El juego de Cortázar: he aquí un cuento imposible como los dibujos de Escher que implica al lector en la lectura más allá de lo razonablemente seguro. Si después de Psicosis de Hitchcock, no volviste a ducharte tranquilo, a partir de ahora tampoco podrás leer un relato sin sentir un íntimo y terrible desasosiego. Porque todos sabemos que la auténtica intriga es el lector.
Continuidad de los parques
            Había empezado a leer la novela unos días  antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en  tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de  los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y  discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la  tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado  en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una  irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una  y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su  memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la  ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de  irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su  cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los  cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales  danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por  la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se  concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en  la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el  amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente  restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no  había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un  mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho,  y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las  páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde  siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo  retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que  era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles  errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente  atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano  acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin  mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la  puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la  senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto.  Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en  la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no  debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba.  Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus  oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una  galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera  habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la  mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo  verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Y leído por el propio cronopio CoGtázaJ:
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