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VER LO VISIBLE

En un cuadro de Vermeer hay sólo una o dos figuras y unas pocas cosas en una habitación y sin embargo no se termina de ver nunca. La luz que entra por una ventana situada a la izquierda viene filtrada por gruesos cristales y es casi siempre una luz de invierno o de patio, que roza delicadamente las caras, los tejidos, los objetos, y favorece sombras suaves, como halos de presencias fantasmas. No sucede nada o casi nada en apariencia y hay algo escondido que está sucediendo siempre, delante de los ojos que miran, que descubren más cosas cuanto más atentamente recorren el cuadro, mientras la conciencia deja en suspenso los propios pensamientos y la agitación de alrededor y poco a poco se queda apaciguada en una quietud muy semejante a la que representa la pintura. El cuadro, como una música, sucede en el tiempo. El silencio de la habitación interior se traspasa a la sala del museo. La luz nublada atraviesa la ventana con la monotonía de una mañana de invierno, reflejándose en una pared de yeso desnuda, pero uno de los cristales está roto, y en consecuencia un pequeño tramo del marco está más vivamente iluminado. Pero no es luz lo que fluye, aunque lo parezca: es una diminuta pincelada rosa, y haberla advertido es una satisfacción tan íntima como la de fijarse en el clavo de la pared y después en el agujero de un clavo arrancado. Al fin y al cabo, esta pared no es la de uno de esos gabinetes en los que las damas de Vermeer leen cartas o permanecen pensativas o escuchan una música o el relato de un viajero, sino la de una cocina, una cocina más bien destartalada en la que debe de hacer frío, y en la que una sirvienta de brazos fuertes y enrojecidos por el agua helada de los fregaderos está vertiendo poco a poco la leche de una jarra en un cuenco, sobre una mesa en la que hay un cesto de mimbre y panes de corteza rubia y crujiente, y una jarra de cerámica azul marino que probablemente contiene cerveza.
En el laberinto formidable del Metropolitan, un pequeño cuadro de cuarenta centímetros de lado borra esta mañana de septiembre todo lo demás: tesoros de milenios, templos egipcios enteros, ríos de turistas, hectáreas de pintura alegórica. Delante de esta mujer de Vermeer que mira ensimismada cómo el hilo de leche se desborda de la jarra y cae lentamente en el cuenco uno sabe que toda urgencia ha desaparecido, que al menos hoy no va a sentir la impaciencia de ver o hacer más cosas. Desde lejos deslumbra por encima de todo un azul que ninguna reproducción puede trasmitir fielmente, con una vibración de mineral y de ascua, hecho con lapislázuli molido. El blanco de la leche deslizándose sobre el pico rojizo de la jarra es el mismo que el del tocado sobre la cabeza de la criada, que tiene una textura tan áspera como su ropa de trabajo invernal, y está disuelto en los grises de la pared y en los cristales de la ventana. Incluso en una escala tan pequeña, la figura humana y las cosas humildes que la rodean tienen una cualidad escultórica, el misterio de una liturgia, la dignidad de un trabajo manual que se hace en la parte menos noble de la casa y sin embargo requiere destreza y concentración absolutas. La cocinera está probablemente preparando una especie de pudding; en el cuenco hay ya huevos batidos, y después de añadir la cantidad adecuada de leche y tal vez la cerveza de la jarra azul se pondrán en remojo los trozos de pan, y el cuenco, con una tapadera también de barro, se dejará en el horno durante varias horas. La caja que hay en el suelo es un brasero de pies: fijándose más se ve un recipiente de barro en el que hay unas ascuas, lo cual refuerza la sensación del invierno, de un frío acentuado por la humedad que oscurece la pared debajo de la ventana. Un cesto de mimbre cuelga de la pared, muy alto, porque se guardarán en él alimentos fuera del alcance de los ratones; junto a él, una vasija de cobre refleja la luz con un brillo metálico y proyecta una sombra débil sobre la superficie no muy limpia del yeso. Ajena a todo y ensimismada en su tarea, la cocinera tiene una expresión casi risueña, de labios entreabiertos y ojos entornados, complacida en lo que ven sus ojos y lo que tocan sus manos, el asa de barro cocido que sostiene la derecha y la panza que se apoya en la palma abierta de la izquierda.
