La literatura barroca no sólo es difícil de entender por los siglos que de ella nos separan, pues también resultaba complicada para los lectores del XVII. Los escritores buscaban intencionadamente esa dificultad para impresionar y para obligar al sufrido lector a un esfuerzo considerable, así el placer al comprender lo leído resultaría mayor.
A continuación, os propongo unas adivinanzas al más puro estilo barroco. En realidad son fragmentos poéticos extraídos de las obras de Góngora. Si las leéis atentamente descubriréis qué se esconde tras ese lenguaje complicado, artificioso y con las pertinentes referencias mitológicas que tanto gustaban por entonces. ¡Suerte!
Francisco de Quevedo y Luis de Góngora son los autores más conocidos y reconocidos de este periodo literario y cultural. Quevedo nació en 1580 y Góngora en 1561, y ambos vivieron en Madrid. Además de compartir época, ciudad y estética, a ambos les unió la enemistad más famosa de la historia de la literatura. Los dos representaban tendencias poéticas un tanto opuestas, aunque surgieran éstas de la misma cultura barroca : Góngora y el culteranismo versus Quevedo y el conceptismo. Este enfrentamiento de estilos se acabó llevando al terreno personal, las disputas fueron de dominio públido, e incluso la población hizo suya tal rivalidad, de modo que cada cual tenía sus partidarios y sus detractores. Se detestaban hasta tal punto que se dedicaban sonetos satíricos e hirientes que se imprimían y divulgaban entre los vecinos de la ciudad. Ejemplo de ello fue el poema que dedicó Quevedo a la nariz de Góngora para burlarse,” Érase un hombre a una nariz pegado “.
Sobre Quevedo se han recogido muchas anécdotas, pues era hombre ingenioso y con sentido del humor. Para entender la primera, hay que explicar antes las costumbres higiénicas del Madrid de la época. En aquellos tiempos la gente acostumbraba a orinar en cualquier esquina o rincón propicio ( también era costumbre arrojar por la ventana el contenido de orinales y demás vasijas al grito de ¡Agua va!). Podéis imaginar el hedor que desprendía la ciudad con semejantes prácticas. La cuestión es que, para evitar que los transeúntes orinaran en las esquinas, decidieron colocar crucifijos con una inscripción en la que se podía leer : ” Donde hay una cruz no se orina “; de esta manera pretendían disuadirlos puesto que era un símbolo sagrado. Quevedo, un día que andaba necesitado de un rincón donde evacuar sus necesidades, acabó en una esquina con su crucifijo y leyenda correspondiente. Nuestro insigne poeta no tuvo por menos que añadir ” … y donde se orina no se ponen crucifijos”. ¡Faltaría más, don Francisco !
En otra ocasión, apostó Quevedo con sus amigos una buena suma de dinero a que era capaz de mentar a la reina doña Isabel, esposa de Felipe IV, su cojera. Al poco tiempo, el poeta fue invitado a palacio, a una importante recepción, y se presentó con dos flores, una rosa y un clavel. Se acercó a la reina al tiempo que le entregaba las flores, diciéndole : ” Entre el clavel y la rosa, su Majestad escoja “.
Y una última curiosidad : su apellido pasó a designar las lentes de la época; los cristales eran redondos, no tenían patillas y se ajustaban al tabique nasal.

