Repaso de figuras retóricas.

Lista exhaustiva y excesiva de figuras retóricas.
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Realizar los exámenes virtuales que hay en la web anterior.

Además,
http://moteros153.blogspot.com.es/2010/12/figuras-literarias-ejercicios.html

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http://www.tinglado.net/?id=lim-figuras-literarias

http://www.mipaginapersonal.movistar.es/web3/cesareo2/archaron/Ejer_LITERATU.htm

http://es.scribd.com/doc/27158386/SENALA-QUE-FIGURA-LITERARIA-APARECE-EN-CADA-FRAGMENTO

Para la entrega de esta semana. La guerra de Secondigliano. Gomorra. Roberto Saviano. 2006.

La guerra de Secondigliano

McKay y Angioletto habían tomado una decisión. Querían oficializar la formación de un grupo propio, todos los dirigentes más antiguos estaban de acuerdo, habían dicho claramente que no querían enfrentarse a la organización sino convertirse en competidores suyos. Competidores leales en el vasto mercado. Codo con codo, pero de forma autónoma. Así pues —según las declaraciones del arrepentido Pietro Esposito—, enviaron el mensaje a Cosimo Di Lauro, el regente del cártel. Querían reunirse con Paolo, el padre, el máximo dirigente, el vértice, el principal referente de la sociedad. Hablar con él en persona, decirle que no compartían las medidas de reestructuración que habían tomado sus hijos. Puesto que no se podían utilizar los móviles para evitar que lo localizaran, querían mirarlo a los ojos y no dejar que sus palabras pasaran una a una de boca en boca, envolviendo los mensajes en la saliva de muchas lenguas. Genny McKay quería ver a Paolo Di Lauro, el boss que había permitido su ascenso empresarial.
Cosimo acepta formalmente la petición del encuentro; se trata, por lo demás, de reunir a toda la cúpula de la organización: capos, dirigentes, jefes de zona. No se puede negar. Pero Cosimo ya lo tiene todo pensado, o eso parece. Parece realmente que sepa hacia dónde está orientando su gestión de los negocios y cómo debe organizar su defensa. Así pues, según las investigaciones y las declaraciones de co-laboradores de la justicia, Cosimo no manda a subordinados a la cita. No manda al «emisario», Giovanni Cortese, el portavoz oficial, el que siempre se ha ocupado de las relaciones de la familia Di Lauro con el exterior. Cosimo manda a sus hermanos Marco y Ciro a inspeccionar el lugar del encuentro. Ellos van a ver, comprueban qué ambiente se respira, no advierten a nadie de que van a pasar por allí. Pasan sin escolta, quizá en coche. Deprisa, pero no demasiado. Observan las vías de huida preparadas, a los centinelas apostados, sin llamar la atención. Refieren a Cosimo lo que han visto, le cuentan los detalles. Cosimo comprende. Lo habían preparado todo para una trampa. Para matar a Paulo y a cualquiera que lo acompañase. El encuentro era una encerrona, era un medio de matar y sancionar una nueva era en la gestión del cártel. Por lo demás, un imperio no se escinde dando un apretón de manos, sino cortándolas con una cuchilla. Esto es lo que se cuenta, lo que dicen las investigaciones y los arrepentidos.
Cosimo, el hijo en cuyas manos Paolo puso el control del narcotráfico con un papel de máxima responsabilidad, debe tomar una decisión. Habrá guerra, pero no la declara, lo conserva todo en la mente, espera a comprender los movimientos, no quiere alarmar a los rivales. Sabe que en breve se le echarán encima, que intentarán clavarle las garras en la carne, pero tiene que ganar tiempo, decidir una estrategia precisa, infalible, ganadora. Averiguar con quién puede contar, qué fuerzas puede manejar. Quién está con él y quién contra él. No hay otro espacio en el tablero.
