El fascismo que sobrevivió a Hitler

El fascismo que sobrevivió a Hitler | Cultura | EL PAÍS

El general Franco y Adolfo Hitler durante su entrevista en Hendaya, en 1940

Cuando acabó la Guerra Civil española, más de la mitad de los 28 estados europeos estaban dominados por dictaduras con poderes absolutos, que no dependían de mandatos constitucionales ni de elecciones democráticas. Excepto en el caso de la Unión Soviética de Stalin, todas esas dictaduras procedían del firmamento político de la ultraderecha y tenían como uno de sus principales objetivos la destrucción del comunismo.

El general Francisco Franco y su dictadura no eran, por lo tanto, una excepción en aquella Europa de sistemas políticos autoritarios, totalitarios o fascistas. Pero al margen de las categorías que se utilicen para definirlos, la mayoría de esos despotismos modernos eran hijos de la Primera Guerra Mundial, la auténtica línea divisoria de la historia europea del siglo XX, la ruptura traumática con las políticas del orden autocrático imperial hasta entonces dominantes.

Como España no participó en esa contienda, el ascenso al poder de Franco se pareció poco, de entrada, al de esos nobles, políticos y militares que, tras convertirse en héroes nacionales por su lucha contra el enemigo exterior, encabezaron el movimiento contrarrevolucionario, antiliberal y antisocialista en sus países desde los años veinte. Jósef Pilsudski en Polonia y Miklós Horthy en Hungría son los mejores ejemplos (…)ampliar foto

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza. ‘Cuarenta años con Franco’ se publica el 17 de febrero en Crítica. 416 páginas.

Esas dictaduras que surgieron en Europa en los años veinte recuperaron algunas de las estructuras tradicionales de la autoridad presentes en su historia antes de 1914, pero tuvieron que hacer frente también a la búsqueda de nuevas formas de organizar la sociedad, la industria y la política. En eso consistió el fascismo en Italia, el primero en germinar como producto de la Primera Guerra Mundial, y a esa solución se engancharon en los años treinta algunos partidos y fuerzas de la derecha española. Una solución al problema de cómo controlar el cambio social y frenar la revolución en el momento de la aparición de la política de masas.

El fascismo apareció más tarde en España que en la mayoría de los países europeos, sobre todo si la referencia es Italia y Alemania, y se mantuvo muy débil como movimiento político hasta la primavera de 1936. Durante los primeros años de la Segunda República, apenas pudo abrirse camino en un escenario ocupado por la extrema derecha monárquica y por la derechización del catolicismo político. El triunfo de Adolf Hitler en Alemania, sin embargo, atrajo el interés de muchos ultraderechistas que, sin saber todavía mucho de fascismo, vieron en el ejemplo de los nazis un buen modelo para acabar con la República. El que iba a ser el principal partido fascista, Falange Española, fue fundado en octubre de 1933, cuando el fascismo era ya un movimiento de masas consolidado en varios países europeos.

Poco tuvo que ver Franco, por lo tanto, si lo que seguimos considerando es la conquista del poder, con la forma en que lo consiguieron los dos líderes fascistas más importantes, Benito Mussolini y Hitler, a través de la movilización de las masas con partidos que ellos mismos habían creado. Mussolini subió al poder con una combinación de violencia paramilitar y maniobras políticas, sin necesidad de tomarlo militarmente —pese al mito forjado después de la marcha sobre Roma por el fascismo victorioso— o ganar unas elecciones. Y el nombramiento de Hitler como canciller del Reich el 30 de enero de 1933, porque Paul von Hindenburg, presidente de la República, así lo decidió, fue el resultado del pacto entre el movimiento de masas nazi y los grupos políticos conservadores, con los militares y los intereses de los terratenientes a la cabeza, que querían la destrucción del sistema republicano de Weimar y de la democracia.

