L’educació espartana

Con siete años el pequeño espartano le decía adiós a su mamá y pasaba a ingresar al Cosmos. Según nos cuenta Plutarco, los padres de un niño poco tenían para decidir en cuanto a su educación más allá de los siete años. Hasta ese momento las madres espartanas lo habían educado para ser sano, equilibrado y valiente. A veces, lo bañaban en vino porque creían que las criaturas enfermizas o epilépticas morían con el tratamiento mientras que las sanas se fortalecían. A las criaturas no se les ponían pañales. Se las educaba para comer lo que hubiere; se las dejaba a oscuras para que perdiesen el miedo a la oscuridad y a solas para acostumbrarlas a valerse por si mismas. Las madres espartanas, ciertamente, no eran sobreprotectoras. Freud, en Esparta, probablemente se hubiera muerto de hambre.

Ya al nacer, el niño espartano era llevado a un lugar llamado lesje. Allí, los ancianos de su estirpe examinaban a la criatura y, si la hallaban apta, podía volver con su madre. En caso contrario, se la dejaba en la apothete -un acantilado del Monte Taigeto- para que muriese porque, como relata Plutarco, los espartanos eran de la opinión que “dejar con vida a un ser que no fuese sano y fuerte desde el principio, no resulta beneficioso ni para el Estado ni para el individuo mismo”.

¿Otros tiempos, otras costumbres? En parte sí. No nos olvidemos que estamos hablando de una época en que no había antibióticos, diagnóstico por imágenes, ni salas de terapia intensiva. De hecho, no existía ni siquiera la aspirina. Pero, por otra parte, la práctica no deja de ser terriblemente cruel. Sobre todo si uno tiene en cuenta que, durante la Edad Media por ejemplo, tampoco había antibióticos, diagnóstico por imágenes, ni salas de terapia intensiva y, sin embargo, a una criatura simplemente débil o delicada de salud todavía se la dejaba crecer para que se convierta en poeta, filósofo, pintor o matemático. Admitámoslo: el cristianismo ha hecho un buen trabajo en ese sentido. Dejemos a la muerte en manos de Dios. O del destino. O de la fatalidad. O de como quieran llamarlo. Pero, por favor, no la pongamos en manos de los hombres. Nunca ha resultado algo bueno de eso.

Sea como fuere, en Esparta, a la edad de siete años, los sobrevivientes de la eutanasia ingresaban al Cosmos. A partir de ese momento vivían en “hordas” cuyo jefe era un niño mayor. Siete años más tarde, a los 14, se convertían en efebos; guerreros versados en las armas, la música, la poesía y la mitología, e impregnados hasta la médula de los conceptos del Deber, el Honor y la Obediencia. Seis años más tarde eran hombres. Su educación había terminado.

Trece años de adiestramiento intensivo. Trece años durante los cuales quedaban expuestos al capricho del jefe de la horda; años durante los cuales los ancianos los observaban jugar, los incitaban a combatir entre sí y trataban de descubrir las habilidades de cada uno. Trece años en los que se los adiestraba a mirar, observar, aprender, aguantar, apretar los dientes, resistir y a callarse la boca. Y, después de los veinte, tardaban todavía diez años más en hacerse ciudadanos de pleno derecho. Luego de educarlos durante trece años todavía se los tenía en observación por diez años más para ver si el proceso educativo había producido los resultados esperados.

A medida en que crecían las exigencias iban en aumento. En cierto momento se los dejaba calvos. Se los obligaba a caminar descalzos y a jugar desnudos. A los doce años se les daba una única pieza de vestimenta, sin ningún tipo de ropa interior, que debían usar durante todo el año. Los quemaba el sol y se bañaban en agua fría hasta en invierno. Dormían juntos, comían juntos, vivían juntos y jugaban juntos. Debían preparar sus lechos con hierbas arrancadas a mano de las orillas del Eurotas. Debían hacer de policía para vigilar a los helotas rebeldes y, para ello, quedaban afectados a una sociedad secreta llamada krypteia.

En el Limneo, ante el retrato de Artemisa Ortia sostenido por una sacerdotisa, los efebos espartanos aprendían a soportar el dolor. Se los flagelaba hasta hacerlos sangrar y, si la ceremonia no se desarrollaba según el -probablemente bien sádico- gusto de la sacerdotisa, ésta pretendía que el cuadro se le hacía cada vez más pesado por lo que los latigazos debían ser más fuertes. Y, en esto, no sólo tenían que disimular el dolor, ¡hasta tenían la obligación de mostrarse alegres!

