J. M. Coetzee
Platero y yo se considera habitualmente como un libro para niños. En efecto, dentro de la industria del libro se comercializa como tal. Sin embargo, en esta serie de estampas unidas por la figura del burro Platero hay mucho que un niño impresionable a duras penas podrá soportar y, además, mucho que supera el ámbito de interés de los niños. Por ello, creo más apropiado concebir Platero y yo como las impresiones de la vida de un pueblo, el pueblo natal de Juan Ramón Jiménez, Moguer en Andalucía, tal como es visto por un adulto que, siendo un poeta de gran sensibilidad, no ha perdido el contacto con la inmediatez de la experiencia de la infancia, y registrado con tal delicadeza y contención como es conveniente cuando a nuestro lado, acompañándonos en nuestro recorrido diario, tenemos una audiencia cuya mirada es inocente y cuyas almas son las almas impresionables de los niños.
Junto a la omnipresente mirada del niño, hay una segunda y más obvia mirada en el libro: la mirada del propio Platero. Los burros no son, para los seres humanos, criaturas especialmente bellas –no tan bellas como (por hablar sólo de los herbívoros) las gacelas o incluso los caballos –pero tienen la ventaja de poseer bellos ojos: amplios, oscuros, líquidos –sentimentales, a veces los llamamos- y de largas pestañas. (Los ojos de los cerdos, que son más pequeños y más rojos, nos parecen menos bellos. ¿Es ésta la razón por la que nos cuesta tanto amar o ser amigos de estos animales inteligentes, simpáticos, divertidos? En cuanto a los insectos, no tienen ni siquiera ojos que podamos reconocer como ojos, lo que les hace tan extraños que no es fácil hallar para ellos un lugar en nuestros corazones.)
En la novela de Dostoievsky Crimen y castigo hay una terrible escena en la que un campesino borracho golpea a una yegua exhausta hasta matarla. Primero la golpea con una barra de hierro, luego la golpea atizándole sobre los ojos con un palo, como si lo que ha de suprimirse fuera, sobre todo, la imagen de sí mismo en los ojos de la yegua. En Platero y yo leemos sobre una yegua vieja y ciega a la que sus propietarios ahuyentaron pero que insiste en volver, enojándolos hasta el punto de que la matan a palos y a pedradas. Platero y su amo (esta es la palabra que nuestra lengua nos proporciona –no es, desde luego, la palabra que Juan Ramón Jiménez emplea) encuentran a la yegua yaciendo muerta al borde del camino; sus ojos privados de la vista parecen ver por fin.
Cuando mueras, el amo de Platero promete a su burrito, no te abandonaré al borde del camino sino que te enterraré al pie del gran pino que amabas.
Es la mirada mutua, entre los ojos de este hombre –un hombre del que los gitanillos se burlan como loco, y que prefiere escribir sobre Platero y yo antes que sobre Yo y Platero– y los ojos de “su” burro (aunque jamás piensa en Platero como en un artículo de su propiedad), lo que establece el profundo vínculo entre ellos, más o menos del mismo modo que se establece un vínculo entre madre e hijo en el momento en que sus miradas se entrecruzan por primera vez. Una y otra vez la mirada mutua del hombre y del animal se refuerza. “De vez en cuando, Platero deja de comer, y me mira… Yo, de vez en cuando, dejo de leer, y miro a Platero…” (166)
Platero adquiere existencia como un individuo –como un personaje, en realidad- con una vida y un mundo de experiencia propio en el momento en que el hombre al que llamo a la ligera su amo, el loco, ve que Platero lo ve, y en el acto de verse lo reconoce como un igual. En ese momento “Platero” deja de ser una mera etiqueta y se convierte en la identidad del burro, su verdadero nombre, todo lo que posee en el mundo.
Juan Ramón Jiménez no humaniza a Platero. Humanizarlo sería traicionarlo en su esencia asnal. La experiencia de Platero sobre el mundo queda oculta a los seres humanos por su propia naturaleza asnal, y resulta impenetrable. Sin embargo, de vez en cuando esta barrera de hierro se rompe cuando por un instante la visión del poeta, como un rayo de luz, penetra e ilumina la experiencia de Platero; o, para afirmar lo mismo con palabras diferentes, cuando los sentidos que nosotros, los seres humanos, tenemos en común con los animales, imbuidos del amor de nuestro corazón, nos permiten, por la mediación del escritor, intuir esa experiencia. “Platero, granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charquero de aguas de carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de sangre.” (105)
“Yo trato a Platero cual si fuese un niño… Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar… Él comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños.” (132) Aquí nos estremecemos en el preciso momento, tan fervientemente anhelado por los niños en sus vidas plenas de fantasía, en el que la barrera entre las especies cae y nosotros y los animales que han estado durante tanto tiempo desterrados de nosotros nos reunimos formando una unidad mayor (¿Cuánto tiempo han estado desterrados? En el mito judeo-cristiano, el destierro data de nuestra expulsión del Paraíso, y el fin del destierro es ansiado como el día en el que el león yacerá junto al cordero).
En este momento vemos al loco, al poeta, comportándose con Platero tan alegre y tan cariñosamente como los niños pequeños se comportan con los perritos y con los gatitos; y Platero responde como lo hacen los cachorros con los niños pequeños, con igual alegría y cariño, como si supieran, así como el niño lo sabe (y el serio, el prosaico adulto no), que al fin y al cabo en este mundo todos somos hermanos y hermanas; y también que no importa lo humildes que seamos debemos tener a alguien a quien amar o, de lo contrario, nos consumiremos y pereceremos.
Al final Platero muere. Muere porque ha tragado veneno, pero también porque la duración de la vida de un burro no es tan grande como la de un hombre. A no ser que decidamos entablar amistad con los elefantes o con las tortugas, lloraremos las muertes de nuestros amigos los animales con mayor frecuencia que ellos las nuestras: esta es una de las duras lecciones que Platero y yo no elude. Pero en otro sentido Platero no muere: este “borriquillo tonto” siempre regresará a nosotros, rebuznando, rodeado por las risas de los niños, adornado con flores amarillas. (117)