He empezado a releer Cien años de soledad. No se me ocurría mejor homenaje a Gabriel García Márquez tras su muerte. He vuelto a visitar Macondo, me he encontrado con Jose Arcadio Buendía, bajo el castaño. Me he detenido a mirar al descomunal José Arcadio durmiendo en su hamaca. Me ha dolido pensar en Remedios, en sus muñecas, y en Rebeca, que seguía comiendo tierra. He visto a Úrsula reseguir un hilo de sangre por todo el pueblo, y me he cruzado con Melquíades, justo antes del hechizo del rejuvenecimiento. He devorado de nuevo sus pàginas, como la primera vez, y he necesitado mirar su árbol genealógico unas cuantas veces más.
Es una novela única, esencial, mágica, fascinante.
“Poco después (…) vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.”
Cien años de soledad, Gabriel García Márquez (1927-2014)