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¿Es la lingüística una ciencia?

Pizarra de sintaxis, en la University of Maryland, en College Park. Imagen publicada en Instagram por Ángel Gallego, profesor de la UAB y coordinador PAU de Lengua y literatura Castellanas.

De vez en cuando me gusta ir soltando por ahí que la lingüística es una ciencia. No es que, como lingüista, tenga complejo de inferioridad o que ningunee el valor de lo que es un saber humanístico; lo que sucede es que la cuestión no está tan clara, por cuanto en el ámbito de la lingüística, caben tanto condicionantes sociales como aspectos físicos.

De hecho, como dice  Marc Nadal Ferret en su artículo ¿La lingüística, es una ciencia?, «para responder a esta pregunta, deberíamos poner sobre la mesa una definición de ciencia». Y, desengañémonos, definiciones las hay tan restrictivas que acaso solo la física se halle en condiciones de cumplir con todos los criterios. No en vano, Ernst Rutherford acuñó hace un tiempo el apotegma de que «Toda la ciencia es física o filatelia».

En fin, comoquiera que hemos cruzado la Semana de la Ciencia 2022, este parece un buen momento para detenerse a pensar si la lingüística es una ciencia de pleno derecho o hasta qué punto puede serlo, teniendo en cuenta además que, hace ya cuatro años, el profesor Charles Yang formuló matemáticamente una ecuación para determinar numéricamente lo que él denomina el principio de tolerancia. Según explica  José-Luis Mendívil en su artículo Una ecuación para la lingüística (¡por fin!): «En términos simples, [la ecuación] establece con sorprendente precisión cuál es el umbral de tolerancia a las excepciones que los mecanismos de adquisición del lenguaje del niño son capaces de soportar para poder inducir una regla productiva».

Un par de precisiones otoñales

Fotografía de Jordi, nuestro ínclito conserje.

Este año, sin que ello suponga circunstancia agravante ninguna, el otoño se nos ha echado encima con nocturnidad: exactamente, a las 3:04 de la madrugada. Vaya, pues, por delante el parabién del Departamento de Lengua y Literatura Castellanas conforme a que tengamos todos un venturoso otoño.

Sabido es que equinoccio, palabra con la que designamos la llegada del otoño (también la de la primavera), es un cultismo cuyo significado surge de la suma de sus componentes léxicos: equi- ‘igual’ y noccio ‘noche’. Y es que, por hallarse el Sol sobre el ecuador en esta fecha, la noche dura igual que el día. Ahora bien, ello, que debiera ser exactamente así, acaba no siéndolo: en Lloret de Mar, la noche y el día tendrán una duración idéntica, de doce horas cada uno, justo el domingo próximo, dos días después del día equinoccial. Ello se debe a dos razones: el hecho de que el Sol sea una estrella cercana y el hecho de que la atmósfera provoque una refracción lumínica.

Efectivamente, la cercanía del Sol hace que este adquiera la apariencia de un disco y no de un punto, como el resto de estrellas del firmamento nocturno, y comoquiera que el momento del amanecer corresponde al instante en el que el borde superior del Sol toca el horizonte, y el del atardecer, a aquel en el que el borde superior se pone bajo el horizonte, esto provoca una diferencia de un par de minutos, a los cuales hay que añadir los seis minutos de efecto de refracción atmosférica que hacen que el amanecer se adelante y el atardecer se retrase. Es decir, hay seis minutos en los que el observador sigue viendo al Sol sobre el horizonte, cuando, en realidad, ya se ha puesto bajo su línea.

En conclusión, en latitudes medias como la nuestra, hoy aún hay unos ocho minutos más de luz que de oscuridad.

Y, para rematar esta entrada, que ha ido sesgándose hacia el enfoque astronómico, un par de precisiones lingüísticas referidas a la nomenclatura. El primero: al día en que, como el próximo domingo, el tiempo de luz y de oscuridad son iguales, se le denomina, significativamente, equilux. El segundo: aunque al momento astronómico de hoy solemos llamarlo equinoccio de otoño, mucho más apropiado sería llamarlo equinoccio de septiembre, pues la entrada del otoño solo acontece en el hemisferio norte (en el sur, es la primavera la que se inicia).

