MEMORIAS DE ADRIANO
Mi vida, a la que todo llegaba tarde, el poder y aun la felicidad, adquiría un esplendor central, el brillo de las horas de la siesta en que todo se sume en un a atmósfera de oro… Aquella aventura enriquecía pero también simplificaba mi vida; el porvenir ya no importaba. Dejé de hacer preguntas a los oráculos, las estrellas no fueron más que admirables diseños en la bóveda del alba en el horizonte de las islas… Escribí versos que me dieron la impresión de ser menos insuficientes que de costumbre.
El porvenir del mundo no me inquieta; ya no me esfuerzo para calcular angustiado la mayor o menor duración de la paz romana: dejo hacer a los dioses. No es que confíe más en su justicia que no es la nuestra, ni tenga más fe en la cordura del hombre; la verdad es justamente lo contrario. La vida es atroz, y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los períodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y la ruina, el desorden triunfará, pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos períodos de guerra: las palabras libertad, hmanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que hemos querido darles. No todos nuestros libros perecerán; nuestras estatuas mutiladas serán rehechas, y otras cúpulas y frontones nacerán de nuestros frontones y cúpulas; algunos hombres pensarán, trabajarán y sentirán como nosotros; me atrevo a contar con esos continuadores nacidos a intervalos irregulares a lo largo de los siglos, con esa intermitente inmortalidad. Si los bárbaros terminan por apoderarse del imperio del mundo, se verán obligados a adoptar algunos de nuestros métodos y terminarán por parecerse a nosotros.
Marguerite Yourcenar