Lluvias de marzo

Imatge3Advertí una mirada entre el silencio de aquella multitud. Pronto la vereda se había hecho demasiado estrecha para apenas caminar. Supe entonces que una sombra se arrastraba por el asfalto de la carretera y era yo su claro objetivo, precisamente. Nadie más parecía verla ni percibirla. Los coches pasaban por encima, la sombra no se inmutaba. La luz quemaba su rostro, pero de inmediato resurgía. Sus ojos eran dos cuervos negros que intentaban alzar el vuelo; mas eso no era posible, estaban atados al suelo. Un golpe de viento me quitó las gafas, y se fueron volando hacia una terraza. Maldita mi suerte, ahora ya no divisaba. Me adentré en un bosque a causa de mi vista desenfocada. La madreselva cubría la superficie gélida de aquel lugar. Miles de sombras trepaban hasta las copas de los árboles, para allí desvanecerse en la claridad del día. De la nada surgió una tormenta. La primavera aparecía con retraso. Brotaban lágrimas del cielo; un relámpago detonó en un trueno inaudito. El estallido agrietó mis pupilas, la centella disfrazada de oro se aferró a mis pulmones, las gotas del aguacero abrieron las cicatrices de mis adentros… Y entonces tropecé.

Con la misma puta piedra me volví a dar de bruces contra el suelo. Recorrí la tierra bocabajo, no lograba comprender. Yo era la sombra, tenía el cielo a mis pies; la sombra era yo, y a diferencia, ella se sostenía en pie. Mi rastro palidecía, el camino se desgastaba, mi mundo se desmoronaba y no entendía el porqué. La oscuridad de la noche acalló mis gritos. El alambre de espino que amordazaba mis labios ayudó también. Yacía bajo mi propia sepultura, allí dentro se corroía mi ser. Estaba perdido en el interior de mi propia alma. Aún no sé cuándo volveré.

Raúl de la Torre 3º ESO

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