Plinio Apuleyo Mendoza (24 de octubre de 1982)
Gabriel García Márquez, colombiano, Nobel de Literatura 1982
“(…) Seguramente empezó a caer mientras comíamos en un restaurante próximo a la plazuela de Luxemburgo. Pero no la vimos. No la vimos por la ventana, sino en la puerta, al salir, y era deslumbrante y silenciosa. Cayendo en copos espesos que brillaban a la luz de los faroles y cubrían de blanco los árboles, los automóviles, el bulevar, la plazuela y la fuente de piedra que hay en el medio. El aire de la noche era limpio y glacial: olía de pronto a pinos de montaña; lavada de humores, rumores y colores, la ciudad se envolvía suave y lujosamente en aquella nieve como una bella mujer en una estola de armiño.
García Márquez quedó de pronto estático, fascinado por aquel espectáculo de sueño.
Nunca había visto la nieve, nunca. ¿Dónde habría podido verla antes?
Para un muchacho nacido en un pueblo de la zona bananera, donde el calor zumba como un insecto y cualquier objeto metálico dejado al sol quema como una brasa, la nieve, vista tan sólo en los grabados de los cuentos de Grimm, pertenecía al mismo mundo de las hadas, de los elfos y de los gnomos, y los castillos de azúcar en medio del bosque.
Voilá, porque el glorioso reportero y prometedor novelista recién llegado, viendo la nieve, la nieve cayendo, brillando, cubriéndolo todo de blanco, salpicándole el abrigo, tocándole el bigote y el pelo y besándole la cara, como un hada dulce y traviesa, se estremeció igual que una hoja a punto de ser arrebatada por una ráfaga de viento. Le tembló un músculo en la cara.
(…) Corría y saltaba de un lado a otro, por el andén, bajo la nieve, levantando los brazos como los jugadores de fútbol cuando acaban de anotar un gol.
Parecía un niño.
‘La nieve, carajo, la nieve’, decía, y los ojos le brillaban como si fuese a llorar. De júbilo.
Volvía a ser de pronto el muchacho alegre y rápido que había visto años atrás, el pelotero de béisbol, el cantante de rumbas, el costeño cumbanchero, Gabo y no García Márquez.
Todo lo que Bogotá había querido poner encima de su personalidad (la compostura, la distancia, la importancia insufrible) se lo llevaba la nieve.
El más prometedor de nuestros jóvenes autores, heredero de Proust, de Kafka y William Faulkner, con un profundo anclaje en la angustia contemporánea, según nuestros críticos; el hombre que ellos, impenitentes cachacos llenos de retórica, veían buscando una dimension cósmica de la soledad y planteándose los profundos interrogantes de la condición humana, corría y brincaba como un mico por el bulevar Saint-Michel.
(…) Desde aquel preciso instante somos amigos.
Muchas cosas nos han ocurrido desde entonces. Hemos visto nacer y morir sueños. Hemos visto pasar y desaparecer amigos. Nos han salido canas. Hemos vivido en muchas partes. Nos hemos casado, hemos tenido hijos. Él se ha vuelto rico y célebre. Yo me he vuelto pobre. Juntos hemos recorrido muchas partes del mundo. Hemos perseguido jóvenes alemanas por las calles sombrías de Leipzig. Hemos atravesado toda Europa en tren, de pie, en un vagón atestado, muertos de hambre y de fatiga. Hemos viajado por la Unión Soviética como falsos integrantes de un grupo de danzas folclóricas. Hemos vivido en Caracas tormentosas jornadas de reporteros cuando cayó Pérez Jiménez. Hemos pasado toda una noche sentados a los pies de un hombre que en la madrugada sería sentenciado a muerte, en La Habana. Hemos trabajado juntos en Bogotá, por largo tiempo, como representantes de una agencia de noticias. Hemos bebido tequila oyendo a los mariachis de la plaza Garibaldi, en México. Hemos pasado todo un verano en las rocas volcánicas de la isla de Pantelería, con sus dos hijos, que son mis ahijados, y Mercedes, su mujer, que es mi comadre, bebiendo áspero vino siciliano y oyendo música de Brahms frente a un mar con siete tonalidades de azul. Hemos recorrido muchas veces las calles del barrio gótico de Barcelona, y hablado y hablado, y discutido acerca de todo, y siempre soy uno de los primeros en recibir sus manuscritos, y en este terreno sagrado que es la literatura, donde no caben las mentiras, siempre le he dicho la verdad como él me ha dicho la suya.
Todo desde aquella noche, cuando vio la nieve por primera vez y (…) se puso a saltar”.