Category Archives: Pregunta de la semana

La pregunta de la semana (9)

Imagen de Robin Higgins en Pixabay

Si alguien dice «Resumiendo en una palabra: “No hay mal que por bien no venga”», ¿está siendo inexacto? ¿No debería haber utilizado, por ejemplo, la expresión en pocas palabras?

Podría, en efecto, haber utilizado la expresión en pocas palabras, locución adverbial que, sin embargo, el DLE define remitiéndonos a la locución sinónima en una palabra, ya que ambas (como también en dos palabras o en cuatro palabras) coinciden en el uso ‘para indicar la brevedad o concisión con que se expresa o se dice algo’. En nuestro idioma, existe un conjunto amplio de locuciones y paremias de las que forma parte un cuantificador numeral, cuyo significado a menudo no denota una cantidad precisa, sino que, de manera traslaticia, se aproxima al del sentido indefinido. Así, por un lado, los números bajos de la escala (uno, dos y cuatro, sobre todo; tres es inusual)  y, por otro, los números altos (cien, mil, cien mil, un millón) presentan un valor simbólico estereotipado, respectivamente, de ‘poco’ y ‘mucho’. De tal manera, las locuciones a las que aquí se da respuesta (en una/dos/cuatro palabras) se usan con idéntico valor cuantificador indefinido que cuando decimos me importa un bledo, está solo a dos pasos de aquí o se presentaron cuatro gatos, y, contrariamente al valor de abundancia con que usamos otras expresiones como darle cien vueltas, ir a mil por hora o dar un millón de gracias.

La pregunta de la semana (8)

La próxima semana nuestro instituto celebra la Semana de la Ciencia, de la cual ya habéis tenido un adelanto hoy en forma de espectáculo teatral. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, la pregunta de esta semana se mantendrá activa también durante la próxima y la reflexión lingüística que plantea está referida a la figura de Albert Einstein, de cuya visita a Catalunya se conmemoró el año pasado el centenario: ¿en qué sentido podemos afirmar que el famoso científico era un hombre de gris, pero no gris?

Según el sentido traslaticio que recoge el DLE como tercera acepción, se entiende por gris aquello que carece de atractivo o singularidad, y, a poco que conozcamos la figura de Albert Einstein, estaremos de acuerdo en que en absoluto puede considerársele un hombre gris. Más bien, todo lo contrario, tanto por su magnetismo personal como por su privilegiada inteligencia. Caso distinto es afirmar que este genio de la ciencia era un hombre de gris, ya que siempre vestía ropa de ese color. Efectivamente, con la intención de no perder tiempo en decidir qué ropa ponerse a diario, Einstein comenzó a vestir solamente trajes de color gris. Esta apuesta por un fondo de armario constante, la han adoptado posteriormente diversas personalidades, como Steve Jobs, Mark Zuckerberg o Barack Obama.

Y, llegados a este punto, no puedo dejar de pensar en aquellos terribles hombres grises que habitaban las páginas de Momo fumándose el tiempo de las personas. Hombres grises que también eran hombres de gris.

La pregunta de la semana (7)

Si podemos oír o desoír a alguien, ¿por qué no podemos desmirarlo o desolerlo?

El prefijo des-, mayoritariamente, denota inversión del significado de la palabra simple a la que va antepuesto, por lo que suele aplicarse a procesos que pueden revertirse: deshacer, desabrochar, destapar, desabrigar… Por otro lado, los llamados verbos de percepción (ya sea esta física o intelectiva), al señalar acciones no reversibles, no pueden combinarse con este prefijo. Por ejemplo, resulta imposible que quien note una caricia la desnote a continuación o que quien observa un cuadro lo desobserve después. Idéntica imposibilidad semántica se halla, pues, en los conceptos de desmirar y desoler.

La razón de que sí podamos desoír a alguien se explica por dos motivos: uno, el hecho de que el prefijo des-, pese a ser aquí también de tipo negativo, no indica reversión, sino ausencia; dos, el hecho de que desoír no se interpreta como un verbo de percepción.

