De El otro sueño (1987):
Los dedos de la  aurora
Entraban en mi alcoba sin llamar a la  puerta,
deshojando en el aire la flor de su perfume.
Los oía arrastrarse,  leves, hasta la alfombra.
Trepaban a la cama y luego, entre las  sábanas,
me anunciaban el día con sutiles caricias.
Los gigantes de  hielo
Han vuelto los Gigantes de Hielo a visitarme.
No en  sueños. A la luz del día. Con los yelmos
relucientes y el rostro selvático y  maligno.
Tenía tanto miedo que no supe decirles
que te habías marchado. Lo  registraron todo,
maldiciendo la hora en que Dios creó el mundo,
jurando  por los dientes del Lobo y por las fauces
del Dragón, escupiendo terribles  amenazas,
blasfemando y rompiendo los libros y los discos.
Al ver que tú  no estabas se fueron, no sin antes
anunciar que darían con tu nuevo  escondite
y serías su esclava hasta el fin de los tiempos.
Donde estés,  amor mío, no les abras la puerta.
Aunque se hagan pasar por hombres de mi  guardia
y afirmen que soy yo quien los envía.
Mal de ausencia
Desde  que tú te fuiste, no sabes qué despacio
pasa el tiempo en Madrid. He visto  una película
que ha terminado apenas hace un siglo. No sabes
qué lento  corre el mundo sin ti, novia lejana.
Mis amigos me dicen que vuelva a ser  el mismo,
que pudre el corazón tanta melancolía,
que tu ausencia no vale  tanta ansiedad inútil,
que parezco un ejemplo de subliteratura.
Pero  tú te has llevado mi paz en tu maleta,
los hilos del teléfono, la calle en la  que vivo.
Tú has mandado a mi casa tropas ecologistas
a saquear mi alma  contaminada y triste.
Y, para colmo, sigo soñando con gigantes
y  contigo, desnuda, besándoles las manos.
Con dioses a caballo que destruyen  Europa
y cautiva te guardan hasta que yo esté  muerto.
Soneto del amor oscuro
La otra noche, después de  la movida,
en la mesa de siempre me encontraste
y, sin mediar palabra,  me quitaste
no sé si la cartera o si la vida.
Recuerdo la emoción de  tu venida
y, luego, nada más. ¡Dulce contraste,
recordar el amor que me  dejaste
y olvidar el tamaño de la herida!
Muerto o vivo, si quieres  más dinero,
date una vuelta por la lencería
y salpica tu piel de seda  oscura.
Que voy a regalarte el mundo entero
si me asaltas de negro,  vida mía,
y me invaden tu noche y tu locura. 
De El hacha y  la rosa (1993):
 
El  desayuno
Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la  pata, cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego  tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
y me  cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se te nota,
o cuando  eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es  una ducha en el infierno),
o cuando me perdonas un olvido.
Pero aún me  gustas más, tanto que casi
no puedo resistir lo que me gustas,
cuando,  llena de vida, te despiertas
y lo primero que haces es decirme:
«Tengo  un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el  desayuno».
El olvido
La  olvidé. Por completo. Para siempre
(o eso creía entonces). Me cruzaba
con  ella por la calle y no era ella
quien se paraba ante un escaparate
de ropa  deportiva, no era ella
quien compraba el periódico en un quiosco
y se  perdía entre la muchedumbre.
Como si hubiera muerto. No era ella.
Su  nombre era el de todas las mujeres.
De Por fuertes y fronteras  (1996):
Collige, virgo,  rosas
Niña, arranca las rosas, no esperes a mañana.
Córtalas  a destajo, desaforadamente,
sin pararte a pensar si son malas o  buenas.
Que no quede ni una. Púlele los rosales
que encuentres a tu paso y  deja las espinas
para tus compañeras de colegio. Disfruta
de la luz y del  oro mientras puedas y rinde
tu belleza a ese dios rechoncho y  melancólico
que va por los jardines instilando veneno.
Goza labios y  lengua, machácate de gusto
con quien se deje y no permitas que el otoño
te  pille con la piel reseca y sin un hombre
(por lo menos) comiéndote las  hechuras del alma.
Y que la negra muerte te quite lo bailado.
Voy a escribir un  libro
Voy a escribir un libro que hable de las  (poquísimas)
mujeres de mi vida. De mi primera  novia,
me enseñó el amor y las puertas  secretas
del cielo y del infierno; de Isabel, que se fue
al país de los  sueños con el pequeño Nemo,
porque aquí lo pasaba fatal; de  Margarita,
recordando unos jeans blancos y unos  lunares
estratégicamente dispuestos; de Ginebra,
que le dejó a Lanzarote  plantado por mi culpa
y fundó una familia respetable a mi costa;
de  Susana, que sigue tan guapa como entonces;
de Macarena, un dulce que me  amargó la vida
dos veranos enteros; de Carmen, que era bruja
y veía el  futuro con ojos de muchacho;
de la red que guardaba los cabellos de  Paula
cuando me enamoré de su melancolía;
de Arancha, de Paloma, de Marta  y de Teresa;
de sus besos, que izaron la bandera del triunfo
sobre la  negra muerte, y también de su helado
desdén, que recluyó tantas veces mi  espíritu
en la triste mazmorra de la desesperanza.
Voy a escribir un libro  que hable de las mujeres
que han escrito mi vida.
De El bosque y otros poemas  (1997):
Bebétela
Dile cosas bonitas a tu  novia:
«Tienes un cuerpo de reloj de arena
y un alma de película de  Hawks.»
Díselo muy bajito, con tus labios
pegados a su oreja, sin que  nadie
pueda escuchar lo que le estás diciendo
(a saber, que sus piernas  son cohetes
dirigidos al centro de la tierra,
o que sus senos son la  madriguera
de un cangrejo de mar, o que su espalda
es plata viva) . Y  cuando se lo crea
y comience a licuarse entre tus brazos,
no dudes ni un  segundo:
bébetela.
Otros poemas: