Author Archives: JULIAN MOLINA MARTINEZ

22.- Eneas en el infierno.

LA RUTA.

Así clamaba Eneas, abrazado al altar, y así le contestó la
Sibila: Descendiente de la sangre de los dioses, troyano, hijo
de Anquises, fácil es la bajada al Averno; día y noche está
abierta la puerta del negro Dite; pero retroceder y restituirse
a las auras de la tierra, esto es o arduo, esto es o difícil; pocos,
y del linaje de los dioses, a quienes fue Júpiter propicio,
o a quienes una ardiente virtud remontó a los astros, pudieron
lograrlo. Todo el centro del Averno está poblado de
selvas que rodea el Cocito con su negra corriente. Más, si un
tan grande amor te mueve, si tanto afán tienes de cruzar dos
veces el lago Estigio, de ver dos veces el negro Tártaro, y
estás decidido a probar la insensata empresa, oye lo que has
de hacer ante todo. Bajo la opaca copa de un árbol se oculta
un ramo, cuyas hojas y flexible tallo son de oro, el cual está
consagrado a la Juno infernal; todo el bosque le oculta y las
sombras le encierran entre tenebrosos valles, y no es dado
penetrar, en las entrañas de la tierra sino al que haya desgajado
del árbol la áurea rama; la hermosa Proserpina tiene dispuesto
que sea ese el tributo que se lleve. Arrancado un
primer ramo, brota otro, que se cubre también de hojas de
oro, búscale pues, con la vista, y una vez encontrado, tiéndele
la mano, porque si los hados te llaman, él se desprenderá
por sí mismo; de lo contrario, no hay fuerzas, ni aun el
duro hierro, que basten para arrancarle. Además, tu ignoras
¡Ay! que el cuerpo de un amigo yace insepulto, y que su triste
presencia está contaminando toda la armada mientras estás
en mis umbrales pidiéndome oráculos. Ante todo, entrega
esos despojos a su postrera morada, cúbrelos con un sepulcro,
e inmola en él algunas negras ovejas; sean estas las primeras
expiaciones. De esta suerte podrás, en fin, visitar las
selvas estigias y los reinos inaccesibles para los vivos.” Dijo,
y enmudeció su cerrada boca.

LOS SACRIFICIOS.
Hecho esto, se apresura a ejecutar los preceptos de la Sibila.
Había cerca de allí una profunda caverna, que abría en
las peñas su espantosa boca, defendida por un negro lago y
por las tinieblas de los bosques, sobre la cual no podía ave
alguna tender impunemente el vuelo: tan fétidos eran los
vapores que de su horrible centro se exhalaban, infestando
los aires, de donde los Griegos dieron a aquel sitio el nombre
de Averno. Allí llevó Eneas, lo primero, cuatro novillos negros,
sobre cuyo testuz derramó la sacerdotisa el vino de las
libaciones, y cortándoles las cerdas entre las astas, las arrojó
al fuego sagrado, como primeras ofrendas, invocando a voces
a Hécate, poderosa en el cielo y en el Erebo. Otros degüellan
las víctimas y recogen en copas la tibia sangre; el
mismo Eneas con su espada inmola en honor de la madre de
las Euménides y en el de su grande hermana una cordera de
negro vellón, y a ti, ¡Oh Proserpina! una vaca estéril. Enseguida
erige los altares para los sacrificios nocturnos que han
de hacerse al rey del Estigio y pone en las llamas las entrañas
enteras de los novillos, derramando abundante aceite sobre
ellas, cuando he aquí que, al despuntar el alba, empezó a
mugir la tierra bajo los pies, retemblaron las selvas, y grandes
aullidos de perros en las sombras anunciaron la llegada de la
diosa. “¡Lejos, lejos de aquí, profanos! exclama la profetisa;
salid de este bosque, y tú, Eneas, echa a andar y desenvaina
la espada. Esta es la ocasión de mostrar entereza y valor.”

LA ENTRADA. CARONTE.
De allí arranca el camino que conduce a las olas del tartáreo
Aqueronte, vasto y cenagoso abismo, que perpetuamentE
hierve y vomita todas sus arenas en el Cocito. Guarda aquellas
aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya
suciedad espanta; sobre el pecho le cae desaliñada luenga
barba blanca, de sus ojos brotan llamas; una sórdida capa
cuelga de sus hombros, prendida con un nudo: él mismo
maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y
transporta en ella los muertos, viejo ya, pero verde y recio en
su vejez, cual corresponde a un dios. toda la turba de las
sombras, por allí difundida, se precipitaba a las orillas: madres,
esposos, héroes magnánimos, mancebos, doncellas,
niños colocados en la hoguera a la vista de sus padres, sombras
tan numerosas como las hojas que caen en las selvas a
los primeros fríos del otoño, o como las bandadas de aves
que, cruzando el profundo mar, se dirigen a la tierra cuando
el invierno las impele en busca de más calurosas regiones.
Apiñados en la orilla, todos piden pasar los primeros y tienden
con afán las manos a la opuesta margen; pero el adusto
barquero toma indistintamente, ya a unos, ya a otros, y rechaza
a los demás, alejándolos de la playa. Sorprendido y
conturbado en vista de aquel tumulto, “Dime, ¡Oh virgen!
pregunta Eneas, ¿Qué significa esa afluencia junto al río?
¿Qué piden esas almas? ¿Y por qué distinción ésas tienen
que apartarse de la orilla y esotras surcan esas lívidas aguas?”
En estos términos le responde brevemente la anciana sacerdotisa:
“Hijo de Anquises, verdadera progenie de los dioses,
viendo estás los profundos estanques del Cocito y la laguna
Estigia, por la cual los mismos dioses temen jurar en vano.
Esta turba que tienes delante es la de los miserables que yacen
insepultos: ese barquero es Caronte, esos a quienes se
llevan las aguas, los que han sido enterrados, pues no le es
permitido transportar a ninguno a las horrendas orillas por la
ronca corriente antes de que sus huesos hayan descansado
en sepultura: cien años tienen que revolotear errantes alrededor
de estas playas; admitidos entonces por fin, logran cruzar
las deseadas olas. Párase el hijo de Anquises triste y pensativo y profundamente compadecido de aquel destino cruel.
Allí ve entre los infelices privados de sepultura a Leucaspis y
Oronte, capitán de la escuadra licia, a quienes el austro anegó
a un mismo tiempo juntamente con sus galeras, viniendo
con él de Troya por los borrascosos mares.

PALINURO.
En esto descubre al piloto Palinuro, que, en su reciente
travesía por el mar de Libia, mientras iba observando los
astros, cayó de la popa en medio de las olas. Apenas hubo
reconocido al desdichado en las espesas tinieblas, díjole así:
“¿Cuál dios ¡Oh Palinuro! te arrebató a nosotros y te precipitó
en medio del piélago? Dímelo pronto, porque Apolo,
que antes nunca me había engañado, sólo me engañó al vaticinarme
que cruzarías seguro la mar y llegarías a las playas
ausonias. ¿Es esa, di, la fe prometida?” , “No, respondió
Palinuro, no te engañó el oráculo de Febo, ¡Oh caudillo hijo
de Anquises! no me sepultó un dios en el mar. Arrancado
por acaso con gran violencia el timón que me habías confiado,
y que yo tenía asido para dirigir el rumbo, le arrastré en
mi caída, y te juro por los terribles mares que no temí entonces
tanto por mí cuanto porque tu nave, perdido el timón y
privada de piloto, no pudiese resistir el empuje de aquellas
tan terribles olas. Tres borrascosas noches me arrastró el
violento noto por los inmensos mares; sólo el cuarto día
divisé a Italia desde la altura a que me levantó una grande
oleada. Poco a poco llegué nadando a tierra, y ya estaba en
salvo, cuando una gente cruel, considerándome por engaño
presa de valía, me acometió con espadas en el momento en
que, bajo el peso de mis ropas mojadas, pugnaba por asirme
con las uñas a la áspera cima de un collado: juguete del
viento y del mar, mi cuerpo yace ahora en la playa. Por la
deleitosa luz del cielo y por las auras te lo suplico; por tu
padre y por el niño Iulo, tu esperanza, libértame ¡Oh héroe
invicto! de estas miserias. O bien, pues está en tu mano, da
sepultura a mi cuerpo, que encontrarás en el puerto de Velia;
o bien, si es posible, si tu divina madre te sugiere algún remedio para ello (pues no creo que sin especial favor de los dioses
te prepares a surcar la terrible laguna Estigia), tiende la
diestra a este infeliz y llévame contigo por esas aguas, para
que en muerte a lo menos descanse en plácidas moradas!”
Dijo y al punto la habla así la Sibila: “¿De dónde te viene
¡Oh Palinuro! esa insensata aspiración? ¿Tú, insepulto, habías
de visitar las aguas estigias y el tremendo río de las Euménides,
y sin mandato de los dioses habías de pasar a la opuesta
orilla? Renuncia a la esperanza de torcer con tus ruegos el
curso de los hados, pero guarda en la memoria estas palabras,
como consuelo en tu cruel desventura. Sabrás que todos
los pueblos comarcanos, aterrados en vista de mil
prodigios celestes, aplacarán tus manes, depositando tus
huesos bajo un túmulo, instituirán en él solemnes sacrificios,
y aquel sitio conservará eternamente el nombre de Palinuro.”

LA LAGUNA ESTIGIA
Estas palabras calmaron su afán y ahuyentaron un poco el
dolor de su triste corazón, complacido a la idea de que un
lugar de la tierra había de llevar su nombre.
Prosiguen, pues, Eneas y la Sibila el comenzado camino y
se acercan al río, cuando el barquero, al verlos desde la laguna
Estigia ir por el callado bosque, encaminándose hacia la
orilla, les ataja enojado el paso con estas palabras: “Quienquiera
que seas, tú, que te encaminas armado hacia mi río,
ea, dime a qué vienes y no pases de ahí. Esta es la mansión
de las Sombras, del Sueño y de la soporífera Noche; no me
es permitido llevar a los vivos en la barca Estigia, y a fe no
tengo motivos para congratularme de haber recibido en este
lago a Alcides, a Teseo y a Piritoo, aunque eran del linaje de
los dioses y de invicta pujanza; el primero amarró con su
mano al guarda del Tártaro, y le arrancó temblando del trono
del mismo Rey; los otros intentaron robar de su tálamo a la
esposa de Dite.” Así le respondió brevemente la sacerdotisa
del Anfriso: “No abrigamos nosotros tales insidias; serénate;
estas armas no arguyen violencia; siga en buen hora el gran
Cerbero en su caverna espantando a las sombras con eterno
ladrido, y continúe la casta Proserpina en la mansión de su
tío. El troyano Eneas, insigne en piedad y armas, baja a las
profundas tinieblas del Erebo en busca de su padre. Si no te
mueve la vista de tan piadoso intento, reconoce a lo menos
este ramo”; y sacó el que llevaba oculto bajo el manto, con lo
que al punto desapareció el enojo de Caronte. Nada añadió
la Sibila. El, admirando el venerable don de la rama fatal, que
no había visto hacía mucho tiempo, da vuelta a la cerúlea
barca y se acerca a la orilla, haciendo que despejen el fondo
las sombras que lo ocupaban, y las que iban sentadas en los
largos bancos, al mismo tiempo que recibe en ella al grande
Eneas. Crujió la sutil barca bajo su peso, y rajada en parte,
empezó a hacer agua; mas al fin desembarcó felizmente en la
opuesta orilla a la Sibila y al guerrero en un lodazal cubierto
de verde légamo.

EL CAN CERBERO.

En frente, tendido en su cueva, el enorme Cerbero
atruena aquellos sitios con los ladridos de su trifauce boca.
Viendo la Sibila que ya se iban erizando las culebras de su
cuello, le tiró una torta amasada con miel y adormideras, la
cual él, abriendo su trifauce boca con rabiosa hambre, se
tragó al punto, dejándose caer enseguida y llenando con su
enorme mole toda la cueva. Al verle dormido, Eneas sigue
adelante y pasa rápidamente la ribera del río, que nadie cruza
dos veces.
En esto, empezaron a oirse voces y lloros de niños, cuyas
almas ocupaban aquellos primeros umbrales; niños arrebatados
del pecho de sus madres, y a quienes un destino cruel
sumergió en prematura muerte antes de que gozaran la dulce
vida. Junto a ellos están los condenados a muerte por sentencia
injusta. Dan aquellos puestos jueces designados por la
suerte; el presidente Minos agita la urna, él convoca ante su
tribunal a las calladas sombras, y se entera de sus vidas y
crímenes. Cerca de allí están los desdichados que, vencidos
de la desesperación y aborreciendo la luz del día, se quitaron
la vida con su propia mano. ¡Ah, cuánto darían ahora por
arrostrar en la tierra pobreza y duros afanes! pero los hados
no lo consientes, y las tristes aguas del lago Estigio, con sus
nueve revueltas, los enlazan y sujetan en aquel odioso pantano.
No lejos de aquí se extienden en todas direcciones los
llamados Campos Llorosos, donde secretas veredas que circundan
una selva de mirtos, ocultan a los que consumió en
vida el cruel amor, y que ni aun en muerte olvidan sus penas;
en aquellos sitios ve Eneas a Fedra, a Procis y a la triste Erifile,
enseñando las heridas que le hiciera su despiadado hijo,
y a Evadne y a Pasifae, a quienes acompañan Laodamia y
Ceneo, mancebo en otro tiempo, y ahora mujer, restituida
por el hado a su primitiva forma.

DIDO.

Entre ellas vagaba por la gran selva la fenicia Dido,
abierta aún en su pecho la reciente herida. Apenas el héroe
troyano llegó junto a ella y la reconoció entre la sombra obscura,
cual vemos o creemos ver a la luna nueva alzase entre
nubes, rompió a llorar, y así le dijo con amoroso acento:
“¡Oh desventurada Dido! ¡Conque, fue verdad la nueva de tu
desastre, y tú misma te traspasaste el pecho con una espada!
¿Y fui yo ¡Oh dolor! causa de tu muerte? Juro por los astros
y por los númenes celestiales y por los del Averno, si alguna
fe merecen también, que muy a pesar mío dejé ¡Oh Reina!
tus riberas. La voluntad de los dioses, que ahora me obliga a
penetrar por estas sombras y a recorrer estos sitios, llenos de
horror y de una profunda noche, me forzó a abandonarte, y
nunca pude imaginar que mi partida te causase tan gran dolor.
Detén el paso y no te sustraigas a mi vista. ¿De quién
huyes? ¡esta es la postrera vez que los hados me consienten
hablarte!” Con estas palabras, cortadas por el llanto, procuraba
Eneas aplacar la irritada sombra, que, vuelto el rostro,
fijos en el suelo los torvos ojos, no se mostraba más conmovida
por ellas que si fuera duro pedernal o mármol de Marpesia.
Aléjase al fin precipitadamente, y va a refugiarse
indignada en un bosque sombrío, donde su antiguo esposo
Siqueo es objeto de su ternura y corresponde a ella. Eneas,
empero, traspasado de dolor a la vista de tan cruel desventura,
la sigue largo tiempo, compadecido y lloroso (…)

LOS CONDENADOS.
Vuélvese entonces Eneas, y ve al pie de una roca que se
extiende a la izquierda mano, una gran fortaleza, rodeada de
triple muralla, que el rápido Flegetonte, río del Tártaro, circunda
de ardientes llamas, arrastrando en su corriente resonantes
peñas; en frente se ve una puerta enorme y con
jambas de un acero tan duro, que ninguna fuerza humana, ni
aun la espada de los mismos dioses, podría derribarlas. Una
torre de hierro se alza en los aires; sentada Tisifone, ceñida
de un manto de color de sangre, guarda el vestíbulo, despierta
día y noche; óyense allí de continuo gemidos y crueles
azotes y el rechinar del hierro y ruido de cadenas arrastradas.
Paróse Eneas, despavorido, y se puso a escuchar con profunda
atención. “Qué especie de crímenes se castigan aquí?
Dime, ¡Oh virgen! ¿Qué tormentos son éstos? ¿Quién exhala
esos gritos tan lastimeros?” Así comenzó entonces la profetisa:
“Inclito caudillo de los Teucros, a ningún justo le es lícito
penetrar en ese asilo de los crímenes, pero cuando Hécate
me destinó a la custodia de los bosques infernales, ella misma
me declaró los castigos que imponen los dioses y me
condujo por todos estos sitios. El cretense Radamanto ejerce
aquí un imperio durísimo, indaga y castiga los fraudes, y
obliga a los hombres a confesar las culpas cometidas y que
vanamente se complacían en guardar secretas, fiando su expiación
al tardío momento de la muerte. Al punto de pronunciada
la sentencia, la vengadora Tisifone, armada de un
látigo, azota e insulta a los culpados, y presentándoles con la
mano izquierda sus fieras serpientes, llama a la turba cruel de
sus hermanas. Abrense entonces por fin las sagradas puertas,
rechinando en sus goznes con horrible estruendo. “¿Ves,
prosiguió la Sibila, qué centinela está sentada en el vestíbulo? ¿Cuál horrible figura guarda estos umbrales? Pues dentro
tiene su morada una hidra más horrible todavía, con sus cincuenta
negras fauces siempre abiertas; luego se abre el mismo
Tártaro, espantoso precipicio, que profundiza debajo de
las sombras el doble de lo que se levanta sobre la tierra el
etéreo Olimpo. Allí, en lo más hondo de aquel abismo, ruedan
precipitados del rayo los Titanes, antiguo linaje de la
Tierra. Allí vi a los dos hijos de Aloeo, enormes gigantes, que
intentaron quebrantar con sus manos el inmenso cielo y precipitar
a Júpiter de su excelso trono; vi también a Salmoneo,
padeciendo horribles castigos en pena de haber querido
imitar los rayos de Júpiter y los truenos del Olimpo. Tirado
por un carro de cuatro caballos y blandiendo teas, iba ufano
por los pueblos de Grecia y cruzaba su ciudad de Elix, reclamando
para sí los honores debidos a los dioses. ¡Insensato,
que creía simular con el bronce batido por los cascos de
sus caballos el crujido de las tempestades y del inimitable
rayo!, pero el Padre omnipotente le disparó entre densas
nubes un dardo (no teas, no humeantes llamas) y le precipitó
en el profundo abismo. Vi también a Ticio, hijo de la Tierra,
que produce todos los seres, cuyo cuerpo tendido ocupa
siete yugadas enteras; un enorme buitre mora en lo hondo de
su pecho y con su corvo pico le roe y le devora el hígado y
las entrañas, que nunca mueren, y renacen siempre para padecer
sin momento de tregua. ¿A qué hablar de los Lapitas
Ixión y Piritoo, sobre cuyas cabezas pende un negro peñasco,
amagándolos siempre con su caída? Delante tienen voluptuosos
lechos de áureas columnas y festines dispuestos
con regio lujo; pero la principal de las Furias vela tendida a
su lado, y en cuanto intentan llevar las manos a la mesa, se
levanta blandiendo su tea y se lo impide con tonantes voces.
Allí habitan los que en vida aborrecieron a sus hermanos o
hirieron a su padre o vendieron el interés de su cliente; los
que, numerosísima muchedumbre, incubaron riquezas atesoradas
para ellos solos, sin dar una parte a los suyos; los que
perdieron la vida por adúlteros; los que promovieron impías
guerras o no temieron hacer traición a sus señores; todos
estos, encerrados allí, aguardan su castigo. No intentes saber
qué castigo es el suyo; unos hacen rodar un gran peñasco,
otros penden amarrados a los radios de una rueda. El infeliz
Teseo está sentado y lo estará eternamente, y Flegias, el más
desgraciado de todos, amonesta a los demás y va clamando
entre las sombras con grandes voces: “¡Escarmentad con mi
ejemplo; aprended con él a ser justos y a no despreciar a los
dioses!” Este vendió por oro su patria y le impuso un tirano;
hizo y deshizo leyes por su solo interés. Ese incestuoso atropelló
el lecho de su hija; todos osaron concebir grandes maldades
y las llevaron a cabo. No, aun cuando tuviese cien
lenguas y cien bocas y una voz de hierro, no podría expresar
todas las formas de los crímenes ni decirte todos los nombres
de sus castigos.”