En primer lugar, fijemos nuestra atención en el hecho de que, mientras que el verbo oír es polisémico, desoír resulta monosémico. Diccionario en mano, oír posee cinco acepciones; dos de ellas, más usuales:

  1. Percibir con el oído los sonidos.
  2. Atender los ruegos o avisos de alguien.

Como claramente se infiere de la primera acepción, oír puede considerarse un verbo de percepción. En ese sentido, carece de lógica pensar que alguien que haya oído, por ejemplo, el estampido de un cañón pueda desoírlo a continuación. En la segunda acepción, en cambio, el verbo ya no es de percepción y, de la misma manera que podemos desatender una petición o desobedecer una orden, podemos desoír un consejo o una súplica. Esta es la razón de que este verbo solo sea antónimo de oír en los contextos correspondientes a la acepción 1 y, por ende, la razón de su monosemia.

Por otro lado, como señalábamos más arriba, el prefijo des– en el verbo desoír no tiene interpretación reversiva, sino de ausencia, por lo que su comportamiento semántico, resulta análogo al de verbos como desagradar, desaprovechar, desconfiar, desmerecer, desobedecer, desacertar o, el ya mencionado, desatender. Para que algo nos desagrade, no es necesario que previamente nos haya agradado; para que desconfiemos de alguien, no es necesario que antes hayamos confiado en él…, para que desoigamos la advertencia de nuestro vecino, no es necesario que antes la hayamos oído (‘atendido’).

La pregunta de la semana (6)

Acaso no sean demasiados los hablantes que usan la palabra paramnesia, definida en el DLE como ‘alteración de la memoria por la que el sujeto cree recordar situaciones que no han ocurrido o modifica algunas circunstancias de aquellas que se han producido’. Y, quizá por eso, son legión quienes han de vérselas con la difícil pronunciación de la expresión sinónima francesa déjà vu. Difícil pronunciación y difícil escritura, pues si la acentuación es en buena medida el caballo de batalla de la ortografía castellana, ¿a qué dejarse colar una palabra que posee dos tildes, una aguda y otra grave?

Precisamente, en torno a la acentuación se formula la pregunta de esta semana. Sabido es que el inglés, salvo excepcionalmente, no acentúa sus palabras; el francés, en cambio, como acabamos de comprobar, puede incluso hacer confluir en una palabra más de una tilde. El castellano, por su parte, como el catalán, parece no permitir más de un acento en la misma palabra, sobre todo por el hecho de que la tilde solo recae en la vocal tónica de la palabra, que es única, salvo excepciones. Ahora bien, ¿es del todo cierta esta afirmación o hay algún caso en el que una palabra en castellano pueda escribirse con más de una tilde?

Ciertamente, la acentuación ortográfica, regida por criterios prosódicos de tonicidad, obliga a que la tilde que ha de escribirse figure sobre vocales tónicas y estas, salvo excepciones, se hallan a razón de una sola por palabra. Comprobemos, pues, cuáles son dichas excepciones.

En primer lugar, los adverbios acabados en -mente poseen doble tonicidad, pues mantienen la del adjetivo femenino de orígen y añaden la del elemento compositivo que los categoriza. No obstante, dado que este elemento es llano y acabado en vocal, este tipo de adverbios nunca poseen más de una tilde.

En segundo lugar, el guion puede utilizarse para unir los sustantivos o los adjetivos relacionales que conforman expresiones complejas en las que se mantiene la tonicidad de los formantes y, por ende, la tilde correspondiente a cada uno: físico-químico, árabe-israelí, Martínez-García…

Por último, tal como recuerda el DPD, en la escritura de palabras con repetición expresiva de vocales, cuando la que se repite es la vocal con tilde, para reflejar su alargamiento en la pronunciación, debe escribirse la tilde en cada vocal repetida: ¡Síííííí!

La pregunta de la semana (5)

Recientemente hemos visto en clase cómo el sustantivo pizza y otros similares deben escribirse con resalte tipográfico (mediante cursiva o comillas) por su condición de xenismos. Teniendo en cuenta lo aprendido en clase acerca de los préstamos lingüísticos y, en general, acerca de los procesos de creación y adquisición de palabras, ¿sabrías explicar si el plural del susodicho italianismo ha de escribirse asimismo en cursiva o, por el contrario, ha de escribirse en redonda?