¿Eran crueles? Por sorprendente que parezca: no; no lo eran. Eran duros. Feroces quizás, pero crueles no. En la verdadera crueldad hay siempre mucho de arbitrario y caprichoso. Las personas realmente crueles lo son más por placer que por necesidad. Los espartanos tenían un objetivo: adiestraban hombres duros para una vida dura.

Y la prueba está en que, aun a pesar de este adiestramiento infernal, siguieron siendo humanos. Con todas las virtudes y con buena parte de los defectos de todos los demás griegos. Esparta produjo una nada despreciable cantidad de poetas, escultores y arquitectos. Las mujeres espartanas fueron codiciadas en toda Grecia como institutrices. Los templos dóricos, con sus estupendas columnas, nos hablan de un exquisito sentido de la armonía. El hermoso trono de Apolo, en Amiklai, nos demuestra la intensidad de la fe espartana. Eran entusiastas de los hermosos colores y de los elegantes atuendos, aún cuando los viejos guerreros andaban, a veces, un poco zaparrastrosos, con la indolencia típica de los veteranos de todos los tiempos y todas las guerras. Amaban a sus madres con una intensidad conmovedora y honraban a sus abuelos con un respeto que llamó la atención de toda Grecia.

El adiestramiento no siempre borraba sus defectos. Algunos fueron volubles; otros, sobornables. Tuvieron mentirosos, egoístas, malvados y hasta hubo entre ellos grandes traidores. Pero, con virtudes y defectos, fueron de una sola pieza. Fueron íntegros en el sentido orgánico -casi diría estructural- de la palabra. No les interesó ser “buenos” o “malos”. En realidad, eso es algo que nunca le importó un comino a ningún griego. Los griegos jamás pretendieron ser “buenos”. Cualquiera que profundice en su cosmovisión no puede pasar por alto el hecho indiscutible que la vida en Grecia no estaba determinada por la bipolaridad del Bien y el Mal. El griego jamás tuvo noción de lo que es el pecado. La bipolaridad que galvanizó la vida griega es de índole estética. Pero no de índole estético-contemplativa sino de un orden estético-práctico.

La “virtud” y el “vicio” de los pensadores griegos no es equivalente a nuestro Bien y a nuestro Mal. De haber usado nuestras palabras los griegos habrían dividido las cosas de este mundo en “lindas” y “feas”; en hermosas y en horribles. Los peldaños de su escala de valores se afirmaban en las dos varas de lo hermoso y lo horrendo. Por eso no se preocuparon nunca de ser “buenos”. Siempre fueron tremendamente mentirosos. Pero mentían con elegancia. Toda su mitología no es sino un hermoso cuento en el que creían, no porque fuese cierto, sino porque era, y sigue siendo, hermoso. Vivieron traicionándose mutuamente. Pero casi cada traición es una obra maestra de la intriga. Nunca pretendieron ser moralmente intachables. Quisieron ser espléndidos. Y lo lograron.

Entre ellos, los espartanos consiguieron ser todavía más que eso: fueron formidables. Bastó una formación de 800 hoplitas espartanos para hacer temblar a toda Grecia y una de apenas 300 para cubrirla de gloria. Hoy, a más de dos mil años de su desaparición, todavía seguimos recordándolos y hablando de ellos. Algunos los exaltan, quizás más allá de sus verdaderos méritos. Otros los denigran, quizás porque los seres pequeños nunca entenderán a los grandes. Pero nadie los ha olvidado. A más de dos milenios de la muerte del último hoplita espartano, [aquellos] hombres siguen viviendo.

¿Nunca lo han pensado? ¿Hablará alguien de nosotros en el año 4300? ¿De quién se acordarán los historiadores y los pensadores dentro de dos mil trescientos años? ¿De quién? Piensen en cualquier personaje famoso, ya sea de la actualidad o de los últimos 60 o 70 años. ¿Se animarían a pronosticar que dentro de dos mil años alguien todavía sabrá quién fue y qué hizo? ¿De quién hablarán los que quieran recordar nuestra época dentro de más de dos milenios? Nosotros hablamos de los espartanos. Desaparecieron hace más de noventa generaciones y seguimos recordándolos.

Font: La editorial virtual

Més informació: Wikipedia.

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