19.- Breve historia del infierno.

*Artículo de Vision Journal sobre el infierno. http://www.visionjournal.es/visionmedia/article.aspx?id=41044&rdr=true&LangType=1034

1.-La tradición del inframundo en las culturas budista, del medio Oriente, Egipto, Grecia. (Infierno budista: los narakas, http://es.wikipedia.org/wiki/Reino_de_los_Narakas).

2.- El infierno en la Grecia clásica. El Hades.
El Infierno de la Grecia Clásica. El Hades.

http://sobreleyendas.com/2011/02/07/el-tartaro-la-mazmorra-de-los-condenados/

a) El descenso de Ulises al infierno. Canto XI de La Odisea. Descensus ad inferos.
OBTENCIÓN DE LAS INDICACIONES.
.
«”Circe, cúmpleme la promesa que me hiciste de enviarme a casa, que mi ánimo ya está
impaciente y el de mis compañeros, quienes, cuando tú estás lejos, me consumen el
corazón llorando a mi alrededor.”
«Así dije, y al punto contestó la divina entre las diosas:
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis más
tiempo en mi palacio contra vuestra voluntad. Pero antes tienes que llevar a cabo otro
viaje; tienes que llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo
al alma del tebano Tiresias, el adivino ciego, cuya mente todavía está inalterada. Pues
sólo a éste, incluso muerto, ha concedido Perséfone tener conciencia; que los demás
revolotean como sombras.”
«Así dijo, y a mí se me quebró el corazón. Rompí a llorar sobre el lecho, y mi corazón
ya no quería vivir ni volver a contemplar la luz del sol.
«Cuando me había hartado de llorar y de agitarme, le dije, contestándole:
«”Circe, ¿y quién iba a conducirme en este viaje? Porque a la mansión de Hades nunca
ha llegado nadie en negra nave.”
«Así dije, y al punto me contestó la divina entre las diosas:
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no sientas necesidad de guía
en tu nave. Coloca el mástil, extiende las blancas velas y siéntate. El soplo de Bóreas la
llevará, y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las planas riberas y al bosque de
Perséfone -esbeltos álamos negros y estériles cañaverales-, amarra la nave allí mismo,
sobre el Océano de profundas corrientes, y dirígete a la espaciosa morada de Hades. Hay
un lugar donde desembocan en el Aqueronte el Piriflegetón y el Kotyto, difluente de la
laguna Estigia, y una roca en la confluencia de los dos sonoros ríos. Acércate allí, héroe
-así te lo aconsejo-, y, cavando un hoyo como de un codo por cada lado, haz una libación
en honor de todos los muertos, primero con leche y miel, luego con delicioso vino y en
tercer lugar, con agua. Y esparce por encima blanca harina. Suplica insistentemente a las
inertes cabezas de los muertos y promete que, cuando vuelvas a Itaca, sacrificarás una
vaca que no haya parido, la mejor, y llenarás una pira de obsequios y que, aparte de esto,
sólo a Tiresias le sacrificarás una oveja negra por completo, la que sobresalga entre
vuestro rebaño. Cuando hayas suplicado a la famosa rata de los difuntos, sacrifica allí
mismo un carnero y una borrega negra, de cara hacia el Erebo; y vuélvete para dirigirte a
las corrientes del río, donde se acercarán muchas almas de difuntos. Entonces ordena a
tus compañeros que desuellen las víctimas que yacen en tierra atravesadas por el agudo bronce, que las quemen después de desollarlas y que supliquen a los dioses, al tremendo
Hades y a la terrible Perséfone. Y tú saca de junto al muslo la aguda espada y siéntate sin
permitir que las inertes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre antes de que hayas
preguntado a Tiresias. Entonces llegará el adivino, caudillo de hombres, que te señalará el
viaje, la longitud del camino y el regreso, para que marches sobre el ponto lleno de
peces.”
«Así dijo, y enseguida apareció Eos, la del trono de oro. Me vistió de túnica y manto, y
ella; la ninfa, se puso una túnica grande, sutil y agradable, echó un hermoso ceñidor de
oro a su cintura y sobre su cabeza puso un velo. Entonces recorrí el palacio apremiando a
mis compañeros con suaves palabras, poniéndome al lado de cada hombre:
«”Ya no durmáis más tiempo con dulce sueño; marchémonos, que la soberana Circe me
ha revelado todo.”
«Así dije, y su valeroso ánimo se dejó persuadir. Pero ni siquiera de allí pude llevarme
sanos y salvos a mis compañeros. Había un tal Elpenor, el más joven de todos, no muy
brillante en la guerra ni muy dotado de mientes, que, por buscar la fresca, borracho como
estaba, se había echado a dormir en el sagrado palacio de Circe, lejos de los compañeros.
Cuando oyó el ruido y el tumulto, levantóse de repente y no reparó en volver para bajar la
larga escalera, sino que cayó justo desde el techo. Y se le quebraron las vértebras del
cuello y su alma bajó al Hades.
«Cuando se acercaron los demás les dije mi palabra:
«”Seguro que pensáis que ya marchamos a casa, a la querida patria, pero Circe me ha
indicado otro viaje a las mansiones de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al
tebano Tiresias.”
«A sí dije, y el corazón se les quebró; sentáronse de nuevo a llorar y se mesaban los
cabellos. Pero nada consiguieron con lamentarse.
«Y cuándo ya partíamos acongojados hacia la nave y la ribera del mar derramando
abundante llanto, acercóse Circe a la negra nave y ató un carnero y una borrega negra,
marchando inadvertida. ¡Con facilidad!, pues ¿quién podría ver con sus ojos a un dios
comiendo aquí o allá si éste no quíere?»

CANTO XI DESCENSUS AD INFEROS

«Y cuando habíamos llegado a la nave y al mar, antes que nada empujamos la nave
hacia el mar divino y colocamos el mástil y las velas a la negra nave. Embarcamos
también ganados que habíamos tomado, y luego ascendimos nosotros llenos de dolor,
derramando gruesas lágrimas. Y Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de
voz, nos envió un viento que llenaba las velas, buen compañero detrás de nuestra nave de
azuloscura proa. Colocamos luego el aparejo, nos sentamos a lo largo de la nave y a ésta
la dirigían el viento y el piloto. Durante todo el día estuvieron extendidas las velas en su
viaje a través del ponto.
«Y Helios se sumergió, y todos los caminos se llenaron de sombras. Entonces llegó
nuestra nave a los confines de Océano de profundas corrientes, donde está el pueblo y la
ciudad de los hombres Cimerios cubiertos por la oscuridad y la niebla. Nunca Helios, el
brillante, los mira desde arriba con sus rayos, ni cuando va al cielo estrellado ni cuandode nuevo se vuelve a la tierra desde el cielo, sino que la noche se extiende sombría sobre
estos desgraciados mortales. Llegados allí, arrastramos nuestra nave, sacamos los
ganados y nos pusimos en camino cerca de la corriente de Océano, hasta que llegamos al
lugar que nos había indicado Circe. Allí Perimedes y Euríloco sostuvieron las víctimas y
yo saqué la aguda espada de junto a mi muslo e hice una fosa como de un codo por uno y
otro lado. Y alrededor de ella derramaba las libaciones para todos los difuntos, primero
con leche y miel, después con delicioso vino y, en tercer lugar, con agua. Y esparcí por
encima blanca harina.
«Y hacía abundantes súplicas a las inertes cabezas de los muertos, jurando que, al
volver a Itaca, sacrificaría en mi palacio una vaca que no hubiera parido, la que fuera la
mejor, y que llenaría una pira de obsequios y que, aparte de esto, sacrificaría a sólo
Tiresias una oveja negra por completo, la que sobresaliera entre nuestros rebaños.
«Luego que hube suplicado al linaje de los difuntos con promesas y súplicas, yugulé los
ganados que había llevado junto a la fosa y fluía su negra sangre. Entonces se empezaron
a congregar desde el Erebo las almas de los difuntos, esposas y solteras; y los ancianos
que tienen mucho que soportar; y tiernas doncellas con el ánimo afectado por un dolor
reciente; y muchos alcanzados por lanzas de bronce, hombres muertos en la guerra con
las armas ensangrentadas. Andaban en grupos aquí y allá, a uno y otro lado de la fosa,
con un clamor sobrenatural, y a mí me atenazó el pálido terror.
«A continuación di órdenes a mis compañeros, apremiándolos a que desollaran y asaran
las víctimas que yacían en el suelo atravesadas por el cruel bronce, y que hicieran
súplicas a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Entonces saqué la
aguda espada de junto a mi muslo, me senté y no dejaba que las inertes cabezas de los
muertos se acercaran a la sangre antes de que hubiera preguntado a Tiresias.

ELPENOR.
«La primera en llegar fue el alma de mi compañero Elpenor. Todavía no estaba
sepultado bajo la tierra, la de anchos caminos, pues habíamos abandonado su cadáver, no
llorado y no sepulto, en casa de Circe, que nos urgía otro trabajo. Contemplándolo
entonces, lo lloré y compadecí en mi ánimo, y, hablándole, decía aladas palabras:
« “Elpenor, ¿cómo has bajado a la nebulosa oscuridad? ¿Has llegado antes a pie que yo
en mi negra nave?”
«Así le dije, y él, gimiendo, me respondió con su palabra:
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, me enloqueció el Destino
funesto de la divinidad y el vino abundante. Acostado en el palacio de Circe, no pensé en
descender por la larga escalera, sino que caí justo desde el techo y mi cuello se quebró
por la nuca. Y mi alma descendió a Hades.
«Ahora te suplico por aquellos a quienes dejaste detrás de ti, por quienes no están
presentes; te suplico por tu esposa y por tu padre, el que te nutrió de pequeño, y por
Telémaco, el hijo único a quien dejaste en tu palacio: sé que cuando marches de aquí, del
palacio de Hades, fondearás tu bien fabricada nave en la isla de Eea. Te pido, soberano,
que te acuerdes de mí allí, que no te alejes dejándome sin llorar ni sepultar, no sea que me
convierta para ti en una maldición de los dioses. Antes bien, entiérrame con mis armas,
todas cuantas tenga, y acumula para mí un túmulo sobre la ribera del canoso mar -¡desgraciado de mí!- para que te sepan también los venideros. Cúmpleme esto y clava en mi tumba el remo con el que yo remaba cuando estaba vivo, cuando estaba entre mis compa-
ñeros.”
«Así habló, y yo, respondiéndole, dije:
«“ Esto lo cumpliré, desdichado, y realizaré.”
«Así permanecíamos sentados, contestándonos con palabras tristes; yo sostenía mi
espada sobre la sangre y, enfrente, hablaba largamente el simulacro de mi compañero.

ANTICLEA.
«También llegó el alma de mi difunta madre, la hija del magnánimo Autólico, Anticlea,
a quien había dejado viva cuando marché a la sagrada Ilión. Mirándola la compadecí en
mi ánimo, pero ni aun así la permití, aunque mucho me dolía, acercarse a la sangre antes
de interrogar a Tiresias.

TIRESIAS.
«Y llegó el alma del Tebano Tiresias -en la mano su cetro de oro-, y me reconoció, y
dijo:
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ¿por qué has venido,
desgraciado, abandonando la luz de Helios, para ver a los muertos y este lugar carente de
goces? Apártate de la fosa y retira tu aguda espada para que beba de la sangre y te diga la
verdad.”
«Así dijo; yó entonces volví a guardar mi espada de clavos de plata, la metí en la vaina,
y sólo cuando hubo bebido la negra sangre se dirigió a mí con palabras el irreprochable
adivino:
«”Tratas de conseguir un dulce regreso, brillante Odiseo; sin embargo, la divinidad te lo
hará difícil, pues no creo que pases desapercibido al que sacude la tierra. Él ha puesto en
su ánimo el resentimiento contra ti, airado porque le cegaste a su hijo. Sin embargo,
llegaréis, aun sufriendo muchos males, si es que quieres contener tus impulsos y los de
tus compañeros cuando acerques tu bien construida nave a la isla de Trinaquía, escapando
del ponto de color violeta, y encontréis unas novillas paciendo y unos gordos ganados, los
de Helios, el que ve todo y todo lo oye. Si dejas a éstas sin tocarlas y piensas en el
regreso, llegaréis todavía a Itaca, aunque después de sufrir mucho; pero si les haces daño,
entonces te predigo la destrucción para la nave y para tus compañeros. Y tú mismo,
aunque escapes, volverás tarde y mal, en nave ajena, después de perder a todos tus
compañeros. Y encontrarás desgracias en tu casa: a unos hombres insolentes que te
comen tu comida, que pretenden a tu divina esposa y le entregan regalos de esponsales.
«”Pero, con todo, vengarás al volver las violencias de aquéllos. Después de que hayas
matado a los pretendientes en tu palacio con engaño o bien abiertamente con el agudo
bronce, toma un bien fabricado remo y ponte en camino hasta que llegues a los hombres
que no conocen el mar ni comen la comida sazonada con sal; tampoco conocen éstos
naves de rojas proas ni remos fabricados a mano, que son alas para las naves. Conque te
voy a dar una señal manifiesta y no te pasará desapercibida: cuando un caminante te salga
al encuentro y te diga que llevas un bieldo sobre tu espléndido hombro, clava en tierra el
remo fabricado a mano y, realizando hermosos sacrificios al soberano Poseidón -un
carnero, un toro y un verraco semental de cerdas- vuelve a casa y realiza sagradas
hecatombes a los dioses inmortales, los que ocupan el ancho cielo, a todos por orden. Y
entonces te llegará la muerte fuera del mar, una muerte muy suave que te consuma
agotado bajo la suave vejez. Y los ciudadanos serán felices a tu alrededor. Esto que te
digo es verdad.” «Así habló, y yo le contesté diciendo:
«”Tiresias, esto lo han hilado los mismos dioses. Pero, vamos, dime esto e infórmame
con verdad: veo aquí el alma de mi madre muerta; permanece en silencio cerca de la
sangre y no se atreve a mirar a su hijo ni hablarle. Dime, soberano, de qué modo
reconocería que soy su hijo.” ,
«Así hablé y él me respondió diciendo:
«”Te voy a decir una palabra fácil y la voy a poner en tu mente. Cualquiera de los
difuntos a quien permitas que se acerque a la sangre te dirá la verdad, pero al que se lo
impidas se retirará.”
«Así habló, y marchó a la mansión de Hades el alma del soberano Tiresias después de
decir sus vaticinios.
«En cambio, yo permanecí allí constante hasta que llegó mi madre y bebió la negra
sangre. Al pronto me reconoció y, llorando, me dirigió aladas palabras:
«”Hijo mío, cómo has bajado a la nebulosa oscuridad si estás vivo? Les es difícil a los
vivos contemplar esto, pues hay en medio grandes ríos y terribles corrientes, y, antes que
nada, Océano, al que no es posible atravesar a pie si no se tiene una fabricada nave. ¿Has
llegado aquí errante desde Troya con la nave y los compañeros después de largo tiempo?
¿Es que no has llegado todavía a Itaca y no has visto en el palacio a tu esposa?”
«Así habló, y yo le respondí diciendo:
«”Madre mía, la necesidad me ha traído a Hades para pedir oráculo al alma del tebano
Tiresias. Todavía no he llegado cerca de Acaya ni he tocado nuestra tierra en modo
alguno, sino que ando errante en continuas dificultades desde al día en que seguí al divino
Agamenón a Ilión, la de buenos potros, para luchar con los troyanos.
«”Pero, vamos, dime esto e infórmame con verdad: ¿Qué Ker de la terrible muerte te
dominó? ¿Te sometió una larga enfermedad o te mató Artemis, la que goza con sus
saetas, atacándote con sus suaves dardos? Háblame de mi padre y de mi hijo, a quien
dejé; dime si mi autoridad real sigue en su poder o la posee otro hombre, pensando que ya
no volveré más. Dime también la resolución y las intenciones de mi esposa legítima, si
todavía permanece junto al niño y conserva todo a salvo o si ya la ha desposado el mejor
de los aqueos.”
«Así dije, y al pronto me respondió mi venerable madre:
«”Ella permanece todavía en tu palacio con ánimo afligido, pues las noches se le
consumen entre dolores y los días entre lágrimas. Nadie tiene todavía tu hermosa
autoridad, sino que Telémaco cultiva tranquilamente tus campos y asiste a banquetes
equitativos de los que está bien que se ocupe un administrador de justicia, pues todos le
invitan.
«”Tu padre permanece en el campo, y nunca va a la ciudad, y no tiene sábanas en la
cama ni cobertores ni colchas espléndidas, sino que en invierno duerme como los siervos
en el suelo, cerca del hogar -y visten su cuerpo ropas de mala calidad-, mas cuando llega
el verano y el otoño… tiene por todas partes humildes lechos formados por hojas caídas,
en la parte alta de su huerto fecundo en vides. Ahí yace doliéndose, y crece en su interior
una gran aflicción añorando tu regreso, pues ya ha llegado a la molesta vejez.
«”En cuanto a mí, así he muerto y cumplido mi destino: no me mató Artemis, la certera
cazadora, en mi palacio, acercándose con sus suaves dardos, ni me invadió enfermedad
alguna de las que suelen consumir el ánimo con la odiosa podredumbre de los miembros, sino que mi nostalgia y mi preocupación por ti, brillante Odiseo, y tu bondad me privaron
de mi dulce vida.”
«Así dijo, y yo, cavilando en mi mente, quería abrazar el alma de mi difunta madre.
Tres veces me acerqué -mi ánimo me impulsaba a abrazarla-, y tres veces voló de mis
brazos semejante a una sombra o a un sueño.
«En mi corazón nacía un dolor cada vez más agudo, y, hablándole, le dirigí aladas
palabras:
«”Madre mía, ¿por qué no te quedas cuando deseo tomarte para que, rodeándonos con
nuestros brazos, ambos gocemos del frío llanto, aunque sea en Hades? ¿Acaso la ínclita
Perséfone me ha enviado este simulacro para que me lamente y llore más todavía?”
«Así dije, y al pronto me contestó mi soberana madre:
«”¡Ay de mí, hijo mío, el más infeliz de todos los hombres! De ningún modo te engaña
Perséfone, la hija de Zeus, sino que ésta es la condición de los mortales cuando uno
muere: los nervios ya no sujetan la carne ni los huesos, que la fuerza poderosa del fuego
ardiente los consume tan pronto como el ánimo ha abandonado los blancos huesos, y el
alma anda revoloteando como un sueño. Conque dirígete rápidamente a la luz del día y
sabe todo esto para que se lo digas a tu esposa después.”
«Así nos contestábamos con palabras. Y se acercaron -pues las impulsaba la ínclita
Perséfone- cuantas mujeres eran esposas e hijas de nobles. Se congregaban
amontonándose alrededor de la negra sangre y yo cavilaba de qué modo preguntaría a
cada una. Y ésta me pareció la mejor determinación: saqué la aguda espada de junto a mi
vigoroso muslo y no permitía que bebieran la negra sangre todas a la vez. Así que se iban
acercando una tras otra y cada una de ellas contaba su estirpe. (…)