La palabra “pizzas” es un híbrido, puesto que presenta una característica propia de los xenismos (la doble zeta, dígrafo ajeno a nuestro idioma) y otra propia de los préstamos adaptados, pues es el resultado de añadir al italianismo crudo el morfema flexivo -s, con el que se forman en español los plurales de sustantivos y adjetivos acabados en vocal. Así, dado que la pauta morfológica aplicada es la propia de nuestro idioma (en italiano, el plural de pizza es pizze), “pizzas” ha de escribirse en redonda. Lo mismo sucede con derivados de esta voz, como “pizzero” o “pizzería”, o de otras voces, como “jazzístico”, de jazz; “shakespeariano”, de Shakespeare, o “youtubero” (con el diptongo pronunciado como “u”), de YouTube.

Esta norma resulta, cuando menos, discutible. La marca gráfica de resalte para los extranjerismos crudos no se debe tanto a la condición de palabras pertenecientes a otra lengua como a la necesidad de indicar que el término en cuestión es ajeno a nuestro idioma y que, debido a ello, no tiene por qué atenerse a las convenciones ortográficas españolas ni pronunciarse como correspondería en español a esa grafía. Así, pues, si la necesidad del lector es la de saber que pizza, escrita en cursiva, no se pronuncia alargando el sonido de la zeta propia del español, tal necesidad subsiste tanto en el plural “pizzas” como en los derivados “pizzero, ra” y “pizzería”.

La pregunta de la semana (4)

Imagen de Mariusz en Pixabay

¿Por qué patatilla, ratilla o puertecilla son voces que no figuran el DLE, pero paletilla, ardilla o ventanilla, Sí?

Todas las palabras que incluye el enunciado contienen sufijos apreciativos. Ahora bien, las tres primeras pertenecen a un subgrupo distinto del de las segundas.

Efectivamente, patatilla, ratilla y puertecilla son transparentes, es decir, su significado se obtiene de la combinación de la base y el sufijo. De esta forma, al usar la voz puertecilla, el hablante está añadiendo al significado léxico de puerta o bien la información de tamaño pequeño o bien una valoración de aprecio o atenuación. Así, estas voces no suelen estar en los diccionarios, ya que se entiende que el hablante puede interpretarlas aplicando un procedimiento productivo de formación de palabras.

Paletilla, ardilla y ventanilla, en cambio, son voces opacas que han sufrido un proceso de lexicalización. Se trata de vocablos cuyo significado no se obtiene por la simple combinación de los dos componentes que los forman. Y, frente a los del grupo anterior, los diccionarios les dan cabida porque, como indica la NGLE (§ 9.3b), «no se obtienen mediante un recurso morfológico activo en el español actual, sino que forman ya parte del repertorio léxico del idioma. Así, paletilla, ardilla y ventanilla, como tantos otros (centralita, cigarrillo, estribillo, flequillo…), poseen un significado impredecible a partir del sentido del diminutivo. Efectivamente, una paletilla no solo es una ‘paleta pequeña’, sino que es también, por ejemplo, el ‘cuarto delantero de ciertas reses’; una ventana pequeña tiende a ser una ventanita, mientras que una ventanilla es una ‘abertura acristalada en los despachos y oficinas o en los laterales de los vehículos’, y también llamamos así a los ‘orificios nasales’ y a las ‘aberturas rectangulares cubiertas con un material transparente, que llevan algunos sobres’. En cuanto a ardilla, es posible que, en la conciencia lingüística del hablante, no quepa una asociación entre el diminutivo y arda, el sustantivo primario que dio nombre a este simpático mamífero roedor allá por el s. XIII,  pues es este un término que paulatinamente, desde principios del s. XVII, ha ido siendo arrinconado por la lexicalización del diminutivo, hasta encontrarse hoy día en desuso. Curiosamente, en Venezuela y Honduras, la lexicalización se ha obrado a partir de un sufijo apreciativo distinto, de modo que al animal lo llaman ardita.

La pregunta de la semana (3)

Imagen de Thomas Wolter en Pixabay

¿Por qué solemos pensar que bajar abajo es un pleonasmo, pero no solemos pensar que bajar al sótano también lo es?

