Este viernes pasado, 12 de marzo, ha muerto Miguel Delibes, uno de los más grandes escritores del siglo XX. He aquí un fragmento de una de sus mejores obras:
Lo del gato tampoco fue una hazaña del otro jueves. Si el gato hubiera sido de Antonio, el Buche, o de las mismas Lepóridas, no hubiera ocurrido nada. Pero Lola, la Guindilla mayor, era una escandalosa y su amor por el gato una inclinación evidentemente enfermiza y anormal. Porque, vamos a ver, si la trastada hubiese sido grave o ligeramente pecaminosa, ¿se hubiera reído don José, el cura, con las ganas que se rió cuando se lo contaron? Seguramente, no. Además, ¡qué diablo!, el bicho se lo buscaba por salir al escaparate a tomar el sol. Claro que esta costumbre, por otra parte, representaba para Daniel, el Mochuelo, y sus amigos, una estimable ventaja económica. Si deseaban un real de galletas tostadas, en la tienda de las Guindillas, la mayor decía:
—¿De las de la caja o de las que ha tocado el gato?
—De las que ha tocado el gato—respondían ellos, invariablemente.
Las que “había tocado el gato” eran las muestras del escaparate y, de éstas, la Guindilla mayor daba cuatro por un real, y dos, por el mismo precio, de las de la caja. A ellos no les importaba mucho que las galletas estuvieran tocadas por el gato. En ocasiones estaban algo más que tocadas por el gato, pero tampoco en esos casos les importaba demasiado. Siempre, en cualesquiera condiciones, serían preferibles cuatro galletas que dos.
En lo concerniente a la lupa, fue Germán, el Tiñoso, quien la llevó a la escuela una mañana de primavera. Su padre la guardaba en el taller para examinar el calzado, pero Andrés, “el hombre que de perfil no se le ve”, apenas la utilizaba porque tenía muy buena vista…
Con la lupa de Germán, el Tiñoso, hicieron aquella mañana toda clase de experiencias. Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, encendieron, concentrando con ella los rayos del sol, dos defectuosos pitillos de follaje de patata. Después se analizaron minuciosamente las cicatrices que, agrandadas por el grueso del cristal, asumían una topografía irregular y monstruosa. Luego, se miraron los ojos, la lengua y las orejas y, por último, se cansaron de la lupa y de las extrañas imágenes que ella provocaba.
Fue al cruzar el pueblo hacia sus casas, de regreso de la escuela, que vieron el gato de las Guindillas, enroscado sobre el plato de galletas, en un extremo de la vitrina…
Miguel Delibes, El camino