Larga vida

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[Imagen: Shania McDonagh]

La cocina de una abuela esconde tesoros que darían para una tesis sociológica. Los hijos le regalan a la abuela cafeteras eléctricas, cubos de basura con apartado de reciclaje o una Thermomix, pero la abuela se resiste a tirar lo viejo. En cuanto los hijos salen por la puerta, ella le pone un pañito de ganchillo a los nuevos aparatos para que no cojan polvo y vuelve a usar los viejos. La abuela recicla en el sentido literal de la palabra. No tira nada. Las bolsas del supermercado hacen las veces de bolsas de basura. Los botes de cristal se usan para meter conservas. La abuela está feliz porque ha descubierto que cuando se le acaba el litro de leche corta el cartón de tetrabrik por el centro y en una mitad mete la ración de comida que le ha sobrado y la otra mitad hace efectos de tapadera. Ya no tiene ni que manchar los tupperware. La cocina de una abuela parece un bazar. Hay cables que recorren el espacio de un lado a otro porque la instalación eléctrica es vieja. En una repisa, se amontonan todas las sorpresas de roscón que han ido apareciendo desde que nacieron sus nietos; parejitas de novios que adornaron tartas nupciales; palilleros de barro de algún restaurante o esos pollos de cerámica que se regalan en los bautizos. A los botes nuevos de cristal que le regaló su hija hay que sumarles los antiguos de latón del Cola Cao. De unas perchitas diminutas de la pared cuelgan: la bolsa del pan; una bolsa de plástico del Mercadona en donde guarda pan duro para rallar; el dispositivo que la comunica en el caso de que sienta un desvanecimiento con el servicio de urgencias de “mayores”; el móvil; unos paños de cocina que solo son de adorno y dos calendarios, el de 2011 y el de 2002, que no tiró en su día y hasta hoy.

Elvira Lindo

Tu abuelo, tu abuela. Pero no los de película: los tuyos, los reales, los de verdad. [Extensión libre]

13 thoughts on “Larga vida”

  1. Las abuelas son siempre misteriosas. No cuentan demasiado acerca de su pasado. Mi abuela materna nació cuando la Segunda Guerra Mundial se estaba avecinando. Me contó alguna vez que se practicaba con otras chicas jóvenes cómo usar lanzas de bambú contra los enemigos, en caso de que hubiera un combate terrestre. Seguramente no era fácil vivir en esa época.

    He visto solo una vez una foto de ella como adolescente; puedo decir que era muy guapa. Un día nos dijo que justo después de la guerra, un soldado americano joven le dio un caramelo. “Era riquísimo… No había bastante comida y era imposible encontrar dulces” — nos asegró. Y mi tío, su hijo, bromeó alegremente: “¿Fue porque eras muy guapa, no?” No sé si era por humildad, pero no le contestó y se limitó a sonreír.
    Después de la guerra, la vida no fue fácil para ella tampoco: vivió las típicas historias de marido abusador, como otras muchas mujeres de su generación. Me siento triste por eso porque yo quería a mi abuelo también, pero es verdad que como marido no le portara bien.

    Él estaba en la Marina durante la guerra y sobrevivió después de que su barco se hundiera; perdió sus amigos en ese barco como la historia de titánico, uno a uno cayendo al profunde de mar. Debido a su experiencia, estaba siempre en contra de las guerras y muy arrepentido de lo que había sucedido y de los sufrimientos de la gente causados por la agresión. Más tarde, trabajó como jefe de estación del ferrocarril nacional y le gustaba tratar a sus subordinados generosamente. De vez en cuando los invitaba a casa: mi abuela y madre cocinaban montón de comida para ellos, durante todo el día. Por entonces, ella empezó a esconder monedas en las cajas de tinte para el cabello y las guardaba en lugares escondidos, que no pudiera ver así no gastara demasiado.
    Cuando murió mi abuelo a causa de un cáncer hace unos años, lo despedimos en el crematorio. Después de un rato de oración, un trabajador anunció que iba a cerrar el ataúd para incinerarlo. Y la abuela, de repente, se acercó al abuelo y le dijo “adiós” en una voz que pudimos apenas oír, como si se le hubiera olvidado que non estaba sola. Era como una película. A veces la realidad es más ficción que la ficción. Aún hoy en día, no sé qué estaba pensando la abuela cuando le echó el último vistazo al abuelo. No hay manera de imaginarse qué tormenta de emociones sintió ella en aquel momento, al ver su marido inmóvil, después de tantos años difíciles juntos.