El éxtasis de la mirada sobre las cosas concretas tiene una parte de misticismo y de poesía y otra de adelanto científico. Es probable que Vermeer conociera la invención enigmática de la cámara oscura, que permitía proyectar las imágenes de la realidad sobre un plano luminoso, ofreciendo un grado alucinante de detallismo. Pero sus habitaciones, pobladas de objetos tangibles que se repiten de unos cuadros a otros, son espacios ideales y no lugares cotidianos, y las damas elegantes que aparecen en ellas no tienen nada que ver con la vida del propio Vermeer, un artesano de éxito moderado que cayó en la ruina un poco antes de morir, a la edad temprana de 43 años. En las casas de la pintura de Vermeer intuimos un recogimiento entre contemplativo y sensual, habitado por voces que cuentan cosas en voz baja, por ecos de pasos sobre tarimas muy pulidas y tal vez ráfagas de música que vienen tras una puerta entornada, mezclándose con un tintineo sutil de copas de cristal. Pero la casa en la que él vivía y pintaba era de dimensiones mucho más mezquinas, y aunque cerrara la puerta de su taller no dejaría de escuchar el estrépito de sus 11 hijos, las voces de su mujer, que pasó embarazada la mayor parte de su vida adulta, el trajín de las criadas.
En la misma calle, en una casa cercana, alguien más se dedicaba al extraño oficio de mirar las cosas habituales como nadie las había mirado nunca antes. A unos pasos de Vermeer vivía Antonie van Leeuwenhoek, fabricante de microscopios y quizás también de cámaras oscuras, a quien se deben algunas de las primeras descripciones detalladas de los seres invisibles que pululan en una gota de agua o de saliva, en los restos de comida que quedan entre los dientes. Vermeer observa una corteza de pan o la superficie de la pared de una cocina y está viendo y mostrándonos mundos tan asombrosos como los que había descubierto Galileo cincuenta años atrás al mirar por su telescopio. Quizás Van Leeuwenhoek, que tenía una edad parecida a la suya y fue su albacea testamentario, le hizo observar las cosas ínfimas agigantadas por la lente del microscopio. No había nada que mirado atentamente no fuera memorable. Pintar era una tarea tan material, tan sagrada, como verter leche en un cuenco y preparar un alimento sabroso. Pintar era apresar ese instante fugitivo que parece inmóvil y sigue sucediendo todavía.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
El País, Babelia, 26/09/2009
MATISSE
MANUEL VICENT, El País, 28/06/2009
Las mujeres de Matisse dan la sensación de que se lo están pasando siempre muy bien. El pintor las imaginaba dormidas o recostadas en un diván, desperezándose voluptuosamente, en un interior cargado de colores calientes con el mar en la ventana. La exposición de Matisse en el Thyssen incluye su etapa de Niza, de 1917 a 1941, el periodo de entreguerras en que Europa quedó bajo los escombros y se preparaba para otra gran hecatombe. En esa misma época Picasso tuvo una tentación grecolatina con mujeres redondas casi marmóreas, pero pronto dejó a un lado la serenidad y comenzó a destrozarles el rostro como si el pincel fuera una garra de acero que después del violento zarpazo las dejara la mandíbula en la frente y un ojo en el cogote.
La distinta forma de adentrarse plásticamente en la figura de la mujer era otra vertiente de la rivalidad personal que se estableció por primera vez entre los dos artistas en el estudio de Gertrude Stein en París. Cuando Picasso llegó allí en 1905 descubrió que el salón de esta coleccionista judía lo presidía un cuadro de Matisse de gran formato, titulado La alegría de vivir, donde unas mujeres desnudas se refocilaban de placer en una escena campestre.
Picasso no cesó de conspirar contra ese cuadro hasta conseguir que madame Stein se deshiciera de él y colgara en su lugar Las señoritas de Avignon, que son las pupilas de un prostíbulo de Barcelona. En el rostro de una de esas prostitutas comenzó el cubismo mediante un hachazo con que Picasso le partió la cara después de haber observado el ídolo africano que le mostró Matisse.

Estos dos artistas abrieron el compás de siglo XX. Picasso fue el dueño de las formas destructivas. Matisse se apropió del color sensual y lo ofreció entero a sus mujeres para reconstruirlas. Las habitaciones que dan al mar en la costa de Niza se hallan tamizadas por visillos inflados por la brisa. El frutero de la mesa expande un aroma que se une al que despiden los muebles y la veta salobre que llega del mar. Los colores carnales del aire se concentran en el cuerpo de las mujeres. Matisse las amaba. En cambio, puede que Picasso enloqueciera al contemplar este amor y decidiera romperlo dejando entrar al Minotauro para que las violara a todas con sus ciegas embestidas.
GOYA, PRIMER FOTÓGRAFO DE GUERRA
Jueves, 14 de Mayo de 2009 00:00 Javier Suárez
Las estampas de Goya contienen una anticipación de la visión fotográfica, al adelantar el lenguaje de la instantánea con recursos plásticos que anuncian la estética del fotoperiodismo y suponen un “punto de inflexión” en la guerra, cuyas imágenes hasta ese momento sólo se utilizaban para ensalzarla y no para denunciar sus horrores. Con su aparición a mediados del siglo XIX, la fotografía se convirtió en un mecanismo más de narración en imágenes, de reflexión sobre la vida de la época y, por tanto, otra herramienta de crítica contra los diferentes conflictos bélicos en los que se mezcló para ofrecer de primera mano la irracionalidad de la guerra y de sus consecuencias.
El Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM) de Las Palmas de Gran Canaria inaugura hoy Goya: cronista de todas las guerras, una muestra en la que conviven los grabados de Goya y las fotografías de Eugene Smith, Centelles, Cartier-Bresson, John Burke, George N. Barnard, Robert Capa o Gervasio Sánchez. Ellos son sólo algunos de los fotógrafos cuyas imágenes se mezclan con las litografías de Goya manteniendo vivo su espíritu de denuncia y conduciendo al espectador por la crudeza de cualquier conflicto, no importa que sea la Guerra de Crimea, Cuba, la II Guerra Mundial, Sudáfrica o Vietnam.
Mensaje universal
Esta exposición, producida en colaboración con la Calcografía Nacional, incluye la serie de Los Desastres, en su primera edición realizada por la Academia en 1863, y dos de sus planchas originales, un resumen audiovisual sobre la historia de la fotografía de guerra, además de una selección de imágenes del archivo fotográfico sobre la Guerra Civil Española conservada en la Biblioteca Nacional.
La muestra incluirá también estampas de Las ruinas de Zaragoza realizadas por Fernando Bambrila y Juan Gálvez, quienes acudieron junto al artista aragonés a la invitación del general Palafox para contemplar las consecuencias del Primer Sitio por las tropas francesas a la capital aragonesa.
Para el comisario de la exposición, los grabados de Francisco de Goya incluyen “denuncias a los horrores de los dos bandos de la guerra”, hecho que, en su opinión, “universaliza su mensaje”. La fusión entre aguafuertes y fotografía documental en un montaje expositivo cuyo diseño incorpora recursos audiovisuales, da coherencia a la línea de reflexión sobre la hibridación de lenguajes visuales iniciada en torno al cartel y el fotomontaje de Josep Renau.
Publicat a : hoyesarte.com – Primer diario de arte en lengua española
FRIDA KAHLO
Frida Kahlo pinta más muerta que viva
Los expertos denuncian que en el mercado hay más de 400 cuadros falsos de la artista mexicana
EFE – México – 02/04/2009
Frida Kahlo Nacimiento: 06-07-1907 Lugar: (Coyoacán)
En la actualidad existen más de 400 cuadros falsos de Frida Kahlo circulando por el mercado de arte, según denunciaron ayer en México varios expertos en la obra de la artista. “Este bajo perfil, este bajo mundo de obras no reconocidas de Frida tiene un largo historial y les podemos decir que Frida está produciendo más muerta que viva”, indicó Carlos Phillips Olmedo, director de los museos Frida Kahlo, Diego Rivera Anahuacalli y Dolores Olmedo de la Ciudad de México.
La supuesta aparición hace unos días de cinco cuadros nuevos de Frida Kahlo, en el estado de Michoacán en manos de un coleccionista privado, originó esta denuncia presentada en la Casa Azul, como se conoce el que fuera el hogar de la artista. Entre estas obras supuestamente se encontraba La mesa herida, que sí existe, pero está desaparecida.
“Para mí no son obras de Frida Kahlo”, afirmó Phillips, aunque agregó que él sólo es director de museo y no un investigador, aunque sí ha visto muchas Fridas y muchos Diegos (El Museo Dolores Olmedo contiene 150 obras de Rivera, 26 de Kahlo). Phillips explicó que los únicos que pueden certificar la autenticidad sobre una obra es su propio autor, o en caso de fallecimiento, debe ser respaldado por unanimidad por un comité de nueve expertos aprobados por los herederos de los derechos morales.