La acción de bajar lleva implícito un movimiento hacia abajo, por lo que este adverbio resulta redundante en la expresión bajar abajo. En cambio, en la expresión bajar al sótano, el significado del sustantivo supone una concreción, una especificación de un lugar al que poder bajar. Podría pensarse que, en el caso de que nos encontrásemos en una construcción de piso único y sótano, la indicación de bajar al sótano podría ser pleonástica; pero, aun así, habrían de considerarse otras variables, como la posibilidad de bajar al pueblo, a la playa… Por otro lado, no resulta imposible ni paradójico el hecho de subir al sótano, si nos hallásemos en un subsótano (el nombre no se recoge en el DLE, pero su uso, como su realidad, existe).

Pese a todo, cabe recordar que no tiene por qué haber incorrección alguna en los pleonasmos. A menudo, resultan útiles, no solo porque esclarezcan, como acabamos de ver, el sentido concreto a que queremos referirnos, sino también porque pueden funcionar como énfasis. Por ejemplo, en la expresión lo he visto con mis propios ojos hay dos redundancias (es obvio que ver se hace con los ojos y que estos son los propios y no los ajenos), pero con ella ganamos fuerza expresiva para ser creídos en lo que decimos. Otro ejemplo: cualquier niño tiende a obedecer a su madre con mayor premura y sin rechistar al oír un pleonástico ¡Sal de aquí! o incluso ¡Sal hacia/para fuera! que con un lacónico ¡Sal!

La pregunta de la semana (2)

¿Por qué cuando alguien se desentiende de algo o finge que no lo entiende decimos que se hace el sueco y no el noruego?

En primer lugar, hacerse el sueco es una locución verbal, por lo que se trata de una expresión formada por la combinación fija de varios vocablos que funciona como un verbo. El hecho de ser una combinación fija impide que se puedan cambiar los elementos que la componen. Por otro lado, la voz sueco que forma parte de esta locución no es el gentilicio relativo a Suecia, sino, como se verá más adelante, la evolución del étimo latino soccus ‘zueco’, por lo que la expresión nada tiene que ver con la geografía y la cultura escandinavas que comparten suecos y noruegos.

José María Sbarbí, en su Diccionario de refranes, adagios, proverbios modismos, locuciones y frases proverbiales de la lengua española (1922) explica lo siguiente acerca de la susodicha locución: «Dícese de la persona que por más cargos o reflexiones que se le hagan, es lo mismo que si se las hicieran a la pared. Con alusión a ser el disimulo y la envidia cualidades características de la clase del pueblo en Suecia, según informes de los viajeros más autorizados y fidedignos». Tal explicación no deja de ser un tanto peregrina, pues, además de ser pura conjetura, el sentido de la locución poco tiene que ver con el disimulo y nada con la envidia aludidos.

Existe un amplio consenso a la hora de proponer soccus como étimo de sueco. Así figura, por ejemplo, en el DLE, en el Breve diccionario etimológico, de Joan Corominas, o en el compendio paremiológico del erudito académico José M.ª Iribarren El porqué de los dichos. El soccus era un tipo de calzado que llevaban los cómicos del teatro romano antiguo y que posteriormente, ya durante el medioevo, dio nombre al zapato de madera tosco y de una pieza que campesinos y frailes llamaban soccos en el habla de entonces y zuecos desde principios del s. XVI. No obstante, en latín medieval se desarrolló también un socca-soccus con el significado de ‘tocón, tronco o tarugo’, término que numerosos etimólogos derivan de una hipotética voz celta *tsucca. Sea por intromisión prerromana o por ampliación semántica de la voz latina, el hecho es que quien se hace el sueco pretende no enterarse, tal como si fuese un trozo de madera. Hacerse el sueco vale tanto como hacerse el despistado o, en cierto modo, hacerse el tonto, y al tonto, como a los trozos de madera, les llamamos tarugos o zoquetes (palabra también procedente de soccus). De manera análoga, el catalán posee la voz soca, que como sustantivo significa ‘tronco de árbol’ y como adjetivo, ‘de entendimiento obtuso’, y, en estrecha relación con ello, el castellano atesora en el semiolvido el uso coloquial de la locución hacerse el soca, equivalente a ‘hacerse el tonto’.