  2. Mis abuelos son para mí el pilar más grande de la vida. Creen en ti, te cuidan, te quieren, te valoran, defienden lo indefendible por ti…
    Siempre doy gracias por haber tenido a estos abuelos y no a otros; si pudiera pedir una cosa en mi otra vida sería volverlos a tener. Por ellos daría la vida y más porque me han dado todo lo que han podido darme y muchísimo más; me han dado momentos buenos y sobre todo bonitos; me han cuidado en mis peores y mejores momentos y me han querido más que a ellos mismos. Para mí lo son todo y daría la vida por ellos y ojála nunca desaparecieran de mi vida.

  3. Mi yaya, mi yaya, mi vida que se fue hace cuatro años; a día de hoy es insuperable su pérdida, me acuerdo de ella en cada cosa, cuando pelo las patatas como ella me enseñó -sin pelapatatas de estos que lo hacen solo, no -,con un cuchillo y sin llevarme media patata por el camino; cuando hago potaje y el que me sobra lo meto en el bote de cristal en el que venía y al congelador, para qué túperes ¿verdad, yayi? Nadie como tú para sacarle mil usos a todo, nadie como tú para darme un cariño tan enorme y que me ha convertido en quién soy, solo puedo estar agradecido de haber tenido la mejor “yayi” del mundo, porque una abuela te enseña la verdad de la vida, pero siempre con ese toque de consentimiento. ¿Recuerdas cuando me dabas dinero a escondidas? Ji, ji y ¿del pan? Como mi abuela me decía siempre: ¡comer sin pan no alimenta! Porque de las abuelas si algo no falta en su casa es comida, el armario siempre lleno y de sobras, cómo se nota por lo que han pasado y lo que han vivido, porque solo ella me pudo enseñar a valorar todo como se debe, porque no hay nieto más orgulloso de su abuela que yo, porque sin ti yaya no estaríamos aquí y no seríamos quiénes somos, gracias por hacer de nosotros la familia que somos, porque eso solo lo consigue una abuela con sus comidas de los domingos, que ya firmarían los mejores chefs por saber prepararla, pero nunca podrían tu ingrediente especial, el cariño y amor con la que nos la hacías, solo tú podías ponerlo. Te adoro y te amo y no hay día que no estés en mí. Te añoro mi yayi, solo deseo que allí donde estés seas las persona más feliz del mundo, porque si alguien lo merece todo en esta vida y en la del más allá y en todas las que existan, esa eres tú.

  4. A mi yaya.
    Cuántas veces te escribí postales de felicitación de cumpleaños y textos diciéndote lo mucho que te quería. De ti heredé el carácter fuerte y el amor por la escritura. A las dos nos gustaba escribir y ser, en las celebraciones familiares, el centro de atención con las lecturas en voz alta de nuestras creaciones. Pronto hará un año que ya no estás y yo aún te siento muy muy cerca. Sueño a menudo contigo. Lloro por ti. Pienso en ti. Aunque no estés aquí, he vivido tantas experiencias contigo que puedo pensar horas y horas y el tiempo se me pasa volando. ¿Recuerdas cuando íbamos de camping a Palamós todos los veranos y tú te quemabas como una gamba? ¿O cuando compartíamos habitación en casa de los papás y yo llegaba de fiesta y tú te levantabas? ¿Cuando te dije que iba a adoptar un niño colombiano y te pusiste a llorar? O el recuerdo más reciente, cuando dos horas antes de morir me cogiste la mano y me diste las gracias por todo… La mayoría de gente no entiende que te extrañe tanto. Dicen: “Era mayor, no era tu madre, slo era tu abuela, le llegó su hora…” Excusas. Quien me conoce bien sale lo unidas que estábamos. Llegamos a pelearnos mucho cuando yo era más joven. Pero a medida que fueron pasando los años, más te admiraba y quería saber más cosas de ti.
    Yaya, te echo de menos. Eso lo sabes, pero te recuerdo tanto que es como si aún estuvieses aquí.