Día Mundial del Medio Ambiente (enfoque lingüístico)

Imagen de Juanjo en Flickr

Hoy, como cada 5 de junio desde 1973, se conmemora el Día Mundial del Medio Ambiente (DMMA). La fecha sirve para sensibilizar a la población mundial acerca de la importancia de cuidar los ecosistemas y fomentar el respeto al medioambiente, algo que deberíamos tener grabado a fuego en nuestro desarrollo como civilización y que, sin embargo, necesita de una efeméride para ser recordado.

Desde un punto de vista lingüístico, la expresión Medio Ambiente, tal como la vemos escrita en el título de esta entrada, puede parecer un nombre propio debido a las mayúsculas iniciales con que se escribe. De hecho, tal uso se debe precisamente a que forma parte de un nombre propio, en concreto el de una denominación de carácter oficial y sabido es que los nombres de los días internacionales se escriben con mayúscula en los términos relevantes que lo componen. Con todo, medioambiente es un nombre común.

Otro rasgo que caracteriza a este nombre es su proceso de creación morfológico: se trata de un compuesto formado a partir de la unión del sustantivo (no del adjetivo) medio y del sustantivo ambiente. En un primer momento, su ortografía correspondió a la forma pluriverbal de un compuesto sintagmático, es decir, las palabras formantes mantuvieron su separación (medio ambiente). Así lo incluyó el DLE por primera vez en su edición de 1984. Por cierto, esta fecha de inclusión, que podríamos considerar más o menos reciente en la longeva diacronía de nuestra lengua, no es suficiente, sin embargo, para seguir considerando el término a día de hoy un neologismo, por cuanto su uso se ha generalizado notoriamente. 

Sabido es que las palabras que pierden su acento prosódico por pronunciarse junto a otras tienden a escribirse unidas, motivo por el cual, por ejemplo, el compuesto arco iris o la locución boca arriba forman arcoíris y bocarriba, de acuerdo con la Ortografía de la lengua española. De ahí que en la edición actual del lexicón académico se haya añadido la entrada medioambiente, como corresponde a esta tendencia idiomática.

Cierto es también que la opción pluriverbal de estos compuestos sigue estando muy extendida en la escritura y acaso pueda ser aún la mayoritaria, razón por la cual conserva aún la definición en el DLE, en detrimento de la opción univerbal. En efecto, si uno busca medioambiente en el DLE, no hallará la definición del término, sino una llamada para acudir a la entrada medio ambiente, incluida dentro de la de medio, voz simple que por sí sola ya posee el significado de ‘medioambiente’. A este respecto, cabe señalar que la creación del compuesto escapa a la tendencia natural de simplificar la comunicación, tal como ejemplifican los distintos acortamientos (cine, por cinematógrafo; bus, por autobús…) y elipsis (postal, por tarjeta postal; capital, por ciudad capital...), frecuentes en la lengua. Sin duda, la necesidad de crear el nombre medio ambiente —o medioambiente— en sustitución del nombre simple medio se debe a la vasta polisemia de este: actualmente, el diccionario ofrece treinta y siete —o treintaisiete— acepciones repartidas en su uso como adjetivo, adverbio y nombre, y en un mundo finisecular urgido de soluciones ecológicas, resultaba indispensable desambiguar y resaltar las circunstancias del medio ambiente frente a las de los medios cultural, social o físico.

Para concluir, cabe hacer un par de precisiones: una, que tanto el DPD académico como la Fundéu recomiendan el uso de la forma univerbal medioambiente; dos, que el plural de esta forma es medioambientes —cuyo adjetivo derivado es medioambiental, también en una sola palabra—, mientras que el de medio ambiente es medios ambientes.

Feliz DMMA. Honremos la efeméride hoy y siempre.

Día Mundial de la Lengua Árabe

Imagen de Bruno /Germany en Pixabay

Si en castellano nos desayunamos con un zumo, mientras que en catalán lo hacemos con un suc, es porque ambos nombres proceden de étimos distintos. El término catalán, como el italiano succo, el francés jus, el inglés juice o el castellano jugo —en el que la j- se debe al influjo de enjugar, enjuto…; compárese, en cambio, la voz suculento—, evolucionan desde la voz latina sucus, voz que nunca he podido evitar pensar que se halla tras la decisión de la marca Suchard de bautizar sus famosos caramelos como Sugus, aunque la explicación más difundida es la de quienes defienden que la razón de este bautizo se halla en las voces nórdicas suge o suga ‘chupar’.