EL ESPÍRITU DE AGAMENÓN
«”Noble Atrida, soberano de tu pueblo, Agamenón, ¿qué Ker de la triste muerte te ha
domeñado? ¿Es que te sometió en las naves Poseidón levantando inmenso soplo de
crueles vientos?, ¿o te hirieron en tierra hombres enemigos por robar bueyes y hermosos
rebaños de ovejas o por luchar por tu ciudad y tus mujeres?”
«Así dije, y él, respondiéndome, habló enseguida:
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no me ha sometido
Poseidón en las naves levantando inmenso soplo de crueles vientos ni me hirieron en
tierra hombres enemigos, sino que Egisto me urdió la muerte y el destino, y me asesinó
en compañía de mi funesta esposa, invitándome a entrar en casa, recibiéndome al
banquete, como el que mata a un novillo junto al pesebre. Así perecí con la muerte más
miserable, y en torno mío eran asesinados cruelmente otros compañeros, como los
jabalíes albidenses que son sacrificados en las nupcias de un poderoso o en un banquete a
escote o en un abundante festín. Tú has intervenido en la matanza de machos hombres
muertos en combate individual o en la poderosa batalla, pero te habrías compadecido
mucho más si hubieras visto cómo estábamos tirados en torno a la crátera y las mesas
repletas en nuestro palacio, y todo el pavimento humeaba con la sangre. También puede
oír la voz desgraciada de la hija de Príamo, de Casandra, a la que estaba matando la
tramposa Clitemnestra a mi lado. Yo elevaba mis manos y las batía sobre el suelo,
muriendo con la espada clavada, y ella, la de cara de perra, se apartó de mí y no esperó
siquiera, aunque ya bajaba a Hades, a cerrarme los ojos ni juntar mis labios con sus
manos. Que no hay nada más terrible ni que se parezca más a un perro que una mujer que
haya puesto tal crimen en su mente, como ella concibió el asesinato para su inocente
marido. ¡Y yo que creía que iba a ser bien recibido por mis hijos y esclavos al llegar a
casa! Pero ella, al concebir tamaña maldad, se bañó en la infamia y la ha derramado sobre
todas las hembras venideras, incluso sobre las que sean de buen obrar.”
«Así habló, y yo me dirigí a él contestándole:
«”¡Ay, ay, mucho odia Zeus, el que ve a lo ancho, a la raza de Atreo por causa de las
decisiones de sus mujeres, desde el principio! Por causa de Helena perecimos muchos, y
a ti, Clitemnestra te ha peparado una trampa mientras estabas lejos.”
«Así dije, y él, respondiéndome, se dirigió a mí:
«”Por eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le reveles todas tus intenciones, las
que tú te sepas bien, mas dile una cosa y que la otra permanezca oculta. Aunque tú no,
Odiseo, tú no tendrás la perdición por causa de una mujer. Muy prudente es y concibe en
su mente buenas decisiones la hija de Icario; la prudente Penélope. Era una joven recién
casada cuando la dejamos al marchar a la guerra y tenía en su seno un hijo inocente que
debe sentarse ya entre el número de los hombres; ¡feliz él! Su padre lo verá al llegar y él
abrazará a su padre -ésta es la costumbre-, pero mi esposa no me permitió siquiera saturar
mis ojos con la vista de mi hijo, pues me mató antes. Te voy a decir otra cosa que has de
poner en tu pecho: dirige la nave a tu tierra patria a ocultas y no abiertamente, pues ya no
puede haber fe en las mujeres.

SÍSIFO, HÉRCULES.
«Y vi a Sísifo, que soportaba pesados dolores, llevando una enorme piedra entre sus
brazos. Hacía fuerza apoyándose con manos y pies y empujaba la piedra hacia arriba,
hacia la cumbre, pero cuando iba a trasponer la cresta, una poderosa fuerza le hacía
volver una y otra vez y rodaba hacia la llanura la desvergonzada piedra. Sin embargo, él
la empujaba de nuevo con los músculos en tensión y el sudor se deslizaba por sus
miembros y el polvo caía de su cabeza.
«Después de éste vi a la fuerza de Héracles, a su imagen. Éste goza de los banquetes
entre los dioses inmortales y tiene como esposa a Hebe de hermosos tobillos, la hija del
gran Zeus y de Hera, la de sandalias de oro.
«En torno suyo había un estrépito de cadáveres, como de pájaros, que huían asustados
en todas direcciones. Y él estaba allí, semejante a la oscura noche, su arco sosteniendo
desnudo y sobre el nervio una flecha, mirando alrededor que daba miedo y como el que
está siempre a punto de disparar. Y rodeando su pecho estaba el terrible tahalí, el cinturón
de oro en el que había cincelados admirables trabajos osos, salvajes jabalíes, leones de
mirada torcida, combates, luchas, matanzas, homicidios. Ni siquiera el artista que puso en
este cinturón todo su arte podría realizar otra cosa parecida. Me reconoció al pronto
cuando me vio con sus ojos y, llorando, dijo aladas palabras:
« “Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ¡también tú andas
arrastrando una existencia desgraciada, como la que yo soportara bajo los rayos del sol!
Hijo de Zeus Cronida era yo y, sin embargo, tenía una pesadumbre inacabable. Pues
estaba sujeto a un hombre muy inferior a mí que me imponía pesados trabajos. También
me envió aquí en cierta ocasión para sacar al Perro, pues pensaba que ninguna otra
prueba me sería más difícil. Pero yo me llevé al Perro a la luz y lo saqué de Hades. Y me
escoltó Hermes y la de ojos brillantes, Atenea.”
«Así habló y se volvió de nuevo a la mansión de Hades. Yo, sin embargo, me quedé allí
por si venía alguno de los otros héroes guerreros, los que ya habían perecido. También
habría visto a hombres todavía más antiguos a quienes mucho deseaba ver, a Teseo y
Pirítoo, hijos gloriosos de los dioses, pero se empezaron a congregar multitudes
incontables de muertos con un vocerío sobrenatural y se apoderó de mí el pálido terror,
no fuera que la ilustre Perséfone me enviara desde Hades la cabeza de la Gorgona, del
terrible monstruo.
«Entonces marché a la nave y ordené a mis compañeros que embarcaran enseguida y
soltaran amarras. Y ellos embarcaron rápidamente y se sentaron sobre los remos.
«Y el oleaje llevaba a la nave por el río Océano, primero al impulso de los remos y
después se levantó una brisa favorable. »

18.- The corporation, 2003. March Achbar, Jennifer Abbot. Características psicológicas de la corporación multinacional.

Película

23:30 Incapacidad para tener sentimientos.
24:18 Incapacidad para establecer relaciones duraderas.
28:15 Indiferencia hacia los demás.
30:10 Tendencia a mentir.
33:15 Ausencia del sentimiento de culpa.
37:00 Incapacidad para seguir normas.

40:35 Resumen: psicología del comercio.

17.- La condición obrera. Simone Weil.

Hay en el trabajo manual y en general en el trabajo práctico, que es el trabajo propiamente dicho, un elemento irreductible de servidumbre que ni la más perfecta equidad social podría borrar. Se trata del hecho de que este trabajo está gobernado por la necesidad, no por la finalidad. Se lleva a cabo por causa de una necesidad y no para obtener un bien; “porque hay que ganarse la vida”, como dicen quienes pasan su existencia dentro de él. En él se aporta un esfuerzo después del cual, a todas luces, no tendremos más que lo que ahora tenemos. Sin ese esfuerzo, perderíamos lo que tenemos.
Pero en la naturaleza humana no existe otra fuente de energía para el esfuerzo más que el deseo. Y al hombre no le es dado desear lo que ya tiene. El deseo es una orientación, el comienzo del movimiento hacia algo. El movimiento es hacia un punto donde no estamos. Si el movimiento, apenas iniciado, vuelve sobre su punto de partida, daremos vueltas como una ardilla en una jaula, como un condenado en una celda. Y dar vueltas y vueltas produce rápidamente el hastío.
El hastío, el cansancio, el asco es la gran tentación de aquellos que trabajan, sobre todo si están en condiciones inhumanas, e incluso cuando no es así. A veces esta tentación se ceba más en los mejores.

La unidad de tiempo en esa situación es la jornada. En ese espacio se dan vueltas en círculo. En él se oscila entre el trabajo y el descanso como una pelota que botara de un muro al de enfrente. Se trabaja solamente porque se tiene necesidad de comer. Pero se come para poder continuar trabajando. Y nuevamente se trabaja para comer.
Todo es intermediario en esa existencia, todo es medio, la finalidad no se fija en ninguna parte. El objeto fabricado es un medio; será vendido. ¿Quién puede poner en él su bien?. La materia, el útil de trabajo, el cuerpo del trabajador, su misma alma, son medios para la fabricación. La necesidad está en todas partes , el bien en ninguna.
No hay que buscar más causas a la desmoralización del pueblo. La causa está ahí; es permanente; es esencial a la condición del trabajo. Hay que buscar las causas que, en períodos anteriores, impidieron que la desmoralización se produjera.

Una gran inercia moral, una gran fuerza física que haga el esfuerzo casi insensible permiten soportar ese vacío. Si no es así, son necesarias compensaciones. Una compensación es la ambición de una condición social distinta para sí mismo o para los hijos. Otra son los placeres fáciles y violentos, compensación de la misma naturaleza; es el sueño en lugar de la ambición. El domingo es el día en que se quiere olvidar que existe la necesidad de trabajar. Para ello hay que gastar. Hay que vestirse como si no se trabajara. Hay que obtener satisfacciones de la vanidad e ilusiones de potencia que la licencia proporciona con gran facilidad. El exceso tiene exactamente la función de un estupefaciente, y el uso de estupefacientes es una tentación constante para aquellos que sufren. Finalmente, la revolución es también una compensación de esta misma naturaleza; es la ambición transportada al colectivo, la loca ambición de una ascensión de todos los trabajadores más allá de la condición de trabajadores.

16.- A propósito de Estupor y temblores: una ficción sobre el mundo laboral, La mano invisible, de Isaac Rosa.

En sus peores momentos laborales, por ejemplo durante los
tres meses en que trabajó en una empresa de unificación de
deudas, ofreciendo créditos usureros por teléfono mediante un
guión simpático que encubría lo ruinoso del trato para el cliente
desprevenido, familias al borde del embargo de cuya necesidad se
aprovechaba, y cuando salía de la oficina cansada, con ese
agotamiento mental que deja la simpatía profesional y que sólo
conocen quienes tienen que trabajar con una sonrisa permanente,
sea presencial o telefónica; cuando salía a la calle no sólo fatigada,
no sólo con jaqueca, no sólo con las cervicales y los brazos
cargados de tensión y mala postura, no sólo frustrada por los
pocos contratos conseguidos y que rebajarían sus ingresos
mensuales; cuando además de todo eso salía del trabajo con otro
malestar mayor, sintiéndose mala persona por haber estafado a
personas en situación dramática, se desplomaba en un asiento del
metro y en el reflejo de la ventanilla encontraba su sonrisa, todavía
su sonrisa, pese a las ojeras y la mirada triste persistía esa sonrisa
como una máscara que hubiese olvidado dejar sobre la mesa,
junto a los auriculares, el ratón y los folios del guión; y al verse en
el espejo del metro cambiaba bruscamente la expresión, hacía
desaparecer la sonrisa como quien esconde una prenda de ropa
con la que teme ser identificada por un perseguidor; miraba a
quienes, como ella, viajaban en el metro con expresión agotada,
hombres durmiendo el sueño que les faltó en la mañana por el
madrugón, mujeres con el maquillaje agrietado y sucio tras tantas
horas desde que salieron de sus casas, pies hinchados en
loszapatos de quienes trabajan de pie; los miraba temiendo que entre
ellos estuviese alguno de los desesperados a los que ese día había
convencido de firmar un contrato de reunificación de deudas que
les dejaría respirar brevemente pero que a medio plazo sería su
tumba; temía que el trabajador que frente a ella revisaba unos
papeles mordiéndose el labio inferior hubiese hablado con ella por
teléfono el día antes, y que al mirarla ahora, al ver su sonrisa
rígida, la identificase y le pidiese explicaciones por no haberle
dicho toda la verdad, por haberle ocultado información, por
haberle dado facilidades y haber grabado la conversación para que
tuviera validez de contrato y ya no hubiera posibilidad de
rectificación. Lo mismo le ocurrió hace medio año, cuando por la
calle la abordó un hombre al que inicialmente no reconoció, un
boliviano con expresión furiosa que le preguntó si ella era quien él
creía, si ella era la chica de la inmobiliaria que un año antes había
ido repartiendo sonrisas, octavillas y tarjetas de contacto a la obra
donde él y otros compatriotas trabajaban, y que con simpatía y un
punto de seducción le convenció de comprar un piso con unas
condiciones irresistibles: es muy sencillo, tú ahora estás pagando
setecientos euros de alquiler, pues por sólo un poco más, por
ochocientos mensuales, pagas la hipoteca y tienes un piso en
propiedad, así cuando te vuelvas a tu país lo vendes y le sacas el
doble de lo que ahora vale, con eso en tu país eres el rey del
mambo, y encima el crédito te cubre el ciento veinte por ciento,
tienes para lo que necesites ahora, para quitarte trampas, para
enviar a tu familia, para darte un capricho. Eres tú la que me
vendió el piso, verdad, le preguntó el hombre agarrándola con
fuerza por el brazo, pero ella lo negó, se mostró convincente en su
negativa, con la misma persuasión con que en otros momentos
había vendido contratos telefónicos, detergentes industriales,
préstamos o pisos a inmigrantes con condiciones que no podrían
afrontar en cuanto se quedasen sin trabajo. Ella aseguró no ser la
persona que él decía, no sabía de qué le hablaba, ella no vendía
pisos, y para vencer al miedo que le encogía el estómago se
mostró firme, como no me sueltes grito, y él fue aflojando la
presión del brazo hasta dejarla ir, sin poder contarle todo lo que
llevaba preparado para el día que se la encontrase: que todo se
había hundido, que había perdido el trabajo y tras cinco meses
pidiendo prestado a compañeros y familia dejó de pagar la
hipoteca hasta perder la vivienda, y aun así mantenía una deuda
de más de ciento sesenta mil euros con un banco con el que nunca
firmó un papel, en cuya oficina nunca puso un pie.
Buenas tardes, podría hablar con el señor Herrera Álvarez,
por favor. Encantada de saludarle, señor Herrera. Le llamo para.
Perdone, señor Herrera. No, no se trata de. Disculpe, buenas
tardes.
Buenas tardes, podría hablar con el señor Herrera Álvarez,
por favor. No se encuentra ahora. Es usted su mujer, podría hablar
con usted. Le entiendo. Llamaré en otro momento, muchas
gracias, buenas tardes.
Temía que la reconociesen por su sonrisa, incluso aquí lo
temía los primeros días, que a la luz de estos focos algún cliente
sentado en la grada la identificase y saltase la valla o la esperase a
la salida con un reproche; pero sobre todo le preocupaba que lareconociesen por su voz, más que por su voz, por el soniquete de
teleoperadora que por inercia mantenía también fuera del trabajo
cuando estaba muy cansada y no se daba cuenta, esos momentos
en que al pedir un café o comprar fruta respondía al camarero o al
vendedor con la misma sonrisa telefónica, con el mismo tono
alegre, con las mismas frases de cortesía, buenas tardes, podría
ponerme un kilo de manzanas, muchas gracias, buenas tardes,
disculpe, dicho con el mismo tono con que enfatizaba las frases
del guión en cada llamada y con el que a menudo se hablaban
entre ellas como una broma para descargar tensión, se tomaban
una cerveza a la salida y construían una conversación en la que
sólo podían usar expresiones memorizadas en algún guión de
venta o atención telefónica, y por supuesto sin perder la sonrisa.
Eso era divertido, pero otras veces, al saludar a un vecino en el
ascensor, al conocer a alguien un viernes por la noche, hablaba
con el mismo sonsonete falso y seductor, hablaba sonriendo,
marcaba las pausas, controlaba la respiración, hasta que se daba
cuenta y se enojaba. Temía por eso que algún cliente furioso la
reconociese al oír su voz en el supermercado, en el bar, y le
reprochase todo lo que con razón podían reprocharle: tú eres la
que me vendió un crédito sin informarme de las condiciones
abusivas, tú eres la que me mareó durante días para que venciese
el período de devolución antes de atender mi queja, tú eres la que
fingía interés en mi reclamación y luego me dejaba colgado de
una llamada en espera que nadie atendía, tú eres la que me
convenció para un contrato de telefonía que ahora no puedo dar
de baja, tú eres la que me prometió que mi avería sería

15.- Inicios de novelas de Amélie Nothomb.