  5. Fueron momentos que marcaron mi vida. Una decisión familiar obligó a arrancarme de mis padres para vivir con mi abuela, apenas cumplidos los once años. Antes de aquello, ella vivía sola pero feliz en un pueblo de Sevilla y yo, en la capital con mis padres y hermanos. Todo cambió de repente, cuando mi tío, hermano de mi madre, compró un piso para que mi hermana y yo viviéramos con ella. Así estaríamos más cerca y su atención estaría asegurada, pues el tiempo pasaba y su edad avanzaba. La abuela tenía entonces 81 años. Ella se llamaba Dolores, un nombre ideal, inherente a su personalidad. Muchos dolores y penas que pasó y que hizo pasar. No era una abuela normal como todos soñamos, ni se correspondía al concepto que se tiene de ellas. No, para nada, ella no era así. Se encontró en perfectas capacidades mentales y físicas hasta quizás un año antes de su muerte. Pero no quiso utilizarlas para ser feliz, pero sí para fastidiar a todo el que tenía a su lado. No tuve otra que pasar ocho largos años de mi vida a su lado, hecho que me obligó a madurar por necesidad: ella, por ejemplo, se negaba a hacer los quehaceres de la casa, a preparar la comida, limpiar o cualquier cosa que tuviera que ver con el papel de abuela. Al contrario, se empeñaba en llamar la atención haciéndolo todo al revés, cosas sin sentido y quejas, quejas, siempre protestaba por todo. En el fondo todo tenía una explicación, solo había que entender de dónde venía tanta rebeldía que ella mostraba. Su única ilusión era volver a su hogar, pasar sus últimos años en su pueblo, donde había nacido y vivido toda su vida, donde estaba toda su familia de antaño, sus vecinos, esa plaza de abastos que tanto le gustaba o “El pollo”, un supermercado muy animado que tenía enfrente de su casa, las calles de albero o de adoquines. En resumidas cuentas, simplemente formar parte de aquellos lugares que siempre había frecuentado.
    Pero nadie la escuchaba, y ella aún más se enfadaba. En varias ocasiones se presentaba mi madre muy temprano allí donde vivíamos y la recuerdo anunciándonos que la abuela se había escapado por la puerta trasera y que había regresado al pueblo. Pero por desgracia de ella, su estrategia acababa en nada, pues esa misma mañana mi tío se pasaba a recogerla y otra vez de regreso a Sevilla. Así lo hizo al menos unas 8 o 10 veces. Cada vez que me acuerdo, me da risa, pues había veces que mis amigas y yo hacíamos guardia para cogerla in fraganti. Sobre mis amigas… también era un tema curioso puesto que ninguna mujer podía entrar en el piso, la abuela ya se encargaba de echarla de allí insultándola y burlándose de ella. Eso le encantaba, cómo disfrutaba, se reía sin parar. Nunca lo entendí. Tampoco le gustaban los niños. Ahora sí, solo admitía a los hombres, pues siempre decía que eran unos pobres desgraciados, indefensos a manos de las malas mujeres. Siempre había sido una persona muy inteligente y luchadora, muy cabal, de carácter fuerte e incorregible. Aunque en esta última fase de su vida solo fue coherente cuando quiso. Hacía cosas que hacían sospechar que su mente ya no estaba muy centrada o es que simplemente ella era así. Se había negado a salir de la casa, pero sí le gustaba sentarse frente a la ventana y burlase de todos los que pasaban, tirarles lo que encontraba a mano o hacer cualquier cosa para incordiar. Le gustaba despertarnos cuando dormíamos, llamarnos con motes que inventaba, hacerse la que estaba mala, o gritar sola, y cuando acudías se reía, se reía…y muchísimas anécdotas más por contar.
    En fin era una mujer especial, diferente, con una vida pasada llena de secretos que nunca contó. Aún se siente su espíritu entre nosotros.

