[Foto: Nicolás Beck]
Recuerdo de Lennox
Apenas pesabas tres kilos cuando llegaste a casa y ya tenías una capacidad de destrucción sobrenatural. Si hubieras podido hablar te hubiera preguntado cómo se come una puerta cerrada y por dónde se empieza, especialmente si no hay esquinas libres. Pero si te hubieras servido de palabras, nos hubiésemos llevado peor, tú y yo. Tú no; tú, si te reñía, solo me mirabas con tus ojos negros y brillantes -y ese ligero estrabismo, arma mortal-, movías la cola e intentabas lamerme. Desbordabas una ingenuidad encantadora con la que conseguías casi todo. Luego aprendiste a poner cara de culpable y di por perdida toda mi firmeza. En poco tiempo tuvimos nuestro propio sistema de comunicación, infalible. Y así, caminamos juntos, por la vida y por los parques, forjando esta historia de amor sin peros ni complicaciones. Íbamos creciendo y convirtiéndonos en algo parecido a seres responsables, y lo hacíamos en paralelo, sin molestarnos, hasta el punto de que nos acompañamos en los malos momentos del otro pero nunca formamos parte de ellos. Lo estábamos haciendo bien, Lennox. Aún no sé cómo voy a caminar sin ti y tengo ganas de volver a reñirte. Pero será en vano, porque, estés donde estés, seguro que sigues siendo irresistible.
Rebeca Chaparro
Recuerdos con perro. Memoria personal, de unas ciento cincuenta palabras.
PERROS QUE YA NO ESTAN
Mi primer perro fue un dóberman; yo estaba de plantón vigilando en una caja de ahorros y una clienta de la entidad bancaria siempre me hablaba de la pareja de perros de esta raza que tenía. Que eran preciosos y muy dóciles. A los meses, la señora me ofreció si quería un cachorro, le dije que sí. Esa misma tarde fui a recogerlo y la verdad que la señora no me engañaba: al ver los cachorros, me dejó escoger el que quisiera y cogí un macho precioso cuyo nombre sería “Troy“. Lo llevé al veterinario a ponerle las vacunas correspondientes y hacerle la cartilla sanitaria. Cuando llevé a Troy a casa, como era de esperar, no gustó mucho mi decisión. Pero al final se quedó con nosotros y como teníamos dos casas una enfrente de la otra, el patio de una de ellas iba a ser su vivienda. Troy se amoldó rápido a la casa y a las personas que vivíamos en ellas; a los extraños los marcaba con un gruñido diciéndoles “estoy aquí“. Una vez dentro a Troy no se le oía. Era un perro guardián de su casa y de los suyos, jamás tuvo celos de mis hijas: al contrario, al que se acercaba lo marcaba gruñendo. Había un vecino que siempre gastaba bromas conmigo, zarandeándome al pasar; yo le decía que el día que el perro estuviera iría a por él y que no lo iba a parar. Llegó ese día, no vio a Troy que estaba tumbado detrás de la cortina y al intentar zarandearme salió como un misil a por él. No le quedó otra que subirse a la verja de la ventana, de donde estuvo un buen rato colgado. A partir de ahí se le acabó la tontería de los zarandeos. Yo dormía en una habitación que da a la calle, donde tenía echada la persiana sin cerrar las ventanas. Un domingo que había que ir a jugar a fútbol yo había trasnochado y me quedé frito, por lo que no llegaba a la hora; como todos los jugadores éramos del barrio, vino a buscarme Luis, mi cuñado y no se le ocurrió otra cosa que levantar la cortina. Entonces Troy pegó un salto hacia la cama que le dejó clavado como una estatua; esa fue la primera y la última vez que vino a avisarme. Troy murió de viejo. Francamente, fue un drama para la familia porque fue un componente más de ella. También podría hablar de Chico, un pastor alemán muy bien educado, compañero de trabajo en vigilancia, guardián de la casa, protector de mis hijas o de mí. Igi, un caniche enano y que no levantaba un palmo de altura y que era muy juguetón y cariñoso. Todos ellos han sido uno más entre nosotros. Con la pérdida de ellos se sufre y padece. Te dejan un vacío enorme.
Gracias a Dios no he tenido que pasar por esta experiencia: tengo tres perros, aunque sé que por ley de vida algún día se separaran físicamente de mí. También sé con total y absoluta certeza que desde allí donde vayan seguirán a mi lado, dándome todo ese cariño incondiconal, fuerzas en los malos momentos como siempre hacen, porque para mí no son solo perros. Son mis amigos, mis hijos, los adoro más que a muchas personas pues ellos nunca me fallan. Espero y deseo que falte mucho para su adiós , para que nuestra vida física se separe, pues nuestras almas siempre permanecerán unidas.