Por su parte, la voz castellana zumo —como la gallega zume o la portuguesa sumo— según el DLE, quizá procede del árabe hispánico *zúm, este del árabe zūm, y este del griego ζωμός zōmós. Ese “quizá” académico no está referido al origen griego, indiscutible, sino al tránsito de la adquisición a través del árabe. De hecho, Joan Corominas pese a ver en la etimología árabe una explicación verosímil para la aparición de la vocal u, indica que el término solo parece haber sido de uso en el árabe de países del Próximo Oriente cercanos a Grecia, por lo que la u podría haberse debido al influjo del sinónimo latino sucus.

Más allá de que el sustantivo zumo pueda considerarse o no un arabismo, lo cierto es que el árabe es la lengua del superestrato con mayor presencia en el castellano: la herencia léxica se sitúa en torno a las dos mil palabras — las correspondientes a las dos mil doscientas cincuenta y tres acepciones que despliega el DLE, exactamente—. En ocasiones, la raíz árabe se encuentra tras algunas expresiones perpetuadas por la tradición, cuya literalidad resulta difícilmente explicable en castellano. Es el caso, por ejemplo, de la expresión “Que si quieres arroz, Catalina”. Federico Corriente, en su discurso de ingreso en la RAE, entre varias hipótesis, la relaciona con una expresión andalusí fonéticamente similar: Tiríd ‘ala rrús, aqṭá‘ lína, pregunta que se formulaba a la esposa que se casaba por segunda vez. Resulta significativo saber que, en árabe, las palabras arroz y esposo suenan parecido.

Hoy se conmemora el Día Mundial de la Lengua Árabe bajo el lema “La lengua árabe, un puente entre civilizaciones”. Se trata, según palabras de la UNESCO, de un llamamiento a reafirmar el importante papel de la lengua árabe en la conexión de los pueblos a través de la cultura, la ciencia, la literatura y muchos otros ámbitos. En España, ya sabemos mucho de ello.

Sándwich

sándwich

Fotografía de Jnj, tomada en el aula Natura durante la hora del patio

Aprovechando que hoy se conmemora oficiosamente el Día Mundial del Sándwich, saquemos a colación alguna curiosidad acerca de la palabra que le da nombre.

La primera es relativa al origen del apelativo con que conocemos este tipo de bocadillo. En su forma actual, sándwich, es un calco por adaptación del inglés sandwich, sustantivo que, como el mismo DLE nos refiere en su entrada correspondiente, los británicos toman del nobiliario título de John Montagu, quien fuese conde de Sandwich durante gran parte del siglo XVIII. Al parecer, la suerte del epónimo se debe al hecho de que el tal conde, jugador de cartas empedernido, no era amigo de perder tiempo de juego durante una buena partida para dedicarlo a pausas gastronómicas en las que saciar el apetito, de modo que se hacía traer a la mesa de juego unas rebanadas de pan entre las cuales habían sido colocadas unas tajadas de carne. Aunque parece ser que el invento no se le puede atribuir a él, lo cierto es que, al poco, el asunto había creado escuela, y preparar comida al modo del conde de Sandwich se acabó convirtiendo en una costumbre.

El primer diccionario de referencia en nuestro idioma que incluye una entrada para esta palabra es el Diccionario enciclopédico de la lengua castellana, publicado en 1895 por el canario Elías Zerolo, el granadino Miguel de Toro y Gómez y el colombiano Emiliano Isaza. La definición que figuraba era la siguiente: «Palabra ingl. que significa pastel, y se compone de una delgada lonja de carne fiambre, colocada entre dos rebanadas de pan. En castellano se llama emparedado». Por su parte, la RAE no la recoge hasta la edición en 1927 de su Diccionario manual e ilustrado de la lengua española, donde figura sin tilde y señalada mediante asterisco como xenismo: «(Voz inglesa; pronúnciase sángüich.) m. Emparedado, bocadillo, lonja de jamón o de fiambr[e] entre dos pedacitos de pan». El calco por adaptación no fue recogido por la academia hasta la edición del diccionario de 1989.