Los Di Lauro justifican la ausencia de su padre por la dificultad que tiene para desplazarse a causa de las investigaciones policiales. Prófugo, buscado desde hace más de diez años. Faltar a una reunión no es un hecho grave para alguien que figura entre los treinta prófugos más peligrosos de Italia. El mayor holding empresarial del narcotráfico, uno de los más fuertes en el plano nacional e internacional, está atravesando la más terrible de las crisis después de décadas de funcionamiento perfecto.
El clan Di Lauro ha sido siempre una empresa perfectamente organizada. El boss lo estructuró con un diseño de empresa multinivel. La organización está compuesta por un primer nivel de promotores y financiadores, constituido por los dirigentes del clan que se encargan de controlar las actividades de tráfico y venta a través de sus afiliados directos y formado, según la Fiscalía Antimafia de Nápoles, por Rosario Pariante, Raffaele Abbinante, Enrico D’Avanzo y Arcangelo Valentino. El segundo nivel comprende a los que manejan materialmente la droga, la compran y la preparan, y se ocupan de las relaciones con los camellos, a los que garantizan defensa legal en caso de arresto. Los elementos más relevantes son Gennaro Marino, Lucio De Lucia y Pasquale Gargiulo. El tercer nivel está representado por los jefes de plaza, es decir, miembros del clan que están en contacto directo con los camellos, coordinan a los pali y las vías de huida, y se ocupan también de la seguridad de los almacenes donde se guarda la mercancía y de los lugares donde se corta. El cuarto nivel, el más peligroso, está constituido por los camellos. Cada nivel se divide en subniveles, que se relacionan exclusivamente con su dirigente y no con toda la estructura. Esta organización permite obtener un beneficio igual al 500 por ciento de la inversión inicial.
El modelo de la empresa de los Di Lauro siempre me ha recordado el concepto matemático de fractal tal como lo explican en los manuales, o sea, un racimo de plátanos cada uno de cuyos plátanos es a su vez un racimo de plátanos, cuyos plátanos son racimos de plátanos, y así hasta el infinito. El clan Di Lauro factura solo con el narcotráfico quinientos mil euros al día. Los camellos, los gestores de los almacenes y los enlaces no suelen formar parte de la organización, sino que son simples asalariados. El negocio de la venta de droga es enorme, miles de personas trabajan en él, pero no saben quién las dirige. Intuyen más o menos para qué familia camorrista trabajan, pero nada más. Por si algún detenido decide arrepentirse, se limita el conocimiento de la estructura a un perímetro específico, mínimo, que no permita comprender y conocer el organigrama entero, el enorme periplo del poder económico y militar de la organización.
Toda la estructura económica-financiera tiene su equipo militar: un salvaje grupo de choque y una vasta red de colaboradores. Entre los killers figuraban Emanuele D’Ambra, Ugo De Luda, llamado «Ugariellos, Nando Emolo, llamado «’o Schizzatos,Antonio Ferrara, llamado «’o Tavano», Salvatore Tamburino, Salvatore Petriccione, Umberto La Monica y Antonio Mennetta. Por debajo, los colaboradores, es decir, los jefes de zona: Gennaro Aruta, Ciro Saggese, Fulvio Montanino,Antonio Galeota, Giuseppe Prezioso, guardaespaldas personal de Cosimo, y Costantino Sorrentino. Una organización que contaba como mínimo con trescientas personas, todas a sueldo. Una estructura compleja donde todo estaba colocado en un orden preciso. Estaba el parque de coches y motos, enorme, siempre disponible, como una estructura de emergencia. Estaba la armería, escondida y conectada con una red de herreros preparados para destruir las armas inmediatamente después de ser usadas para los homicidios. Había una red logística que permitía a los killers ir, justo después de la encerrona, a entrenarse en un polígono regular de tiro donde se registraban las entradas, a fin de mezclar los rastros de pólvora de bala y tener una coartada para eventuales pruebas de stub. El stub es lo que más temen todos los killers; la pólvora de bala que no se va nunca y que constituye la prueba más aplastante. Había, asirnismo, una red que proporcionaba la ropa a los grupos de choque: chandal ano-dino y casco integral de motorista, que se destruía inmediatamente después. Una empresa invulnerable, de mecanismos perfectos o casi perfectos. No se intenta ocultar una acción, un homicidio, una inversión, sino simplemente hacer que sea indemostrable ante un tribunal.
