Quizá no me creas, pero me gusta ir al dentista. En BCNDental solo hay recepcionistas chicas, de blanco impoluto. Todas aparentan un gran dominio odontológico, y al cerrar suavemente la puerta, te preguntan dulcemente qué te ha pasado. Yo las miro sonriente y busco las palabras precisas, a suerte de contraseña, que me hagan pasar sin más a una de las salas: Me comía un bastón cuando me saltó el esmalte. Después, minutos de vacío: solo, tumbado, con el vasito de agua listo para el fin de fiesta. Diplomas de marco fácil, gradulux blancas, ni rastro de polvo. Minutos musicales. Bryan Ferry relaja de verdad. El dentista aparece por detrás, sin avisar, vestido de verde y con mascarilla. ¿Qué tal? Y simultáneamente, el motor del sillón Infinity Dental Cross Inc. empieza a sonar. Descenso a los infiernos. A mi lado Verónica, una chica de blanco; sobre mí, la luz cegadora.
Dentistas y tú. Ese pánico o no. Extensión libre.
Hoy estoy en la consulta otra vez. Estar aquí no me molesta, sinceramente me gusta cuando el dentista me arregla algo o revisa mis dientes. No es que tenga todos los dientes perfectos pero me siento bien cuando sé que todos están en buenas condiciones. El dentista titular está ocupado hoy y me toca una chica que no conozco, quizá nueva. Es rubia, delgada, simpática y guapa. Un poco joven para mí y en todo caso estoy casado, qué pecado. Pero… si he de ser honesto, esta chica me parece un poco perdida. No me parece que esté muy concentrada en su trabajo o en mi boca. Además tiene unos ojos muy verdes, con una mirada de loca. No sé, me gustaría levantarme e irme con una excusa, algo me dice que esto no va a ir bien… Vamos a ver, los prejuicios son malos. Me pone una jeringa en la boca con la anestesia, me perfora la encía y empieza a empujar con fuerza. No comprendo qué pasa con ella: son diez segundos inyectándome y no para, sigue inoculando liquido en mi encía que ahora parece explotar y me duele muchísimo. Entro en pánico pero obviamente no puedo hablar, así que emito sonidos… nada, no se da cuenta de nada, qué horror. Espero que no me haga ningún daño. Como me imaginaba, algo va mal con ella: los prejuicios son malos pero nuestro instinto animal muchas veces nos da la razón.
Me gusta saber que ante los ojos de los pacientes, las auxiliares dentales e higienistas ganamos puntos de confianza por encima de los odontólogos. Cierto es, que muchos clientes vienen con ese gusanillo de temor, el cual intentan disimular lo máximo posible, pero que la mayoría de veces sus palabras y miradas revelan un socorro. En nuestra profesión, aparte del trabajo ya conocido por todos, también interviene la parte humana, donde con el tiempo y la confianza llegamos a ser confidentes de los pacientes, y oímos cosas que jamás serian capaces de revelar a los odontólogos. Somos esas personas sin importancia, pero que servimos para el funcionamiento de la clínica y muchas veces somos puente de comunicación entre paciente y odontólogo.
A mí también me gusta ir a mi dentista. Es amiga mía, antes de que fuera dentista, la conozco hace muchos años y viene de una familia de odontólogos muy reconocida.Toda esta situación hace que mi estancia en la clínica dental sea de lo más agradable, el trato familiar que me ofrecen es inmejorable. Tenemos mucha confianza y eso hace que nos podamos reír mucho el uno con el otro y que ella trabaje tranquilamente, a parte de tener un gran dominio de su técnica; yo confío plenamente en su trabajo, nunca me ha hecho daño y siempre muestra mucho cuidado. Es impresionante su pulso, inmóvil y calculador. La verdad es que tengo mucha suerte de que, además de mi amiga, sea mi dentista.
