Una hondonada, atravesada por un río y rodeada de montañas, forma parte de mis primeros recuerdos infantiles y de todas las vacaciones de mi vida: mires donde mires siempre hay montañas recortándose en el horizonte.
En las montañas más cercanas se distinguen, en una variedad de colores, aspectos de la naturaleza mezclados con la huella humana del presente y el pasado. Son montañas de las que conocemos los nombres de los picos y los senderos, de las que sabemos donde esconden sus fuentes, sus caminos, sus ermitas, sus masias y sus restos arqueológicos. Montañas domésticas y amigas, a las que fuimos de excusión con los compañeros de la escuela y a comernos “la mona” con los amigos de la adolescencia.
A lo lejos, delimitando la línea entre el cielo y la tierra, están las montañas salvajes y desconocidas, esas de las que no distinguimos ni detalles ni colores y que nos presentan siempre una figura enigmática y misteriosa. Cuando era niña creía que en esas montañas azules y lejanas vivían indios –como en las películas del Oeste- y esa presencia lejana no sólo no me producía temor sino que me parecía algo mágico y maravilloso, como si esa línea del cielo fuese una frontera entre mi pequeño mundo de entonces y el ancho mundo que quizás me estaba esperando en el futuro.
Y el tiempo ha demostrado que estaba en lo cierto.