  6. Me acuerdo como si fuera ayer… Es mediodía, la hora de comer. La “yaya Mari” se acerca a la mesa con su delantal a cuadros de tonos azulones y una gran cacerola desbordante de macarrones. Se dispone a servir la comida. Sale humo, sigo la trayectoria del plato hasta la mesa con la mirada, me asomo y olfateo el aroma… mmmmm, se me hace la boca agua… ¡buen provecho!

    Buenísimos. Como ella los guisaba….¡ningunos! Siempre repetía… De postre, la fruta que a mi abuelo le gustaba compartir conmigo. Escogíamos tres piezas diferentes, luego las mondaba, las troceaba y me las daba sin piel y a trocitos. Manzana, pera y naranja. Tenía una técnica particular de pelar las naranjas: les hacía una incisión en la parte superior e inferior de forma horizontal y en la parte central le iba haciendo incisiones en vertical, para luego retirar cada una de las partes de la cáscara como quien desmonta un puzzle.

  7. La “yaya” tiene 90 años y, como ella misma dice, de lo que fue no le queda más que el nombre. No sufre demasiado de los achaques de la edad, está más bien en buena salud, pero le da igual, porque las fuerzas la han abandonado y, para alguien que vivió abusando de ellas, eso ya no es vivir. Cada uno de sus gestos revela una triste resignación y su mirada es infinitamente melancólica. Precisamente es toda esa tristeza la que deja adivinar cómo de intensa fue su vida, por contraste. Recuerdo que era como una de aquellas mujeronas italianas de los años 50 que desbordaban feminidad, pero no la feminidad frágil que se estila ahora, sino aquella contundente, la de formas redondeadas y porte firme, la de mirada alta y despejada. Cuando crecí un poco tomé consciencia de que sus actitudes eran extrañamente modernas para alguien de su ya entonces avanzada edad: hasta al acto más sencillo le daba un toque transgresor. Por ejemplo, nos intentaba sobrealimentar como casi todas las abuelas hacen con sus nietos, pero la mía siempre servía antes a las chicas que a los chicos. Mi madre, a la que tuvo con 30 años, ya no siguió la misma tendencia. Un día, echando cuentas para ver en qué año nació, me percaté de que, cuando tenía siete años y su cabecita infantil era un esponja, Clara Campoamor luchaba -y vencía- por el derecho a voto de las mujeres. Ella no debió darse cuenta de que los acontecimientos y valores de la época estaban haciendo mella en su personalidad, de que era una hija de la República.