La pregunta de la semana (1)

Selfi publicado por la presentadora Ellen DeGeneres durante la ceremonia de entrega de los Oscar 2014.

¿Por qué llamamos selfis a las autofotos o autorretratos?

Es muy poco frecuente llegar a conocer el momento prístino de creación de una palabra, salvo que se trate de tecnicismos. El proceso suele ser anónimo: alguien genera un neologismo, lo pone en circulación y el idioma lo hace suyo. Sin embargo, en ocasiones, queda constancia de quién y cuándo acuña un término. Por ejemplo, Carolina Alguacil, en una carta al director que se publicó en 2005 en El País, fue la primera en utilizar la palabra mileurista. Tres años antes, exactamente a las 14:55 del 13 de septiembre de 2002, un australiano llamado Nathan Hope había sido quien por primera vez había usado el término selfie, concretamente, en el Foro Científico de Autoservicio Dr. Karl.

Al principio, el neologismo no se expandió rápidamente entre los anglohablantes, por lo que bien podría haberse quedado en agua de borrajas. Sin embargo, en 2013, el Diccionario Oxford ya declaraba selfie como palabra del año y, al siguiente, la Fundéu hacía lo propio con la correspondiente adaptación al español: selfi. Sin duda, las redes sociales (RR. SS.), en general, e Instagram, en particular, desempeñaron un papel principal en la expansión del término. Y es en esta efervescencia de la inmediatez que generan las RR. SS. donde radica también el éxito de la voz selfie. Porque, en un principio, ¿qué aportaba semánticamente este neologismo con respecto al compuesto preexistente self-portrait o, de igual manera, su calco selfi con respecto a autorretrato? Sin duda, poca cosa; pero, entre otras consideraciones, se trata de una expresión mucho más ágil. El principio de economía del lenguaje, que acuñase André Martinet ya hace años, nos recuerda que el hablante tiende a expresarse de la manera más breve y menos trabajosa posible. Y, si hay un entorno de comunicación escrita especialmente proclive a las abreviaciones, ese es sin duda el de los chats. Selfie (como veggies, firie o postie, en vez de vegetables, firefighter o postman, respectivamente) poseía, de salida, dos virtudes: era informal y ligero. Luego, claro, todos nos pusimos a tomarnos fotos con los móviles y la chispa léxica se convirtió en inextinguible llama.

Existe además otra razón de peso para el éxito de la voz selfi: su significado restringido respecto del que posee autorretrato. Un autorretrato, es decir, un retrato de una persona hecho por sí misma, puede ser una fotografía, una pintura, una descripción…; en cambio, por selfi se entiende solo aquella ‘fotografía de una o más personas hecha por una de ellas, generalmente con un teléfono inteligente y para compartirla’. Como se ve, el grado de concreción semántica es mucho mayor y en él la intención artística tiene mucha menor cabida, no en vano el texto que acompañaba aquella pionera selfi de Nathan Hope era «Y perdón por el enfoque, fue una selfie». La tecnología avanza y el lenguaje no se queda en zaga.

En 2018, año de la inclusión de selfi en el diccionario académico, la RAE introdujo también el neologismo autofoto, nombre compuesto destinado a rivalizar con el anglicismo; pero ya era tarde y tiene viso de quedarse en simple sinónimo total de uso minoritario. Aunque, si he de ser sincero, subjetivamente, me parece el término más apropiado para nombrar, por ejemplo, las obras que son deudoras de aquel primer daguerrotipo tomado en la Filadelfia de 1839 por el pionero Robert Cornelius.

Desde el punto de vista morfológico, selfie es un acortamiento sufijado, y, si se me permite el atrevimiento, de haberse dado este proceso en castellano de manera análoga a como se ha dado en inglés, el neologismo bien podría haber sido algo así como auteo, resultado del acortamiento de autorretrato y la sufijación de auto (aunque, en nuestro idioma, el sufijo –eo suele usarse para crear sustantivos derivados de verbos acabados en –ear, como veraneo, de veranear).