Ir al dentista me es para mí como quedarme en casa, pero en compañía. Me encuentro tumbado, haciendo nada, con la boca abierta y mirando al techo, sin muchas diferencias… el foco molesto al cual luego terminas acostumbrándote, al hombre toqueteándote la boca (cosa que no me molesta: uno puede llegar a conversar mucho aun con la boca llena de cacharros) y poco más. Por lo general, como si me encontrara en el sofá de mi casa o en mi propia cama. Después de que te chuten la anestesia el resto es cosa del tiempo y lo que tarde el buen hombre en sanarte la boca; no es tan malo el dentista a mi parecer… a fin de cuentas, nos hace un favor (a un alto precio…) pero es lo que hay.
Qué duro es saber que ya tienes que ir al dentista porque has tenido algún problema, o porque ya pasó un año y te toca la revisión… Puf, qué duro es. Cuando llego a la consulta solo pienso en entrar rápido, que no tarde y que no tenga ningún problema en la dentadura; esperas que no te toque con su ayudante, que puede ser muy simpática y amable pero tiene menos delicadeza, me gustaría que ella estuviera en aquel sofá tan cómodo. Pero para tener una buena dentadura y una bonita sonrisa hay que sufrir un poquito.
Aquel día sentí un fuerte dolor de muelas. El pánico se apoderó de mí, qué horror, tendría que visitar al dentista. Aquel olor al entrar en la consulta me repugnaba, aquel sillón lleno de tubos me horrorizaba y aquel médico con esa mascarilla en la cara me asustaba. Qué sensación más desagradable cuando te dicen que abras la boca e inmediatamente te introducen los dedos en ella con ese sabor a látex de los guantes. Odio ir al dentista.
La primera vez que fui al dentista iba muy nervioso. La espera se me hizo interminable. Lo peor de ese día fue la anestesia. Odio las agujas. Sentí cómo entraba en la encía y lo pasé bastante mal. Posteriormente, excepto la anestesia, empezó a gustarme la sensación de que estuvieran jugando con mis dientes. Perdí el nerviosismo y el posible pánico que pudiera ocasionar la visita al dentista. Lo peor no fue esto, ya que después te presentan la factura y presupuesto de lo que significa tener una boca perfecta, como la de muchos famosos.
Cada vez que escucho decir a alguien la palabra dentista me entra el pánico. Ese sonido escalofriante a motor y a la vez estándar es una herramienta que poseen, la cual es aterradora para mí. Por consiguiente, intento buscar la manera de ir lo menos posible a visitar esa salita donde, con solo poner un pie, activa de forma milagrosa mi temor y provoca mi intranquilidad, lo que, además, dificulta la finalidad del trabajo del odontólogo. Quien, cada vez que me ve entrar por la puerta debe pensar:”La inquietud llama de nuevo a la puerta”.
Entré en el consultorio del odontólogo y en seguida me sumergí en un sueño espacial, solo al ver la fuente de luz que emitía el circular fluorescente. El sillón destinado a sentarte parecía el puente de mando de una nave y el aparato que tenía enfrente con su brazo móvil se asemejaba al tentáculo de un pulpo mecánico. Al momento entró el dentista con su bata blanca y una inyección metálica. En ese instante, empecé a sentir algo parecido al miedo. Pero una música que emergió de fondo me relajó y fue entonces cuando aprovechó para posar la aguja en mi encía y al vaciar su líquido, perdí el conocimiento. Desperté con una sensación extraña en la boca,como paralizada; pero al ponerme un espejo ante mis ojos, reconocí mi rostro bellamente mejorado, y una súbita alegría me embargó. A los pocos días llegó una factura, y al ver mi cara en el espejo del baño, se había transformado en una muestra de pánico.