  8. Aún recuerdo el día en el que vi por última vez a mi abuelo. Estaba delante del portón de su casa en nuestro pueblo en Rumanía, apoyado en su bastón como de costumbre; pero esta vez mis ojos se empaparon en lágrimas porque una voz en mi cabeza me susurraba que volvería a verlo, pero ya no en esta vida… Hasta aquellas vacaciones de 2005 no me di cuenta de lo mucho que podía aprender de él, a pesar de no ser el típico abuelo sonriente y parlanchín, y en cuyo rostro solo se adivinaba tristeza. Su historia no puede dejar indiferente a nadie. En la segunda guerra mundial, como casi todos los rumanos, fue obligado a luchar en el frente nazi. No sé ni cómo ni durante cuánto tiempo más tarde, capturado por el bando comunista, fue obligado a realizar trabajos forzados en los lagers. No le gustaba hablar de su pasado y mucho menos sobre lo vivido en la guerra, pero cada noche, pegado a la radio y mientras se untaba con pomada una herida perenne en su pierna derecha -consecuencia de un accidente que sufrió en las minas-, maldecía a los ¨rojos¨, cómo él los llamaba en su vocablo más suave.
    Tras conseguir escapar de las mismísimas garras de la muerte, pudo volver a su pueblo para casarse. Mi abuela y él criaron once hijos. Día tras día, mañana tras mañana, desde el alba trabajaba sus campos y cuidaba el ganado para dar a toda su familia una lección de fuerza y superación.

  9. Mi abuela, que bien podría ser un sinónimo de pulcritud, siempre me había parecido una persona gruñona y cascarrabias. Cuando era pequeño, y solo pensaba en tener todos los juguetes tirados por el suelo, era ella la que siempre aparecía sin avisar para recoger los que tenía más alejados. Ella pensaba que ya no estaba jugando con ellos, pero el mero hecho de que me los quitara me ponía de los nervios. Para mí, esas “andròmines” que solía decir, no hacían ningun mal allí en el suelo. Pero para ella eran trastos innecesarios en el suelo.
    Esos detalles son en realidad los que más recuerdo de ella, y con los años tengo la sensación de que me equivoqué al enfadarme tanto por cuestiones tan insignificantes como esas, ya que en el fondo ella lo hacía por mí.

  10. Tiemblan sus manos manchadas
    a golpe de soles
    tiemblan sus pies frágiles,
    apenas la sostienen

    Habla su boca palabras
    que ya nada dicen, grita su voz
    “- Nena!!, nena!!
    vine!! vine!!”

    Pero,

    aún ve y aún mira
    escucha atenta si le hablas
    y agradece con una sonrisa
    una mirada

  11. De la larga vida de mis abuelos, solo mi abuela resiste ser vencida. Tiene noventa y cuatro años y aún se levanta todas las mañanas alrededor de las nueve. Como de costumbre se toma un café con leche poco cargadito. Primero, empieza con las tareas del hogar, como siempre; solo limpia por encima, lo básico, según ella porque ya le da igual el resto. sobre la encimera de la cocina puedo observar multitud de trapos viejos de antiguas sábanas usadas que utiliza para diversas tareas. Cada trapo tiene su propia función y es difícil saber cuál es el de secar los cubiertos o cuál es el de la mesa. Cuando echo un ojo al resto de la cocina, observo la despensa en la que me solía esconder de pequeño. Allí, anteriormente, se guardaba el arroz, las legumbres, el tocino, los chorizos, las olivas y demás productos que requerían de un sitio fresco para su conservación. Ahora de aquella antigua despensa solo quedan unas estanterías de piedra que van de pared a pared y en donde mi abuela guarda las conservas y productos como la leche o el arroz.

    Cuando me dispongo a salir de la cocina, observo los muebles viejos que hay en la casa. En una de las habitaciones, encuentro un ropero de los años treinta y un sillón de cuero verde de los sesenta junto a un sofá de cuero rojo con flequillos verdes que cuelgan hasta el suelo. En la habitación de mi abuela aún hallo muebles mucho más antiguos. Entre ellos, un armario enorme con espejos a cada lado de sus seis puertas y que, al abrirse, desprende ese típico olor a madera vieja tan agradable. Está tallado con los mismos decorados que se encuentran en los balcones barceloneses, con los decorados de finales del siglo XIX y principios del XX. Justo enfrente, se encuentra una cama gigantesca de estilo colonial, alta hasta mi cintura y que hace juego con el ropero y las dos mesitas de noche. En la entrada, encuentro un perchero de pie de madera, bastante desgastado por el tiempo y un sofá de cuero verde en donde antiguamente se hacía esperar a los caballeros. Justo al lado de la entrada, observo al fondo una mesa rectangular de madera muy antigua que preside el centro del comedor, junto con un mueble hecho de hierro y mármol italiano que se utilizaba para depositar las vajillas cuando se servia el puchero a la hora de comer.