Como bien se observa, de una u otra forma, ambas obras lexicográficas destacan, en sus respectivas entradas, la preferencia por el sustantivo emparedado. En ese sentido, recuerdo que, durante los tiempos mozos de mi educación secundaria, los profesores acostumbraban a aleccionarnos con la monserga de que debíamos llamar al sándwich emparedado, por ser esta una palabra nacida del patrio genio idiomático. A ello, ha de añadirse el hecho de que las traducciones televisivas de aquel entonces parecían preferir también esta voz parasintética surgida de la primitiva pared. Efectivamente, emparedados y no sándwiches era lo que Pilón, el glotón amigo de Popeye, devoraba compulsivamente en cada escena, y emparedados eran también los que el oso Yogui y el bueno de Bubú solían hurtar de sus cestas de merienda a los turistas del parque Jellystone. En cualquier caso, nuestro mundo era decididamente de bocadillos; más concretamente, de bocatas. Y, para cuando el clásico de jamón de York y queso entre calientes rebanadas de pan de molde planchado quiso conquistar los estómagos de nuestra generación durante las noches de cena ligera, ya todos lo llamamos bikini (o, según proceso de elipsis, mixto, más allá del Ebro).

Por cierto, el nombre bikini, aplicado a este sándwich, no se debe a ningún tipo de analogía con el bañador de dos piezas femenino: nada tiene que ver que incorpore dos ingredientes como relleno; nada, que se componga de una rebanada de pan de molde superior y otra inferior; nada, que suela servirse cortado en forma triangular… Se denomina bikini porque Bikini era el nombre de la famosa sala de baile barcelonesa donde se servía como bocadillo de la casa, según reinvento sui generis del francés croque-monsieur.

Con un epónimo, comenzábamos esta entrada, y, con un epónimo, la concluimos aquí. Porque la del bikini es ya otra historia.

2.ª ed. del artículo publicado originariamente el 3 de nov. de 2020 en este mismo blog.

Día Mundial de los Docentes

Esta mañana me han felicitado en clase: «¡Felicidades, profe!».

Sabedor de que el parabién no se debía ni a mi cumpleaños ni al día de mi onomástica —los cuales andan aún muy lejos en el calendario— y conocedor de la efeméride de hoy, 5 de octubre, he intuido por dónde podía ir el tiro, pero he decidido hacerme el despistado y preguntar el motivo de la felicitación. «Es el Día de los Docentes», me han contestado. «¡Ah, pues qué emoción! Siempre he deseado que los demás vean en mí a alguien digno, honesto…». Constato ante mí que las caras de mis alumnos se corresponden con las del desconcierto y la sorpresa que esperaba que causaran mi respuesta. Prosigo: «Me hace muy feliz que me felicitéis en el Día de los Decentes». Y enseguida se oyen a barullo las respuestas que quieren corregir mi lapso: «¡No, no…, decentes, no; doooocentes!». Es el momento de aprovechar la oportunidad provocada: «Docentes y decentes, he aquí un buen ejemplo para explicar los conceptos de paronimia y paronomasia». La clase ha empezado.

Feliz Día Mundial de los Docentes, a todos los colegas —en acepción primera, claro está—.

DEL 2021

Europallingues.jpg
CC BY-SA 3.0, Enlace

Hoy, domingo, como cada 26 de septiembre, se conmemora el Día Europeo de las Lenguas (DEL). A tal propósito, el Consejo de Europa apoya y coordina la efeméride que el Centro Europeo de Lenguas Modernas pone al alcance de todos a través de su página web.

Llegada esta fecha, resulta difícil resistirse a la tentación de introducir en un blog como este algunos chascarros basados en datos curiosos sobre lenguas europeas. Por ejemplo, ¿sabes cuál es la palabra más larga del castellano? ¿Y la de cualquier lengua europea?

Supercalifragilísticoespialidoso sodolipiaescotilisgifralicapersu son divertidas respuestas que a más de uno os pueden haber pasado por la mente; pero no se trata exactamente de voces del castellano, como tampoco lo son del inglés, pues se hallan fuera de los lexicones respectivos y resultan poco menos que nulas comunicacionalmente. También es posible que alguno de vosotros sea capaz de recordar el palabro que jocosamente mencionamos durante cierta clase: hipopotomonstrosesquipedaliofobia. No obstante, si abordamos la respuesta con seriedad y buscamos información fiable, la palabra que aparece con más letras en lengua castellana es anticonstitucionalmente. De hecho, las traducciones de esta palabra al catalán (anticonstitucionalment) y al francés (anticonstitutionnellement) también son las palabras más largas en dichos idiomas.  Con todo, sus 23 letras empatan con las 23 de esta otra: electroencefalografista. Unas y otras, sin embargo, se hallan muy lejos de las 67 que posee la voz alemana con la que los germanos se refieren a cierta ordenanza sobre bienes raíces:

Grundstücksverkehrsgenehmigungszuständigkeitsübertragungsverordnung.

