
Pizarra de sintaxis, en la University of Maryland, en College Park. Imagen publicada en Instagram por Ángel Gallego, profesor de la UAB y coordinador PAU de Lengua y literatura Castellanas.
De vez en cuando me gusta ir soltando por ahí que la lingüística es una ciencia. No es que, como lingüista, tenga complejo de inferioridad o que ningunee el valor de lo que es un saber humanístico; lo que sucede es que la cuestión no está tan clara, por cuanto en el ámbito de la lingüística, caben tanto condicionantes sociales como aspectos físicos.
De hecho, como dice Marc Nadal Ferret en su artículo ¿La lingüística, es una ciencia?, «para responder a esta pregunta, deberíamos poner sobre la mesa una definición de ciencia». Y, desengañémonos, definiciones las hay tan restrictivas que acaso solo la física se halle en condiciones de cumplir con todos los criterios. No en vano, Ernst Rutherford acuñó hace un tiempo el apotegma de que «Toda la ciencia es física o filatelia».
En fin, comoquiera que hemos cruzado la Semana de la Ciencia 2022, este parece un buen momento para detenerse a pensar si la lingüística es una ciencia de pleno derecho o hasta qué punto puede serlo, teniendo en cuenta además que, hace ya cuatro años, el profesor Charles Yang formuló matemáticamente una ecuación para determinar numéricamente lo que él denomina el principio de tolerancia. Según explica José-Luis Mendívil en su artículo Una ecuación para la lingüística (¡por fin!): «En términos simples, [la ecuación] establece con sorprendente precisión cuál es el umbral de tolerancia a las excepciones que los mecanismos de adquisición del lenguaje del niño son capaces de soportar para poder inducir una regla productiva».