Frecuentaba Secondigliano desde hacía tiempo. Desde que Pasquale había dejado de trabajar como sastre, me informaba del ambiente que se respiraba en la zona, un ambiente que cambiaba deprisa, a la misma velocidad con la que se transforman los capitales y las direcciones financieras.
Me movía por la zona norte de Nápoles en Vespa. Lo que más me gusta cuando recorro Secondigliano y Scampia es la luz. Calles enormes, anchas, oxigenadas en comparación con la maraña del centro histórico de Nápoles, como si bajo el asfalto, junto a los bloques de pisos, todavía estuviera vivo el campo abierto. Por otro lado, Scampia tiene su propio espacio en el nombre. Scampia, palabra de un dialecto napolitano desaparecido, designaba la tierra abierta, la zona de maleza, donde a mediados de la década de 1960 levantaron el barrio y las famosas Velas. El símbolo podrido del delirio arquitectónico o quizá simplemente una utopía de cemento, que no ha podido oponer resistencia contra la construcción de la máquina del narcotráfico que ha penetrado en el tejido social de esta parte del mundo. El desempleo crónico y la ausencia total de proyectos de desarrollo social han hecho que se haya convertido en un lugar capaz de almacenar toneladas de droga, así como en un taller para transformar el dinero facturado con la venta de droga en economía viva y legal. Secondigliano es el escalón de bajada que, desde el peldaño del mercado ilegal, lleva renovadas fuerzas a la actividad empresarial legítima. En 1989, el Observatorio de la Camorra escribía en una de sus publicaciones que en la zona norte de Nápoles se re-gistraba una de las relaciones camellos-número de habitantes más alta de Italia. Quince años después, esa relación se ha convertido en la más alta de Europa y figura entre las primeras cinco del mundo.
Con el tiempo, mi cara había llegado a ser conocida, un conocimiento que para los vigilantes del clan, los pali, tenía un valor neutro. En un territorio controlado visualmente segundo a segundo, hay un valor negativo —policías, carabineros, infiltrados de familias rivales— y un valor positivo: los compradores. Todo lo que no es molesto, todo lo que no es un estorbo, es neutro, inútil. Entrar en esa categoría significa no existir. En las plazas de la venta de droga siempre me han fascinado la perfecta organización y el contraste de la degradación. El mecanismo de venta es como el de un reloj. Es como si los individuos se movieran exactamente igual que los engranajes que ponen en marcha el tiempo. No hay movimiento de nadie que no desencadene el de otro. Cada vez que lo observaba me quedaba fascinado. Los sueldos se distribuyen semanalmente: cien euros para los vigilantes, quinientos para el coordinador y cajero de los camellos de una plaza, ochocientos para el camello y mil para el que se ocupa de los almacenes y esconde la droga en casa. Los turnos van de las tres de la tarde a las doce de la noche y de las doce de la noche a las 9. de la madrugada; por la mañana es muy raro que se venda porque hay demasiada policía rondando. Todos tienen un día de descanso, y si se presentan tarde a la plaza de venta de droga, por cada hora se les descuentan cincuenta euros de la paga semanal.
