Teniendo en cuenta mi edad y sin que me falle la memoria, recuerdo un momento concreto en mi vida que pasó un lunes de noviembre, hace ya dos años. Era un día de instituto y fue allí donde me sucedió algo extraño.
Era la hora del recreo y, como de costumbre, cogí mi bocadillo de queso que mi madre habría preparado con mucho cariño. Después, me puse la chaqueta, ya que ese día hacía bastante frío, y me dirigí a la clase de al lado para buscar a dos “amigas” para irnos juntas al patio.
Todo marchaba bien. Empecé a bajar las escaleras del centro, tal como repetía durante meses, con mi bocadillo de queso sacado del envoltorio en una mano y sujetando el libro de Sociales en la otra.
Y fue entonces que me despisté. Di un paso en falso, mi pie tambaleó y mi cuerpo se inclinó por inercia. Intenté matenerme erguida pero de nada sirvió. En menos de dos segundos acabé desparramada por el suelo, con el bocadillo lanzado por los aires, mientras las lonchas de queso se habían entremetido por las hojas de los libros y mis “amigas” no cesaban de reírse.
Pasó una profesora bajando las escaleras, quien me ayudó a levantarme y me aconsejó que mi bocadillo lo desenvolviera en el patio y que anduviera con pies de plomo.
Después de aquello aprendí tres cosas: desenvolver mi bocadillo en el patio, llevar cuidado al bajar las escaleras, y que las “mejores amigas” son las que están riéndose contigo en las buenas, en las malas y cuando te caes por las escaleras.
Rebeca Mendiola 4.1