Creíamos que no se debía entrar en el viejo cementerio porque allí vivía un león, ni en las ruinas de la bodega porque era donde vivía un cocodrilo, así que… nunca entrábamos.
Nunca entrábamos pero íbamos allí a menudo, intentando ver aquellos animales escondidos.
El trabajo de ama de casa era entonces muy cansado y agobiante. Costaba tanto tiempo lavar la ropa en el río, encender la lumbre y transportar el agua desde los pozos, que no siempre se podía tener controlados a los niños, que podíamos jugar solos durante horas. Nuestras madres temían que pudiéramos caer en algún agujero o que cualquier viejo muro pudiese herirnos. Un león y un cocodrilo parecían seres suficientemente feroces para mantenernos alejados de los lugares más peligrosos.
En los alrededores había todavía muchas casas en ruinas. Para los adultos eran el triste recuerdo de la tragedia no tan lejana y de la gente que ya no estaba (muerta o exiliada), o que era ahora demasiado pobre para poder reconstruirse la casa. Pero para nosotros, niños sin ninguna memoria de la guerra civil, las ruinas eran lugares fascinantes donde jugar porque podían simular ser castillos, grutas, islas, selvas…
Pero las ruinas del león y del cocodrilo las respetamos siempre. Aquellos animales feroces aunque tranquilos, que no salían nunca de su casa, formaban también parte de nuestro universo mágico.
Y a veces, cuando por el mal tiempo no podía salir a jugar a la calle, pensaba: “pobrecillos, tendrán frío…”