Y sobre todo, quedan más lejos aún de las 131 con que cuenta la voz sueca que ostenta el récord de ser la palabra europea más larga:

Nordvästersjökustartilleriflygspaningssimulatoranläggningsmaterielunderhållsuppföljningssystem-
diskussionsinläggsförberedelsearbeten.

Por cierto, Aristófanes, el famoso dramaturgo de la Antigüedad griega, ya en una época tan lejana acuñó socarronamente las 183 letras que designaban un plato ficticio compuesto de toda clase de manjares:

λοπαδοτεμαχοσελαχογαλεο-κρανιολειψανοδριμυποτριμματο-σιλφιοκαραϐομελιτοκατακεχυμενο-κιχλεπικοσσυφοφαττοπεριστερα-λεκτρυονοπτεκεφαλλιοκιγκλο-πελειολαγῳοσιραιοϐαφητραγανο-πτερυγών.

Si sientes curiosidad por saber cuáles son las palabras más largas en el resto de idiomas europeos, puedes consultar la web del Día Europeo de las Lenguas, en la que podrás encontrar estos y otros muchos datos curiosos (por ejemplo, que burro en italiano no significa ‘asno’, sino ‘mantequilla’ o que lo que en inglés es un ‘atún’, en castellano es un grupo musical de estudiantes que cantan Clavelitos o Cielito lindo). Además, la página cuenta con una amplia selección de entretenimientos y juegos lingüísticos.

Feliz domingo. Y adiós, adéu, agur, adeus, au revoire, bye, arrivederci, αντιο σας…

A otoñar felizmente

A pesar de que el verano ya ha acabado, es más que probable que todavía quede gente veraneando. En una población costera tan turística como la nuestra ello se hace evidente enseguida, incluso en una época tan difícil como esta que la pandemia nos obliga a vivir.  El verano constriñe sus límites astronómicos entre el solsticio sanjuanesco y equinoccio de septiembre ; pero tales límites no impiden que el veraneo, cuyas fechas fija el calendario laboral, adentre su recta final en  el otoño.

Y si veranear significa ‘pasar las vacaciones de verano en un lugar distinto al de residencia’, de ahí puede inferirse que invernar bien podría ser también el trasunto vacacional de los días navideños. Pero no: invernar significa sencillamente ‘pasar el invierno en un lugar’, por lo que uno puede invernar perfectamente en su propia casa. O hibernar, aunque esto corresponde con mayor propiedad aún a osos, ranas o marmotas.

La primavera no cuenta con un derivado verbal. Es decir, no se puede primaverar ni primaverear. Acaso el próximo marzo, deberíamos ponernos a innovar con el lenguaje y acuñar el término. Después de todo, de ser cierto eso de que la primavera la sangre altera, al hecho de mostrar las consecuencias de tal alteración bien podríamos llamarlo primaverar. Y así, los profes podríamos comentar que este año los alumnos de tal o cual curso sin duda primaveran mucho más que los del año anterior o que fulanito o menganita se pasan la mañana primaverando y que a ver si al final no van a conseguir aprobar.

Finalmente, el otoño sí posee un derivado verbal: otoñar. Quizá no sea la palabra mas usada del castellano, pero ya se documenta, como puede comprobarse en la imagen que encabeza esta entrada, en el Vocabulario español-latino de Nebrija, publicado en 1495. Además, sus tres acepciones recogidas en el lexicón académico otorgan a su significado un ámbito referencial muy vasto: otoña la hierba que brota en otoño, se otoña la tierra que adquiere tempero cuando llueve suficientemente en otoño y otoña el ser humano que simplemente pasa el otoño de una u otra manera.

Así pues, apreciados alumnos y lectores en general, el Departamento de Lengua y Literatura Castellanas del Institut Ramon Coll i Rodés os desea que otoñéis felizmente hasta superar este primer trimestre en que ya nos hallamos inmersos.

Agua

Imagen de suju-foto en Pixabay

Hoy se conmemora el Día Mundial del Agua. La efeméride, proclamada por la ONU en 1993, trata de concienciar al ser humano de la importancia de cuidar el líquido elemento, dada la importancia capital que posee para la vida en nuestro planeta. Asimismo, se quiere dar a conocer la problemática de los millones de personas que no tienen acceso al suministro de agua potable. Este año, además, resulta obligatorio poner de manifiesto la trascendencia del agua para frenar epidemias y enfermedades infecciosas: lavarse las manos resulta fundamental, no solo para cortar la transmisión de la covid-19, sino la de otras muchas enfermedades.

