Eran las tres de la madrugada cuando recibí una llamada de mi superior. Tenía que acudir inmediatamente al bar de la plaza del ayuntamiento. Se había producido un asesinato. Llegué al local y allí me esperaban dos compañeros. Habían vallado el lugar y a pesar de la hora, aún quedaban muchas miradas curiosas. Entré al bar, un recinto bastante amplio, con muchas mesas y una gran barra al fondo.
El cadáver estaba tendido en el suelo. Era de un hombre corpulento y de mediana edad. Vestía ropa elegante e iba bien peinado. Se trataba de Alberto Trujillo, copropietario de la empresa de construcción con más fama de la zona. Había estado reunido con su socio y dos colaboradores.
Inspeccioné el cadáver. No había signos de violencia ni ninguna herida. Debía de haber muerto por algún tipo de veneno. Decidimos interrogar al propietario del bar, pero no hallamos indicios de ser sospechoso. Volví a inspeccionar el cuerpo sin vida. Había algo raro. Me llamó la atención la expresión de su cara. Parecía que quisiera decirnos algo. Su mirada, desconcertada, se perdía en un punto concreto del frío bar. Sus ojos inertes se clavaban en una de las sillas donde habían estado sentados. Mis compañeros hicieron entrar a las tres personas que estuvieron junto a la víctima. Dos de ellos observaron incrédulos lo que sus retinas les estaban mostrando, incapaces de asimilar la situación. El copropietario, impasible y con actitud soberbia, evitaba nuestras pupilas. En ningún momento dirigió la vista hacia la persona con la que había compartido negocios. Se respiraba un ambiente tenso. Algo me decía que estaba junto al asesino. La mirada de desprecio, fría e indiferente que crucé con el socio de la persona que yacía en el gélido suelo, me transmitió su culpabilidad.
Mario Gasco Durán 4.2