En las lejanas tierras del norte vivió, hace mucho tiempo, un zar que enfermó de gravedad. Mandó llamar a los mejores médicos del reino, que le vendieron, a precios astronómicos, todos los remedios que conocían y otros nuevos que se inventaron, pero lejos de mejorar, la salud del zar empeoraba día tras día.
Le recetaron baños calientes y helados, le hicieron ingerir jarabes de eucalipto, de miel y de plantas aromáticas traídas de exóticos países en largas caravanas. Le aplicaron ungüentos, bálsamos y cataplasmas hechas con insólitos ingredientes, sin embargo, la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba el hombre, que prometió la mitad de todas sus posesiones a aquel que fuera capaz de curarlo.
La noticia se propagó rápidamente, pues las riquezas del zar eran cuantiosas, y no tardaron en llegar eminentes doctores, prestigiosos magos y notorios curanderos desde todos los rincones del planeta para intentar devolverle al zar la salud perdida. A pesar de ello, fue un humilde poeta el que aseguró:
—Yo conozco el remedio. Yo sé cuál es la medicina que curará los males del monarca: se ha de encontrar a un hombre feliz y pedirle su camisa; cuando el Zar se vista con ella, sanará.
Partieron los emisarios del zar hacia todos los confines de la Tierra, pero encontrar a un hombre feliz no es una tarea fácil. El que tenía una salud de hierro, ansiaba riquezas; el que era inmensamente rico, añoraba ser amado sinceramente; y al que amaban mucho, los achaques no lo dejaban vivir. Aquel otro se quejaba de los hijos, y el de más allá de sus vecinos, de sus parientes, de su país o de su trabajo.
Pasaban los días, la esperanza se perdía y la salud del zar empeoraba, hasta que, una tarde, uno de los emisarios del zar pasó junto a una pequeña choza que tenía la puerta abierta y la alegre voz de un hombre, que en el interior descansaba junto al fuego de la chimenea, llamó su atención:
León Tolstoi