    Ahora, se ve apagado, viejo y en desuso; nadie ocupa esas sillas, ni come en esa mesa, caída en el olvido, como el resto de la casa. Pero aún puedo apreciar aquello que fue, puedo notar aquel ambiente que había en la Barcelona de los años veinte. Puedo recordar aquellas calles de piedra que se encontraban en Barcelona en los años ochenta e imagino aquellos antiguos carruajes circulando por esas calles. Cuando vuelvo a la realidad, veo a mi abuela sentada en el sofá de cuero rojo junto a un cenicero de pie hecho de hierro que ahora hace de papelera. Mientras observo cómo coge los cuatro álbumes de fotografías de toda la familia para explicarme por centésima vez cada recuerdo y experiencia vivida, me acerco para sentarme a su lado. Siempre me habla de la guerra civil, la llena de sabiduría y de pena, comparte experiencias y sentimientos que vivió una niña de menos de 12 años junto a sus 10 hermanos, y me explica todo lo que vio y lo que la marcó. Aprovecha, también, para explicarme sus vivencias después de la posguerra, y de cómo llegó a ser quién es hoy en día. Imagino que para que no se me olvide de donde provengo. Me cuenta cómo viajaba en los años cincuenta y sesenta en avión, con una compañía de ballet española para hacer una gira por todo Oriente Medio. Yo, mientras ella me explica sus aventuras y sus penas y de cómo sobrevivió a la dictadura y a ser madre soltera, no puedo evitar verla ahora con su pelo blanco como la nieve y pensar en toda la vida que ha tenido, y que aún así se siente cada tarde frente al televisor de plasma que le regalamos y haga ganchillo rodeada de aquellos muebles tan viejos que esconden, como mi abuela, grandes secretos.

  12. Don Eliseo

    “Hola abuelo. Deseo que pases una feliz navidad. Y que cuides mucho del Patuco, de la Cuca, de los conejos y las gallinas, y que te encuentres bien de salud. Muchos besos de tu nieto que te quiere.
    Feliz navidad y prospero año 1987”.

    Estas letras son las que se pueden leer en una de las postales navideñas que mis padres rescataron de la casa de mi abuelo el día que este falleció. Cada año mi madre le escribía una en nombre de toda la familia y nos ayudaba, y a veces nos obligaba, a mi hermana y a mí, a que le escribiésemos dos más, cada una en nombre propio. Sinceramente, nunca tenía ganas de hacerlo, pero una vez escrita, la llevaba al buzón de correos con tanta ilusión como la carta que le escribía a los Reyes Magos. El motivo de la poca predisposición era que mi abuelo vivía en Galicia y nosotros en Barcelona. Así dicho, no parece una razón muy contundente, pero la realidad es que nos veíamos solo una vez al año, durante el mes de agosto, unos quince o veinte días de vacaciones que pasábamos en la casa familiar todos los veranos. Y bueno, para un niño como el que yo era, despistado, hiperactivo, incapaz de pensar en nada que no tuviese delante de mis narices, dejar pasar tanto tiempo entre visita y visita era hacer una llamada al olvido. En cambio, el tiempo que pasaba con él lo vivía como momentos peculiares que hoy en día se han vuelto imborrables.