Via Baku es un incesante ir y venir de gente trapicheando. Los clientes llegan, pagan, recogen y se van. A veces incluso hay filas de coches haciendo cola detrás de los vendedores. Sobre todos los sábados por la noche. Entonces vienen camellos de otras plazas a esta zona. En Via Baku se factura medio millón de euros al mes. La Bri-gada de Narcóticos señala que se vende una media de cuatrocientas dosis de marihuana y cuatrocientas de cocaína al día. Cuando llega la policía, los camellos saben a qué casa tienen que ir y dónde tienen que esconder la mercancía. Cuando los vehículos de la policía van a entrar en una plaza de venta de droga, casi siempre se coloca delante un coche o una motocicleta para ralentizar la marcha y permitir que los pali recojan a los camellos en moto y se los lleven. Los pali no suelen tener antecedentes ni ir armados, de modo que, aunque los detengan, corren muy poco riesgo de ser incriminados. Cuando se multiplican los arrestos de camellos, se llama a los reservas, personas, casi siempre drogadictos o consumidores habituales de la zona, que se prestan a trabajar como vendedores en casos de emergencia. Por cada camello arrestado, se llama a otro que ocupará su puesto. El comercio debe continuar. Incluso en los momentos críticos.
Via Dante es otra zona de facturación de grandes capitales. Aquí, todos los camellos son chavales jovencísimos, es una plaza de distribución floreciente, una de las plazas más recientes montadas por los Di Lauro. Y Viale della Resistenza, antigua plaza de heroína, así como de kobret y cocaína. Los responsables de la plaza tienen auténticas sedes operativas desde donde organizan la defensa del territorio. Los pali comunican por móvil lo que está sucediendo. El coordinador de la plaza, escuchándolos a todos de viva voz con un plano delante, consigue tener ante los ojos en tiempo real los desplazamientos de la policía y los movimientos de los clientes.
Una de las novedades que el clan Di Lauro ha introducido en Secondigliano es la protección del comprador. Antes de que iniciaran ellos su actividad como organizadores de plazas, los pali solo protegían a los camellos de arrestos e identificaciones. En años anteriores, los compradores podían ser detenidos, identificados y llevados a la comisaría. Di Lauro, en cambio, puso pali para proteger también a los compradores; así, cualquiera podría acceder con seguridad a las plazas gestionadas por sus hombres. El máximo grado de comodidad para los pequeños consumidores, que son una de las principales almas del comercio de la droga en Secondigliano. En la zona de la barriada Berlingieri, si telefoneas, te tienen preparada la mercancía. Están también Via Ghisleri, Parco Ises, toda la barriada Don Guanella, el sector H de Via Labriola, Sette Palazzi. Territorios transformados en mercados rentables, en calles vigiladas, en lugares donde las personas que viven allí han aprendido a tener una mirada selectiva, como si los ojos, cuando dan con algo horrendo, oscurecieran el objeto o la situación. Una costumbre de escoger qué ver, un medio para continuar viviendo. El inmenso supermercado de la droga. De toda, sea del tipo que sea. No hay estupefaciente que se introduzca en Europa que no pase primero por la plaza de Secondigliano. Si la droga fuera solo para los napolitanos y los campanios, las estadísticas darían resultados delirantes. Prácticamente en todas las familias napolitanas, al menos dos miembros tendrían que ser cocainómanos y uno heroinómano. Sin contar el hachís y la marihuana. Heroína, kobret, drogas blandas y pastillas, esas que algunos siguen llamando éxtasis cuando en realidad existen setenta y nueve variantes de éxtasis. En Secondigliano se venden como rosquillas, las llaman expediente X, o fichas, o caramelos. Con las pastillas se obtienen enormes ganancias. Un euro para producirlas, de tres a cinco euros el coste al por mayor, para luego venderlas en Milán, Roma y otras zonas de Nápoles a entre cincuenta y sesenta euros. En Scampia, a quince euros.