Unos años después, Franco comenzó el asalto al poder con una sublevación militar y lo consolidó tras la victoria en una guerra civil (…) Mientras Franco consolidaba su dictadura tras el triunfo en esa guerra, los que los españoles llamamos posguerra, la Segunda Guerra Mundial ponía patas arriba el mapa de Europa que había salido de la de 1914-1918. Entre 1939 y 1941, siete dictaduras derechistas de Europa del este cayeron bajo el dominio directo de Alemania o Italia: Polonia, Albania, Yugoslavia, Grecia, Lituania, Letonia y Estonia. En el mismo período, siete democracias fueron desmanteladas: Checoslovaquia, Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia.

Casi todo el continente europeo quedó bajo el orden nazi, gobernado por dirigentes nombrados por Hitler o dictadores “títeres”, que solían ser líderes de los movimientos fascistas que no habían podido tomar el poder antes de 1939, pero que aprovechaban el nuevo escenario creado por la invasión militar alemana (…).

El destino de todos esos regímenes quedó vinculado al de la Alemania nazi. Y entre los últimos meses de 1944 y los primeros de 1945, todos esos países fueron invadidos por los ejércitos de la Unión Soviética o de los aliados occidentales. Las dictaduras derechistas, que habían sido dominantes desde los años veinte, desaparecieron de Europa, salvo en Portugal y España. Francisco Franco y Antonio Oliveira de Salazar fueron, por lo tanto, los únicos dictadores que, como no intervinieron oficialmente en la Segunda Guerra Mundial, pudieron seguir en el poder tras ella. Esa es una gran diferencia entre las dictaduras de Europa del este, destruidas por la guerra, y las de la Península Ibérica; y entre Franco y Salazar y todos esos dictadores, fascistas o no, que fueron ejecutados o acabaron en el exilio tras 1945.

Franco se libró, obviamente, de ese final, aunque la intervención italiana y alemana había sido decisiva para su triunfo en la guerra y conquista del poder y aunque el fervor del sector más fascista de su dictadura por la causa nazi se había manifestado, pese a la no beligerancia oficial española, en la creación en 1941 de la División Azul, por la que pasaron cerca de 47.000 hombres que lucharon contra el comunismo en el frente ruso.

Muertos Hitler y Mussolini, Franco siguió treinta años más. Vista desde esta perspectiva comparada, el rasgo distintivo de la historia de España en el siglo XX fue la larga duración de la dictadura de Franco después de la Segunda Guerra Mundial. No fue un paréntesis, sino el elemento central que dominó el escenario de forma absoluta durante esas tres décadas (…).

Más de una generación de españoles creció y vivió bajo el dominio de Franco, sin ninguna experiencia directa de derechos o procesos democráticos. Ese gobierno autoritario tan prolongado tuvo efectos profundos en las estructuras políticas, en la sociedad civil, en los valores individuales y en los comportamientos de los diferentes grupos sociales. En 1945, Europa occidental dejó atrás treinta años de guerras, revoluciones, fascismos y violencia. Pero España se perdió durante otras tres décadas ese tren de la ciudadanía, de los derechos civiles y sociales y del Estado de bienestar (…).

Han pasado cuatro décadas desde la muerte de Franco y esa dictadura forma parte de la historia, un tema de estudio consolidado en los proyectos de investigación universitarios, en congresos y publicaciones científicas y en los programas que se imparten en la mayoría de los centros escolares. Pero es también objeto de controversia política y de debate público. Con memorias divididas, esos trágicos sucesos del pasado han proyectado su larga sombra sobre el presente y, frente a ella, necesitamos miradas libres y rigurosas.

