Son incontables las representaciones gráficas, plásticas en general, que ha habido y seguirán viniendo acerca de don Quijote, Sancho y, en definitiva, este rico microcosmos cervantino. De entre todas ellas, cada cual tendrá sus predilectas. Las mías son varias; soy incapaz de preferir claramente una entre las demás. No obstante, tras proponer en clase la tarea, precisamente, de que todos escogiésemos una, he querido adelantarme a vuestras elecciones con la mía: esta que aquí veis ilustrando esta entrada. Proviene del blog EDOZE GAUZA, donde se acompaña de un pasaje extraído de la inmortal novela cervantina, exactamente del capítulo intitulado “De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote” (LXVIII de la 2.ª parte).
Hay dos razones por las que me he decantado finalmente por esta imagen. La primera, porque es una variante creada sobre la base del celebérrimo grabado picassiano, el cual siempre me ha fascinado (aún recuerdo el irresoluble dilema sobre si tatuar la zona de mi omóplato con una lengua stoniana o con el grabado de marras). La segunda, porque la variante en sí supone una revisión del imaginario cervantino, una modernización que suprime rucio y rocín y pone ruedas a don Quijote y Sancho. Efectivamente, esa sería hoy la forma de hacer camino. Alguien podría argüir, y con razón evidente, que las motocicletas desproveen a los personajes de su valor paródico. Sin duda; pero el arte, que tiene sus clásicos (y el Quijote lo es literario), tiende a menudo a revisarlos, a remozarlos, a poner de manifiesto que un clásico lo es, en definitiva, porque perdura en el tiempo, a través de modas y tendencias, que no lo desvirtúan sino que lo enriquecen.
Rocinante y el rucio son unas Harley–Davidson porque el Quijote es también del siglo XXI.