EXPEDIENTE FLEJ

EXPEDIENTE FLEJ

El FLEJ o FLNJ en francés (Frente de Liberación de Enanos de Jardín) es un grupo de acción directa que lucha por la liberación de los enanos de jardín de materiales diversos (yeso, mármol, escayola) de los jardines de Francia.

El proyecto surgió en Alençon, un pequeño pueblo de la normandía francesa que todavía no debe creerse muy bien lo que pasa. En el verano de 1996, un grupo de estudiantes con nombres de guerra comandados por Prof (el enano sabio de blancanieves en francés) y una estética absolutamente paramilitar, comenzaron a liberar enanos de los jardines de su pueblo y a dejarlos en la ansiada libertad del bosque. La cosa fue poco a poco a mayores; los vecinos, superada la vergüenza inicial de denunciar semejante hurto, comenzaron a protestar y llegaron a asociarse en una plataforma de respuesta que organizaba turnos de vigilancia alrededor los jardines de los asociados.

Sin embargo, el frente comenzó cada vez a ser más popular, y al calor del creciente apoyo, estos insólitos encapuchados comenzaron a aumentar su zona de acción y la entidad de sus proyectos. En el mismo 1997, su líder, Prof, fue condenado por la sustracción o liberación de más de 150 enanos, lo que hizo que el FLEJ frenara su actividad. No obstante, y lejos de amilanarse volvieron a la carga trascurrido un tiempo prudencial.

El pasado 23 de marzo el ayuntamiento de París organizó una exposición de figuras de todo tipo en la que por supuesto se incluían enanos, en un parque del centro de la capital. Obviamente, semejante provocación no quedó indemne y el FLEJ actuó liberando a veinte figurillas, en una operación perfecta. La reivindicación de la acción se hizo mediante una nota de prensa destinada a France Press en la que, además de asumir la acción se exigía «el cierre inmediato de esa odiosa exposición y la puesta en libertad sin condiciones de los enanos de jardín que siguen detenidos».

Poco después, el FLEJ volvió a golpear con más originalidad si cabe. Esta vez eligieron Sarreburgo, un pueblecito al este de Francia, para liberar a un total de ciento cuarenta y tres enanos y colocarlos, en una insólita y silenciosa manifestación, frente al ayuntamiento de la localidad, reivindicando sus derechos.

El 20 de julio de este año, el FLEJ volvió a actuar. Esta vez, después de levantar el yugo opresor que esclavizaba a más de cien enanos, se las ingenió para que estos se decidieran por un suicidio masivo, permaneciendo quietos en una calle a la espera de ser atropellados por alguien mientras formaban con sus diminutos cuerpecitos la revolucionaria frase “liberen a los gnomos”.

La acción más ambiciosa sin embargo de todas las planteadas fue la intentada el pasado 16 de noviembre, cuando un comando de cuatro hombres encapuchados asaltó la mansión de la ministra de justicia francesa con el maravilloso objetivo de liberar a unos cuantos enanos que la citada ministra mantenía en pétrea esclavitud a la intemperie de la noche parisina. Sin embargo no debe ser igual de fácil robar, perdón liberar, un enano del jardín del frutero de Alençon que de la ministra de justicia, por lo que fueron detenidos después de todo un despliegue policial.

Todas estas acciones han tenido una repercusión increíble a nivel europeo y comienzan a conocerse en los EE.UU. Tanto es así que al calor de los aventureros franceses han surgido un sinfín de grupos satélites que completan la lucha contra la esclavitud enana en otras zonas de Europa. Así existen y actúan el “Movimiento Armato per la Liberazione delle Anime da Giardino” o el “Fronte di Liberazione dei Nani da Giardino” en Italia, el “Mouvement Terroriste pour la Liberation des Nains de Jardín” en Francia también, la “Gnome-Liberation-Army en Inglaterra”. Aunque sin duda, el episodio más llamativo de la liberación de enanos de jardín (y recientemente retratado por Jean Pierre Jeunet en la película “Amelie”) es lo conocido como “el proyecto Oom Roel” (“proyecto del tío Roel”).