Teresa del Conde, investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), aseguró que “sin lugar a dudas” son falsos. Del Conde, una de las personas a la que le han llegado más Fridas falsos para dictaminar, aseguró que la mayoría de las falsificaciones son “grotescas”, aunque algunas no son tan malas pero siguen siendo falsas.
Alerta a los compradores
“Es importante alertar a los amantes de Frida, para que en el momento en que se les oferten este tipo de obras se acerquen a una institución reconocida para generar un aval real”, indicó la directora general de artes plásticas del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), Magdalena Zavala.
Zavala recordó que hacer una falsificación en sí no es delito, sino que el delito es venderlo o exponerlo como auténtico, lo que se considera un fraude. La directora de la colección del Museo Dolores Olmedo, Josefina García, indicó que hasta ahora tiene registradas 248 obras auténticas de Frida, entre óleos, acuarelas, dibujos y páginas del diario, que no incluyen el acervo de La Casa Azul.
Agregó que al museo les llega al mes, al menos un Frida o un Diego Rivera falsos para ser certificados como auténticos. Durante la conferencia se bromeó con la posibilidad de crear “un museo de falsos” de pintores mexicanos, ya que algunos coleccionistas privados, a pesar de que se les notifica que sus obras son falsificaciones, insisten en exponerlas, como una reciente muestra en Guanajuato de supuestas cartas de la pintora.
“Es interesante ver el fenómeno que Frida provoca en el mundo de los falsos”, dijo Zavala. Explicó que este “fenómeno psicológico” consiste en el dueño de la falsificación, sabiendo que no es auténtico, cuanto más lo observa más se auto-convence de que es auténtico. Kahlo (1907-1954) y Rivera (1886-1957) se casaron en dos ocasiones y mantuvieron una relación que los expertos califican de tormentosa, debido entre otras cosas a las frecuentes infidelidades de ambos.
GAUDÍ EN ALERTA ROJA
MARÍA DEL MAR ARNÚS 23/02/2009 El País
Si existe un artista total referente en el mundo, bastión de nuestras señas de identidad, pese a que algunos esnobs lo consideren sobrevalorado, ese es Antoni Gaudí. De un tiempo a esta parte los poderes fácticos se han puesto de acuerdo en hacer de Gaudí una marca, en explotar sus obras sin aplicar los métodos y los filtros que impidan la vulneración de su legado. Parece como si hubiera un acuerdo tácito en convertir a Gaudí en Gaudilandia. Las intervenciones o, más bien, las depredaciones que se hacen de sus obras van tomando un cariz que exige tomar decisiones valientes que pongan fin a esta continua distorsión de sus derechos de autor.
Lo que se está haciendo en la Sagrada Familia es ilegal, insostenible, innecesario e inmoral
Son varias las obras de Gaudí que en estos momentos se encuentran en estado de alerta roja, todas ellas Patrimonio de la Humanidad, sobre las que hay que tomar unas resoluciones que requieren enderezar las cosas. Y hay un movimiento ciudadano que toma conciencia de ello: corre por la Red un manifiesto firmado por los representantes de las instituciones culturales más importantes del país que pide adhesiones para que se deje a Gaudí en paz (www.fadweb.org). También ha habido un debate en el FAD donde se ha cuestionado y denunciado el estado de estas obras, en las que se han incumplido las mínimas leyes democráticas, debates que se van a prolongar en las obras afectadas.
Lo que se está haciendo en la Sagrada Familia es ilegal, insostenible, innecesario, inmoral. Desde los primeros manifiestos firmados por Le Corbusier, Gropius, Miró… en contra de la continuación de las obras, ha sido un tema recurrente y reiteradamente debatido. Sin permiso de obras, sin un proyecto de finalización definido, con un proceso de trabajo contrario al establecido por Gaudí y sin ningún respeto hacia su legado, las obras del templo han dado lugar a lo largo de estos años a un continuo agravio.
Aquello no tiene apenas nada de Gaudí. Se han atrincherado usurpando su nombre para dejar su impronta en detrimento de la obra original, dejada magníficamente inacabada. Se han quedado colgados de la geometría reglada que utilizaba el maestro en una fase previa, y así les ha salido una suerte de maqueta congelada fabricada con ordenador, un esqueleto aterrador, a base de hormigón altamente contaminante.