a) Cosmética del enemigo. 2008.
Cosmético, el hombre se alisó el pelo con la palma de
la mano. Tenía que estar presentable con el fin de
conocer a su víctima según mandan los cánones.
Jérôme Angust ya estaba hecho un amasijo de nervios
cuando la voz de la azafata anunció que, debido a
problemas técnicos, el vuelo sufriría un retraso sin
determinar.
«Lo que faltaba», pensó.
Odiaba los aeropuertos, y la perspectiva de permanecer
en aquella sala de espera durante un lapso que ni
siquiera podía precisar le sacaba de quicio.
Sacó un libro de la bolsa y, con rabia, se sumergió en
su lectura.
—Buenos días —le dijo alguien en tono ceremonioso.
Apenas levantó la nariz y devolvió el saludo con
mecánica educación.
—El retraso de los vuelos es una lata, ¿verdad?
—Sí —masculló.
—Si por lo menos uno supiera cuántas horas tendrá que
esperar, podría organizarse.
Jérôme Angust asintió con la cabeza.
—¿Qué tal su libro? —preguntó el desconocido.
«Pero bueno —pensó Jérôme—, sólo me faltaba que un
pelmazo viniera a darme la tabarra.»
—Hm hm —respondió en un tono que parecía querer decir:
«Déjeme en paz.»
—Tiene suerte. Yo soy incapaz de leer en un sitio
público.
«Quizás por eso se dedica a molestar a los que sí
pueden hacerlo», suspiró Angust para sí mismo.
—Odio los aeropuertos —insistió el hombre. («Yo
también, cada vez más», pensó Jérôme)—. Los ingenuos
creen que aquí se conoce a viajeros de toda clase. ¡Qué
error tan romántico! ¿Sabe qué clase de gente encuentra
uno por aquí?
—¿Inoportunos? —rechinó éste, que fingía seguir
leyendo.
—No —dijo el otro sin darse por aludido—. Son
ejecutivos en viaje de negocios. El viaje de negocios
es la negación del viaje hasta tal extremo que no es
digno de llamarse así. Semejante actividad debería
denominarse «desplazamiento comercial». ¿No le parece
que sería más correcto?
—Estoy en viaje de negocios —articuló Angust, creyendo
que el desconocido se excusaría por su metedura de
pata.
—No hace falta que lo diga, señor, eso se nota.
«¡Y además es grosero!», pensó Jérôme, fulminándolo
con la mirada.
Como la buena educación había sido violada, decidió
que él también podía saltarse sus normas.
—Caballero, por si todavía no se ha dado cuenta, no
deseo hablar con usted.
—¿Por qué? —preguntó el desconocido con descaro.
—Estoy leyendo.
—No, señor.
—¿Cómo dice?
—No está leyendo. Quizás crea que está leyendo. Pero
leer es otra cosa.
—Bueno, de acuerdo, no tengo ningún interés en
escuchar sus profundas consideraciones sobre la
lectura. Me está poniendo nervioso. Incluso suponiendo
que no estuviera leyendo, no deseo hablar con usted.
—Enseguida se nota cuando alguien está leyendo. El que
lee, el que lee de verdad, está en otra parte. Y usted,
caballero, estaba aquí.
—¡Si supiera hasta qué punto lo lamento! Sobre todo
desde que ha llegado usted.
—Sí, la vida está llena de estos pequeños sinsabores
que la perturban de un modo negativo. Mucho más que los
problemas metafíisicos, son las ínfimas contrariedades
las que nos muestran el lado aburdo de la existencia.
—Caballero, puede meterse su filosofía de pacotilla…
—No sea usted grosero, se lo ruego.
—¡Usted sí lo es!
—Texel. Textor Texel.
—¿Y a qué viene ahora este estribillo?
—Admita que resulta más fácil conversar con alguien
sabiendo cómo se llama.
—¿No acabo de decirle que no quiero conversar con
usted?
—¿A qué viene esta agresividad, señor Jérôme Angust?
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Lo lleva escrito en la etiqueta de su bolsa de viaje.
También figura su direccción.
Angust suspiró:
—Bueno. ¿Qué quiere usted?
—Nada. Hablar.
—Odio a la gente que desea hablar.
—Lo siento. Difícilmente podrá usted impedírmelo: no
está prohibido.
El importunado se levantó y fue a sentarse a unos
cincuenta metros de distancia. En vano: el inoportuno
le siguió y se plantó a su lado. Jérôme volvió a
cambiar de sitio para ocupar un asiento libre entre dos
personas, creyendo que así estaría protegido. Pero eso
no pareció molestar a su escolta, que se instaló, de
pie, delante de él y volvió al ataque.
—¿Tiene problemas profesionales?
—¿Me habla usted delante de otras personas?
—¿Cuál es el problema?
Angust volvió a levantarse para regresar a su antiguo
sitio: puesto a ser humillado por un pelmazo, mejor
prescindir de espectadores.
—¿Tiene problemas profesionales? —repitió Texel.
—No se esfuerce en hacerme preguntas. No pienso
contestarle.
—¿Por qué?
—No puedo impedirle hablar, ya que no está prohibido.
Pero tampoco puede obligarme a responder, ya que no es
obligatorio.
—Y, sin embargo, acaba de responderme.
—Para, a partir de ahora, poder dejar de hacerlo en
mejores condiciones.
—Bueno, entonces le hablaré de mí.
—Me lo temía.
—Como ya le he dicho, me llamo Texel. Textor Texel.
—Lo siento.
—¿Lo dice porque mi nombre es extraño?
—Lo digo porque siento haberle conocido, caballero.
—Pero mi nombre no es tan extraño. Texel es un
patronímico como cualquier otro, que proviene de mis
orígenes holandeses. Suena bien, Texel. ¿Qué le parece?
—Nada.
—Por supuesto, Textor resulta algo más complicado. No
obstante, es un nombre que tiene tintes de nobleza.
¿Sabía usted que era uno de los muchos nombres de
Goethe?
—Pobrecito.
—No, tampoco está tan mal, Textor.
—Lo que resulta duro es tener algo en común con usted,
aunque sólo sea el nombre.
—Textor parece feo, pero si uno se detiene a
analizarlo, no es muy distinto de la palabra «texto»,
que resulta irreprochable. En su opinión, ¿cuál podría
ser la etimología de Textor?
—¿Escarmiento? ¿Castigo?
—¿Acaso tiene algo que reprocharse a sí mismo? —
preguntó el hombre con una extraña sonrisa.
—Pues no. Está visto que la justicia no existe:
siempre pagan justos por pecadores.
—Sea como fuere, su hipótesis es fantasiosa. El origen
de Textor es «texto».
—Si supiera hasta qué punto me importa un bledo.
—La palabra «texto» procede del latín texere, que
significa «tejer». De lo que se deduce que el texto es,
en primera instancia, un tejido de palabras.
Interesante, ¿verdad?
—En resumen, que su nombre significa «tejedor».
—Yo me inclino por la segunda acepción, más elevada,
de «redactor»: aquel que teje el texto. Lástima que con
semejante nombre no sea escritor.
—Es cierto. Así podría dedicarse a emborronar hojas de
papel en lugar de agobiar a los desconocidos con su
chachara.
—Y es que el mío es un nombre bonito. En realidad, lo
que plantea un problema es la conjunción de mi
patronímico con mi nombre: hay que admitir que Textor
Texel no suena bien.
—Peor para usted.
—Textor Texel —repitió el hombre, insistiendo en la
dificultad que tenía al pronunciar esta sucesión de x y
de t. Me pregunto en qué estarían pensando mis padres
cuando me llamaron así.
—Habérselo preguntado.
—Mis padres murieron cuando yo tenía cuatro años,
dejándome como herencia esta misteriosa identidad, como
un mensaje que tendría que dilucidar.
—Dilucídelo sin mí.
—Textor Texel… Con el tiempo, cuando uno se
acostumbra a pronunciar estos complejos sonidos, dejan
de parecerle discordantes. En cierto modo, incluso
existe cierta belleza fonética en este nombre singular:
Textor Texel, Textor Texel, Textor…
—¿Piensa hacer gárgaras durante mucho rato?
—De todos modos, como escribe el lingüista Gustave
Guillaume: «Lo que le apetece al oído le apetece a la
mente.»
—¿Qué puede hacer uno contra la gente como usted?
¿Encerrarse en los servicios?
—No le servirá de nada, querido. Estamos en un
aeropuerto: los servicios no están aislados
fonéticamente. Le acompañaré hasta allí y seguiré
hablando desde el otro lado de la puerta.
—¿Por qué hace esto?
—Porque me apetece. Siempre hago lo que me apetece.
—A mí me apetecería romperle la cara.
—Mala suerte: eso no es legal. A mí, lo que me gusta
en la vida son las molestias autorizadas. Como las
víctimas no tienen derecho a defenderse, resultan
todavía más divertidas.
—¿No tiene aspiraciones más elevadas en la existencia?
—No.
—Pues yo sí.
—No es cierto.
—¿Y usted qué sabe?
—Es un hombre de negocios. Sus ambiciones pueden
valorarse en dinero. Eso no resulta nada elevado.
—Por lo menos no molesto a nadie.
—Seguro que molesta a alguien.
—Suponiendo que sea cierto, ¿quién es usted para
reprochármelo ?
—Soy Texel. Textor Texel.
—Y dale.
—Soy holandés.
—El holandés de los aeropuertos. Uno no elije a sus
holandeses voladores.
—¿El Holandés Errante? Un principiante. Un romántico
necio que sólo la tomaba con las mujeres.
—Mientras que usted, en cambio, ¿la toma con los
hombres?
—La tomo con quien me inspira. Usted resulta muy
inspirador, señor Angust. No tiene aspecto de hombre de
negocios. Hay en usted, a su pesar, cierta
disponibilidad. Eso me conmueve.
—Desengáñese: no estoy disponible.

b) Higiene del asesino. 1996.

Cuando fue público y notorio que el grandísimo escritor Prétextat Tach moriría en los dos próximos meses, periodistas de todo el mundo solicitaron entrevistas privadas con el octogenario. El anciano gozaba, sin lugar a dudas, de un considerable prestigio; no por ello resultó menos sorprendente ver cómo acudían, hasta el pie de la cama del novelista francófono, emisarios de periódicos tan conocidos como Los Rumores de Nankin (que nos hemos tomado la libertad de traducir) y The Bangladesh Observer. De este modo, dos meses antes de su fallecimiento, el señor Tach tuvo la oportunidad de hacerse una idea de la amplitud de su fama.
Su secretario se encargó de realizar una drástica selección entre los solicitantes: descartó todos los periódicos en lengua extranjera, ya que el moribundo sólo hablaba francés y no se fiaba de ningún intérprete; rechazó a los reporteros de color debido a que, con la edad, el escritor había empezado a adoptar puntos de vista racistas que no se correspondían con sus opiniones profundas -avergonzados, los especialistas tachtianos lo interpretaban como la expresión de un deseo senil de escandalizar-; por último, el secretario disuadió educadamente a los solicitantes de las cadenas de televisión, revistas femeninas, periódicos considerados excesivamente políticos y, sobre todo, publicaciones médicas que hubieran querido saber de qué modo había contraído el gran hombre un cáncer tan raro.
No sin orgullo, el señor Tach recibió la noticia de que padecía el temible síndrome de Elzenveiverplatz, conocido vulgarmente como «cáncer de los cartílagos», que el sabio epónimo había diagnosticado en el siglo XIX, en Cayenne, en una decena de presidiarios encarcelados por violencia sexual seguida de homicidio y que, desde entonces, nunca más había sido detectado. Recibió aquel diagnóstico como un honor inesperado: con su físico de obeso imberbe que, salvo la voz, lo tenía todo de un eunuco, temía morir a causa de una estúpida enfermedad cardiovascular. Al redactar su epitafio, no olvidó mencionar el nombre sublime del médico teutón gracias al cual iba a fallecer elegantemente.
A decir verdad, que aquel sedentario adiposo hubiera sobrevivido hasta la edad de ochenta y tres años llenaba de perplejidad a la medicina moderna. El hombre estaba tan gordo que, desde hacía años, confesaba ser incapaz de andar; había mandado a freír espárragos los consejos de los dietistas y se alimentaba de un modo abominable. Por si eso fuera poco, no dejaba de fumarse sus veinte puros diarios. Pero bebía con gran moderación y practicaba la castidad desde tiempos inmemoriales: los médicos no encontraban otra explicación para justificar el buen funcionamiento de su corazón ahogado por la grasa. Su supervivencia resultaba tan misteriosa como el origen del síndrome que iba a ponerle fin.
No hubo ni un sólo órgano de prensa del mundo que no se escandalizara por la mediatización de aquella próxima muerte. Las secciones de cartas de los lectores se hicieron eco de estas autocríticas con amplitud. Los reportajes de los pocos periodistas seleccionados despertaron, precisamente por ello, más expectación todavía, conforme a las leyes de información moderna.
Los biógrafos se mantenían atentos. Los editores preparaban sus baterías. También hubo, claro está, algunos intelectuales que se preguntaron si aquel éxito prodigioso no era sobrevalorado: ¿había sido realmente Tach un innovador? ¿O tan sólo era el ingenioso heredero de creadores desconocidos? Y venga citar a algunos autores de nombre esotérico -cuyas obras ni siquiera habían leído-, lo que les permitía hablar con profundidad.
Todos estos factores concurrieron para asegurarle a aquella agonía un eco excepcional. Era un éxito, sin duda.
El autor, que contaba en su activo con veintidós novelas, vivía en los bajos de un edificio modesto: necesitaba una vivienda en la que todo estuviera en la planta baja, ya que se desplazaba en silla de ruedas. Vivía solo y sin ningún animal de compañía. Cada día, una valerosa enfermera pasaba hacia las cinco de la tarde para lavarle. No habría soportado que nadie hiciera la compra en su lugar: él mismo compraba sus provisiones en las tiendas del barrio. Su secretario, Ernest Gravelin, vivía cuatro pisos más arriba, pero evitaba verle en la medida de lo posible; le telefoneaba regularmente, y Tach nunca perdía la oportunidad de iniciar la conversación con un: «Lo siento, querido Ernest, aún no me he muerto.»

c) Ácido sulfúrico. 2007.

Llegó el momento en que el sufrimiento de los demás ya no les bastó: tuvieron que convertirlo en espectáculo. No era necesaria ninguna cualificación para ser detenido. Las redadas se producían en
cualquier lugar: se llevaban a todo el mundo, sin derogación posible. El único criterio era ser humano.
Aquella mañana, Pannonique había salido a pasear por el Jardín Botánico. Los organizadores llegaron y peinaron minuciosamente el parque. De pronto, la joven se encontró dentro de un camión. Eso ocurrió antes del primer programa: la gente todavía
no sabía qué les iba a ocurrir. Se indignaban. En la estación, les amontonaron en vagones de ganado. Pannonique vio que les estaban filmando: varias cámaras los escoltaban, sin perder ni el más mínimo detalle de su angustia.
Entonces comprendió que rebelarse no sólo no serviría de nada sino que resultaría telegénico. Así pues, durante todo el viaje se mantuvo fría e inmóvil como el mármol. A su alrededor, lloraban niños, gruñían adultos y se sofocaban ancianos.
Les desembarcaron en un campo parecido a los no tan lejanos campos de deportación nazis, con una diferencia nada baladí: habían instalado cámaras por todas partes.
Para ser organizador tampoco era necesaria ninguna cualificación. Los jefes hacían desfilar a los candidatos y seleccionaban a aquellos que tenían «un rostro más significativo». Luego había que responder a cuestionarios de actitud.
Zdena, que en su vida había aprobado un examen, fue admitida. Experimentó un inmenso orgullo. En adelante, podría decir que trabajaba en televisión. Con veinte años, sin estudios, un primer empleo: inalmente su círculo íntimo iba a dejar de burlarse de ella.
Le explicaron los principios del programa. Los responsables le preguntaron si le resultaban chocantes. Page 1

– No. Es fuerte -respondió ella.
Pensativo, el cazatalentos le dijo que se trataba exactamente de eso.
– Es lo que la gente quiere -añadió-. El cuento y el tongo se han acabado.
Superó otros tests en los que demostró que era capaz de golpear a desconocidos, de vociferar insultos gratuitos, de imponer su autoridad, de no dejarse conmover por las lamentaciones.
– Lo que cuenta es el respeto del público -dijo uno de los responsables-. Ningún espectador se merece nuestro desprecio.
Zdena asintió.
Le atribuyeron el grado de kapo.
– Te llamaremos kapo Zdena -le dijeron.
El término militar le gustó.
– Menuda pinta, kapo Zdena -le lanzó a su propio reflejo en el espejo.
Ni siquiera se dio cuenta de que ya estaba siendo filmada.
Los periódicos no hablaban de otra cosa. Los editoriales estaban al rojo vivo, las
grandes conciencias pusieron el grito en el cielo.
El público, en cambio, pidió más desde la primera entrega. El programa, que llevaba la sobria denominación de Concentración, obtuvo un récord de audiencia. Nunca el horror había causado una impresión tan directa.
«Algo está ocurriendo», comentaba la gente.
A la cámara no le faltaban cosas que filmar. Paseaba sus múltiples ojos por los barracones en los que los prisioneros estaban encerrados: letrinas, amuebladas con jergones superpuestos. El comentarista destacaba el olor a orina y el húmedo frío que, por desgracia, la televisión no podía transmitir.
Cada kapo tuvo derecho a algunos minutos de presentación. Page 2

