La semana pasada vi “Les enfants du paradis”.
Había oído hablar muy bien de esta película y de las circunstancias en que fue rodada (en los estudios Pathé de Niza, entre 1943 y 1944, durante la ocupación nazi) y estrenada, pero conocía sólo de pasada al director (Marcel Carné), al autor de la música (Kosma) y al guionista (Prévert) y no sabía prácticamente nada del argumento ni había visto nunca antes a ninguno de los protagonistas (Arletty, María Casares, Pierre Brasseur y Jean Louis Barrault).
La semana pasada vi “Les enfants du paradis” y la fascinación todavía me dura, porque ésta es una película fascinante desde la primera a la última secuencia.
Todos los actores están fantásticos pero Jean Louis Barrault está extraordinario. “Brilla” -en el sentido de que emite luz- en todo momento y es imposible dejar de mirarle cuando está en pantalla.
Pero lo que más me emociona de esta película es su título, que sólo al final pude identificar. Siempre había imaginado “paradis” escrito con mayúscula como si fuera un título y ahora sé que es el nombre de un lugar. El “paradis” es la parte alta del teatro, la más barata, aquella adonde van los que no tienen dinero y no están interesados en mirar y ser mirados (a y por el resto del público de la platea o los palcos) sino en disfrutar, como sólo saben hacerlo los niños, del espectáculo que se ofrece desde el escenario. En definitiva el paraíso es aquello que en el cine de mi infancia -que era un antiguo teatro- se llamaba “el gallinero”.
Y yo, que a veces pienso que las películas me aburren, he vuelto a ser un “enfant du paradis” o mejor una feliz niña del gallinero, atrapada de nuevo por la magia del cine.