Trayendo el agua a nuestro molino, la importancia de este elemento también se demuestra idiomáticamente: en la lengua castellana, el sustantivo agua posee 16 acepciones, es el elemento inicial de 85 compuestos sintagmáticos, forma parte de otros 67 y es un componente en 72 expresiones lexicalizadas, entre locuciones y frases hechas. Así, podemos halagar al ser querido si le bailamos el agua; afligirnos por cuestiones de poca monta si nos ahogamos en un vaso de agua; congratularnos por la oportunidad con que nos acontece un beneficio que recibimos como agua de mayo; decidirnos a arrostrar un riesgo y echarnos al agua; o ir y venir sin decir agua va, o sea, sin previo aviso. Todo un tesoro lingüístico, sin duda.

Imagen superior de suju-foto en Pixabay.

Étimos estacionales

Floración del cerezo en el Jerte (IV) ©, por Jnj

Esta mañana, a las 10: 37, hora peninsular, «La primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido». Bueno, esto es lo que acertada pero líricamente sentenció Antonio Machado. Científicamente, resulta que sí se sabe, claro: la astronomía se encarga de traérnosla mediante el equinoccio de primavera.

Precisamente, en algunas clases de 2.º de bachillerato impartidas esta semana, se ha sacado (que no traído) a colación este concepto astronómico y cuán clarificadora resulta la etimología de la voz que le da nombre, derivada del latín aequinoctium, formada a su vez por aequus ‘igual’ y nox ‘noche’. He recordado entonces un artículo que escribí en otro blog tal día como hoy de hace siete años. En él hablaba de los étimos que han dado lugar al nombre de las estaciones del año y aprovechaba el de “equinoccio” para cerrar el escrito. Lo transcribo a continuación, por si a alguien resulta interesante.

Para nuestros papis culturales, los romanos, solo había dos tiempos en los que dividir el año, esto es, dos estaciones: una, muy prolongada; y la otra, breve. La primera debía su mayor extensión a que estaba compuesta por la suma de lo que hoy llamamos primavera, verano y otoño, mientras que la más breve correspondía al invierno, entonces llamado hibernum tempus, propiamente, ‘tiempo hibernal’. Ver / veris, a su vez, era la palabra con que se aludía a esa otra estación mucho más prolongada, y su significado, propiamente, era el de ‘primavera’; aunque como veremos enseguida, andado el tiempo, dio lugar a nuestra voz verano. No obstante, en determinado momento, antes de que el latín se vistiese definitivamente de castellano  —y de catalán y de francés…—, el comienzo de esta larga estación se llamó primo vere ‘primer verano’, y, más tarde, prima vera, de donde, finalmente, brotó nuestra primavera. Fue por entonces también que la época más calurosa, por oposición al hibernum tempus, tomó el nombre de veranum tempus, literalmente, ‘tiempo primaveral’, aunque de ahí, mediante elipsis del término contiguo, nace nuestro verano, como de la otra, por idéntica causa lingüística, surge invierno.

Con todo, a pesar de este desmembramiento, la estación cálida todavía era más prolongada, hasta que, en cierto momento, su período final, correspondiente al tiempo de las cosechas, fue llamado autumnus, voz derivada de auctus ‘aumento’, ‘crecimiento’, ‘incremento’, que procedía, a su vez, de augere ‘acrecentar, robustecer’. El vocablo latino autumnus es el que se aclimató en nuestra lengua como otoño.

De toda esta intrincada nomenclatura estacional —que lo fue más hasta el siglo XVI, pues vino a colarse, en el intervalo entre primavera y verano, el estío—, quedan vestigios en nuestra lengua: verbigracia, el adjetivo vernal, el cual se aplica con igual rigor al solsticio, para señalar ‘verano’, que al equinoccio, para señalar ‘primavera’.

Por cierto, ya que en estas de la etimología andamos: qué descriptiva voz esa con que adviene la primavera: equinoccio, donde equi- ‘igual’ y noccio ‘noche’, pues, por hallarse el Sol sobre el ecuador, la noche dura igual que el día.

Feliz primavera a todos.