    Recuerdo algunas veces que iba al campo a labrar la tierra o a segar la hierba y me llevaba con él para entretenerme y enseñarme cómo se hacían las cosas del campo. Tendría yo unos siete años y me hablaba como si no entendiese nada de lo que me decía, como si fuese un bebé, pero yo le escuchaba siempre con atención. A mí era a la única persona a la que hablaba en castellano, a menos que se enfadase conmigo por hacer alguna trastada que le sacase de sus casillas, entonces me hablaba en gallego. Siempre que estábamos solos me contaba cosas de su pasado. Estuvo en la guerra y sufrió mucho. Me explicaba cosas que no se le deben explicar a un niño, pero yo ya sabia que necesitaba decírselas a alguien. Necesitaba desahogarse, y estaba convencido de que yo no entendía lo que me decía. Me hablaba de cómo el frio y el miedo tenían paralizados a los miembros de su batallón, que la nieve les llegaba a las rodillas y que algunos eran tan jóvenes que no tenían fuerza para levantar el fusil. Que les llovían las balas. Cómo vio morir a su mejor amigo y a muchos compañeros más. Disimulaba tan bien la pena que sentía que parecía que estuviese leyéndome un cuento. A mí me gustaba oírlo. Tampoco lo entendía como algo dramático. En aquel momento lo que me contaba era ficción, pero con los años he ido viendo el fondo que tenía todo aquello. Mi madre, cuando se lo explicaba, se quedaba paralizada del asombro. Mi abuelo nunca expresaba sus sentimientos a nadie. Nunca hablaba de su pasado y mucho menos de lo que pasó en la guerra. Sé que a ella se le planteó un conflicto moral, y no sabia si evitar que siguiese contándome experiencias tan duras o dejar al hombre que soltase todo el lastre que llevaba dentro. Pero yo le hacía entender que me encantaba escuchar sus batallitas. Así que lo que hizo fue limitar nuestras excursiones privadas al campo. En lugar de ir con él dos veces al día, iba una. Lo recuerdo perfectamente. Ponía alguna excusa, me daba alguna tarea para hacer en casa o me proponía ir a jugar con los hijos de los vecinos y que me enseñasen sus vacas y animales, antes de que él se preparase para salir. Mi hermana, como es mayor, siempre estaba con las niñas del pueblo jugando y ligando con chicos y no se enteraba de nada.
    Los años posteriores, como las historias se repetían, yo mismo dejaba de prestarle tanta atención. Y él se daba cuenta de que iba haciéndome mayor, hasta que ya no me contaba nada. Pero seguía siendo el mismo. Un tipo demasiado agradable para la vida que le había tocado, o más bien había elegido vivir. Cuando mis padres y mis tíos decidieron dejar el pueblo y venirse a Barcelona, él se negó a dejar la casa. Mi abuela se quedo unos años con él, aunque todos sus hijos les decían que en la ciudad estarían mejor. Sobre los años 80 ella se dejó convencer para venir a la ciudad, pero él no. Se quedó solo cuidando de todo. Imagino sus inviernos duros, recibiendo nuestras postales que nunca respondía, pero que guardaba con el sobre abierto porque las había leído. Imagino su soledad, y su paciencia cuando aparecíamos nosotros en verano y distorsionábamos todo su mundo. Y bueno, murió de viejo. Murió fuerte y sano, pero la muerte no perdona ni hace excepciones.

    Cuando ya no podía valerse por sí mismo, unos vecinos del pueblo llamaron a mis padres por teléfono y estos fueron a buscarlo para traerlo a Barcelona. Le costó, pero accedió porque era consciente de su situación. En la ciudad sanó y vivió tres años más en casa de unos tíos míos. Su deseo era ser enterrado en su tierra, y así se hizo. Todos sus hijos prepararon un viaje a Galicia para el entierro. Sus nietos -ya éramos mayores todos- nos quedamos en nuestras casas, pero su recuerdo, por su carácter y su fuerte personalidad, quedará siempre en todos nosotros. Más que por la historia que aquí he contado, por los aconteceres de toda una vida que le hicieron merecer el respeto de todas las personas que lo conocieron.

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