UN PLATO DE LENTEJAS
No hay nada que me traiga más recuerdos que un plato de lentejas de mi abuela. A veces resulta irónico, pero creo que jamás podré agradecerle lo mucho que han hecho por mi esos minutos comiendo.
Recuerdo cuando era pequeña. Nunca quería acabármelo. “Venga, esta por mamá, y la siguiente por papá”, me decía entre cuchara y cuchara.
Cada vez que la visito me prepara lentejas. Ella dice que no hay nada más importante que la hora de la comida y si prepara lentejas la familia repite, o tarda más en comer porque está caliente: así consigue pasar más tiempo con nosotros. En su niñez ella tenía un trozo de pan con aceite y daba las gracias.
En mi casa, gracias a ella, la hora de la comida es lo más especial que tenemos. Es donde nos contamos nuestras anécdotas, como ha ido el día en el instituto, y cuando haremos algún viaje. A veces, incluso, mi padre me hace reflexionar sobre la vida. Él dice que estoy en la edad perfecta, donde todo es rebeldía y ganas de hacerse mayor, que aún soy una mujercita y ahora empiezo a descubrirme a mi misma.
Tanto estoy descubriéndome que mi abuela me ha enseñado a hacer lentejas. Tiene una pequeña obsesión con ellas, y mientras me enseñaba a hacerlas me decía “Isabel, tienes que pensar que las lentejas son un reflejo de ti en la olla. A veces te agobiarás, te sentirás mal contigo misma, no conseguirás ver lo bueno en ti, y si te calientas mucho la cabeza, probablemente te angustiarás y acabarás sintiéndote peor. Las lentejas es lo mismo, las vas haciendo pero si te pasas con el tiempo de cocción se pegan. Por eso, todo tiene que ir poco a poco, con mucha paciencia y a fuego lento”. Esas palabras de mi abuela me hicieron reflexionar mucho, porque aunque yo solo me riera en ese momento, tiene toda la razón del mundo.
Me acuerdo que cuando tenía ocho años, un día fui al parque del pueblo con mi abuela. Me estaba columpiando, me solté pensando que no me haría daño y me raspé las rodillas. ¿Había algún dolor peor que ese? Cuando llegué a casa, mis padres estaban sirviendo la comida, yo no podía parar de llorar y de decir que rasparse las rodillas era lo peor del mundo. Me senté en la mesa y mi padre, con una sonrisa en la boca, me dijo que lo peor era que la persona a la que yo amaba me rompiera el corazón.
Antes no entendía esa frase. Tenía ocho años y ¿quién a esa edad entiende lo que es “romper el corazón”? El tiempo ha ido pasando, y ahora sí que la entiendo.
Hace unos meses que mi abuela está enferma. A penas prepara lentejas. Hasta parece que está volviendo a su niñez, que se está consumiendo. Por eso, en este momento, soy yo la que le ruega que por favor, si se va a ir, se vaya a fuego lento, porque yo no estoy preparada para esto.
Ahora, cada vez que la visito, me siento con ella en la mesa y le sirvo un plato lentejas hechas por mí. La veo alegre como siempre, pero menos consciente de todo como de costumbre.
La quiero más que a nada en este mundo, y sé que el día que se vaya, cada vez que me sirvan un plato de lentejas aplicaré todos los consejos que me dio, pero hasta que eso llegue me quedo con saber quién me romperá el corazón: ella.
Este relato lo escribí hace aproximadamente tres meses, y fue premiado como número 1 en lengua castellana, pero aunque el diploma me lo entregaron a mí, ese premio era de mi abuela, o quizá de las dos y lo compartimos. Justo por eso, porque ella fue la razón del escrito, decidí entregárselo a ella el día de San Jordi junto con una rosa. Pero para que me entendáis, quizá debería retroceder un poco en el tiempo…
Mi abuela siempre ha sido para mí mi mano derecha, mi otra mitad, es mi pilar. Ella es quien me ha enseñado a atarme los cordones, a utilizar bien los cubiertos y a no poner la cuchara del revés, a pedir ayuda cuando algo no acaba de salirme bien, a luchar por lo quiero y a ser siempre yo con mi carácter fuerte, que según ella me hace ser “menos pequeña que matona”.
Desde pequeña siempre paso los veranos con ella, aunque ahora estoy empezando a ir más a mi bola (será cosa de la edad, imagino) y reconozco que voy menos de lo que me gustaría, pero eso no significa que haya dejarlo de quererla, y por eso mismo quise darle el relato:
- Hace tiempo leí que hay una leyenda asiática que explica/afirma que hay personas que van unidas de un hilo rojo, que siempre están unidas por mucho que se separen. Ese hilo lo acaba de enlazar nuestro relato (suyo y mío, claramente), y e aquí la razón por la que decidí darle la rosa de color roja.
Mis padres no sabían nada de que me presenté al concurso, y mucho menos que escribí todo eso sobre mi abuela. Es más, ni siquiera sabían que me gusta tanto escribir, pero no pasa nada, el día de la entrega del premio fue todo mucho más intenso. Aún así, nada se puede comparar con el día que se lo dí a ella, a mi abuela.
Mis padres, mis hermanos y yo fuimos a su casa sin previo aviso, con el relato y con la rosa. Cuando llamé al timbre dije “Soy yo, yaya”, y me dijo “No estoy” -entre risas-. Me parezco mucho más a ella de lo que realmente quiero creer.
Subimos, y su cara de felicidad era inexplicable, no sé si por vernos a nosotros otra vez o por el marco envuelto que llevaba yo entre mis manos.
Como siempre nos sacó mil pastitas para desayunar, tortitas de Écija y zumitos. Ella y su gran obsesión con la comida. Durante el desayuno le di nuestro relato. Temblaba, y no me refiero a ella, sino a mí. No sé si por la emoción, los nervios, o por no haber podido expresar mejor mis sentimientos como hice en ese papel, pero mi corazón iba a poco más de 1000 km/h.
Todavía fue peor cuando vi que ella también lloraba tanto como cuando mis padres lo escucharon, y qué bonito. Qué bonito es estar bien, y qué bien se está cuando realmente se está bien. Cuando eres feliz.
En momentos como esos te das cuenta de que da igual lo que haya pasado, que da igual lo que vaya a pasar, lo importante es el ahora, y ahora la tengo a mi lado, abrazándome, contándonos chistes y bailando sevillanas el mismo día que celebramos S. Jordi. Suena irónico, pero es real.
Espero llegar algún día a ser la mitad de lo que ella es, y eso que es pequeñaja, pero tiene un corazón que no le cabe en el pecho.