Todo comenzó el 24 de mayo de este año, cuando un grupo de holandeses influidos por el FLJN, autodenominados como TBF (Tuinkabouter Bevrijdings Front) liberaron a un enano de una casa de la ciudad de Groningen. Hasta aquí, y siempre dentro del fascinante mundo de la liberación de enanos, es un hecho corriente. Lo llamativo fue que, después de liberarlo, el TBF decidió dejar una carta en el buzón de la familia opresora, firmada por el gnomo y que versaba: “Queridos amos: estar en el jardín es un aburrimiento y he decidido marcharme a correr aventuras por el mundo. No me quejo del trato recibido, sino que he estado pensando y esto es lo mejor para todos. Abrazos.”

No alcanzo a imaginar el estado en el que quedaron esos apacibles vecinos de Groningen ante semejante hallazgo, pero el proyecto Oom Roel sólo acababa de comenzar. Esa misma noche, los chicos del TBF para celebrar el éxito de su misión, decidieron invitar a Roel a unas cervecitas a la salud de su emancipación.

Parece que el enanito Roel tenía ganas de conocer mundo y se puso manos a la obra, los miembros del TBF pasearon a Roel por toda Europa y lo fotografiaban en los lugares más típicos para después enviar las fotos a sus antiguos dueños siempre con la misma inscripción al dorso: “Queridos amos: ¿Qué tal todo por allí?. Os saludo desde (…). Este lugar es encantador y ya veis que me lo estoy pasando bomba. Saludos a todos.”

Así, el bueno de Roel ha estado ya en Barcelona, Roma, Berlín (en la Love Parade nada menos), Suiza, Australia, Usa, Indonesia, etc, toda una leyenda urbana, la verdad.

El caso del FLEJ es, escribiendo ya un poco más en serio, una revolución estética en toda regla. En sus principios, estos visionarios no dudaron en declarar que la finalidad de su lucha era el enfrentamiento contra “el reflejo del mal gusto hortera de la pequeña burguesía”, es decir, un arrebato contra el horterismo, el mal gusto y el feísmo imperante, en forma de rebelión inocente pero organizada.

Vivimos muy bien, y la ausencia de causas por las que luchar (ausencia sólo aparente) hace que nos aletarguemos y olvidemos el espíritu combativo que tan útil fue en otras épocas. El FLEJ es una evidencia de esto, de la necesidad de una causa en la que sentirse identificado. Bien es cierto que si estos héroes tan anónimos como absurdos emplearan la misma dedicación en otras causas serían mucho más útiles, pero contra esto hay que decir que no son actitudes excluyentes, sino que por el contrario van de la mano. Si uno bucea por las páginas de estos grupos no ve sólo consignas libertarias hacia el mundo enano, estas comparten espacio con proclamas anti bélicas, contrarias a la globalización, de compromiso con ejércitos como el zapatista o el movimiento de tupac amaru, o incluso con publicaciones como “obrero revolucionario”.

Todo parece gritarnos que lo de los enanos es en parte un reclamo, que ciertamente funciona, que nos señala hacia una ideología, aunque no podemos negar que tampoco el carácter de revolución estética de este movimiento.

Hace poco hablaban desde detrás de sus pasamontañas de ampliar miras y salir un poco del mundo de los enanos de jardín, planteaban ahora la liberación de folclóricas de plástico. ¿Se quedarán los televisores de media España sin ese fantástico toque kitsch? Esperémoslo y deseemos mientras larga vida al FLEJ!