Zdena no daba crédito. Durante más de quinientos segundos, la cámara sólo tendría
ojos para ella. Y aquel ojo sintético presagiaba millones de ojos de verdad.
– No desaprovechéis esta oportunidad de mostraros simpáticos -les dijo un organizador
a los kapos-. El público os ve como unas bestias primarias: demostradles que sois
humanos.
– Tampoco olvidéis que la televisión puede ser una tribuna para aquellos de vosotros
que tengáis ideas, ideales -apuntó otro con una sonrisa perversa que era la viva
expresión de todas las atrocidades que esperaba oírles proferir.
Zdena se preguntó si tenía ideas. La confusión que bullía dentro de su cabeza y que
ella denominaba pomposamente su pensamiento no la aturdió hasta el punto de concluir
con una afirmación. Pero pensó que no tendría ninguna dificultad para inspirar
simpatía.
Es una ingenuidad corriente: la gente ignora hasta qué punto la televisión les afea.
Zdena preparó su discurso delante del espejo sin darse cuenta de que la cámara no
tendría con ella la indulgencia de su propio reflejo.
Los espectadores esperaban con impaciencia la secuencia de los kapos: sabían que
podrían odiarlos y que se lo habrían buscado, que incluso iban a proporcionarles un
excedente de argumentos para su execración.
No les decepcionaron. En su más abyecta mediocridad, las declaraciones de los kapos
superaron sus expectativas.
Sintieron una especial repulsión por una joven de rostro irregularmente anguloso
llamada Zdena.
– Tengo veinte años, intento acumular experiencias -dijo-. No hay que tener prejuicios
respecto a Concentración. De hecho, creo que nunca hay que juzgar, porque ¿quiénes
somos nosotros para juzgar a nadie? Cuando termine este programa, dentro de un año,
tendrá sentido sacar conclusiones. Ahora no. Sé que habrá quien opine que lo que aquí
se le hace a la gente no es normal. Pero yo les hago la siguiente pregunta: ¿qué es la
normalidad? ¿Qué es el bien y el mal? Algo cultural.
– Pero kapo Zdena -intervino el organizador-, ¿le gustaría sufrir lo que sufren los
prisioneros?
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– Es una pregunta deshonesta. En primer lugar, no sabemos lo que piensan los
detenidos, ya que los organizadores no se lo preguntan. Incluso puede que no piensen
nada.
– Cuando cortas un pez vivo tampoco grita. ¿Eso le lleva a concluir que no sufre, kapo
Zdena?
– Ésa sí que es buena, me la apunto -dijo con una carcajada que intentaba provocar
adhesiones-. ¿Sabe?, creo que si están en la cárcel es por algo. Digan lo que digan,
creo que no es una casualidad si uno acaba aterrizando con los débiles. Lo que
constato es que yo, que no soy ninguna blandengue, estoy del lado de los fuertes. En la
escuela ya era así. En el patio, había el lado de las niñitas y de los moninos, yo nunca
estuve con ellos, estaba con los duros. Nunca he buscado que nadie se apiade de mí.
– ¿Cree que los prisioneros intentan despertar la compasión de los demás?
– Está claro. Les ha tocado el papel de buenos.
– Muy bien, kapo Zdena. Gracias por su sinceridad.
La joven salió del campo de la cámara, encantada con lo que acababa de decir. Ni ella
misma sabía que tuviera tantos pensamientos. Disfrutó de la excelente impresión que
iba a producir.
Los periódicos no ahorraron invectivas contra el cinismo nihilista de los kapos y en
particular de la kapo Zdena, cuyas opiniones en tono de superioridad produjeron
consternación. Los editorialistas coincidieron varias veces sobre esa perla que atribuía
el papel de bueno a los prisioneros: las cartas al director hablaron de estupidez
autocomplaciente y de indulgencia humana.
Zdena no comprendió para nada el desprecio de que era objeto. En ningún momento
pensó haberse expresado mal. Llegó a la conclusión de que simplemente los
espectadores y los periodistas eran unos burgueses que le reprochaban sus pocos
estudios; atribuyó su reacción al odio hacia el proletariado lumpen. «¡Y pensar que yo
los respeto!», se dijo.
De hecho, dejó de respetarlos muy deprisa. Su estima se dirigió hacia los
organizadores, con exclusión del resto del mundo. «Ellos por lo menos no me juzgan.
La prueba es que me pagan. Y que me pagan bien.» Un error en cada frase: los jefes
despreciaban a Zdena. Le tomaban el pelo, y a base de bien.
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Al contrario, si hubiera existido la más remota posibilidad de que uno u otro detenido
saliera del campo con vida, lo cual no era el caso, habría sido recibido con honores de
héroe. El público admiraba a las víctimas. La habilidad del programa consistía en
mostrar su imagen más digna.
Los prisioneros ignoraban quiénes eran filmados y lo que veían los espectadores.
Aquello formaba parte de su suplicio. Los que se venían abajo tenían un miedo terrible
a resultar telegénicos: al dolor de la crisis nerviosa se añadía la vergüenza de ser una
atracción. Y, en efecto, la cámara no despreciaba los momentos de histeria.
Tampoco los estimulaba. Sabia que el interés de Concentración radicaba en mostrar,
cuanto más mejor, la belleza de aquella humanidad torturada. Así fue como muy
rápidamente eligió a Pannonique.
Pannonique lo ignoraba. Eso la salvó. Si hubiera sospechado que era el blanco
preferido de la cámara, no habría aguantado. Pero estaba convencida de que un
programa tan sádico sólo se interesaba por el sufrimiento.
Así pues, se dedicó a no expresar ningún dolor. Cada mañana, cuando los
seleccionadores pasaban revista a los contingentes para decretar cuáles de ellos se
habían convertido en ineptos para el trabajo y serían condenados a muerte, Pannonique
disimulaba su angustia y su repugnancia tras una máscara de altanería. Luego, cuando
pasaba toda la jornada quitando escombros del túnel inútil que les obligaban a construir
bajo la baqueta de castigo de los kapos, su rostro carecía de expresión. Finalmente,
cuando les servían a esos hambrientos la inmunda sopa de la noche, se la tragaba sin
expresión.
Pannonique tenía veinte años y el rostro más sublime que uno pueda imaginar. Antes
de la redada, era estudiante de paleontología. La pasión por los diplodocus no le había
dejado demasiado tiempo para mirarse en los espejos ni para dedicar al amor una
juventud tan radiante. Su inteligencia hacía que su esplendor resultara todavía más
aterrador.
Los organizadores no tardaron en fijarse en ella y en considerarla, con razón, una de
las grandes bazas de Concentración. Que una chica tan guapa y tan encantadora
estuviera prometida a una muerte a la que se asistiría en directo creaba una tensión
insostenible e irresistible.
Mientras tanto, no había que privar al público de los deleites a los que invitaba su
magnificencia: los golpes se ensañaban con su espléndido cuerpo, no demasiado fPuaegrtee 5,
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con el objetivo de no estropearla en exceso, pero lo bastante para despertar el horror
puro y duro. Los kapos también tenían derecho a insultar y no se privaban de injuriar
con las mayores bajezas a Pannonique, para mayor emoción de los espectadores.
La primera vez que Zdena vio a Pannonique, hizo una mueca.
Nunca había visto nada parecido. ¿Qué era? A lo largo de su vida se había cruzado
con mucha gente pero nunca había visto nada igual a lo que había sobre el rostro de
aquella joven. En realidad, no sabía si era sobre su rostro o en el interior de su rostro.
«Puede que las dos cosas», pensó con una mezcla de miedo y de repugnancia. Zdena
odió aquella cosa que tanto la incomodaba. Le oprimía el corazón como cuando comes
algo indigesto.
De noche, la kapo Zdena volvió a pensar en ello. Poco a poco, se dio cuenta de que no
pensaba en otra cosa. Si le hubieran preguntado lo que eso significaba, habría sido
incapaz de responder.
Durante el día, se las apañaba para estar lo más a menudo posible cerca de
Pannonique, con el objetivo de observarla de reojo y de comprender por qué aquella
apariencia la obsesionaba.

13.- Temas de Sputnik mi amor (inspirado en “La semántica ficcional de los mundos posibles en la novela de Haruki Murakami”, tesis doctoral de Justo Sotelo, 2012.

a) El doble.
Con Murakami casi nada es lo que parece; todos sus personajes tienen dos caras, o más. Este autor plantea constantes viajes a las profundidades del ser humano, no sólo para conocerse a sí mismo y adquirir valores (como se ha analizado en los códigos epistémico y axiológico), sino para convertirse en “otro”. A sus personajes les gusta romper muros, traspasarlos, ir a la otra orilla y curiosear en lo desconocido; incluso llegar al mundo paralelo para impartir justicia, como ocurre en 1Q84. Después vuelven, por supuesto, siempre regresan a su realidad, pero lo hacen de otra manera, ya que se han convertido en personas distintas. Su idea es bucear constantemente en lo oscuro, en lo que permanece oculto. Es como si se empeñara en preguntar a sus lectores si son capaces de franquear esas fronteras, para añadir acto seguido que, si lo hacen, podrán encontrar entonces almas gemelas en cualquier parte. Es la permanente lucha entre la luz y las sombras, en palabras de Jung. Los lectores de Murakami deben atreverse a traspasar los límites a partir de los
cuales se sienten solos y desarmados; si consiguen atravesar el muro, se transformarán en otro, y por supuesto serán (y se sentirán) más libres. Aunque pueda parecer lo contrario, Murakami es un escritor optimista; sus personajes no dejan de huir de sí mismos, pero no lo hacen por miedo, sino para descubrir un mundo mejor.

(…)

También existen varias transformaciones en Sputnik mi amor. El cambio esencial es el de Myû, aunque también lo hace Sumire después de conocerla. La joven desastrada y bohemia que quería ser escritora en las primeras páginas de la novela, se convierte en otra persona después de conocer a Myû. Cierto día, K se la encuentra sin maquillar, vestida con una blusa sin mangas, una minifalda y unas gafas de sol, y no la reconoce. No hacía ni tres semanas que se habían visto, pero la persona que tenía delante parecía de otro mundo. Sumire había dejado de fumar, vestía bien, llevaba los dos calcetines del mismo par, hablaba italiano, había aprendido a elegir el vino, a usar el ordenador, dormía por las noches y se levantaba por las mañanas. No, K no la reconocía de ninguna de las maneras; lo único que le faltaba era escribir, pero eso estaba a punto de producirse. La transformación de Myû es el punto clave de la historia. Al poco de conocer a Sumire le dice que lo que tiene delante no es su yo auténtico; catorce años atrás se había convertido en la mitad. Ese enigma sólo sirvió para que Sumire la admirara todavía más. En el último tercio de la novela, los lectores conocen lo que le ocurrió a Myû, ya que Sumire lo escribe en su ordenador, y páginas después K lo interpreta. “- No me acuerdo -dice Myû. Habla en voz baja, cubriéndose la cara con las manos-. Sólo sé que era horrible. Yo estaba ahí, mi otro yo allá, y él, Fernando, le hacía todo tipo de cosas a mi yo del otro lado” (p. 182). Más adelante, Myû reconoce que no era Fernando quien se lo hacía, pero que tampoco recuerda, exactamente, lo que había ocurrido en esos momentos. La interpretación de K es la siguiente. En el disquete del ordenador, había podido leer la narración escrita por Sumire de la extraña experiencia que había sufrido Myû catorce años atrás. Esa mujer se había quedado atrapada toda la noche en la noria de un parque de atracciones de una ciudad suiza y, desde allí, con unos anteojos, había visto a su segundo yo dentro de su habitación. Una Doppelgänger. La experiencia aniquila a Myû como ser humano (pone de manifiesto su destrucción). Utilizando sus palabras, está dividida en dos y un espejo se interpone entre ambas mitades.

b) El mundo híbrido

Durante el siglo XX se han borrado las fronteras entre el mundo natural y el sobrenatural, y ha surgido un mundo intermedio entre el mito clásico y el moderno. El ser humano no tiene que defenderse del terror primitivo ante un mundo terrible que lo amenazaba. Ahora empieza a entender lo que significa el cosmos impenetrable y ya no necesita utilizar la “red simbólica” de dioses y héroes que le permitían enfrentarse al “absolutismo de la naturaleza”. En la actualidad el peligro está en otra parte, como explica Kafka con la metamorfosis de Gregor Samsa en insecto o escarabajo, y en otros relatos. Kafka acierta a ver que los acontecimientos que son físicamente imposibles no pueden ser interpretados como intervenciones milagrosas del mundo sobrenatural, pues no existe ese dominio. Todas las categorías narrativas se generan dentro de este mundo de manera fortuita y espontánea; se ven gatos que parecen corderos e incluso se comportan como seres humanos; también hay objetos que tienen características tanto del mundo natural como del sobrenatural, muertos que conviven con vivos y monos que adquieren la sensibilidad del hombre
gracias a la educación y la cultura. Las condiciones en el mundo híbrido exigen olvidarse de la disyuntiva mundo natural/sobrenatural, para alumbrar un mundo intermedio, como el bello y terrible mundo que describe Juan Rulfo con sus fantasmas de Pedro Páramo, los personajes maravillosos de Cien años de soledad de García Márquez, el viaje mítico descrito por Fernando del Paso con el nuevo piloto de Eneas en Palinuro de México o los dos mundos de 1Q84 de Murakami.

(…)
En Sputnik, mi amor, K podría ser el personaje principal de El castillo, de Kafka, incluso de El proceso, pero en manos de Murakami se convierte en un tipo nostálgico que jamás levantará la voz a nadie (aunque esté viendo cómo se comete una injusticia), y que tampoco será capaz de declarar su amor a la mujer que adora en secreto. K es un pelele en manos del destino y, sobre todo, de dos mujeres con mucha más personalidad que él, Sumire y Myû. Además, es un hombre que no se siente especialmente querido por nadie, incluyendo a sus alumnos. En ese sentido, también recuerda a un personaje de Kokoro, la novela de Sȏseki, donde un personaje llamado K muere en extrañas circunstancias.

(…)
Como contraste, en Sputnik, mi amor, la confusión de nombres entre el satélite artificial soviético, lanzado al espacio en los años cincuenta, y la generación beatnik es una síntesis de lo que Murakami quiere mostrar al crear el mundo ficcional de la novela, con una serie de personas ficcionales que dan vueltas sin parar a lo único que puede hacerlos felices. A partir de entonces, Sumire empezará a llamar a Myû “Sputnik, mi amor”. Le gustaba la resonancia de esa palabra; le traía a la memoria la perra Laika, con el satélite rompiendo la oscuridad (la soledad) del espacio, y las pupilas del animal mirando al cosmos; esa idea resume una de las líneas básicas de la obra. Sumire necesita “salvarse” con la ayuda de Myû, pero al final tampoco lo logra, como le ocurre al extraño niño. ¿Por qué roba cosas que no necesita, sólo para llamar la atención de unos padres que están separados? Se entiende que las motivaciones de los personajes son humanas, incluso realistas, y poseen un sentido especial dentro de los mundos de ficción de su literatura. No es un problema de deseo sexual, o afectivo, sino de encontrar un pequeño lugar en el mundo, aunque sea del mundo de los sueños en una isla perdida.

(…)

Por el contrario, el erotismo estalla en Sputnik, mi amor, una novela donde la pulsión erótica es esencial en el desarrollo de la trama. Todos los personajes se sienten atraídos por alguien; la atracción física es más importante, incluso, que la sentimental. Ahí reside el poder que atenaza a los personajes. K viaje a Grecia impulsado por el amor que siente por Sumire, que sigue a Myû con los ojos cerrados. Da igual que la empresaria hubiera ido a cualquier otra parte; la joven iría detrás de ella porque no es capaz de hacer otra cosa. Su problema es que Myû no puede sentir deseo por nadie (ni siquiera por ella) y Sumire comprende que su amor no va a ser consumado. Algo parecido es lo que le ocurre al narrador respecto de ella; se acuesta con otras mujeres porque la joven no muestra ningún interés por él. Es la forma más dura de demostrar la dependencia (y por tanto el poder) entre las personas. Esas mentalidades retorcidas también se observan en After Dark, donde la actitud del informático violador tiene que mucho ver con su particular visión del triunfo social. Es un sujeto con un trabajo aceptable (aunque deba trabajar por la noche), una familia que le espera en casa y cierto nivel intelectual, pero prefiere acostarse con prostitutas a las que maltrata si no acceden a sus caprichos. ¿Otra vez juntos el poder y el erotismo?

(…)

En Sputnik, mi amor la conexión entre K y Sumire es la propia literatura, los textos que ella escribe en la isla del mar Egeo, donde se explica el extraño comportamiento de Myû. Esa “necesidad” de escribir que tiene Sumire desde las primeras páginas de la novela otorga sentido a los sucesos que se van produciendo como una cascada incontrolable. Por eso le habla K de las enormes puertas de las antiguas ciudades chinas, que compara con el esfuerzo de los escritores por escribir, en definitiva de ese “bautismo mágico” del escritor para llevar a cabo la conexión de “este mundo con el otro” (p. 22). Lo importante es que Sumire quiere ser escritora, pero no sabe dónde está la magia para conseguirlo. “Tengo la cabeza atiborrada de cosas que quiero escribir. Como un granero atestado de cualquier manera (…) Imágenes, escenas, retazos de palabras, Figuras humanas… Están llenos de vida dentro de mi cabeza, lanzando destellos cegadores. Y oigo cómo gritan: “¡Escribe!” Pienso que de ahí tendría que surgir una gran historia. Tengo la impresión de que van a conducirme a algún lugar nuevo. Pero, llegado el momento, cuando me siento frente a la mesa e intento traducirlos en palabras, me doy cuenta de que se pierde algo vital. El cuarzo no cristaliza, todo queda en pedruscos. Y yo no llego a ninguna parte” (p, 21). Después de la “gran” aventura de su vida a través de Europa y en la isla griega, Sumire podrá escribir textos, que luego se los dejará a K para que éste le dé su opinión, porque después de todo es maestro. Ya se podrá asegurar que la joven es escritora, porque por fin tendrá cosas que decir. Por eso cuando, hacia el final de la novela, K recibe la llamada de Sumire (real o soñada), ella insiste en que tiene muchas cosas que contarle. Le llama desde una cabina simbólica, tanto como la propia literatura de Murakami.

(…)

También existen varias transformaciones en Sputnik mi amor. El cambio esencial es el de Myû, aunque también lo hace Sumire después de conocerla. La joven desastrada y bohemia que quería ser escritora en las primeras páginas de la novela, se convierte en otra persona después de conocer a Myû. Cierto día, K se la encuentra sin maquillar, vestida con una blusa sin mangas, una minifalda y unas gafas de sol, y no la reconoce. No hacía ni tres semanas que se habían visto, pero la persona que tenía delante parecía de otro mundo. Sumire había dejado de fumar, vestía bien, llevaba los dos calcetines del mismo par, hablaba italiano, había aprendido a elegir el vino, a usar el ordenador, dormía por las noches y se levantaba por las mañanas. No, K no la reconocía de ninguna de las maneras; lo único que le faltaba era escribir, pero eso estaba a punto de producirse. La transformación de Myû es el punto clave de la historia. Al poco de conocer a Sumire le dice que lo que tiene delante no es su yo auténtico; catorce años atrás se había convertido en la mitad. Ese enigma sólo sirvió para que Sumire la admirara todavía más. En el último tercio de la novela, los lectores conocen lo que le ocurrió a Myû, ya que Sumire lo escribe en su ordenador, y páginas después K lo interpreta. “- No me acuerdo -dice Myû. Habla en voz baja, cubriéndose la cara con las manos-. Sólo sé que era horrible. Yo estaba ahí, mi otro yo allá, y él, Fernando, le hacía todo tipo de cosas a mi yo del otro lado” (p. 182). Más adelante, Myû reconoce que no era Fernando quien se lo hacía, pero que tampoco recuerda, exactamente, lo que había ocurrido en esos momentos. La interpretación de K es la siguiente. En el disquete del ordenador, había podido leer la narración escrita por Sumire de la extraña experiencia que había sufrido Myû catorce años atrás. Esa mujer se había quedado atrapada toda la noche en la noria de un parque de atracciones de una ciudad suiza y, desde allí, con unos anteojos, había visto a su segundo yo dentro de su habitación. Una Doppelgänger. La experiencia aniquila a Myû como ser humano (pone de manifiesto su destrucción). Utilizando sus palabras, está dividida en dos y un espejo se interpone entre ambas mitades.

c) Murakami, autor postmoderno. Características de la Postmodernidad.

