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Feliz año nuevo

Imagen de TyliJura en Pixabay

Tradicionalmente, las gentes se han felicitado las Navidades y el cambio de año mediante una tarjeta postal, que a menudo no era tal, pues no llegaba a través del correo, ya que el emisor la depositaba directamente en el buzón del receptor o se la entregaba en mano. Hoy día, la tarjeta de Navidad parece obsoleta y caduca, si no extinta, su vigor ha sucumbido a manos de las nuevas tecnologías: las aplicaciones de mensajería instantánea y las redes sociales nos ofrecen, además de la inmediatez, un alcance infinitamente superior; así, de la felicitación a los más allegados, hemos pasado a la felicitación indiscriminada o casi. Esta evolución, además, exige de nosotros menor dispendio y menor esfuerzo, por lo que, a menudo, la felicitación única en la que solíamos desear «Feliz Navidad y próspero Año Nuevo», solemos escindir en dos: una para cada acontecimiento.

Sea como fuere, cuando deseamos una feliz Navidad, resulta ocioso que lo hagamos con el sustantivo en minúscula o en mayúscula, como indistinto resulta hacerlo en singular o en plural. Ahora bien, a la hora de desear un feliz año nuevo, siempre es preferible hacerlo en minúscula que en mayúscula. ¿Sabrías explicar por qué?

Efectivamente, si deseamos una feliz Navidad escribiendo el sustantivo con mayúscula, nuestra felicitación puede circunscribirse al día 25 de diciembre, festividad en que se conmemora el nacimiento de Jesucristo, o, más probablemente, al tiempo comprendido entre Nochebuena y el día de Reyes. Esto último sucede igualmente si felicitamos la «navidad», escrita esta con minúscula, o las navidades (indistintamente con mayúscula o minúscula). No así sucede con nuestros buenos deseos para el cambio de año, pues, si deseamos un «próspero Año Nuevo», las mayúsculas apuntan al primer día del año y el alcance de nuestro parabién, por tanto, se limita necesariamente al día 1 de enero. Si, por contra, optamos por la grafía con minúsculas, añadimos la posibilidad de aludir al año que está a punto de empezar o que ha empezado recientemente, por lo que nuestros buenos deseos se prolongan durante 364 días más. O 365, cuando sea bisiesto.

Con todo, cada vez son más quienes en sus felicitaciones prescinden del nombre propio de las festividades y desean, como yo os deseo ahora, unas muy felices fiestas. Con minúscula, por supuesto.

La pregunta de la semana (10)

Fotograma de El hombre del Norte, film de Robert Eggers.

Para hablar de la estrecha relación del ser humano con la montura, en castellano existen las voces caballista, caballero y cabalgador, todas derivadas directa o indirectamente de caballo. También existe la voz equitador, proveniente en última instancia del latín equus ‘caballo’ y cuyo femenino tardío equa acabaría por dar yegua en nuestro idioma. No obstante, para referirnos a quienes montan a caballo, habitualmente utilizamos las voces jinete y amazona. ¿Sabrías explicar por qué?

Ciertamente, las voces jinete y amazona son más usuales que las que el idioma ha derivado de las raíces latinas caballus y equus. El sustantivo equitador, por ejemplo, es un americanismo sinónimo de caballista que, como este, alude, más que a la persona que cabalga, a la que es aficionada a los caballos y los monta bien. Ambas voces son relativamente recientes, pues se atestiguan a partir de mediados del siglo XIX; no así, cabalgador, término ya usado por Gonzalo de Berceo en el siglo XIII y cuya inclusión en el tomo C del Diccionario de Autoridades (1729) ya contenía la marca de «voz antiquada», marca que, sin embargo, había de perder (sic) en lo sucesivo.