(tomado de http://chacho44.tripod.com/id37.html)

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Más información en

http://www.flnjfrance.com/

http://it.geocities.com/enanojardin/libera.htm

PASCAL COMELADE

Una recomendación: pAsCaL CoMeLaDe, un músico genial, de mentirijillas, un niño grande que usa instrumentos de juguete y que más que hacer música la encuentra, por muy recóndita que se halle: una especie de rey Midas que convierte en melodía todo lo que toca, un niño mago afín al universo de la verbena de sisa, la machacona hada campanilla de yann tiersen, la nostalgia poética de las cajitas de cuerda o los enanos de jardín activistas del EJ que sueñan con chicas tipo amélie poulain para hacer la revolución siempre pendiente… Si os gusta, menos es más…

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Más píos deseos para el 2008

    DE VITA BEATA

En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.

Jaime Gil de Biedma

PIOS DESEOS PARA EMPEZAR EL AÑO 2008

PÍOS DESEOS PARA EMPEZAR EL AÑO

Pasada ya la cumbre de la vida,
justo del otro lado, yo contemplo
un paisaje no exento de belleza
en los días de sol, pero en invierno inhóspito.
Aquí sería dulce levantar la casa
que en otros climas no necesité,
aprendiendo a ser casto y a estar solo.
Un orden de vivir, es la sabiduría.
Y qué estremecimiento,
purificado, me recorrería
mientras que atiendo al mundo
de otro modo mejor, menos intenso,
y medito a las horas tranquilas de la noche,
cuando el tiempo convida a los estudios nobles,
el severo discurso de las ideologías
o la advertencia de las constelaciones
en la bóveda azul…
Aunque el placer del pensamiento abstracto
es lo mismo que todos los placeres:
reino de juventud.

Jaime Gil de Biedma “Poemas póstumos” 1968

PAUL AUSTER: CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN (TEXTO)

EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN

Tomado de Smoke & Blue in the face

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carné de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete, de treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente había muerto.

—Sí, probablemente.

—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

—Todo por el arte, ¿eh, Paul?

—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

—Supongo que estoy en deuda contigo.

—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

—Excepto el almuerzo.

—Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

PAUL AUSTER: CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN

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¡Un tesoro hallado en internet! Un fragmento de la película SMoke de Wayne Wang o Mi cuento de Navidad favorito, con perdón de Charles Dickens, una moderna fábula sobre el amor "ciego" entre los seres humanos y sobre la magia de la ficción y sus difusas fronteras con la verdad: una historia es buena si alguien se la cree... lo importante es, pues, buscar a ese destinatario ideal. Auster nos explica cómo Auggie, su estanquero proveedor de esos puritos holandeses que tanto le gustan, consiguió su máquina de fotografiar con la que cada día a la misma hora durante largos años fotografía la misma esquina de Brooklyn para de esta manera captar el paso del tiempo, que corre con pies sigilosos y apresurados... Además todo sazonado con una estupenda interpretación de Harvey Keitel (más Robert de Niro que nunca, incluso con parecido físico) y de postre Tom Waits cantando "You're innocent when you dream"... No se puede pedir más. !Disfrutadlo!

LOUIS AMSTRONG: WHAT A WONDERFUL WORLD!

I see trees of green, red roses too
I see them bloom for me and you
And I think to myself what a wonderful world.

I see skies of blue and clouds of white
The bright blessed day, the dark sacred night
And I think to myself what a wonderful world.

The colors of the rainbow so pretty in the sky
Are also on the faces of people going by
I see friends shaking hands saying how do you do
They’re really saying I love you.

I hear babies crying, I watch them grow
They’ll learn much more than I’ll never know
And I think to myself what a wonderful world
Yes I think to myself what a wonderful world.

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REPLIKA A TAKE A WALK ON THE WILD SIDE

Pels que penseu que Lou Reed s’ha aburguessat, heus aquí algú que ha anat al costat més salvatge de la vida i s’ha passat tres o quatre pobles…  Sempre ens quedarà l’Albert Pla i el seu LAO MÁS BESTIA DE LA VIDA: lailo lolai lolai lailo lolai lolai lolai lailo lolai…

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