1.- La globalización
La imparable globalización tiene raíces económicas y financieras, y está “uniformando” la ideología, las costumbres, los gustos y la cultura de buena parte del mundo. Este proceso no tiene marcha atrás y afecta tanto al derrumbe de las fronteras entre los países, como a la libertad de los mercados de capitales, mercancías, servicios y trabajadores. Este pensamiento único se está convirtiendo en dominante desde la Segunda Guerra Mundial, con una economía capitalista convencida de que el mercado puede arreglar los problemas. El sistema capitalista cree que todo tiene un precio y los mercados se autorregulan sin mayores dificultades. Es como si se volviera, de nuevo, al viejo concepto de mano invisible de Adam Smith, con una oferta que crea su propiademanda. Lo peor es que el que permanece fuera del sistema queda automáticamente eliminado.

2.- El aislamiento de los individuos.

Después de considerar el fenómeno de la “mundialización” aplicada a todos los órdenes de la vida, debería pensarse que las personas cada vez se comunican más, pero no es así. Lo que se observa es que están aumentando los problemas del espíritu, con personas cada vez más solas, aisladas, dominadas por enfermedades que no sólo provienen del exterior, sino del interior de ellas mismas. Ahí puede radicar la explicación de que cada vez mueran más personas mayores en la soledad de sus apartamentos de las grandes ciudades como París, Londres, Madrid y, por supuesto, Tokio. Ciertas actitudes son fáciles de entender desde una óptica puramente económica que, en cualquier caso, no otorga la felicidad. Están aumentando las consultas a los psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas, las sectas religiosas han resurgido de sus cenizas como en momentos similares y se producen atentados sobre personas inocentes que no han hecho daño a nadie y que suelen tener raíces aparentemente incompatibles de tipo económico y religioso. En tiempos así suele triunfar la literatura de la soledad y el desamor, la literatura del aislamiento, con personajes que buscan con desesperación que los quieran, los deseen, los escuchen sólo unos segundos que justifiquen su existencia. Unos personajes que están al borde del abismo, y que piden a gritos que alguien les eche una mano y les impida saltar para acabar con su sufrimiento. Ante una situación
de caos, tanto físico como psicológico, se necesita más que nunca una literatura que sirva para unir a los seres perdidos del planeta.

3.- Las historias con un final abierto. La novela no tiene por qué tener un final, ni malo ni bueno, porque la vida de cada uno tampoco lo tiene. El final es la muerte, por supuesto, pero nadie quiere pensar en ello. Es mejor creer que las cosas malas se van a solucionar, y que pueden recibirse ciertas enseñanzas del libro que se está leyendo. Lo importante es el camino que se recorre con el autor, alguien que permite al lector hacerse todo tipo de preguntas, aunque no tengan una clara respuesta. Es preciso asumir que es necesario confiar en los demás, en este caso en la magia de la literatura, y buscar un final para los problemas de espíritu. Cada lector puede encontrar un final adecuado, inventárselo, como una especie de proyección antropológica de su propio ser sobre la obra. Ese final abierto se relaciona con los espacios en blanco de la novela, tan esenciales como el “vacío del lienzo” y “el silencio en la música”. La imaginación del lector es básica para cerrar una historia o para dejarla abierta “como los autores de folletines, como los narradores orales que se callan de pronto y nos dejan esperando la prolongación de su historia, y me detengo aquí esta noche y termino con una sola palabra que me gustaría que fuera sobre todo una invitación. Continuará”

4.- El carácter especular del discurso narrativo.
El discurso narrativo está sometido en la actualidad a un juego especular caracterizado por la continua manipulación, en la obra de ficción, de las propias convenciones de la ficción, el uso y abuso de la metaficción, y de la transtextualidad (Aparicio, 2008: 273-286). Para Bajtín, la conciencia es esencialmente dialógica; la idea adquiere sentido al relacionarse con ideas ajenas. Las obras se convierten en polifonías textuales cuando, además de la suya, resuenan otras voces, otros lenguajes ajenos (ver Bajtín, 1986: 16-19 y 1989: 80-81). En la novela, sobre todo, el autor es consciente de que el mundo está saturado de palabras ajenas, entre las que tiene que lograr su propia palabra. La metaficción recuerda al lector que está ante una obra de ficción, y se trata de jugar con la relación entre la distinción tradicional de ficción y realidad.

5.- El dominio de lo “ecléctico”. Según Lyotard “el eclecticismo es el grado cero de la cultura general contemporánea”. Así, al mediodía comemos tranquilamente en un McDonalds, mientras que por la noche elegimos un plato de cocina local. A pesar de que vivamos en Tokio, nos perfumamos como en París, y oímos “reggae” o miramos un western (Lyotard, 1996: 16-18). Calvino llega a conclusiones similares (y también lo hará la literatura de Murakami, como se verá en seguida). Al lector se le pide su participación y se le asegura que si la lleva a cabo disfrutará realmente con el relato. Teniendo en cuenta que la novela ya había fagocitado muchos géneros literarios, “ahora reparte esas funciones entre la narración lírica, la narración filosófica, el pastiche fantástico o la crónica autobiográfica o de viajes. ¿Ya no existe la posibilidad de una obra que sea todas estas cosas a la vez?” (Calvino, 2006: 33). Un aspecto que no se debe olvidar es que el lector está condicionado por la cambiante información de los medios de comunicación. El recurso a las redes sociales es una consecuencia de ello. También influyen la cultura cinematográfica (el arte del siglo XX) y la realidad virtual que proporcionan los nuevos soportes técnicos, el marketing y la música pop -sobre todo, entre los jóvenes- conectada con todo tipo de músicas, desde la clásica a las de los países del Tercer Mundo.

6.- La nueva hiperrealidad.
La ficción ha estado confinada hasta hace poco en el restringido ámbito de la creación artística, pero ha terminado por contagiar la realidad cotidiana a través de la visión que de ella
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ofrecen los medios. Se vive dentro de la cultura del simulacro y la simulación; es la cultura del “remake” (en cine, teatro, arquitectura, pintura, literatura). El mapa ha cubierto el territorio (por utilizar la metáfora de Borges). Todo se virtualiza y puede resumirse en imágenes, con inversión de los papeles entre el sujeto y el objeto; ahora sería el objeto el que representa al sujeto. Aun así, debe admitirse que el arte ayuda a encontrar un sentido a la vida. Lo virtual lucha contra la mentira del poder utilizando otra mentira mejor; es un paso más en el camino del ser humano. A la hora de estudiar el cuerpo humano se ofrece un diagnóstico en tres dimensiones, y ya se habla incluso de telecirugía. En economía, los bancos se convierten en virtuales, como el dinero. Y en cuanto al texto, hay que referirse al hipertexto (un texto virtual) que se abre a través de enlaces. Los jóvenes y menos jóvenes navegan ya habitualmente con su “messenger” o lo hacen a través de “blogs”. Es una forma de huir del aislamiento y la soledad, aunque no se tarde en comprender que no es más que un medio y no un fin. Con el desarrollo de Internet y las nuevas tecnologías se pueden crear, literalmente, nuevos mundos que no necesitan de la materia prima del mundo real para que puedan existir, e incluso interactuar. Algunos ejemplos son las películas influidas por la literatura de Murakami, y las adaptaciones de sus obras, que siguen la estética de películas de los ochenta como Blade Runner, que para Lozano es el paradigma de la posmodernidad (Lozano, 2007: 13), con el eclecticismo entre cine negro y ciencia ficción, el pastiche temporal, la mezcla de razas e idiomas, y el mundo como realidad virtual, donde cada vez hay menos diferencias entre realidad y ficción.

12.- Los gatos antropófagos. Haruki Murakami en Sauce ciego, mujer dormida.

En el periódico que compré en el puerto había un artículo sobre una anciana devorada por sus tres gatos. El suceso había ocurrido en una pequeña ciudad de las afueras de Atenas. La fallecida tenía setenta años y llevaba una vida solitaria. Vivía sola con sus tres gatos en un apartamento de una sola habitación. Pero un día, de repente, tuvo un ataque cardiaco, o algo por el estilo, cayó de bruces sobre el sofá y falleció. Se desconoce cuánto tiempo transcurrió entre el momento del desmayo y la hora de la muerte. Pero, por lo visto, no llegó a recobrar el conocimiento. La anciana no tenía ningún amigo o familiar que la visitara con asiduidad, así que tardaron en torno a una semana en descubrir su cadáver.

Tanto la puerta como la ventana estaban cerradas a cal y canto, así que, al morir su dueña, los gatos quedaron encerrados en la habitación sin poder salir. Dentro no había nada de comer. En el frigorífico probablemente debía de haber comida, pero los gatos, por desgracia, son incapaces de abrir la puerta de una nevera. Así pues, los tres gatos, acuciados por un hambre atroz, acabaron devorando la carne de su dueña muerta.

Le leí este artículo a Izumi, que me escuchaba sentada al otro lado de la mesa en la cafetería. Se había convertido en una rutina de nuestra sencilla vida diaria en la isla: caminar hasta el puerto cuando hacía buen tiempo, comprar un periódico en inglés publicado en Atenas, pedir un café en la cafetería de al lado de la oficina de aduanas y traducirle yo a Izumi, a grandes rasgos, algún artículo interesante cuando lo había. Y si el artículo daba lo suficiente de sí, ambos discutíamos luego un rato sobre él. Ella hablaba inglés con fluidez y, de haber querido, habría podido leer el periódico sin mi ayuda. Pero yo no la vi nunca con un periódico en las manos.

—Me gusta que me lean en voz alta —me dijo Izumi—. Sentarme en algún rincón soleado y que, a mi lado, alguien me vaya leyendo algo… Cualquier cosa, no importa qué. Un periódico, un libro de texto, una novela… Y yo ir escuchándolo, inmóvil, mientras miro el cielo o el mar. Éste ha sido mi sueño desde que era pequeña. Pero jamás había encontrado a nadie que lo hiciera realidad. Así que tú, ¿cómo te lo diría?, tú has subsanado esa carencia. Además, tienes una voz muy bonita.

Allí había cielo, había mar. Y, por suerte (condición indispensable), a mí no me molestaba en absoluto hacerlo. En Japón solía leerle cuentos ilustrados a mi hijo. Cuando leía un texto en voz alta, a diferencia de cuando lo seguía con la mirada, brotaba algo dentro de mi cabeza. Algo que poseía una resonancia especial, cierta turgencia. Algo que me parecía muy hermoso.

Leía el artículo despacio tomando pequeños sorbos del amargo café que había en la tacita. Tras leer unas cuantas líneas hacía una pausa, las traducía del inglés al japonés para mis adentros y, luego, se las leía a Izumi en voz alta. Unas abejas se acercaron y empezaron a libar con laboriosidad la mermelada que el cliente anterior había dejado caer sobre la mesa. Libaban un rato la mermelada y, entonces, como si se acordaran de repente de algo, alzaban el vuelo, revoloteaban por los alrededores con un zumbido solemne y, poco después, como si volvieran a acordarse de algo, se posaban de nuevo súbitamente sobre la mesa.

Cuando terminé de leer el artículo, Izumi continuó en la misma posición, con ambos codos sobre la mesa, inmóvil, esperando a que prosiguiera. Apoyaba la punta de los dedos de la mano derecha en los de la izquierda formando un triángulo. Me puse el periódico sobre las rodillas y me quedé contemplando unos instantes sus diez largos dedos. Izumi me miraba fijamente por el espacio que se abría entre ellos.

—¿Y qué más? —me preguntó.

—Eso es todo —le dije, agarré el periódico y lo doblé en cuatro. Me saqué un pañuelo del bolsillo y me limpié la espuma del café que tenía adherida a los labios—. Al menos aquí no pone nada más.

—¿Y qué crees que habrá sido de los gatos?

Me la quedé mirando y, luego, me guardé el pañuelo en el bolsillo. —Pues no lo sé. Aquí no dice nada sobre eso.

Izumi torció ligeramente los labios hacia un lado. Tenía esa costumbre. Cuando se disponía a dar su opinión sobre algo (la mayoría de las veces, bajo la forma de una breve declaración), siempre fruncía los labios hacia un extremo del rostro como si estuviera alisando las arrugas de una sábana estirando en una sola dirección. Al poco de conocernos, me fascinaba ese gesto.

—Los periódicos en todas partes son iguales. Nunca ponen lo que a uno realmente le interesa saber.

Cogió un cigarrillo de un paquete nuevo de Salem, se lo llevó a los labios y lo encendió con una cerilla. Ella fumaba una cajetilla diaria. Por la mañana empezaba una nueva y la iba consumiendo a lo largo del día. Yo no fumo. Mi mujer me obligó a dejarlo hace cinco años, cuando estaba embarazada.

—Lo que a mí me gustaría saber —dijo ella tras exhalar en silencio una bocanada de humo que se quedó suspendida en el aire—, es qué les ha sucedido a esos gatos. Si los han matado por el hecho de haber comido carne humana. O si les han acariciado la cabeza diciéndoles: «¡Pobrecillos! Para vosotros también habrá sido espantoso», y los han absuelto. ¿A ti qué te parece?

Reflexioné sobre ello mientras contemplaba las abejas que había encima de la mesa. La imagen de las diligentes abejas libando sin tregua la mermelada se superpuso dentro de mi cabeza a la de los tres gatos que devoraban el cadáver de la anciana. A lo lejos se oyó el chillido de una gaviota que solapó el zumbido de las abejas. Por unos segundos, mi conciencia vagó por la frontera entre lo real y lo irreal. ¿Dónde estaba yo en aquellos momentos? ¿Y qué estaba haciendo? Experimenté serias dificultades para comprenderlo. Respiré hondo, contemplé el cielo y, luego, dirigí los ojos hacia Izumi.

—No tengo la menor idea.

—Piénsalo un poco. Si tú fueras el alcalde de esa ciudad, o el jefe de policía, ¿qué harías con los gatos?

—Los metería en un reformatorio. Y haría que se volvieran vegetarianos — dije.

Izumi no se rio. Dio una calada a su cigarrillo y, luego, exhaló el humo despacio.

—A mí todo eso me recuerda a una parábola que me contaron al empezar secundaria. Ya te lo había dicho, ¿verdad? ¿Que fui durante seis años a una escuela católica terriblemente estricta? La enseñanza primaria la cursé en la escuela del barrio, pero, a partir de secundaria, estudié allí. Justo después de la ceremonia de ingreso venía el cuento moral. La madre superiora nos reunió a todas las nuevas, se subió al púlpito y nos aleccionó en la doctrina católica. Nos contó varias parábolas, pero la que recuerdo mejor… En realidad, la única de la que me acuerdo… es la historia del náufrago que va a parar, junto con un gato, a una isla desierta.

—¡Vaya! Parece interesante -dije.

—Tu barco naufraga y tú llegas a una isla desierta. En el bote sólo estáis tú y el gato. En la isla no hay nada comestible. Y en el bote sólo hay agua y galletas para que una persona pueda subsistir durante diez días. En esto consistía la historia. Entonces la monja nos hacía la siguiente pregunta: «Niñas, imaginaos que os encontráis en esta situación. Cerrad los ojos y representaos la imagen. Estáis con un gato en una isla desierta. Casi no tenéis comida. Cuando se termine, moriréis. ¿Entendido? Tenéis hambre, tenéis sed y vais a morir. ¿Qué haríais vosotras? ¿Os partiríais esa mísera comida con un gato? No. No deberíais hacerlo. Sería un error. No deberíais compartir vuestra comida con un gato. Porque vosotras sois criaturas elegidas por el Señor y el gato no lo es. Por lo tanto, vosotras deberíais comeros solas las galletas». Y nos lo decía con una cara muy seria. Al oírlo, yo me quedé de piedra. ¿Por qué les contarían semejante historia a unas niñas que acababan de entrar en la escuela? Me impresionó mucho y me pregunté dónde me había metido.

Izumi y yo vivíamos en una casita que habíamos alquilado en una pequeña isla griega. Era temporada baja y, además, aquélla era una isla muy poco frecuentada por los turistas, así que el alquiler era bajo. Antes de llegar a la isla, ni Izumi ni yo habíamos oído su nombre. La isla estaba tan cerca de la frontera con Turquía que los días despejados se vislumbraban en el horizonte las azules montañas del territorio turco. Los griegos bromeaban diciendo que cuando el viento soplaba con fuerza llegaba el olor a kebab. Pero teníamos Asia Menor tan a la vista que aquello ni siquiera parecía una broma. De hecho, la costa turca se encontraba más cerca que cualquier otra isla griega.

En la plaza del puerto se levantaba la estatua de un héroe de las luchas por la Independencia. El héroe, sumándose a la insurrección que se extendía en aquellos momentos por Grecia, encabezó una valiente rebelión contra el ejército turco que ocupaba la isla, pero fue apresado y condenado a morir empalado. Los turcos plantaron una afilada estaca en la plaza del puerto, desnudaron al infortunado héroe y lo clavaron en su punta. Impelida por el peso del cuerpo, la estaca fue introduciéndose por el ano hasta llegar a la boca del héroe, lentamente, por lo que éste tardó mucho en morir. La estatua estaba emplazada justo en el lugar donde, al parecer, clavaron la estaca. En la época en que la fundieron, debió de ser una majestuosa e imponente estatua de bronce, pero por entonces, a causa de la inevitable erosión causada por el aire del mar, por el polvo y los excrementos de gaviota, más el paso del tiempo, apenas podían distinguirse sus facciones. Ninguno de los habitantes de la isla prestaba la menor atención a la sucia y arruinada estatua de bronce y a ella, por su parte, parecía importarle ya muy poco lo que sería de la isla, de la patria y del mundo. Nosotros tomábamos café o cerveza en la terraza de la cafetería que estaba delante de la estatua y solíamos matar el tiempo contemplando el puerto, los barcos, las gaviotas o la cordillera turca que se extendía a lo lejos. Aquél era, literalmente, el fin de Europa. Allí soplaba el viento del fin del mundo, se alzaban las olas del fin del mundo, flotaba el aroma del fin del mundo. Te gustara o no, así era el fin de un mundo. El lugar estaba teñido por los colores del inmovilismo y era imposible escapar de ellos. A mí me daba la sensación de estar siendo absorbido, en silencio, hacia el territorio de un cuerpo extraño. Una cosa ajena que se hallaba más allá del fin, vaga, extrañamente amable. Y la huella de aquel cuerpo extraño se apreciaba en los rostros de la gente del puerto, en sus miradas y en su piel. A veces no lograba hacerme a la idea de que yo también formaba parte de aquel lugar.

Por más que recorriera con los ojos el paisaje que me rodeaba, por más que respirara su aire, no podía ligarlo orgánicamente a mí. Y yo pensaba: «¿Qué diablos estoy haciendo en un sitio como éste?».

