Julián Marías ha sido una de las personas que más me han impresionado. El verano de 1999 seguí unas lecciones magistrales suyas en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander y admiré profundamente su inteligencia, su cultura, su sencillez, su cordialidad y su cercanía.
Su recuerdo y su obra me acompañan desde entonces y es mucho lo que en mi vida -más humana ahora- tengo que agradecerle.
Esta semblanza, escrita por uno de sus hijos, creo que le retrata muy bien.
“Es mi padre un hombre sencillo que gusta de la comida llana -churros para el desayuno, cocido madrileño, berenjenas rebozadas, bacalao, chocolate oscuro, son sus obsesiones gastronómicas-, un ciudadano del mundo sin nada de cosmopolita, un europeo de España para el que, como para Ortega, “la gran delicia es rodar por los caminitos de Castilla”. Es también un filósofo con los pies en el suelo, carente de la menor sombra de pedantería, que se pirra por el cine, que tiene más orgullo como fotógrafo que como pensador, al que entusiasma la poesía, la novela, las novelas policíacas -¡Simenon!-, que no se pierde un museo o una iglesia, que lee infatigablemente por el mero placer de leer, con su ojo único de clarividencia ciclópea, hundido durante horas en su sillón de orejas. Es un hombre al que le interesan muy poco las cosas y mucho las personas: sus amigos y sus muchas y espléndidas amigas -la tertulia de los domingos, las largas caminatas sorianas o toledanas han sido los principales escenarios de su vida de gran conversador-. Un hombre que no ha regateado el tiempo para degustar el pulso de la vida; para salvaguardar lo más valioso de ella, la intimidad; para vivir una vida irrenunciablemente humana. Decía Ortega que “la filosofía no sirve para nada… solamente para vivir”. La filosofía de Marías -la filosofía de la razón vital- le ha servido para vivir una vida que es, en cierto modo, su gran obra de arte.
Su gran premio, infinitamente más valioso para él que aquellos “oficiales”, que recibe con tanta gratitud como escepticismo, sin hacer memoria de cuán esquivos se le mostraron, es la creencia de que su pensamiento puede orientar a otras vidas -individuales y colectivas- para que lleguen a ser plenamente eso: vidas humanas.”
Su gran premio, infinitamente más valioso para él que aquellos “oficiales”, que recibe con tanta gratitud como escepticismo, sin hacer memoria de cuán esquivos se le mostraron, es la creencia de que su pensamiento puede orientar a otras vidas -individuales y colectivas- para que lleguen a ser plenamente eso: vidas humanas.”
Álvaro Marías
Publicado en ABC, 4 de mayo 1996