PAPÁ

Papá tiene casi novena años y recuerda, con todo lujo de detalles y un gran cariño, todas y cada una de sus jornadas de caza, que fueron muchas. Rememorarlas, recordar a sus perros, a sus compañeros cazadores, volver a vivir con la imaginación tantos quilómetros recorridos tras un vuelo de perdices le hace – y me hace- feliz.
¿Qué recordaré yo con tanto entusiasmo cuando sea una anciana?

“En puridad, el Cazador no siente la fatiga o el hambre o el frío sino cuando la ausencia de caza es total; cuando tras horas y horas de patear el monte no salta la pieza, ni se observa rastro de ellas, como si ese trozo de mundo hubiese sido previamente arrasado para su propio escarnio. Basta, sin embargo, que una perdiz se arranque en ese instante para que toda la molestia se disipe; para que surja, de nuevo, el hombre íntegro y ávido que era el Cazador al iniciarse la jornada. Ante una perdiz que apeona surco arriba o en raudo vuelo hacia el monte, el Cazador se electriza, en fulminante metamorfosis se convierte en hombre-primitivo, se estimulan sus facultades de acecho, mimetismo y simulación. En suma, ante una perdiz que se escapa, el Cazador se siente desafiado. Toda una ardua jornada de fatigas e incomodidades no logrará sino enconar el reto. El cazador no cejará mientras no procure a su rival un escarmiento”

Delibes, Miguel. “La caza de la perdiz roja” en Viejas historias de Castilla la Vieja (1964)

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