Últimos testigos de Mauthausen

[EL PAÍS, Tereixa Constenla- Últimos testigos de Mauthausen. 26-01-15]

Durante años Sigfried Meier fue muchas cosas en la vida para tratar de ocultar aquella que le habían obligado a ser contra su voluntad: un superviviente del nazismo. Judío de Fráncfort, Meier llegó de niño a Auschwitz, donde vio morir a su padre y afinó al máximo dos armas: el afán de supervivencia y el espíritu de rebeldía. Cuando entró en Mauthausen, trasladado en un convoy de la muerte sin ninguna noción de estar vivo, llevaba consigo tanta rabia que se atrevió a gritarle a los nazis que intentaron raparle. Y así fue, gracias a sus gritos y a su impecable perfil ario, cómo el capo de turno lo puso en manos de Saturnino Navazo, el preso español que organizaba partidos de fútbol en Mauthausen y que le adoptó como un hijo. Meier se emociona cada vez que recuerda a Saturnino. José Alcubierre lo hace cada vez que recuerda a su padre, asesinado a golpes en el campo de Gusen.

Ambos son algunos de los protagonistas de Los últimos españoles de Mauthausen (Ediciones B), el libro donde el periodista Carlos Hernández de Miguel rastrea la historia de los 9.000 deportados a campos nazis, con un doble objetivo: “Darles voz a las víctimas e identificar a los culpables”.

Meier y Alcubierre se cruzaron una vez en Mauthausen y no volvieron a hacerlo hasta el lunes, cuando coincidieron en Madrid para arropar la presentación de la obra. Ellos custodian de las pocas memorias aún vivas de la deportación, aunque su relación con aquel pasado ha diferido. Alcubierre nunca quiso olvidar. Meier luchó casi toda su vida por hacerlo: “No me gusta contarlo, preferiría que nunca hubiera existido. No es mi título de gloria, fue como una violación… yo viví todo esto como un niño, no podía entender por qué estaba allí”.

José Alcubierre y, a la derecha, Sigfried Meier, en Madrid. / luis sevillano

Alcubierre fue uno de los ocupantes del tren que partió hace 75 años de la estación de Angulema (Francia) cargado con 925 mujeres, hombres y niños españoles que ignoraban que su destino era Mauthausen. Aquel agosto de 1940 se consumaba la definitiva trapacería contra los republicanos refugiados en Francia, que habían sido movilizados —voluntariamente o no— para luchar contra Alemania sin obtener por ello ningún reconocimiento. “Los trabajadores españoles capturados en Francia durante la guerra son por lo tanto prisioneros civiles”, recogía un documento del Estado Mayor del Ejército francés en mayo de 1942, citado en el libro.

No era un simple formalismo: los alemanes trataron a los combatientes del ejército enemigo con arreglo a ciertas convenciones internacionales. Ser clasificado como civil sin patria reconocida dejó a miles de españoles desarbolados. Porque si la Francia de Pétain se despreocupó, la España de Franco los echó directamente en las fauces de los leones. “Franco fue un cómplice activo. Si acaban en los campos de concentración fue por orden de Franco”, denuncia el periodista Carlos Hernández de Miguel.

José Alcubierre, fotografiado por las SS.

Alcubierre sobrevivió a cinco años de cautiverio en Mathausen, incluso al terrible dolor de recibir la noticia de la muerte de su padre a golpes, y fue uno de los artífices del salvamento de las fotografías que luego se usaron en los juicios de Núremberg. “Llevábamos el triángulo azul con el símbolo de los apátridas”, recuerda Alcubierre, que sigue viviendo en Angulema. “Ahora Francia nos respeta, nos ha dado una pensión. El Gobierno español no nos ha dado nada”, compara.

También Carlos Hernández lamenta la dejación de España con las víctimas de los campos nazis, como Alcubierre y Meier, el niño que renegó del alemán y de sus congéneres. “He aprendido que no se puede confiar en el ser humano, que un pueblo tan cultural como el alemán haya podido hacer lo que hizo…. En Auschwitz no había ni una pizca de ayuda, cada uno iba a lo suyo, a vivir un día más, a robar aunque eso le pudiese costar la vida a otro, estas cosas fueron mi universidad… Yo podía haber terminado en la cárcel porque solo sabía robar y engañar. Me salvó Navazo… solo tengo una referencia. No creo en la bondad de la gente. Siempre hay un interés detrás. No soy amargo pero en general soy pesimista”.