Bambi de queso con galleta

[Foto: Bowhaus]

Su mundo era un mundo denso, uniforme y homogéneo. Su esencia era tan el todo que no notaba su principio o su final, sus patitas delanteras o traseras. En su pequeño mundo la temperatura era casi fetal: más alta en su núcleo, un poco más baja hacia la corteza. Pero llegó el momento creativo y fue expulsado de su universo compacto: quisieron unas manos diligentes darle forma concreta y lo peor, abandonarlo sobre un lecho frío, de sobresalto. Y ahora un intenso olor de galleta lo confunde todo. A lo lejos se oye un rumor de niños: el final llega.

Un mini cuento a partir de la imagen, de extensión libre.

Tiburón

Fuimos a la capi a ver la película de la que todo el mundo hablaba. Nadie conocía a Spielberg -nosotros tampoco-, ni habíamos visto imágenes ni nada. Recuerdo aún el olor del cine ‘de estreno’, olor que milagrosamente aún puedo evocar sin dificultad. Éramos tres chiquillos de 10 y 12 años y pasamos tanto miedo durante la película que mantuvimos nuestras manos cogidas al menos en la primera mitad. Era el mar tan grande. Sería tonto repetir el argumento pero a mí una de las cosas que más me gustó fue la recreación de aquel principio de verano que se vivía en Amity. No sabría decir por qué, pero cada final de curso me devuelve las imágenes de las playas de la película. Al final, exhaustos de emoción, nos resistíamos a abandonar la sala. Yo sé que esperábamos que ocurriera el milagro de que pudiéramos ver el próximo pase sin movernos del asiento, como hacíamos en el cine del pueblo. Tiburón fue mi primera película de estreno. Todavía me emociona recordarla.

Tu primera película, en unas cien palabras.

Tu próxima vida

[Foto: Pablo]

Cuando aquel ente irreal me dejó claro que solo tenía dos días para escoger mi futuro en la nueva vida no me preocupé demasiado porque pensé que no dudaría, que lo tenía claro. Al día comprendí que por muy bonito que sea volar, los pájaros tienen vida corta. Y yo quiero vivir mucho. Poco después y descartado cualquier animal, pensé en un árbol, un roble lleno de vida, perenne y poderoso. Pero al poco llegué a la conclusión de que un roble solamente vive en un bosque, cambiante eso sí, pero solo en uno y punto. Y yo quiero ver mundo. Entonces, después de pensar y pensar, escogí dejar que el tiempo se agotara, escogí no decir palabra y así, vivir el vértigo del desconcierto: mejor no esperar nada. Que sea lo que sea. Cruzo los dedos, no quiero ave ni árbol. Ojalá me toque ser hombre, o mujer o nube.

Tu próxima vida, en unas cien palabras.

Ha vuelto

Ha vuelto esta mañana; lo ha hecho como lo hace todas las primaveras desde hace años, dando por hecho que está en su derecho. Ocupa mi sofá, abre una lata y ahí se queda. Llega sin avisar, en silencio. Entra por la ventana. Pero antes se asoma, supongo que para comprobar que todo sigue igual -no creo que lo haga para no asustarme, ni, evidentemente, para ver si es bienvenido. En cuanto a las razones que lo llevan hasta mi casa, yo las desconozco por completo. No puede ser el sofá: es demasiado incómodo, viejo, de cuero-plástico, y da mucho calor; tampoco puede ser que desee mi compañía – ¡vamos, creo! – pues no cruzamos palabra en todo el tiempo…

Invitado sorpresa: ¿Quién es? Tu respuesta en unas 100 palabras.

Coleccionistas

20170611_182311

Yo soy coleccionista porque mi amiga Carme, cuando se jubiló, me dejó como recuerdo dos cosas: un estuche tejido con mimo, de colores granate y verde que se cerraba con una cremallera, cosida a mano, de color rojo oscuro y una pequeña colección de lápices -unos ocho o nueve- que había ido atesorando en sus viajes o sus pequeñas escapadas: uno del monasterio de Oñate, otro de Irán, otro plateado del guguen de Bilbao… Elisa me dice que eso de coleccionar cosas esconde algún tipo de trastorno o insatisfacción y repite que en la vida es mejor no acumular nada y menos tonterías de ese tipo. Pero yo, ajeno a todo, me acerco a menudo a mis lápices –ya son muchísimos y huérfanos de Carme- y hago oídos sordos a Elisa; los miro embobado en sus cajas vitrina y me pregunto por qué a unos les ha sacado punta y a otros no…

Texto libre. Título: Coleccionistas. Extensión libre.

