abajo es un pleonasmo, pero no solemos pensar que bajar al sótano también lo es?

La acción de bajar lleva implícito un movimiento hacia abajo, por lo que este adverbio resulta redundante en la expresión bajar abajo. En cambio, en la expresión bajar al sótano, el significado del sustantivo supone una concreción, una especificación de un lugar al que poder bajar. Podría pensarse que, en el caso de que nos encontrásemos en una construcción de piso único y sótano, la indicación de bajar al sótano podría ser pleonástica; pero, aun así, habrían de considerarse otras variables, como la posibilidad de bajar al pueblo, a la playa… Por otro lado, no resulta imposible ni paradójico el hecho de subir al sótano, si nos hallásemos en un subsótano (el nombre no se recoge en el DLE, pero su uso, como su realidad, existe).

Pese a todo, cabe recordar que no tiene por qué haber incorrección alguna en los pleonasmos. A menudo, resultan útiles, no solo porque esclarezcan, como acabamos de ver, el sentido concreto a que queremos referirnos, sino también porque pueden funcionar como énfasis. Por ejemplo, en la expresión lo he visto con mis propios ojos hay dos redundancias (es obvio que ver se hace con los ojos y que estos son los propios y no los ajenos), pero con ella ganamos fuerza expresiva para ser creídos en lo que decimos. Otro ejemplo: cualquier niño tiende a obedecer a su madre con mayor premura y sin rechistar al oír un pleonástico ¡Sal de aquí! o incluso ¡Sal hacia/para fuera! que con un lacónico ¡Sal!