No hay muchas cosas que sean de verdad imprescindibles en la vida, pero quizás una de ellas sea una buena plaza. Una plaza que abarque el mundo y a la vez le ponga límites razonables. Una plaza que sea un paréntesis y también un cauce, porque uno quiere que las cosas estén ordenadas y sean familiares y al mismo que fluyan; uno quiere ver caras conocidas y caras desconocidas, confortarse con lo reconocido y estimularse con lo nuevo, sentirse en casa y también sentirse un poco o bastante extranjero. Yo me siento por la mañana a desayunar en el café donde me senté el primer día y al repasar con la mirada todos los elementos de la plaza a los que ya me he acostumbrado —los toldos, las bicis, los tranvías azules y blancos que se cruzan en dos direcciones, la librería, el muro de la iglesia cerrada, la gente que charla a mi alrededor en varias lenguas y la que pasa más bien perdida, mirando mapas, acercándose a la estatua— me acuerdo de algunas de las plazas en las que más he disfrutado en la vida, y me parece que esta hubiera sido diseñada de acuerdo con mis indicaciones más precisas. Antonio Muñoz Molina
Descripción de una plaza, extensión libre. La tarea coincide con el texto que debes redactar en DIC 1.
Existe una plaza en mi barrio que lleva por nombre “Jardines de Elche”. Es bastante grande y, en su extensión, nos topamos con cuatro cafeterías, un banco, un locutorio, una ortopedia y una iglesia de arquitectura sencilla. Hace poco tiempo que ha sido reconstruida y, si ya antes era un lugar de mucho movimiento debido a la cercanía de la estación de metro, ahora más, pues con los nuevos jardines son muchos los que salen a pasear a sus mascotas y aprovechan para tomar un café. También se realizan actividades en esta plaza pero el verdadero núcleo, aunque sea casi imperceptible, es la escultura de la Dama de Elche, que se encuentra observando los coches que suben y bajan por la calle Garcilaso.
La plaza Orfila se encuentra en Sant Andreu, enfrente del ayuntamiento y de la salida de metro del mismo nombre. Aquí sentada tomando un café, miro y observo, trato de describir lo que siento en este momento.
Veo tiendas, luces, las banderas del ayuntamiento izadas de España y Cataluña, un hombre sentado frente a sus retratos, la señora que va paseando con sus perros, una pareja de chicos que van cogidos de la mano, a dos adolescentes que no quieren estudiar porque creen que encontrarán trabajo de lo que sea, ajenos a la realidad de la situación actual en la que vivimos. Sentarse en una plaza puede servir para analizar y descubrir lo diferentes que pueden llegar a ser las vidas de cada persona, pero todas sin duda interesantes.
Es la plaza más famosa del barrio.Es un punto de encuentro para los que vivimos allí.En el centro esta la parada de metro.Es curioso:veo gente que baja las escaleras corriendo,mientras otros charlan sentados en un banco sin ninguna prisa.Solitarios desayunando en la terraza del bar,admirando la gran iglesia y el ayuntamiento.Alrededor tiendas de todo tipo.El suelo está lleno de hojas caídas de los árboles que rodean la plaza.No es un sitio relajante,porque no paran de pasar coches y autobuses.Hay demasiado ruido.
El parque de la Paz es conocido por toda Ibiza como punto de encuentro y de descanso. En el centro, hay una fuente blanca rodeada de plantas. Desde este punto, si miras hacia un costado verás un sector atestado de niños que juegan en los columpios, los toboganes y las sillitas. En la zona opuesta al parquecito de niños hay un espléndido estanque lleno de vida y rodeado de vegetación. A medida que te acercas al estanque puedes ver un puentecito de madera que te lleva hasta una plataforma de madera desde la cual puedes admirar el maravilloso paisaje y contemplar a todos los seres vivos que lo habitan. Más allá del puente se alza otra plataforma que baja hasta dejarte en un pasillo formado por dos hileras de árboles que conducen hasta una de tantas salidas del parque, que antaño fue un campo de fútbol.
Estoy frente a la plaza de siempre, la plaza que me ha visto crecer, donde he vivido mis mejores experiencias. Siempre la visualizo desde el mismo sitio, el punto desde el que puedo verla totalmente. A lo lejos puedo ver unas pequeñas elevaciones en el suelo que parecen montañitas de hierba, aquellas en las que yo me divertía de pequeña. A mi derecha está el camino de piedras que parece realmente interminable y que conduce al puente del lago, un puente de madera fina que te advierte de que en cualquier momento puedes caerte. Desde aquí puedo ver perfectamente los pinos que me hacen sombra, los patos que siguen a su madre en las aguas brillantes por el sol de agosto, los niños jugando con sus cometas y puedo sentir una vez más, aquí, mi relajación y tranquilidad.