El mercado de Secondigliano ha superado las antiguas rigideces de la venta de droga reconociendo en la cocaína la nueva frontera. Droga de élite en el pasado, hoy día, gracias a las nuevas políticas económicas de los clanes, se ha vuelto totalmente accesible al consumo de masas, con diferentes grados de calidad pero capaz de satisfacer todas las exigencias. Según los análisis del grupo Abele, el 90 por ciento de los consumidores de cocaína son trabajadores o estudiantes. La coca ya no se asocia con Tonerse ciegos, se ha emancipado de esa categoría para convertirse en una sustancia consumida en cualquier momento del día; después de las horas extraordinarias, se toma como relajante, para tener fuerzas para hacer algo que se pa-rezca a una actividad humana y viva, y no solo un sucedáneo para la fatiga. La coca la toman los camioneros para conducir de noche; se toma para aguantar horas delante del ordenador, para seguir adelante sin parar, trabajando durante semanas sin ningún tipo de descanso. Un disolvente del cansancio, un anestésico del dolor, una prótesis saltaron por los aires. Gaetano McKay siempre va con un acompañante, una especie de mayordomo que ocupa el puesto de sus manos, aunque cuando tiene que firmar sujeta el bolígrafo con las prótesis, convirtiéndolo en un perno, un clavo fijo sobre la página, y después se retuerce con el cuello y las muñecas y consigue trazar con una letra imperceptiblemente torcida su firma.
Según las investigaciones de la Fiscalía Antimafia de Nápoles, Genny McKay había logrado crear una plaza capaz de almacenar y vender. Por otro lado, el buen precio que les ofrecen los proveedores se debe precisamente a su capacidad para acumular, y a eso ayuda la jungla de cemento de Secondigliano, con sus cien mil habitantes. El cuerpo de las personas, sus casas, su vida cotidiana se convierte en la gran muralla que rodea los depósitos de droga. Precisamente, la plaza de las Casas Celestes ha permitido un descenso impresionante de los costes de la coca. Por lo general, se parte de entre cincuenta y sesenta euros el gramo y se llega a los cien o doscientos. Aquí ha bajado a entre veinticinco y cincuenta manteniendo una calidad muy alta. Leyendo los informes de la DDA se descubre que Genny McKay es uno de los empresarios italianos más competentes en el ramo de la coca, gracias a lo cual ha logrado imponerse en un mercado que experimenta un crecimiento exponencial no comparable con ningún otro. La organización de las plazas de venta de droga podía haberse dado también en Posillipo, en Panoli, en Brera, pero se ha dado en Secondigliano. En cualquier otro lugar, la mano de obra habría tenido un coste elevadísimo. Aquí, la ausencia total de trabajo, la imposibilidad de encontrar otra salida que no sea la emigración hace que los salarios sean bajos, bajísimos. No hay más misterio, no hace falta apelar a ninguna sociología de la miseria, a ninguna metafísica del gueto. No puede considerarse gueto un territorio capaz de facturar trescientos millones de euros al año solo con el negocio de una familia. Un territorio donde actúan decenas de clanes y las cifras de beneficios son comparables únicamente a las que proporciona una operación financiera. El trabajo es meticuloso y los pases productivos cuestan muchísimo. Un kilo de coca le cuesta mil euros al productor; cuando llega al mayorista ya cuesta treinta mil euros. Treinta kilos se convierten en ciento cincuenta después del primer corte: un valor de mercado alrededor de quince millones de euros. Y si el corte es mayor, de tres kilos puedes sacar hasta doscientos. El corte es fundamental: cafeína, glucosa, manitol, paracetamol, lidocaína, benzocaína, anfetamina.Y también, cuando la urgencia lo impone, talco y calcio para perros. El corte determina la calidad, y el corte mal hecho atrae muerte, policía, arrestos. Obstruye las arterias del Comercio.