Dos meses atrás, yo vivía con mi esposa y con mi hijo de casi cuatro años en un apartamento de tres habitaciones de Unoki. El piso no era muy grande, pero era confortable. Constaba de nuestro dormitorio, un cuarto para el niño y una habitación que yo utilizaba como estudio. La vista era fabulosa, el lugar tranquilo. Los fines de semana íbamos los tres a pasear por las orillas del río Tone. En primavera, los cerezos florecían en sus riberas. Montaba al niño en la bicicleta y nos íbamos a ver los entrenamientos del equipo B de los Kyojin.[1]

Yo trabajaba en una empresa de tamaño medio especializada en el diseño y la maquetación de libros y revistas. Por más que hiciera de diseñador, mi trabajo, en sí mismo, era más bien técnico y estaba desprovisto de la brillantez y creatividad que se le supone, pero a mí me gustaba mucho. No quiero decir con ello que no tuviera ninguna queja y que me divirtiera siempre. Solía tener más trabajo del que podía hacer y varias noches al mes me las pasaba trabajando sin poder dormir. Algunas de las tareas que realizaba eran aburridas. Con todo, en mi lugar de trabajo yo gozaba de una relativa paz y libertad. Llevaba mucho tiempo en la empresa y, por lo tanto, dentro de ciertos límites, podía escoger los proyectos de los que encargarme y expresar mi opinión. No tenía ni jefes odiosos ni compañeros desagradables. El sueldo no estaba mal. Por lo tanto, de no haber ocurrido nada, probablemente hubiera seguido trabajando en aquel lugar de forma indefinida. Y, al igual que el río Moldau (o, hablando con propiedad, al igual que las aguas del río Moldau del que aquéllas toman su nombre), mi vida habría ido fluyendo inexorablemente hacia el mar.

Izumi era diez años menor que yo. Nos conocimos en una reunión de trabajo. Desde el primer instante quedamos prendados el uno del otro. En esta vida pasa a veces, aunque muy pocas. Nos vimos en tres o cuatro ocasiones, siempre por cuestiones laborales. Yo fui a su empresa, ella vino a la mía. Por más que diga que nos vimos, nunca fue por mucho tiempo, tampoco estuvimos nunca a solas. Ni tocamos ningún tema personal. Pero, cuando terminó el trabajo, me embargó una profunda tristeza. Me sentí como si me hubieran arrebatado de forma injusta algo que me era imprescindible. Era un sentimiento que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Posiblemente a Izumi le ocurriera lo mismo. Una semana después, ella me llamó a la empresa por un asunto laboral sin importancia. Charlamos un rato. Yo bromeé y ella se rio. Y la invité a tomar una copa. Fuimos a un pequeño bar y charlamos mientras tomábamos algo. Casi no recuerdo de qué hablamos en aquella ocasión. Pero los temas de conversación fueron surgiendo, uno tras otro, con una facilidad asombrosa. Cualquier tema nos parecía interesante, hubiéramos podido seguir conversando hasta la eternidad. Yo entendía con una claridad meridiana lo que ella quería decirme y, aquello que yo nunca había logrado explicar bien a los demás, a ella se lo podía transmitir con una precisión pasmosa. Ambos estábamos casados, ninguno de los dos nos sentíamos especialmente insatisfechos con nuestra vida matrimonial. Ambos queríamos a nuestros cónyuges y los respetábamos. Sé por experiencia que, en la vida, sólo en contadísimas ocasiones encontramos a alguien a quien podamos transmitir nuestro estado de ánimo con exactitud, alguien con quien podamos comunicarnos a la perfección. Es casi un milagro, o una suerte inesperada, hallar a esa persona. Seguro que muchos mueren sin haberla encontrado jamás. Y, probablemente, no tenga relación alguna con lo que se suele entender por amor. Yo diría que se trata, más bien, de un estado de entendimiento mutuo cercano a la empatía.

Luego, Izumi y yo volvimos a vernos, tomamos una copa, hablamos. Su marido solía regresar tarde a casa por cuestiones de trabajo, así que ella podía disponer de su tiempo con una relativa libertad. Cuando hablábamos, las horas se nos pasaban en un santiamén. A menudo, al mirar el reloj, nos dábamos cuenta con sobresalto de que se acercaba la hora del último tren. Siempre me costaba dejarla. Hubiese querido hablar más, y a ella le sucedía lo mismo.

Después nos acostamos. Sucedió con la mayor naturalidad del mundo, sin que ninguno de los dos lo propusiera. Tanto para ella como para mí era la primera relación sexual que manteníamos fuera del matrimonio. Pero no nos sentimos culpables por ello. Porque necesitábamos hacerlo. Desnudarla, acariciarla, abrazarla, penetrar en ella y eyacular era una parte más de nuestras conversaciones. Era tan natural que, si bien no tuvimos sentimiento de culpabilidad, tampoco nos produjo un placer carnal de aquellos que desgarran el corazón. Era un acto tranquilo, agradable y sencillo. Lo más maravilloso eran las conversaciones que manteníamos apaciblemente en la cama después de hacer el amor. Eran unos momentos inapreciables. Entre las sábanas, abrazaba su cuerpo desnudo, ella se acurrucaba entre mis brazos y, en una voz tan queda que sólo nosotros podíamos oír, hablábamos de cosas que únicamente nosotros entendíamos.

Nos veíamos siempre que teníamos ocasión. Quedábamos, tomábamos una copa, hablábamos y, si nos sobraba tiempo, nos acostábamos y, si no, nos despedíamos. Tanto nos daba una cosa como la otra. Sorprendentemente (o quizá no lo sea en absoluto), estábamos convencidos de que era posible mantener esa situación de forma indefinida. Es decir, que creíamos que nuestro matrimonio era nuestro matrimonio y que la relación entre ella y yo podía existir de una manera paralela, sin que se produjeran interferencias entre ambas circunstancias. Porque nosotros estábamos convencidos de que nuestra relación no iba a influir en nuestra vida matrimonial. Cierto que manteníamos relaciones sexuales, pero ¿qué daño hacíamos a los demás con ello? Cierto que cada noche que veía a Izumi llegaba tarde a casa y tenía que mentirle a mi mujer y eso me hacía sentir culpable. Pero, en realidad, nosotros no traicionábamos a nadie. La relación entre Izumi y yo, si se me permite la expresión, era una comunicación total en aspectos limitados de la vida.

De no haber ocurrido nada, no tengo la menor idea de qué rumbo hubiera tomado la relación entre Izumi y yo. Tal vez hubiéramos seguido llevándonos bien eternamente, hablando, tomándonos vodkas con tónica y acostándonos en algún hotel. O, tal vez, con el paso del tiempo nos hubiéramos hartado de mentirles a nuestros cónyuges, nos hubiéramos ido distanciando de manera natural y hubiéramos acabado volviendo a nuestra apacible vida familiar. Creo que, en ninguno de los dos casos, las cosas hubieran acabado mal. No tengo la certeza, pero me da esa impresión. Sin embargo, por una estúpida casualidad (posiblemente era algo que debía suceder más tarde o más temprano), el marido de Izumi descubrió nuestra relación. Después de interrogarla con dureza se presentó en mi casa. Estaba descompuesto, fuera de sí. Y la mala suerte quiso que en casa estuviera únicamente mi mujer. La situación tomó un cariz trágico. Mi mujer me pidió explicaciones. Izumi acababa de confesarlo todo, así que no hubo manera de enmascarar los hechos. Y le conté toda la verdad.

—No tiene nada que ver con el amor —le dije—. Esa relación tiene unos límites muy estrictos. Lo que hay entre Izumi y yo es algo completamente distinto a lo que hay entre tú y yo. La prueba es que, mientras la veía a ella, tú jamás has notado nada. Y eso, ¿a qué crees que se debe? Pues a que es un tipo de relación muy distinto.

Pero mi mujer hizo oídos sordos a mis explicaciones. Recibió un duro golpe, se quedó literalmente helada. No quiso volver a hablarme. Al día siguiente cargó sus cosas en el coche, cogió al niño y se fue a casa de sus padres, a Chigasaki. La llamé varias veces, pero mi mujer se negó a hablar conmigo. Quien sí se puso al teléfono fue mi suegro. Me dijo que no quería oír excusas peregrinas y que no permitiría que su hija volviera con un individuo de mi calaña. En principio, su padre se había opuesto rotundamente a nuestro matrimonio, así que aquello no hizo más que confirmar sus peores augurios y el hombre se dedicó a meter más cizaña aún.

Desconcertado, me tomé unos días de descanso; los pasé solo en casa, tumbado sin hacer nada. Pero Izumi me llamó. También ella estaba sola. Su marido (aunque él, después de golpearla, había cogido unas tijeras y se había puesto a cortar toda la ropa de Izumi, desde los abrigos hasta la ropa interior) también se había ido de casa.

—Ni siquiera sé adónde ha ido. Pero, en mi caso, no hay nada que hacer — me dijo—. No hay manera de arreglarlo. Él ya no volverá.

Se echó a llorar. Ella y su marido habían sido novios desde que iban al instituto. Quise consolarla, pero no había consuelo posible.

—¿Y si fuéramos a tomar una copa? —me propuso Izumi.

Nos dirigimos al barrio de Shibuya y estuvimos bebiendo sin parar en un bar que no cerraba en toda la noche. Yo, vodka gimlets y ella daiquiris. Nos tomamos tantos que era imposible contarlos. Sin embargo, aquella noche apenas hablamos. Al amanecer caminamos hasta el distrito de Harajuku para quitarnos la resaca, tomamos café y desayunamos en un Royal Host. Fue entonces cuando Izumi me propuso ir a Grecia.

—¿A Grecia? —pregunté yo.

—Ya me dirás qué hacemos en Japón —respondió ella mirándome a los ojos.

Intenté reflexionar al respecto. Pero tenía el cerebro embotado por el alcohol y me costaba hilvanar las ideas.

—Yo siempre he querido ir a Grecia. Es mi sueño. Me hubiera gustado mucho ir allí de viaje de novios, pero no nos alcanzó el dinero. ¡Venga! ¡Vayámonos a Grecia! Allí podríamos vivir un tiempo, descansando sin pensar en nada. Total, en la situación en la que estamos, en Japón no haremos más que deprimimos.

A mí no me atraía Grecia especialmente, pero estaba de acuerdo con Izumi en que no había nada que yo pudiera hacer en Japón en aquellos momentos. Contamos el dinero del que disponíamos. Ella tenía ahorrados unos dos millones y medio de yenes. Yo podía disponer libremente de un millón y medio. Cuatro millones en total.

—Con cuatro millones de yenes, en un pueblo de Grecia, podríamos vivir unos años —me dijo Izumi—. Los dos billetes de avión, si los compramos de esos de bajo coste, nos saldrán por unos cuatrocientos mil yenes. O sea, que nos quedarán tres millones seiscientos mil yenes. Si gastáramos unos cien mil al mes, pues podríamos quedarnos unos tres años. Pon dos años y medio, contando los extras. Fabuloso, ¿no? ¡Venga! ¡Vamos! Y después ya veremos lo que pasa.

Eché una mirada a mi alrededor. A primera hora de la mañana el Royal Host estaba lleno de parejas jóvenes. Posiblemente fuésemos los únicos en sobrepasar los treinta años. Pero seguro que no había otra pareja a la que hubieran pillado en flagrante adulterio y que, tras perder a su familia, estuviera planeando huir a Grecia llevándose todo el dinero consigo. «¡Uf!», pensé. Me quedé un buen rato contemplando la palma de mi mano. ¿Tenía aquel extraño asunto algo que ver conmigo?

—De acuerdo —dije—. Vámonos.

Al día siguiente presenté mi carta de dimisión. Mi jefe, por lo visto, ya intuía lo que me estaba pasando y se ofreció a concederme unas largas vacaciones. En la empresa todo el mundo se mostró muy sorprendido ante mi marcha, pero nadie se empeñó en hacerme cambiar de idea. Me asombró lo fácil que resultaban las cosas una vez intentabas llevarlas a la práctica. De hecho, si estás dispuesto, en este mundo hay muy pocas cosas que no puedas dejar. No, tal vez no haya ninguna. Y, puestos a dejar las cosas atrás, acabas queriéndolo dejar absolutamente todo. Como sucede en el juego, cuando, tras perder casi todo el dinero, acabas por apostar todo el que te queda. Porque te da pereza retirarte a medias llevándote lo poco que todavía tienes.

Metí todo lo que consideré necesario en una Samsonite de tamaño medio de color azul. Maleta en mano, tomé con Izumi un avión que seguía la ruta del sur. En volumen, su equipaje era similar al mío.

Cuando estábamos sobrevolando Egipto, me aterroricé al pensar que alguien, por equivocación, podía llevarse mi maleta en algún aeropuerto. Samsonite azules como la mía debía de haberlas por decenas de millares en el mundo. ¿Y si, una vez llegara a mi destino y abriese la maleta, me encontrara con las pertenencias de otra persona? No era imposible. Al pensarlo, me asaltó un pánico tan grande que yo mismo me asombré. Si se perdiera la maleta, aparte de Izumi no me quedaría nada que me ligara a mi vida. Mientras le daba vueltas a eso en la cabeza, tuve la sensación de que había perdido mi esencia como ser humano. Era la primera vez en la vida que tenía una sensación tan extraña. Yo había dejado de ser yo. El que estaba allí no era mi yo auténtico, sino un sucedáneo que había tomado mi forma. Y mi conciencia, sin darse cuenta, había seguido por equivocación a aquel otro yo. Mi conciencia estaba terriblemente confusa. Se decía a sí misma que debía regresar a Japón y volver a entrar en el cuerpo al que en verdad pertenecía. Pero el avión estaba sobrevolando Egipto. Era imposible volver atrás. Sentía la carne de aquel yo provisional como si estuviera hecha de estuco. Rascándola con las uñas se podía desmenuzar, convertir en polvo. Empecé a temblar violentamente. No podía parar. Me dije que si continuaba temblando de aquella forma, acabaría haciéndome añicos, deshaciéndome. El aire acondicionado debía de funcionar bien, pero el sudor empezó a manar de todos los poros de mi piel, empapándome la camisa. Mi cuerpo exhalaba un olor nauseabundo. Mientras tanto, Izumi me agarraba la mano. De vez en cuando, me pasaba un brazo por los hombros. No dijo nada. Pero parecía saber perfectamente cómo me sentía. Duró unos treinta minutos. Hubiera deseado morir. Hubiera querido poner la boca del cañón de la pistola contra mi oreja y apretar el gatillo. Y reducir a un único montón de polvo mi conciencia y mi cuerpo. Ése era mi único deseo en aquellos momentos.

Pero, cuando dejé de temblar me sentí de repente más ligero. Relajé la tensión de los hombros, me abandoné al paso del tiempo. Y caí en un profundo sueño. Cuando abrí los ojos, ya estábamos volando sobre las azules aguas del Egeo.

El mayor problema de la vida que llevábamos en la isla era que casi no teníamos nada que hacer. No trabajábamos, no conocíamos a nadie. En la isla no había ni cine ni pistas de tenis. Tampoco disponíamos de libros. Habíamos salido tan apresuradamente de Japón que ni siquiera se nos había ocurrido traernos algunos libros. Cuando terminé de releer por segunda vez las dos novelas que había comprado en el aeropuerto y las tragedias de Esquilo que se había traído Izumi, ya no me quedó nada que leer. En el quiosco del puerto vendían algunas novelas de bolsillo, en inglés, para los turistas, pero no había ninguna que despertara mi interés. A mí me apasionaba la lectura, de modo que la falta de libros me resultaba muy difícil de soportar. Antes, en cuanto tenía un rato libre, prácticamente me sumergía en los libros. Y ahora que disponía de todo el tiempo del mundo para leer, qué ironía, no tenía ninguno a mano.

Izumi se había traído un manual de griego moderno y se dedicaba a estudiar el idioma. Siempre llevaba consigo unas fichas que había elaborado con las conjugaciones de los verbos griegos y, en cuanto tenía un instante, iba recitándolas como si fueran un conjuro. Cuando íbamos de compras, hablaba con los dueños de las tiendas usando las cuatro palabras que había aprendido. En la cafetería, hablaba con el camarero. Gracias a ello, conocimos a algunas personas. Mientras Izumi estudiaba griego, yo intentaba desempolvar mi francés. Empecé a repasarlo creyendo que, ya que estábamos en Europa, de algo tenía que servirme, pero en aquella mísera isla no había ni una sola persona que lo hablara. En la ciudad te podías comunicar, más o menos, en inglés. Había ancianos que entendían el italiano y el alemán. Pero el francés, justamente, no tenía en absoluto ninguna utilidad.

Nos sobraba el tiempo, así que nos pasábamos el día paseando. Alguna vez intentamos pescar en el puerto, pero, por más que nos esforzamos, no logramos atrapar ningún pez. No es que no los hubiera. Es que el agua era demasiado transparente. Y los peces podían ver con toda claridad, desde el sedal, hasta la cara del pescador que sostenía la caña. En resumen, que muy estúpido tenía que ser un pez para picar el anzuelo. Yo paseaba con el álbum de dibujo y los útiles de pintura que había adquirido en la droguería, e iba dibujando los paisajes de la isla y sus habitantes. A mi lado, Izumi contemplaba mis bocetos y repasaba la gramática griega. Muchos griegos se acercaban a ver cómo dibujaba. Cuando les hacía un retrato para matar el tiempo, se ponían muy contentos. Si se lo daba, como agradecimiento nos invitaban a Izumi y a mí a una cerveza. Un pescador nos regaló en una ocasión un pulpo.

—Podrías ganarte la vida con los retratos —me dijo Izumi—. Eres muy bueno y, además, un pintor japonés es algo muy poco frecuente en estos lugares. Sería un buen negocio.

Yo me reí, pero en el rostro de Izumi se reflejaba que no estaba bromeando. Intenté imaginarme a mí mismo yendo de isla en isla haciendo retratos de la gente y recibiendo, a cambio, algunas monedas o alguna invitación a una cerveza. No me pareció una idea descabellada. Incluso me gustó. De hecho, a mí me encantaba dibujar y había estudiado Bellas Artes.

—Y yo podría hacer de coordinadora turística para japoneses. A partir de ahora, cada vez vendrán más turistas japoneses por aquí y nosotros tenemos que comer. Claro que, para trabajar en eso, primero tengo que aprender bien el griego —dijo Izumi.

—Pero podemos estarnos dos años y medio sin hacer nada, ¿verdad? —quise saber yo.

—Si no pasa nada —respondió Izumi—. Si no nos roban el dinero, o si no nos ponemos enfermos, por ejemplo. Si no ocurre nada de eso, podremos vivir dos años y medio sin problemas. Pero creo que es mejor que estemos preparados para cualquier eventualidad.

Yo no había ido nunca al médico. Así se lo dije a Izumi.

Ella permaneció unos instantes mirándome fijamente. Luego apretó los labios y los torció un poco hacia un lado.

