Eran ya las once cuando la profesora de Lenguas, una mujer bajita pero delgada, con gafas y cabello rizado, acababa de trabajar.
Había estado preparando la próximas clases que daría en aquel instituto y se había dedicado a buscar información de los alumnos que tendría.
Su primer día en el centro le había gustado demasiado, de modo que no había podido apartar el trabajo de lo que era su vida personal.
Era gente maravillosa, la de allí, muy educada y respetuosa con los demás.
Hacía horas que el conserje había acabado de trabajar y el instituto estaba desierto.
La profesora atravesó el patio de la entrada y cruzó la puerta de la verja que rodeaba el centro cerrándola tras de si.
El edificio se alzaba alto e imponente en la oscuridad de la noche. Su silueta se recortaba, a la luz de la Luna, contra el cielo azul marino, dejando desalentado a todo aquél que lo miraba.
La mujer se disponía a abrir su coche cuando se percató de que se había dejado las llaves en el departamento. Adelantando el paso, volvió a entrar en el instituto.
Los pasillos oscuros, vacíos y silenciosos, daban un aire siniestro a aquel lugar. A medida que la profesora se adentraba en los pasillos, su reflejo la seguía por la ventanas desvaneciéndose si se paraba a mirarlo. Las paredes frías le devolvían el eco de sus pasos mientras cruzaba el pasillo buscando el interruptor de la luz. Cuando lo encontró lo apretó pero no funcionó. Otra vez. Nada. Las luces no se encendían. El corazón de la mujer se empezó a acelerar, golpeándole el pecho con fuerza. Definitivamente, no le gustaba la oscuridad.
La profesora avanzó guiándose como pudo con la poca luz que entraba por las ventanas y llegó al departamento de Lenguas. Le temblaban tanto las manos que tuvo que probar varias veces hasta acertar la cerradura de la puerta. Entró e instintivamente apretó el interruptor de la luz, pero tampoco funcionaba. A tientas, pues no había ventanas en aquella sala, llegó a lo que debía ser su mesa. Abrió el cajón, pero no había nada. Movió las manos por encima de la mesa intentando localizar lo que había, pero no encontró nada. Estaba vacía.
La mujer, alterada, sacó el teléfono móvil de su bolso e intentó llamar, pero no había cobertura dentro del edificio.
A trompicones, corrió hacia la puerta por donde había entrado, pero estaba cerrada. Intentó abrirla con las llaves, no pudo. Forcejeó con el cerrojo y se le rompió la llave. Ahora estaba completamente asustada. Aun así, consiguió centrarse y recordó que el departamento tenía una puerta trasera que daba al pasillo de profesores. Esta entrada estaba abierta. Salió corriendo mientras notaba el sudor frío que le recorría la espalda. Las gafas le resbalaban y se le caían de la nariz, pero si se las quitaba, no vería nada.
De pronto frenó de golpe. Le había parecido oír a alguien siguiéndola, pero al mirar, no vio a nadie. Continuó la descabellada carrera por los pasillos, segura de que le seguían, hasta llegar a la puerta de entrada. Intentó abrirla, fue inútil. Intentó llamar con el teléfono de Secretaría pero no había línea. Volvió a recorrer el edificio, pero todas las puertas que daban al exterior estaban cerradas.
Se había quedado encerrada en el instituto, con alguien (ahora estaba segura de que así era) persiguiéndola.
Entonces, chocó contra la puerta y se cayó de culo al suelo. Llevaba un buen rato recorriendo el lugar cuando se dio cuenta de que todas las puertas cerradas la guiaban hacia un único lugar: el laboratorio.
Con un sonoro chirrido la puerta comenzó a abrirse ante la aterrorizada profesora. De la rendija cada vez más grande de la puerta, empezó a salir un gas verde que pronto envolvió a la mujer por completo.
En aquella situación, la pobre víctima no pudo hacer nada más que gritar. Así lo hizo. Fue un grito desgarrado, estridente y agudo que se elevó rompiendo el silencio de la noche. Ninguna de las casas vecinas se sorprendió.
Un par de días más tarde, los alumnos del centro cambiaban por centésima vez de profesora de Lenguas mientras asistían a las magníficas clases de un profesor de Ciencias más sonriente de lo habitual.
Sara Doménech
4t C