Son una serie de errores que han sentado un precedente de falta de rigor a la hora de remodelar o restaurar la mayoría de los edificios de Gaudí. La peor parada ha sido la restauración de la cripta de la Colonia Güell. Basándose en un concepto intervencionista totalmente anticuado y superado, el arquitecto restaurador, avalado por todas las instituciones -Iglesia, Ayuntamiento, consorcio, Diputación, Generalitat, Ministerio de Cultura, Unesco-, ha utilizado esta obra universal para dejar su propia impronta con una desfachatez sin precedentes. Porque ha dañado de forma irreversible partes esenciales del interior y del conjunto exterior, desvirtuando la obra original de Gaudí en aras de una reinterpretación contemporánea. Se han realizado obras muy costosas sin criterio para la conservación y sin ser adecuadas a la categoría del monumento en cuestión. Ha perdido el carácter tan modesto y respetuoso del conjunto original, ¡ha perdido el aura! Y el tema está en los tribunales.
Pero Gaudí representa sólo la punta del iceberg, pues debajo han caído muchos edificios de arquitectos no tan reconocidos por culpa de una ley de protección del patrimonio insuficiente y obsoleta.
María del Mar Arnús es historiadora y crítica de arte.
Presentació Frank Lloyd Wright
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ESCENAS DE MUSEO
Escenas de museo
Antonio Muñoz Molina El País, 11/10/2008
Llegará un día, más tarde o más temprano, en el que habrá una sublevación general y probablemente victoriosa contra la tiranía de lo nuevo, contra la coacción y la angustia de no quedarse atrás, de estar al tanto de las propuestas rompedoras, de las últimas tendencias, de lo nunca visto. Los curators estrellas se verán forzados por la necesidad a implorar trabajo como bedeles en renacidas academias de dibujo artístico o como guías de turismo. Algunos, los más avispados, seguirán organizando bienales en apartados municipios, pero se habrán cambiado el nombre para eludir el oprobio, y en las reuniones de padres de la escuela de sus hijos dirán que se dedican a algún trabajo honrado. En los centros innumerables de arte contemporáneo de las comunidades autónomas españolas se instalarán salones de bingo o museos de aperos de labranza y trajes regionales. Los críticos de arte ahora más punteros se apuntarán a cursillos de reeducación en los que irán aprendiendo, muy poco a poco, muy dolorosamente, a expresarse por escrito de manera inteligible. Tiendas de lienzos y de materiales artísticos, ahora sumidas en una penumbra en la que dependientes solitarios se sacuden tristemente las telarañas y el polvo de los mandiles grises, revivirán con la venta masiva de caballetes y paletas de pintor. Como siempre pasa en las revoluciones y en las contrarrevoluciones, se cometerán excesos: la Tate Modern y el MoMA compartirán una gran retrospectiva con las creaciones ceráminas más sobresalientes de la casa Lladró; los pintores se harán fotografiar delante de sus caballetes, con boina y perilla, sosteniendo la paleta, vestidos con anchos blusones…
Un buen abrigo contra la convulsión permanente de lo último son esos museos intermedios a los que casi nadie hace mucho caso
Los museos mayores viven en permanente zozobra. No quieren parecer museos, así que emprenden costosas operaciones de cirugía estética
Ilusiones del pobre señor, como dice la zarzuela. Mientras llega o no llega el momento en que el péndulo, al cabo de un siglo, empiece a cambiar de sentido, un buen abrigo contra la convulsión permanente de lo último son esos museos intermedios que hay en cualquier ciudad y a los que casi nadie hace mucho caso. Los museos mayores, hasta los más sólidos, viven en una permanente zozobra. En América tienen que seducir a multimillonarios y que sacudirse de encima toda sospecha de que se han quedado anacrónicos. En Europa la tranquilidad del dinero público no mitiga, sino tal vez acentúa, el miedo al anacronismo, a dar la sensación de que viven de espaldas a las últimas tendencias, al público más joven.