 

Brindemos

sophiem

[Foto de sophiem, en Flickr]

Laura no quiso decirnos por quién brindaba ella y se refugió en un brindis “por todas nosotras”; fue  un golpe seco, un globo que explota, un silencio tremendo. Solamente faltaba su nombre para completar la magia de esa noche de desenfado y confesiones. Aunque la verdad es que todas temíamos que no tendría el valor ni el coraje suficientes para plantarle cara al año nuevo, para desafiar al mundo. Una cobardica asquerosa. En mis deseos para el año que empieza, cadena perpetua para los traidores.

Tu microrrelato de Año Nuevo. ¡Anímate!

[Foto: Iko]

Amor bajo cero

[Foto: Bahman Farzad]

El abrigo del coche les pareció suficiente; era tanto el amor que solo deseaban desaparecer, huir, estar juntos, aislados, recluidos, uno para el otro y nada más. Ella soñaba con aquel atardecer anunciado; él lo preparó todo para aquellas horas. Les dolía la boca de tanto besarse, sobraba la ropa con la calefacción. Qué bonita la nieve ahí fuera. En el estómago las mariposas, la coca-cola y algo de pizza. En el corazón, el amor más grande. Faltaban cristales donde dibujar corazones, sobraba espacio para ellos dos. Afuera, el hielo: adentro, amor intenso. Su amor de invierno.

Amor bajo cero, en unas cien palabras.

Feriantes

[Foto: Pablo Gómez]

A la gran explanada la llamábamos “los montones”; corríamos allí después del colegio y antes de los deberes. No había nada: solo tierra y alguna cueva sin nadie. Nos daban miedo las bandas y por eso jugábamos poco tiempo en la calle por las tardes. Pero los sábados eran mañanas enteras de sol y de amigos, hasta en el invierno: no había tele. En otoño los feriantes llegaban a los montones de noche, a escondidas. Montaban ciudades en horas y nuestro campillo cerraba sus puertas. Los niños feriantes eran gente rara. Navajeros, decíamos. Recuerdo los autos de choque: las fichas amarillas, las luces azules, la sirena, la emoción, la ilusión, la magia de esos cinco minutos. Y después, sin dinero, las casetas, el azúcar, los milvoltios de música…

Recuerdos de infancia, en unas 100 palabras.

Escaleras

Foto: Héctor Mila

El encargado cerró todas y cada una de las puertas del gran almacén. El sistema de alta seguridad conectó las alarmas a la hora acostumbrada, sobre las 23:15. Un único vigilante empieza su jornada con un paseo lento y descuidado por Complementos. Le gusta rozar la porcelana, pellizcar el cristal de bohemia, acariciar el frío acero de las cuberterías. Sube despacio hasta Mujer, dejándose invadir por el perfume ya casi extinto de las clientas. Sube hasta Deportes con paso dormido, inmerso en el silencio. Su mirada perdida reconoce cada esquina, cada probador. Pero es entonces cuando un ruido tenue, de maquinaria, se aprecia en ese espacio muerto. Viene de Oportunidades, o de Cafetería, de más arriba. Se hace más continuo, más fuerte. Algo pasa, ¿qué es esto? “¿Quién anda ahí?”, grita. El vigilante confirma que oyó murmullos, risas, movimientos. Y que después, de golpe, el ruido desapareció. Los agentes contradicen su declaración: no encontraron nada. “Normalidad absoluta”, rezaba el parte.

Esta quincena probamos con un minirelato sobre escaleras, de extensión libre.

Mejor cenamos fuera

[Foto: Steven Erat]

Me apetece que esta noche sea especial para los dos. Me gustaría llevarte al japonés de Meridiana o al chino de Hostafrancs; que nos vistiéramos de fiesta, que estrenáramos zapatos en esta cena. Reservemos a las nueve y vayamos un poco antes: en la barra un blanco frío, muy frío. O yo un blanco y tú tu cóctel, ese que te sube tanto y tan pronto. Y miremos cómo entran las parejas, los mayores, los más jóvenes. Y nosotros sobre los taburetes, riéndonos mucho. Pidamos ya la carta pero escojo yo. Quiero comerte.
Cenas de restaurante, la mejor compañía. Tu relato en unas 70 palabras.