También en esto los clanes de Secondigliano van por delante de los demás, y la ventaja es preciosa. Aquí están los Visitantes: los heroinómanos. Los llaman como a los personajes de la serie televisiva de los años ochenta que comían ratas y, bajo una epidermis aparentemente humana, escondían escamas verduscas y viscosas. A los Visitantes los usan como cobayas, cobayas humanos, para experimentar los cortes: comprobar si un corte es dañino, qué reacciones provoca, hasta dónde pueden estirar el polvo. Cuando los «cortadores» necesitan muchos cobayas, bajan los precios. De veinte euros la dosis, descienden hasta diez. Se corre la voz y los heroinómanos vienen hasta las Marcas y Lucania por pocas dosis. La heroína es un mercado que ha sufrido un colapso brutal. Los heroinómanos, los yonquis, son cada vez menos. Están desesperados. Montan en los autobuses tambaleándose, bajan y suben en los trenes, viajan de noche, hacen autostop, recorren kilómetros a pie. Pero la heroína más barata del continente merece todos los esfuerzos. Los «cortadores» de los clanes recogen a los Visitantes, les regalan una dosis y esperan. En una conversación telefónica reproducida en la orden de custodia cautelar en prisión de marzo de 2005, dictada por el Tribunal de Nápoles, dos hablan de la organización de una prueba, un test con cobayas humanos para probar el corte de la sustancia. Primero se llaman para organizarla:
—Les quitas cinco camisetas… ¿para las pruebas de alergia? Al cabo de un rato se vuelven a llamar:
—¿Has probado el coche?
—Sí…
Refiriéndose, evidentemente, a si había hecho la prueba.
—Sí. ¡Madre mía, colega, una maravilla! Somos los número uno, tendrán que cerrar todos.
Estaban exultantes, contentísimos de que los cobayas no hubieran muerto, más aún, de que hubieran disfrutado mucho. Un corte acertado duplica la venta; si es de la mejor calidad, enseguida es solicitado en el mercado nacional y se hunde a la competencia.
Hasta que no leí este intercambio de frases, no comprendí la escena que había presenciado tiempo atrás. Entonces no lograba comprender qué estaba ocurriendo en realidad delante de mis ojos. Por la zona de Miano, cerca de Scampia, había una decena de Visitantes. Los habían convocado en un descampado, frente a unas naves. Había ido a parar allí no por casualidad, sino porque suponía que sintiendo el hálito de lo real, el caliente, el más auténtico posible, se puede llegar a comprender el fondo de las cosas. No estoy seguro de que sea fundamental observar y estar presente para
conocer las cosas, pero es fundamental estar presente pan que las cosas te conozcan a ti. Había un tipo bien vestido, incluso diría que impecablemente vestido, con un traje blanco, una camisa azul y unos zapatos deportivos recién estrenados. Desplegó un paño de ante sobre el capó del coche. Dentro había unas cuantas jeringuillas. Los Visitantes se acercaron empujándose. Parecía una de esas escenas —idénticas, calcadas, siempre iguales desde hace años— que muestran los telediarios cuando en África llega un camión con sacos de harina. Pero un Visitante se puso a gritar:
—No, no la cojo. Si la regaláis, no la cojo… Queréis matarnos…
Bastó con la sospecha de uno para que los demás se alejaran de inmediato. El tipo parecía no tener ganas de convencer a nadie y esperaba. De vez en cuando escupía al suelo el polvo que los visitantes levantaban al andar y que se le pegaba a los dientes. Con todo, uno se acercó; uno no, una pareja. Temblaban, estaban realmente en el límite. Tenían el mono, como suele decirse. Él tenía las venas de los brazos inutilizables; se quitó los zapatos, pero las plantas de los pies también estaban destrozadas. La chica cogió una jeringuilla del paño y se la puso en la boca para sujetarla mientras le desabrochaba la camisa, lentamente, como si tuviera cien botones, y después clavó la aguja bajo el cuello. La jeringuilla contenía coca. Hacerla fluir por la sangre permite ver en muy poco tiempo si el corte funciona o está mal hecho, si es demasiado puro o de mala calidad. Al cabo de un momento, el chico empezó a tambalearse, le salió un poco de espuma por la comisura de los labios y cayó. En el suelo empezó a tener convulsiones. Luego se tumbó boca arriba rígido y cerró los ojos. El tipo vestido de blanco empezó a telefonear con el móvil.
