El verano pasado la conversación iba de actores atractivos y este año va de personajes literarios. Comenzó con nuestros héroes de la infancia y juventud y siguió con nuestros personajes más queridos, cuando vimos que ambas categorías no siempre se correspondían.
He llegado a la conclusión de que mis personajes favoritos no siempre, o no sólo, son mis ídolos y que, desde niña, he sentido un especial cariño por otros personajes de las historias que me han fascinado.
Y así desde la Rayo de Luna, del radiofónico “Jim Phoscao” al Catarella del “Comisario Montalbano”, pasando por el Franz d’Epinay de “El Conde de Montecristo”, el Ottis Vanbrough de “Beau Geste”, la Mammy de “Lo que el viento se llevó”, el Viernes de “Robinson Crusoe”, el Biscuter de “Pepe Carvalho” y tantos otros, me suelen fascinar personajes secundarios, a veces pequeños, otras no tanto, pero siempre actuando en la segunda fila y no pocas veces perdiendo al final aquello que querían conseguir.
¿Por qué personajes tan diversos, me gustan a menudo más que el protagonista de la historia?
Ahora que me lo planteo descubro que lo que me gusta de ellos es su lealtad. Lealtad a quienes aman, pero principalmente -digna, honesta y sin trampas- lealtad a sí mismos. Por eso, aunque no lo parezca, en realidad siempre acaban ganando. Al menos siempre acaban ganándome a mí.