—Suponte —dijo—, suponte que me quedo embarazada. ¿Qué harías tú? Por más precauciones que tomemos, estas cosas pasan. Y si nos sucediera, el dinero se nos terminaría en un santiamén.

—En ese caso, podríamos volver a Japón —sugerí.

—Parece que no lo entiendas. Tú y yo no vamos a regresar nunca a Japón — me dijo Izumi en voz baja.

Izumi continuó estudiando griego y yo seguí con mis dibujos. Posiblemente, aquella fuese la época más apacible de mi vida. Tomábamos una comida frugal, bebíamos vino barato como si fuera la gran cosa. Cada día subíamos a una montaña que había por allí cerca. En la cima había un pequeño pueblo desde donde se divisaban las islas cercanas. Si aguzabas la vista, podías ver, incluso, el puerto turco. Gracias al aire puro y al ejercicio, nos encontrábamos en plena forma física. Al anochecer no se oía ningún ruido en los alrededores. Inmersos en el silencio, Izumi y yo nos abrazábamos en secreto. Y hablábamos en voz baja de muchas cosas. Ya no teníamos que preocuparnos por el último tren ni teníamos que mentir a nuestros cónyuges. Era maravilloso. Y así fue avanzando el otoño y pronto llegó el invierno. Cada vez eran más los días de fuerte viento, el mar empezó a encresparse.

Fue en esa época cuando leímos el artículo que hablaba de los gatos antropófagos. Pero nosotros el periódico lo comprábamos para enterarnos del cambio de divisas. El yen continuaba cotizándose más y más frente al dracma. Eso era de vital importancia para nosotros ya que, cuanto más subía el yen, más aumentaba el valor de nuestros ahorros.

—Hablando de gatos —dije yo unos cuantos días después de que apareciera el artículo de los gatos antropófagos en el periódico—. El gato que yo tenía de pequeño desapareció de una forma muy extraña.

Izumi mostró interés por la historia. Alzó los ojos del cuadro de conjugaciones de los verbos y me miró.

—¿Y cómo fue?

—Sucedió cuando yo estaba en segundo o en tercero de primaria. Entonces vivíamos en una casa de la empresa que tenía un jardín muy grande. En el jardín había un pino muy viejo. Era tan alto que, al alzar la vista, no alcanzabas a ver las ramas más altas. Un día, yo estaba sentado en el porche leyendo un libro mientras el gatito a rayas negras, blancas y marrones que teníamos en casa jugaba solo en el jardín. Saltaba y brincaba solo, como hacen a veces los gatos. Estaba tan excitado que ni siquiera se daba cuenta de que yo lo miraba. Dejé de leer y me lo quedé observando. El gato continuó haciendo lo mismo un buen rato. El tiempo pasaba, pero él no se detenía, era como si estuviera poseído. Brincaba, se enfurecía, retrocedía de un salto. Mirándolo, me fui asustando. Era como si le excitara algo que ni sus ojos ni los míos podían ver. De pronto, el gato empezó a correr alrededor del pino con un vigor inusitado, parecía el tigre de Little Black Sambo. Y, tras pasarse un rato dando vueltas, empezó a trepar por el tronco del pino hasta la copa. Al levantar la mirada distinguí la cara del gato en lo alto del árbol. El gato aún parecía terriblemente alterado. Se había escondido tras una rama, con la vista clavada en algo. Lo llamé. Pero no pareció oírme.

—¿Cómo se llamaba el gato? —preguntó Izumi.

No logré recordar su nombre. Le respondí que lo había olvidado.

—Mientras tanto, había ido oscureciendo —le conté—. Yo estaba terriblemente preocupado por el gato y me quedé esperando a que bajara del árbol. Pero el gato no bajó. Pronto cayó la noche. Ésa fue la última vez que lo vi.

—Lo que cuentas no es nada raro —dijo Izumi—. Los gatos suelen desaparecer de este modo. Especialmente cuando están en celo. Se excitan tanto que se pierden en el camino de vuelta. Seguro que, cuando tú no lo veías, bajó del árbol y se fue a alguna parte.

—Es posible —dije—. Pero yo, entonces, todavía era un niño y creí que el gato se había quedado a vivir en lo alto del árbol. Que algo le impedía bajar. Así que todos los días, en cuanto podía, me sentaba en el porche y miraba las ramas del pino. Esperando ver entre ellas la cara del gato.

A Izumi no pareció interesarle mucho esa historia. Encendió un segundo Salem con expresión aburrida. Luego, de pronto, alzó la cabeza y me miró.

—¿Piensas mucho en tu hijo? —me preguntó.

No supe qué responderle.

—A veces —respondí con franqueza—. Pero no mucho. Cuando algo me lo recuerda.

—¿Te gustaría verlo?

—A veces —respondí. Pero era mentira. Sólo que intentaba pensar que tenía ganas de verlo porque creía que eso era lo correcto. Cuando vivíamos juntos, lo encontraba una preciosidad. Los días que llegaba tarde a casa, lo primero que hacía era dirigirme a su habitación y mirarle la carita. A veces me entraban ganas de estrecharlo contra mi pecho con tanta fuerza que le hubiera roto los huesos. Pero, al separarme de él, empezó a costarme recordarlo bien. La expresión de su rostro, su voz, sus gestos, todo ello parecía pertenecer a un mundo muy lejano. Sólo recordaba con claridad el olor de su jabón. Yo solía bañar a mi hijo. El niño tenía la piel muy delicada y mi mujer le había comprado un jabón especial. Y ahora lo único que recuerdo bien de mi hijo es el olor de ese jabón.

—Oye, si te apetece volver a Japón, puedes irte —dijo Izumi—. Por mí no tienes que preocuparte. Podría apañármelas aquí sola.

Asentí. Pero lo tenía muy claro. Yo no volvería jamás a Japón dejándola a ella atrás.

—Cuando tu hijo crezca, seguro que te recordará de una manera parecida — dijo Izumi—. Como tú al gato que un día trepó a lo alto de un pino y desapareció para siempre.

Me reí.

—Pues sí. Se parece —admití.

Izumi apagó el cigarrillo aplastándolo en el cenicero. Lanzó un suspiro.

—¿Por qué no volvemos a casa y hacemos el amor? —propuso ella. — Todavía es por la mañana —dije yo.

—¿Les pasa algo a las mañanas?

—Nada en especial —dije.

A medianoche, cuando me desperté, Izumi había desaparecido. Miré el reloj que había a la cabecera de la cama. Las agujas del reloj señalaban las doce y media. A tientas, encendí la lámpara de la mesita y eché una mirada a mi alrededor. Un silencio profundo reinaba en la habitación. Parecía que hubiera venido alguien mientras yo dormía Y hubiera esparcido polvo de silencio a manos llenas. En el cenicero quedaban dos colillas de Salem aplastadas hasta reventar. Al lado, la cajetilla de tabaco vacía, estrujada y hecha una bola. Salté de la cama y me dirigí a la sala de estar. Izumi no estaba allí. Tampoco estaba en la cocina ni en el cuarto de baño. Abrí la puerta y miré hacia el jardín delantero. Pero allí sólo había dos sillones blancos de plástico bañados por la luz de la luna. Era una preciosa luna llena. «Izumi», la llamé en voz baja. No hubo respuesta. Volví a llamarla, pero esa vez en voz alta: «¡Izumi!». Chillé tan alto que el corazón comenzó a latirme con fuerza. No parecía mi voz. Era demasiado fuerte y no sonaba natural. Siguió sin haber respuesta, como era de esperar. Las espigas de susuki[2] se mecían al soplo de la suave brisa que llegaba del mar. Cerré la puerta, volví a la cocina y me serví media copa de vino para tranquilizarme. La clara luz de la luna penetraba por las ventanas de la cocina creando extrañas sombras en las paredes y en el suelo. Parecía la simbólica escenografía de una obra de teatro de vanguardia. Entonces lo recordé de repente. Me acordé de que también la noche en que desapareció el gato era una noche de luna llena, sin una sola nube en el cielo, igual que ésa. Y que yo, aquella noche, después de la cena, me había sentado en el porche solo y me había quedado contemplando, inmóvil, la copa del pino. Conforme avanzaba la noche, la luz de la luna había ido cobrando una luminosidad intensa, casi inquietante. No sé por qué, pero me era imposible apartar los ojos de las ramas del pino. De vez en cuando me parecía ver cómo relucían, bañados por la luz de la luna, los brillantes ojos del gato. Pero quizá fuera una ilusión. La luz de la luna, a veces, te muestra cosas que no deberías ver.

Me puse un jersey grueso y unos pantalones tejanos. Me embutí en el bolsillo la calderilla que había sobre la mesa y salí afuera. Seguro que Izumi no podía dormir y había salido a dar un paseo sola. En los alrededores reinaba una paz absoluta, no se apreciaba el menor movimiento. Justo entonces había amainado el viento. Sólo se oía el crujido de las suelas de goma de mis zapatillas de tenis sobre las pequeñas piedras. Crujían de forma tan exagerada que parecía la música de fondo de una película. Se me ocurrió que Izumi podría haberse dirigido al puerto. De hecho, era el único sitio al que podía ir. Sólo había un camino que llevara al puerto, o sea, que no cabía la posibilidad de que nos cruzáramos sin vernos. A la que te apartabas de aquel sendero, enseguida te adentrabas en la montaña. Las luces de las casas que lo bordeaban estaban todas apagadas y la claridad de la luna teñía de plata la superficie de la tierra. «Parece un paisaje submarino», pensé. Tras recorrer la mitad del camino que conducía al puerto me dio la sensación de que una música sonaba débilmente dentro de mis oídos. Me detuve. Al principio creía que era una alucinación auditiva. Algo parecido al silbido causado por el cambio de presión atmosférica. Pero, al escuchar con atención, comprendí que aquel sonido poseía una melodía. Contuve la respiración y me concentré en mis oídos. Como si sumergiera el corazón en la oscuridad del interior de mi cuerpo. Alguien estaba tocando música en aquellos momentos. Una música en vivo, sin amplificadores ni altavoces. Una música que hacía vibrar el transparente aire de la noche hasta llegar a mis oídos. ¿De qué instrumento se trataba? Sí, era un buzuki, aquel instrumento parecido a una mandolina que Anthony Quinn tocaba en Zorba el griego. Pero ¿quién diablos lo tocaría ahora en plena noche? ¿Y dónde?

La música parecía venir de la montaña. De la pequeña aldea enclavada en la cima a la que nosotros solíamos ir para estirar las piernas. Me quedé unos instantes plantado en la encrucijada, sin saber qué hacer. Sin saber qué dirección tomar. Pensé que también Izumi debía de haber oído aquella música en aquel lugar, igual que yo. Y me dio la impresión de que, si la había oído, se habría encaminado hacia allí, de eso no me cabía la menor duda. Porque, al claro de luna, todo estaba tan brillantemente iluminado como si fuera pleno día y aquella música poseía una resonancia que aceleraba el corazón de las personas.

Tomé con resolución el desvío de la derecha y avancé por la suave cuesta que tan bien conocía. No había árboles, sólo unos matorrales que me llegaban hasta la rodilla y que crecían furtivamente entre las rocas, llenos de secas espinas. Conforme iba avanzando, la música sonaba cada vez más alta y clara. También se distinguía mejor la melodía. La música poseía un esplendor festivo. Imaginé que debía de celebrarse algún banquete en el pueblo. Y de repente me acordé. «¡Pues, claro! La boda.» Aquel día habíamos visto un bullicioso cortejo nupcial cerca del puerto. Posiblemente, el banquete había proseguido hasta la madrugada.

Y, de súbito, me perdí a mí mismo de vista.

Quizá se debiera a la luz de la luna. O quizá fuera la música nocturna. A cada paso que daba me iba adentrando más en el desierto de la profunda pérdida del yo, la misma sensación que había experimentado mientras volábamos por el cielo de Egipto. El yo que avanzaba bajo la luz de la luna no era yo. No era mi auténtico yo, sino un yo provisional hecho de estuco. Me pasé la palma de la mano por la cara. Pero no era mi cara. Aquella mano no era mi mano. El corazón me latía con fuerza. Enviaba sangre a cada rincón de mi cuerpo a una velocidad demencial. Mi cuerpo era una figurilla de tierra a la que alguien había insuflado vida de modo provisional mediante un hechizo, tal como hacen los brujos de las islas de la India Occidental. Allí no ardía la llama de la vida. Lo único que había era el movimiento ficticio de unos músculos provisionales. Lo único que había, en definitiva, era una figurilla de tierra provisional que iba a ser destinada al sacrificio.

«¿Y dónde está mi auténtico yo?», pensé. «Tu yo real ha sido devorado por los gatos», me susurró la voz de Izumi desde alguna parte. «Aunque tú estés aquí, tu verdadero yo ha sido devorado por los gatos hambrientos. De ti no ha quedado nada más que los huesos.» Eché una mirada a mi alrededor. Pero era una alucinación auditiva, por supuesto. En torno a mí, lo único que se veía eran unos matojos de poca altura que crecían en el suelo rocoso, y la pequeña sombra que proyectaban. Era una voz que mi mente había creado a su capricho. Volví a pensar en una gran pistola. Recordé la frialdad del cañón. Imaginé cómo me lo introducía en la boca y apretaba el gatillo. Imaginé cómo explotaba mi cerebro, mis huesos, mis globos oculares. Imaginé la negra paz que me visitaría un instante después.

«¡Basta de pensamientos deprimentes!», me dije a mí mismo. «Te sumergirás en el mar como si quisieras evitar una ola gigantesca y permanecerás agarrado a una roca, conteniendo el aliento. De ese modo la ola pasará de largo. Estás cansado y tienes los nervios alteradísimos. Eso es todo. Atrapa la realidad. Cualquier cosa sirve, pero tienes que asirte a algo real.» Me metí la mano en el bolsillo y agarré un puñado de calderilla. Las monedas quedaron al instante húmedas de sudor.

Me esforcé en pensar en otra cosa. Pensé en mi casa soleada de Unoki. Pensé en la colección de discos que había dejado allí. Yo tenía una colección bastante buena de jazz. Me había especializado en pianistas blancos de la década de los cincuenta y principios de los sesenta. Había ido reuniendo pacientemente álbumes de pianistas, desde Lennie Tristano a Al Haig o bien Claude Williamson, Lou Levy, Russ Freeman, André Previn. La mayoría de los discos ya estaban descatalogados y había empleado mucho tiempo y dinero en reunirlos. Había aumentado poco a poco la colección a base de ir recorriendo con la diligencia de una hormiga tiendas de discos, y de ir intercambiando objetos con otros coleccionistas. La mayoría de las piezas que había dejado no eran de primera categoría, ni mucho menos. Pero yo amaba aquel aire íntimo tan especial que se desprendía de aquellos viejos y mohosos discos. Mi humilde justificación era que si el mundo se compusiera únicamente de cosas de primera calidad, seguro que sería muy insípido. Me acordaba al detalle del diseño de las fundas de cada uno de esos discos. También podía recordar con precisión el peso y el tacto de aquellos discos de vinilo sobre mi mano.

Pero todo eso ha desaparecido ahora. En realidad, fui yo quien lo borró con mis propias manos. Y es probable que no vuelva a escuchar jamás esos discos.

Luego recordé el olor a tabaco de cuando besaba a Izumi. Me acordé del tacto de sus labios y de su lengua. Cerré los ojos. Deseé que estuviera a mi lado. Deseé que me sujetara la mano todo el tiempo, como en el avión cuando sobrevolábamos Egipto.

Cuando aquella gigantesca ola pasó finalmente por encima de mi cabeza, la música ya había cesado. A la que me di cuenta, ya había desaparecido. Ahora oprimía los alrededores un silencio tan profundo que me hería los tímpanos. La luz de la luna llena bañaba inexpresivamente todo cuanto me rodeaba. Estaba de pie, solo, en lo alto de la colina. Desde allí se veía el mar, el puerto, la ciudad con las luces apagadas, la luna. En el cielo seguía sin haber una sola nube. Nada había cambiado en el paisaje. Sólo que había dejado de oírse la música.

¿Habían dejado de tocar de repente? Quizá. Ya casi era la una de la madrugada. O a lo mejor esa música no había existido jamás. Eso tampoco era, en absoluto, descartable. En aquellos momentos, no confiaba mucho en mis oídos. Cerré los ojos y sumergí una vez más mi conciencia en el interior de mi cuerpo. Dentro de las tinieblas suspendí con suavidad un fino sedal que sujetaba una plomada. Pero, tal como suponía, no se oyó nada. Ni siquiera el eco que dejaba atrás. Lo único que había era un silencio tan profundo que nada podía romperlo.

Eché una mirada a mi reloj de pulsera. Pero en mi muñeca no había ningún reloj. Lancé un suspiro y me embutí las manos en los bolsillos. No es que quisiera saber la hora en realidad. Alcé la vista al cielo. La luna era un globo helado de piedra, cuya piel estaba erosionada por la crueldad de los años. Las sombras que se producían en su superficie parecían focos de infección del cáncer extendiendo sus aciagos tentáculos hacia el fondo de la conciencia. Y sembraban por la superficie, como si de un hombre sonámbulo se tratara, partículas de venganza. La luz de la luna distorsiona los sonidos, confunde la mente de los hombres. «Y hace desaparecer a los gatos. Quizás, a partir de aquella noche, todo estuviera minuciosamente planeado», pensé.

Era incapaz de decidir si seguir hacia delante o si volver por donde había venido. Cansado de pensar, me senté. ¿Dónde se habría metido Izumi? Su ausencia me afectaba de forma terrible. Si ella no volvía a aparecer jamás, ¿cómo diablos viviría yo en el futuro, solo en aquella isla absurda? Lo que allí había no era más que mi yo provisional. Era Izumi quien, mal que bien, me conservaba en aquella vida provisional. Si ella desaparecía definitivamente, mi conciencia ya no tendría un cuerpo al que regresar.

Pensé en los gatos hambrientos. Imaginé cómo se comían el cerebro de mi verdadero yo, cómo roían su corazón, sorbían su sangre, devoraban su pene. Pude oír cómo, en un lugar remoto, sorbían mis sesos. Tres ágiles gatos rodeaban mi cabeza y sorbían esa sopa espesa. La rasposa punta de su lengua lamía las blandas paredes de mi conciencia. Y a cada lametón, mi conciencia temblaba como la calina e iba flaqueando.

Izumi no estaba en ninguna parte. La música tampoco se oía. Ya debían de haber dejado de tocar.

[1] Nombre de un famoso equipo de béisbol de Tokio. (N. de la T)

[2] Especie de gramínea. (N. de la T)

© Haruki Murakami: Hitokui neko (Los gatos antropófagos), 1991. Traducción del japonés de Lourdes Porta. En Sauce ciego, mujer dormida, Tusquets, 2008.