Los museos no quieren parecer museos, que es lo que son en realidad, así que emprenden costosas operaciones de cirugía estética encargando ampliaciones a las estrellas internacionales de la arquitectura, que los llenan de escaleras mecánicas y aspavientos de titanio. Y como muchos de ellos, luctuosamente, están llenos de obras del pasado, sus directivos intentan disimularlo organizando exposiciones de motocicletas, de vestidos de noche, hasta de videojuegos. El Metropolitan de Nueva York corona cinco mil años deslumbrantes de arte, desde las figurillas de las Cícladas y de las primeras tumbas egipcias hasta la mejor pintura americana del siglo XX, instalando en su terraza tres esculturas de gran tamaño de Jeff Koons, a saber: un globo en forma de perro, un corazón rosa de San Valentín, un caramelo en su envoltorio. El British Museum exhibe en sus salas de mármoles griegos una escultura de Marc Quinn que representa a Kate Moss con una proliferación de brazos y piernas contorsionándose más propia de la diosa Kali. Como en el caso de su compatriota Damien Hirst, los méritos más destacados de Marc Quinn se expresan en términos numéricos: la escultura, de oro macizo, pesa cuarenta y cinco kilos y está valorada en dos millones de euros. Igual que el cráneo cubierto de diamantes de Hirst, la Kate Moss de Quinn es lo bastante banal como para despertar el entusiasmo de la crítica más sofisticada y lo bastante hortera como para atraer a los narcotraficantes, mercaderes de armas y plutócratas rusos que son los únicos que pueden costeársela.
Gracias a los caramelos de Koons, las Kate Moss de oro de Marc Quinn, los terneros y los tiburones en formol y los cráneos de diamante de Hirst, los grandes museos salen en todos los periódicos del mundo, y no en las mustias páginas de cultura, sino en las de moda y en las de finanzas. Los museos medianos no salen nunca, o casi, a no ser que se robe en ellos alguna obra maestra menor que nadie sabía que tuvieran. En los grandes museos todo son mayúsculas, multitudes de turistas, colas populosas atraídas por esas exposiciones que en los Estados Unidos se llaman ya como las películas de éxito masivo, blockbusters.
En los museos medianos, en los un poco menos célebres, uno puede encontrarse en una sala silenciosa y desierta delante de una maravilla que no sabía que existiera, o no recordaba que estuviera aquí. Unos pasos crujiendo sobre el suelo de parquet avisan de la cercanía de otro visitante, o de un guarda que se nos aproxima por cautela. La perspectiva de las salas concluye en la claridad de un ventanal atenuada por un cortinaje, detrás del cual puede escucharse el rumor de la calle, de pronto muy lejano. Son museos instalados en palacios o caserones que se han quedado antiguos, igual que a veces las etiquetas al pie de los cuadros. Me acuerdo de la New-York Historical Society, en una de cuyas salas vi una vez, dentro de una urna, la hucha de latón pintada de rojo, amarillo y morado con la que Julius Rosenberg pedía dinero por la calle para los niños republicanos españoles. Me acuerdo del Museo Lázaro Galdeano, con sus escenas de brujería de Goya, con un retrato de fraile de Zurbarán que parece pintado ayer mismo, con un pequeño paisaje de Constable que sólo puede apreciarse debidamente en un lugar así: una llanura inglesa, la curva ancha de un camino, una figura diminuta reposando a un lado, en una quietud como la que uno experimenta mirando el cuadro despacio, acercándose mucho a él, sin agobio de nadie.
Pero en Madrid no hay mejor espacio para disfrutar la pintura con recogimiento que la Academia de Bellas Artes de San Fernando, que tiene algo de invisible a pesar de encontrarse en un edificio enorme, de pesadez ministerial, en el centro mismo de la ciudad y como fuera de ella. En los museos medianos se ve mejor esa pintura de oficio excelente que es como la serie B de la Historia del Arte, pero en la Academia de San Fernando está además, como un coloso agazapado, don Francisco de Goya, más sobrecogedor aún porque es un Goya menos familiar que el del Prado: el de las escenas de Inquisición y de manicomio, el del retrato de Godoy, obsceno en su poder y en su insolencia física. En las salas deshabitadas de la Academia de San Fernando imagino una escena de una novela que no sé si llegaré a escribir, pero que veo en todos sus detalles: en un Madrid muy lejano de tranvías y pancartas políticas dos amantes que se han citado allí se buscan, oyen de lejos cada uno las pisadas del otro, se abrazan sin miedo a ser descubiertos, sin más testigos que las infantas y santos espectrales de los cuadros, casi cómplices suyos. –
Jeff Koons on the Roof. Metropolitan Museum.Nueva York. Hasta el 26 de octubre. www.metmuseum.org/. Statuephilia. Contemporary sculptors at The British Museum. Londres. Hasta el 25 de enero de 2009. www.britishmuseum.org/. Goya en la colección permanente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, que también exhibe la serie Juegos de niños de Francisco de Goya.
F. Ll. Wrigth Fallingwater
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VIDEO Casa de la Cascada; Frank Lloyd Wright
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