Llegas a la primera consulta con las manos sudadas, nervioso, con ganas de volver a casa; entonces es cuando él se asoma y te dice que ya puedes pasar. Entras en una pequeña sala con un gran foco que parece bajar de cielo, te tumbas en la camilla que tiene mil botones para moverte arriba y abajo. A continuación te dice que te relajes soltándote un “No pasa nada, tranquilo, ya verás que no hace daño”. Pero en un momento te ha metido en la boca 200 aparatos diferentes, empiezas a agobiarte y a levantar la mano para que pare de taladrarte. Como si hiciera caso omiso a tu mano él sigue con su faena hasta que sueltas casi un grito y no para.
Para acabar te da un vaso minúsculo con el cual te has de enjuagar la boca, te vuelve a poner sentado encima de la camilla y te dice: “Ves, si no ha sido nada y además, lo hemos hecho todo muy rápido”. En lo que tú miras el reloj y ves que han pasado 45 minutos; sí, deprisa…
Siempre he tenido este pánico y sin embargo nunca me he visto obligado a enfrentarme con un dentista. La verdad es que prefiero enfrentarme a un elefante de África, porque he podido ver en otras personas el miedo que le tenían. Y si alguna vez (espero que nunca) tuviera problemas en la dentadura y me viera obligado a quitarme un diente, yo a aquel dentista le haré un millón de preguntas: para qué necesita tantas herramientas, el porcentaje de los clientes satisfechos y los no satisfechos…
Por los recovecos de la historia antigua debió quedarse el concepto higiene, agazapado en un hammam turco o sumergido en unos baños romanos, porque al medievo, allí, no llegó. No sé si alguien habrá visto alguna representación de una práctica odontológica de la época, pero en caso de una negativa, lo aconsejo mucho, sobre todo a aquellos que tienen un miedo irracional al dentista. Para aquel entonces era más que racional: el blanco impoluto que reina hoy en las consultas tiraba más a gris mugriento; las herramientas que utilizaban aún las podemos encontrar actualmente, pero en los talleres mecánicos; las ratas, aunque abundaban, no podían considerarse auxiliares. Para aquel entonces ir al dentista era jugar a la ruleta rusa.
El calor de la lámpara del dentista me quema la frente, el ruido de su maquinita me atraviesa el cerebro sín pasar por el oído.
Mis gritos se ahogan en mi garganta que a la vez se ahoga con la saliva y el agua, ¡no da abasto a tragar!.
Debo ir con cuidado para no engullir la maquinita atraviesacerebros no vaya a ser que me haga un estropicio interno.
Mi estómago se ha cerrado desde esta mañana al ver en la agenda: hoy a las 5 dentista, ¡no he comido nada en todo el día!.
Ahora estoy sentada en un montacargas con apariencia de silla anatómica,
bajo una luz cegadora,
bajo un loco con una maquinita atraviesacerebros
¡quiero irme a mi casa!
Desde niña he visitado el dentista con frecuencia. Recuerdo las palabras de ese hombre, grande, vestido con su bata blanca y con unas tenazas en las manos:”Esta pieza no se puede salvar, hay que extraerla”. La herencia genética no ha sido muy generosa conmigo, no sé si será porque nací con el primer día de las rebajas de verano, pero la verdad es que parece que me hicieron de retales. Pero con el tiempo he acabado haciéndome amiga del dentista, soy más antigua en la clínica que el empleado que más tiempo lleva trabajando allí, me conozco la mayoría de sus técnicas, reconstrucciones, endodoncias, coronas, implantes… le he proporcionado, en los últimos veinte años, un gran número de nuevos clientes; por eso le he propuesto un nuevo producto de márquetin en esta época de crisis: el bono para el cliente vip. Al igual que en algunas peluquerías, donde cada diez visitas te regalan nun corte de pelo, un teñido o cualquier otro servicio, yo propongo que cada diez nuevos clientes me haga un pequeño detalle: un nuevo implante.
Creo que no éramos tan buenos amigos, pues me ha dicho que pase por caja a pagar, sin anestesia, y eso sí que me da verdadero terror.