La plaza de mi barrio siempre ha sido lugar de paso y encuentros. Aunque su nombre de verdad es Plaça Folch i Torres -nombre del cual me enteré siendo adulta- siempre se le ha conocido con el nombre de Reina. Era habitual oír cómo los amigos al despedirse solían decir: “Nos vemos mañana en Reina”. El nombre venía de una de las calles que la rodea, la calle Reina Amalia. Esta plaza está situada en un entorno muy variopinto: en un lado se ve el patio del instituto Milà i Fontanals y en la parte opuesta, una zona peatonal con tiendas y bares con sus respectivas terrazas. En la citada calle Reina Amalia, hasta hace algunos años se encontraba el Club Natación Montjuich, que llenaba la plaza de jóvenes nadadores cada vez que se celebraba una competición; por último, subiendo una escalera se llega a la Ronda de San Pablo, calle muy céntrica y paso de varios colegios cercanos. Con el paso de los años, Reina ha sufrido muchas modificaciones: donde se situaba el club de natación ahora se alzan viviendas protegidas y un casal para personas mayores y enfrente, un centro de reciclaje. Pero aun así siempre ha conservado una característica: la diversidad de los que la frecuentan. Una parte se llena de estudiantes en sus ratos de descanso o en las entradas y salidas del instituto. En otra se encuentran los conocidos del barrio para pasar el rato o planear adonde irán. En el centro están los más pequeños en sus bicicletas, jugando al balón o columpiándose sin prisas, mientras sus padres los vigilan desde los bancos más cercanos o desde la terraza de algún bar mientras tomando un café con otros padres, apurando las horas de luz. Las escaleras son la unión del barrio del Raval con el del Eixample, con el trasiego de gente que eso supone. La plaza de mi barrio tiene un encanto particular; sea cual sea su diseño, las personas que la frecuentan o el entorno que la rodee, es una plaza que siempre te hace sentir la vida y la realidad que te rodea.
Me encanta Barcelona. Aún siendo una ciudad grande y llena de gente, hay muchos lugares en los que uno puede relajarse y pasear tranquilamente. Cuando quiero perderme voy hacia Montjuic, subiendo por Poble Sec y bajando por Drassanes. En este barrio hay rincones curiosamente tranquilos e hipnotizantes. Otro barrio en el que solía perderme es el de El Putget y Vallcarca: las calles, todas en cuesta, están tranquilas la mayor parte del día. El sol brilla distinto y como en Montjuic, el aire que se respira huele a árboles. Desde estos dos barrios, en las montañas, puedes observar la ciudad que queda a mis pies, igual que en los búnkeres del Carmelo, o en la montaña de Collserola. La verdad es que Barcelona me tiene enamorada y no solo por las plazas. Aunque aún me falta mucho por ver, estoy contenta de conocer gran parte de la ciudad.
Recuerdo la plaza donde estaba el bar en el que trabajé hace ya mucho tiempo; me gustaba mucho ir a trabajar en aquel lugar porque no era una plaza cualquiera: tenía algo diferente a todas las demás, siempre había mucha gente, ya fuera mañana, tarde o noche. Me gustan los sitios donde hay vida, no me gustan los lugares desolados. En aquella plaza conocí a alguien especial que ahora forma parte de mi vida: la conocí cuando vino a tomar un café al bar donde trabajaba. Vino con sus amigas, ella estudiaba cerca de aquel lugar. En fin, de aquella plaza tengo muy buenos recuerdos y algunos malos también, pero yo me quedo con los primeros.
Es una de las plazas más importantes de la ciudad. Es bastante grande y está delante de uno de los monumentos más famosos del mundo: la Sagrada Familia. Es la plaza Gaudí. En ella encontramos un poco de todo. Una fuente donde algún perro intenta saciar su sed con las cuatros gotas que van cayendo después de apagarse el grifo. Unos jubilados que se reúnen cada día en el mismo lugar y a la misma hora para jugar a la petanca. A uno de los lados, se divisa el enorme lago donde algunos patos chapotean mientras se desplazan de un lado a otro. Está rodeado por numerosos árboles y plantas, así como de más bancos donde algunos turistas se sientan a contemplar el magnífico monumento.