En cualquier caso, fue el sustantivo jinete (escrito ginete, hasta mediados del siglo XIX) el que acabó por imponer su uso mayoritario como referencia a quien se halla subido a caballo. Este sustantivo procede del árabe hispánico zeneti, gentilicio referido a la confederación de tribus bereberes Zeneta, que fue famosa por su dedicación a la cría de caballos y su dominio de la equitación. De ahí, que originariamente la palabra ginete ampliase su significado, y pasase de nombrar a la caballería ligera que acudía en defensa del reino nazarí de Granada a nombrar a cualquier soldado de a caballo pertrechado de armamento ligero, tal como se compruieba en la primera definición que tenemos constancia de esta palabra, la del Vocabulario español-latino, publicado por Nebrija en 1495: ‘levis armatura eques‘. Y el cambio semántico por generalización siguió su curso inexorable, de suerte que, ya en el tomo G-M del Diccionario de Autoridades, se dobla la entrada de ginete para explicar que ‘Se llama también el que sabe montar bien un caballo’. Cinco ediciones más tarde, en 1817, el lexicón académico ya define este sustantivo como ‘El que está montado a caballo’.

El caso de amazona es análogo al de jinete, pues la etimología más verosímil parace ser la que vincula la palabra con el nombre de la tribu irania ha-mazan, que significa ‘los guerreros’. Originariamente, el nombre amazonas hacía referencia a las mujeres guerreras de la mitología griega, hijas de Ares, el dios de la guerra, y de la ninfa Harmonía. Según una ancestral etimología popular, esta voz (‘Αμαζόνες) proviene de anteponer al término μαζός ‘pecho’ el prefijo privativo a-, a partir de lo cual, se difundió la leyenda de que estas guerreras se amputaban o se quemaban el seno derecho para poder manejar mejor sus arcos. En realidad, el pecho no supone apenas un obstáculo para el tiro con arco, menos aún el derecho, en caso de que la arquera sea diestra, como, estadísticamente, son la mayoría. En este sentido, es significativo, además, que sean muy pocas las representaciones artísticas que muestran a las amazonas con un solo pecho.

Sea como fuere, la voz amazonas se documenta ya en 1620 con una ampliación de significado: en el Vocabolario español-italiano, de Lorenzo Franciosini Florentín, por ejemplo, se traduce como «Donne guerriere, e bellicose» y, andado el tiempo, en la primera edición del diccionario de la Academia, se define como «La muger de alto cuerpo y espíritu varonil». Habremos de esperar, sin embargo, hasta 1869 para ver recogida en un diccionario la acepción que ahora nos ocupa: en el Nuevo suplemento al Diccionario Nacional o Gran Diccionario Clásico de la Lengua Española, de Joaquín Domínguez Ramón, se dice que amazona es «La que monta á caballo ó es inclinada á los ejercicios ecuestres». Curiosamente, la edición del diccionario académico de ese mismo año todavía no la recoge, y no será hasta la siguiente, de 1884, cuando lo haga.

En conclusión, si hoy, a quienes cabalgan, les llamamos jinetes y amazonas, es debido a lo que, en lingüística, se conoce como cambio semántico, en concreto, el debido a la generalización, el cual lleva a la palabra a trasladar o ampliar su significado, de un ámbito restringido o especializado, como es el caso de los etnónimos jinete y amazona, a otro de uso genérico.

La pregunta de la semana (9)

Imagen de Robin Higgins en Pixabay

Si alguien dice «Resumiendo en una palabra: “No hay mal que por bien no venga”», ¿está siendo inexacto? ¿No debería haber utilizado, por ejemplo, la expresión en pocas palabras?

Podría, en efecto, haber utilizado la expresión en pocas palabras, locución adverbial que, sin embargo, el DLE define remitiéndonos a la locución sinónima en una palabra, ya que ambas (como también en dos palabras o en cuatro palabras) coinciden en el uso ‘para indicar la brevedad o concisión con que se expresa o se dice algo’. En nuestro idioma, existe un conjunto amplio de locuciones y paremias de las que forma parte un cuantificador numeral, cuyo significado a menudo no denota una cantidad precisa, sino que, de manera traslaticia, se aproxima al del sentido indefinido. Así, por un lado, los números bajos de la escala (uno, dos y cuatro, sobre todo; tres es inusual)  y, por otro, los números altos (cien, mil, cien mil, un millón) presentan un valor simbólico estereotipado, respectivamente, de ‘poco’ y ‘mucho’. De tal manera, las locuciones a las que aquí se da respuesta (en una/dos/cuatro palabras) se usan con idéntico valor cuantificador indefinido que cuando decimos me importa un bledo, está solo a dos pasos de aquí o se presentaron cuatro gatos, y, contrariamente al valor de abundancia con que usamos otras expresiones como darle cien vueltas, ir a mil por hora o dar un millón de gracias.