Toda una vida suplicando a mis padres que quería tener un perro. No me importaba el tamaño, la raza o el color. Yo quería uno. Cuando acababa de cumplir los trece, una vecina me dijo que su perra estaba embarazada. Y a partir de ahí fui más insistente aún. Lloré, pataleé, recé y… ¡milagro! Al cabo de dos meses llegaste a casa. Ya sabía como te iba a llamar: Kira, en honor a la protagonista femenina de la película Xanadú. Te cuidé como a un bebé. Eras la cosa más tierna que había visto. Enseguida conectamos y nos volvimos inseparables durante 14 años. En casa todos te queríamos con locura, pero tú eras capaz de dejar a todos para venir conmigo cuando, debido a la regla, me retorcía de dolor en la cama. Así eran todos los meses. Acudías a mí, te acoplabas a mi barriga, me dabas calor y me hacías compañía.
Kira, han pasado casi 15 años desde que te fuiste y aún me emociono pensando en ti. Nadie pudo ocupar tu lugar. Mis padres no quisieron tener más animales. Y lo entiendo.
No me gusta pensar en ti como que nosotros fuimos tus “amos” durante tu vida en casa. Eras un miembro más de la familia. Si íbamos a casa de alguien, tú te venías con nosotros. Si salíamos de paseo, nos acompañabas siempre. Las vacaciones siempre las hicimos a tu medida: campings donde se aceptaban animales domésticos, apartamentos con suficiente espacio para ti… Durante años pensé: “¿Qué nos dirías si pudieses hablar?” Con el tiempo me he dado cuenta de que las palabras sobran cuando hay sentimientos de verdad.
Ni siquiera tu nombre era bonito
ojos dulces, tranquilos en tu alfombra
acostado, tumbado, descansando.
Ni siquiera habías hecho algo extraordinario
sencillamente vivías tu vida
con Javier y Teresa.
Tuvo la vida una mala jugada para ti
un cúmulo de idioteces acabaron contigo
con tu nombre, con tu mirada.
Excalibur, ni siquiera tu nombre era bonito
pero la mala fortuna dio contigo.
Recuerdo que estaba en mi habitación. Tenía unos doce años, si mi memoria no me falla. Jugaba a un juego de la “PlayStation” llamado “Tekken”; recuerdo que fue la primera consola en realizar esas increíbles imágenes en 3D. De alguna manera me sentía seguro jugando a la consola y evadiéndome de la muerte de un familiar muy querido. Fue entonces cuando llamaron a la puerta de mi habitación: era mi madre. Quería que fuese al comedor. Yo puede notar en su cara una expresión de saber que lo me iba a encontrar en el comedor me iba a agradar mucho. Y allí estaba, tan pequeñita y peluda como si de un osito de peluche se tratase. En ese instante el corazón se me saltó del pecho y volví a notar vida en mí, pues siempre había deseado tener algún perro… Esa imagen nunca se me olvidará, se me quedó grabada a fuego: sentada encima de la mesa del comedor y con esa expresión de inocencia y melancolía que tenía en su cara. Era una perra muy inteligente, expresiva, comunicativa, alegre, fiel, y con carácter, aunque obediente, mansa, y con muchas otras características y cualidades que la hacían aun más humana que algunas personas. Imagino que siendo una pastor alemán tenía esas virtudes, aunque mi perra era única. Tania era especial, nuestra conexión era especial. Yo siempre sabía cómo se sentía y lo que quería. De igual modo ella sabía cómo me sentía yo. Aullaba como los lobos cuando escuchaba ambulancias, y me fascinaba el no saber por qué no lo hacía con los bomberos o con los policías. Para algunos solo era un animal, o una bestia más. Para mí las bestias son los que piensan de ese modo, y para mí fue más que eso, fue una amiga, una compañera en mi camino, que me llenaba de recuerdos y de vida. Siempre me recibía con alegría, moviendo la cola a mil por hora y ladrando con regocijo. Podría explicar muchísimas cosas de ella o de lo que hemos vivido juntos. Pero solo diré que ella, de alguna manera, me salvó de esos años tan oscuros. Nunca la olvidaré.
No me gustan los perros, ni los animales en general. Puede que sea porque les dije a mis padres que quería un gato cuando era pequeña y recibí un no rotundo. Pero pasa el tiempo y un día viene tu hijo con esa cara de no haber roto un plato y te dice que hay una cosa que le hace mucha ilusión: un perro. Para poder jugar, te promete que será muy responsable. Y antes de que pueda decir que no, por detrás asoman unas enormes orejillas negras y una cola que se mueve más que un ventilador. Y allí está el proyecto de perro, de raza desconocida pero que te mira con ojos llenos de ternura y no puedes decir que no.