La plaza de la Alameda es grande, esbelta, acogedora, poco frecuentada y cercana al centro cívico. Tiene varios accesos tanto de salida como de entrada. Me encuentro sentado frente a la fuente de la rueda. A mi derecha hay una pequeña cafetería, una inmobiliaria y un cartel de prohibido jugar a pelota. También al fondo, tras las casas, se aprecia la iglesia. A la izquierda se encuentra un pequeño bar, dos grandes edificios y una calle que conecta con la iglesia. La plazuela es el sitio más céntrico de mi pueblecito; me gusta refrescarme en ella en verano, mientras los niños juegan en ella y sus padres, como yo, disfrutan de una cerveza en terraza de la cafetería.
Hoy, como casi cada día, he pasado por la plaza donde pasaba de pequeña las tardes cada día. Me he parado a pensar cuánto me gusta, cuántos recuerdos de ella tengo, como cuando me escondía detrás de los bancos o jugaba arriba en el columpio. Era una sensación muy agradable,me sentía libre, despreocupada. Me entró rápidamente un sentimiento de melancolía al recordar esa época. Ahora, esa plaza ya no es la misma; la reformaron y ya no hay casi nada de lo que fue. No viene gente casi, y la plaza parece algo oscura y fría, por el viento que sopla el invierno y deja caer sus hojas así, sin más. Algún día espero volver a verla con el sentimiento que habitaba antes en mí, cuando me sentía feliz y libre.
Tengo guardada en mi memoria una plaza que me hace recordar buenos momentos de mi adolescencia. No es la típica plaza: en el lateral izquierdo hay un edificio de pisos, enfrente está la zona de bares, en el centro podemos observar un parque infantil que acoge un par de columpios y un tobogán; más allá visualizamos una zona de bancos, cerca de una fuente y rodeada de árboles, plantas y flores. Ahora han cerrado la parte posterior y han construido un edificio de oficinas, pero antes había unas vallas donde pasamos muchas tardes, entre risas y confidencias, asentando las bases de una amistad que aún hoy perdura en muchos casos y en otros casos se quedó por el camino.
PLAZAS DE ENSUEÑO
Se conocieron en aquella plaza, un encuentro fortuito; ella tropezó con uno de los miles de baldosines que cubrían el suelo pero él la ayudó a no caer. Ella aún confusa por el tropiezo y con algunos mechones de cabello que le habían caído en la cara, le miró: tenía una sonrisa radiante, impropia de la situación e iluminada por las luces de las farolas que rodeaban aquel grandioso lugar. Ella todavía sonrojada ante su torpeza le agradeció la ayuda y fuera de lo previsto en aquel momento, dieron un paseo por aquella plaza, que para esas fechas se encontraba rodeada por miles de tenderetes que ofrecían curiosas figuritas de belén.
Él paró en una de ellas, en la zona más iluminada de la plaza y mientras miraba una figurita de ángel, ella se fijó detenidamente: era un chico guapísimo, alto y con una media melena castaña que brillaba como un gran diamante. Ella no daba crédito a lo sucedido: un tropiezo, un salvador guapísimo, un paseo al anochecer, un ángel mirando a otro ángel de belén… Y ella ahí parada sin saber qué hacer, creyendo que todo era cosa del destino. Para romper un poco el hielo y calmarse le propuso parar en una zona más tranquila. A él le pareció una idea fantástica y la llevó a la fuente central de la plaza, donde el agua fría manaba de la estatua de un caballo cabalgado por una pareja abrazada. Se sentaron en el borde y comenzaron a hablar de todo y de nada, de algunos momentos que habían pasado en esas fechas años atrás. Sus risas cálidas poco a poco fueron llenando esa plaza fría, repleta de gente y con ambiente navideño. Echaron unas monedas al fondo del agua de la romántica fuente, siguiendo la tradición de aquel lugar, ella escogió una moneda dorada de cincuenta céntimos y la echó al agua, pidiendo que ese momento no terminase nunca. Él echó una moneda de veinte y pidió no alejarse nunca de ella. La moneda de él cayó despacio, siguiendo el balanceo provocado por la resistencia del agua, y se posó justo encima de la de ella. ¿Casualidad o destino?
Antes de llegar a la esquina escucho el sonido de las hojas de los árboles al viento. Me llena de energía saber que solo quedan unos metros para llegar. Sigo caminando con entusiasmo y al llegar una ráfaga de aire me envuelve con sus aromas. Café, tostadas, cruasán, pan caliente son algunos de los que reconozco. Casi no hay gente. Aún es muy temprano y la luz del sol apenas se deja intuir en el cielo. Busco un lugar un poco a cubierto aunque en la plaza es un poco difícil. Encuentro una mesa cerca de un arbusto y me dispongo a esperar al camarero. Me apetece un desayuno calentito: un buen café con leche con bocadillo de pan recién hecho con jamón y tomate. Una vez servida no lo dejo esperar pero tampoco lo asalto con prisas. Me tomo mi tiempo de disfrutar de cada bocado, de cada sorbo y del aire en mi cara. Los aromas. No dejo escapar nada de este momento. Es irrepetible.
Sentada en un banco observo la plaza de la Virreina, en el barrio de Gracia. Lo primero que me llama la atención es la iglesia de Sant Joan; su estilo me recuerda el románico, por la simplicidad de su fachada y el rosetón en el centro; el templo te recibe casi como si los edificios laterales fueran dos brazos abiertos y en cada uno de ellos se encuentran los bares que adornan la plaza con sus terrazas que, normalmente, están rebosantes de gente. Pero ahora, debido al punzante frío, están medio vacías. A un lado de la plaza se encuentra la fuente de Rut, que representa a una joven mujer con un manojo de trigo entre los brazos. Bajo la escultura se encuentran cuatro grifos y cuatro piletas, una a cada lado, donde se alternan, revoloteando, un sinfín de palomas saciando su sed y remojando sus plumas. ¡Es una verdadera cucada! Indudablemente, una de mis plazas favoritas.
Estoy sentada en un banco largo y marrón. Es una mañana fría, pero soleada. En mí cercanía observo algunos árboles de color verde, que dejan traspasar los rayos de sol; y no más allá, se aprecia un soplido de viento. También escucho el canto de los pájaros. Mis ojos ven enfrente unos edificios modernos de colores anaranjados. Las copas de los árboles los camuflan, y bajando mi mirada, veo unos bares muy animados. Al ser temprano, la gente toma su almuerzo. Un perro me distrajo, y todo lo que apreciaban mis ojos desapareció. Me di cuenta de que a mi lado se sentaba un señor y el perro era su mascota.
La plaza que me viene a la mente es la de mi pueblo, la plaza de la Explanada de Es castell, en Menorca. Allí he pasado muchas tardes con los amigos, sentados debajo de las palmeras comiendo pipas y contando anécdotas. Alrededor de la explanada y rodeándola, se encuentra el cuartel militar Duque de Crillón, una antigua residencia para militares.
La plaza que me viene a la mente es la plaza del pueblo de mi madre, donde he pasado tantos veranos siendo niña. Hasta hace poco era la “Plaza del Caudillo”, como las ha habido en muchos otros pueblos de España; ahora es la Plaza Mayor de Pliego. La plaza en sí no es muy grande, es bastante austera y tiene forma cuadrangular. El pavimento es de adoquines rosados, con cenefas en color crema.
Esta rodeada de los edificios principales del pueblo, todos ellos pintados en un tono teja oscuro, con las ventanas en color crudo y amarillo claro; allí podemos encontrar el ayuntamiento, la casa del medico y la del antiguo terrateniente del pueblo, la cual fue donada y ahora es el Museo de Historia Popular. La iglesia de piedra amarilla se alza majestuosa en la esquina izquierda de la plaza, con su antiguo reloj solar y una doble escalera principal.
En el centro una pequeña fuente con chorros en forma de cascada, sin más. En mi recuerdo la visualizo bajo una hermosa puesta de sol, en verano, como hace veinte años atrás.
Esta plaza me trae recuerdos imborrables de cuando era pequeña e iba de paseo con mi abuela; ahora no recuerdo exactamente dónde está ubicada, pero casi estoy segura de haber estado ahí, en esa plaza o en una similar, ya que antes te las encontrabas por doquier; ¡qué paz y tranquilidad irradia! Me podría quedar horas sentada allí con un libro y dejar que el mundo corra sin que me molesten. De verdad, qué pena que casi estén extinguidas…Pero de momento mi imaginación esta allí: yo sentada y tranquila.