Kenzo lleva ya dos años con nosotros; mi hijo ahora prefiere jugar con la play, (dice que es más entretenida) y a mí me han adoptado como madre. Sigue mirándome con esa cara tierna, y su cola va a mil por hora. Se hace querer y mucho. Yo no había tenido perro hasta ahora y no quiero pensar que llegará un día en que podré ceñirme al título de la entrada…
PERROS QUE YA NO ESTÁN
Te fui a buscar un día del mes de junio, de eso hace ya cuatro años; tan solo tenías un mes y eras como una bolita de pelo gris, bastante feúcha; fue por eso que te escogí, sabía que nadie te adoptaría, eras demasiado fea…nadie ve el interior, solo se fijan en la apariencia, pero por dentro eras lo más bonito y dulce que ha existido jamás. Contigo llegó la alegría y el amor a casa: cuidabas de todos, a tu manera, siempre tenías cariño para darnos y si nos sentíamos mal, ahí estabas tú siempre repartiendo alegría, jugabas y saltabas y a cambio solo pedías comida, cariño y agua, no necesitabas nada más.
El día que nos dejaste fue uno de los peores de mi vida: contigo te llevaste una parte de mí, pero no antes de saber que yo estaría bien cuando tú ya no estuvieses para cuidarme. Me quedé muy triste y sola sin ti, pero al menos supe que no sufriste, te fuiste feliz y llena de amor. Jamás te olvidaré y siempre te llevaré en mi corazón, Kyra.
He tenido diferentes animales en casa: gatos, pájaros, peces, tortugas, un ratón y hasta una hermana. Algunos pensarán que la hermana no cuenta como animal, pero puedo asegurar que hasta el ratón era más racional que ella en muchas ocasiones. Todos esos animales duraron muchos años en casa, y fueron muriendo por naturaleza, por edad. Menos mi hermana que sigue viva. En otra ciudad, pero vivita y coleando como las de cascabel. Bueno, pues ella precisamente, es la que solía traer los animales a casa. Y luego se despreocupaba de ellos. Presumía de que era amante de los animales. Los recogía de la calle y nos los dejaba a cuidar a mi madre y a mí.
Un día le dio por traer un perro. Era todo negro. Un cachorro con pocas horas de vida. Era lógico que debía seguir con su madre al menos unos días más; si no era así, tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Pero ella los vio en la Plaza Catalunya de Barcelona, a toda la camada, a su madre y a un vagabundo que decía a la gente que los vendía. Y mi hermana, se enterneció y creyó que llevándose uno, estaba haciendo algo grande.
Mantenerlo vivo en casa fue bastante complicado. Necesitaba calor. Y yo sabía que si no se lo dábamos moriría. Lo llevamos al veterinario, y nos dio unas pautas, pero no garantizaba que pasase de las dos primeras semanas. Le quitamos los bichos. Mi madre le daba leche con una jeringa cada cierto tiempo, y cuando ella no tenía ganas lo hacía yo. Y pasaron las dos semanas y el mes. Y conseguimos que se hinchase como una pelota. Estaba sano. Y no paraba de jugar.
El problema es que para jugar, de la emoción, gritaba. Era como un chillido fino. Y escandalizaba al vecindario. Tanto que una vecina, de las que no se les puede llevar la contraria sino es por las malas, vino un día a quejarse. Mi madre discutió con ella. Pero la mujer no entraba en razones. Y bueno, todavía no sé por qué, seguramente por el carácter conciliador de mis padres, nos quedamos sin perro. Injusto como otras muchas cosas, pero una anécdota más en la vida.
PD: Tus clases son las mejores Pere. Me da igual que me llamen pelota. Se echan de menos.
Fue una mañana de enero, cuando tenía doce años y te vi por primera vez. Eras pequeñita, de color blanco y ojos negros. Fue entrar a casa y comenzar a correr por todo el patio, feliz de estar entre nosotras. Mi madre, al ver mi cara de felicidad me hizo una pregunta: “¿Cómo la llamarás?” Ante la duda a su pregunta decidimos mi mamá, mi hermana y yo, llamarla “Gitana” por su alegría y dinamismo.
Pasaron los meses y esa pequeña cachorrita creció, se convirtió en una integrante más de mi pequeña pero querida familia. Sus travesuras y sus ganas de jugar hacían que ese amor creciera cada día más, ver a mi madre enfadada -a veces- por las travesuras y destrozos de Gitana son recuerdos que jamás olvidaré. Nuestra perrita siempre estaba ahí, esperándome cuando llegaba del instituto o sentada a mi lado mientras estudiaba o veía la televisión, siempre fiel mi Gitana, la mejor compañía que pude tener.
Los días, semanas y meses se transformaron en años y a nuestra Gitana el brillo de sus ojos se le fue apagando poco a poco, hasta que llegó el momento en que nos dijo adiós. ¡Mi fiel acompañante!, nunca olvidaré esa cálida y alegre compañía que nos diste.