La plaza que me encanta no es muy grande pero es muy especial para mí, sobre todo ahora en otoño: se puede apreciar la caída de las hojas de los árboles, el color rojizo y amarillento del atardecer -perfecto para pasear, leer- y observar los pajaritos que corretean en busca de alguna miga que comer y que hacen un ruido muy peculiar. Alrededor de esta plaza se pueden ver las casitas de diversos colores y formas; detrás está el bosque o lo que queda de él y si sigues el camino que lo atraviesa llegas al río. Ningún lugar podrá igualar esta plaza tan peculiar.
¿Qué tiene este lugar que lo hace tan especial? Si solo es una pequeña plaza… Aun así, este pequeño lugar mágico siempre me hace pensar en él, en aquellos ojos color miel; será este recuerdo lo que la hace tan especial. En la esquina izquierda de la plaza hay un diminuto bar, frecuentado cada día por los mismos clientes. Algunos sacan sus copas fuera, para tomárselas con el cigarrillo, otros se sientan en la mugrienta barra mientras miran la televisión. Allí pasan las horas, allí pasan los días, allí se les pasa la vida. Quizás nadie les espere en casa, quizás su familia sean los otros clientes del bar, pero allí son felices, allí forman parte de algo. A la derecha de la plaza, hay un parque con dos columpios, donde casi nunca hay nadie; en alguna ocasión he visto algún anciano columpiando a su nieto, o algún joven jugando con su perro. Es un parque triste, frío, sin color, sin vida, sin alma.
A un lado de la plaza está el pequeño puente de hierro que conduce hasta el ferrocarril; bajo el puente está la riera que comunica mi pueblo con Rubí y con Terrassa, riera que en el año 1962 costó cientos de vidas debido a una riada. Ahora ya no hay agua, ahora algunas personas lo utilizan como vertedero, otras lo utilizamos para pasear. Cuando uno sale del tren, camina por ese puente y respira el aire fresco del lugar, divisa las montañas, la tranquilidad y la paz del pueblo, ya no quiere irse jamás. Esa plaza que a veces me hace llorar, que otras me hizo reír, ese lugar de paso para muchos, ese lugar de reflexión para mí. Allí paseaba a mi perro antes de que muriera; a él le encantaba esa pequeña plaza, ese parque desierto, ese bar que da vida a la plaza; él corría detrás de mí por el puente cuando perdíamos el tren. En esa plaza lo vi crecer, esa plaza nos hizo almas gemelas, nos hizo buenos amigos… Será eso lo que la hace especial.
Al entrar en la plaza se percibe el silencio que inunda este hexágono irregular y caprichoso. Con algo de suerte, y si la cruzamos sobre las ocho de la mañana, llegará hasta nosotros el aroma del café que sirven en la cafetería de Tomás. A esa hora no han abierto aún las tiendas: la cuchillería, la pastelería, la librería y el colmado gourmet. El suelo es adoquinado, lo que confiere a la plaza una suerte de carácter afrancesado que encaja muy bien con sus dimensiones y su ubicación; porque es una plaza sorpresa, cercana a las impersonales calles comerciales del centro. Por la noche se acentúa su aspecto recoleto, más romántico que canalla, y que ha conseguido milagrosamente repeler, hasta ahora, a los incómodos turistas. A veces imagino que esta plaza es solo de unos cuantos, que la ponen y la quitan o que en verdad todo es cartón piedra, donde nadie vive ni compra ni vende, o que una tarde descubro que solo son ciertos los árboles y a menudo temo que un día de estos pasaré y ya no habrá nada, un cruce y punto.
Un humilde arco de medio punto nos conduce desde las entrañas del Barrio Gótico a su mismo corazón: una pequeña y acogedora plaza donde el tiempo simplemente parece detenerse. Dos árboles se alzan imponentes y algo sombríos, cubriendo casi todo ese pedacito de cielo, cautivo de las fachadas de los antiguos edificios que circundan herméticamente la plaza; y sus raíces violentan, sin esfuerzo, el orden de las toscas y frías piedras que conforman el suelo, alrededor de una tímida fuente octogonal que, en medio del silencio, deja oír un tenue e interminable murmurio de palabras líquidas. En un rincón, una iglesia de estilo barroco nos muestra su rostro gravemente herido por la acción de la onda expansiva y la metralla de una bomba fratricida, y nos invita, con la expresión fatigada ya por el llanto, a leer la placa que homenajea a las víctimas; muchas de ellas, niños. Este lugar es pura poesía, un verdadero asilo para las almas cansadas, un paréntesis que nos refugia del aparente absurdo de la existencia y, a veces, de nosotros mismos.