—Yo diría que está muerto… Sí, vale, le hago el masaje…
Empezó a pisar con el botín el pecho del chico. Levantaba la rodilla y después dejaba caer la pierna con brusquedad. Hacía el masaje cardiaco dando patadas. La chica, a su lado, mascullaba unas palabras que se le quedaban pegadas a los labios:
—Lo haces mal, lo haces mal. Le estás haciendo daño…
Mientras tanto, intentaba, con la fuerza de un colín. Alejarlo del cuerpo de su novio. Pero el tipo estaba incómodo, casi atemorizado por la presencia de ella y de los Visitantes en general:
—No me toques… das asco… No te atrevas a acercarte a mí… ¡no me toques o te disparo!
Continuó dando patadas contra el pecho del chico; luego, con el pie apoyado en su esternón, telefoneó de nuevo:
—Creo que este la ha palmado. Ah, el pañuelo… espera que no encuentro…
Sacó un pañuelo de papel del bolsillo, lo mojó con agua de una botella y lo mantuvo extendido sobre los labios del chico. Si respiraba, aunque fuera muy débilmente, agujerearía el kleenex y de ese modo demostraría que aún estaba vivo. Una precaución que había tomado porque no quería ni rozar aquel cuerpo. Llamó por última vez:
—Está muerto. Tenemos que hacerlo más ligero…
El tipo montó en el coche, cuyo conductor no había parado ni un segundo de saltar sobre el asiento, bailando al ritmo de una música de la que yo no conseguía oír ni el más leve rumor, pese a que se movía como si estuviera a todo volumen. En unos minutos, todos se alejaron del cuerpo paseando por ese fragmento de polvo. El chico quedó tendido en el suelo. Y su novia lloriqueando. Su lamento también se quedaba pegado a los labios, como si la única forma de expresión vocal que permitiera la heroína fuese una cantinela ronca.
No conseguí entender por qué lo hizo, pero la chica se bajó los pantalones del chándal y, agachándose justo encima de la cara del chico, le orinó en la cara. El pañuelo se le pegó a los labios y a la nariz. Al poco, el chico pareció recobrar el conocimiento: se pasó una mano por la nariz y la boca, como cuando te quitas el agua de la cara al salir del mar. Este Lázaro de Miano resucitado por efecto de quién sabe qué sustancia contenida en la orina se levantó lentamente. Juro que, si no hubiera estado tan desconcertado por la situación, habría proclamado a gritos que era un milagro. En cambio, me puse a caminar arriba y abajo. Lo hago siempre cuando no entiendo qué pasa, cuando no sé qué hacer. Ocupo espacio, nerviosamente. Eso debió de llamar la atención, pues los Visitantes empezaron a acercarse a mí gritando. Creían que tenía alguna relación con el tipo que casi mata a aquel chico. Me gritaban: —Tú… tú… querías matarlo…

Había decidido enterarme de lo que estaba sucediendo en Secondigliano. Cuanto más insistía Pasquale en lo peligroso de la situación, más me convencía de que era imposible no tratar de comprender los elementos del desastre. Y comprenderlos significaba como mínimo formar parte de ellos. No hay elección, y no creo que haya otro modo de entender las cosas. La neutralidad y la distancia objetiva son lugares que nunca he conseguido encontrar. Raffaele Amato ‘a Vicchiarella, el responsable de las plazas españolas, un dirigente del segundo nivel del clan, había huido a Barcelona con el dinero de la caja de los Di Lauro. Eso se decía. En realidad, no había pagado su cuota al clan, demostrando de esa forma que ya no estaba sometido a quien quería ponerlo a sueldo. Había oficializado la escisión. Por el momento solo trabajaba en España, territorio dominado desde siempre por los clanes. En Andalucía, los Casalesi de la provincia de Casería, en las islas, los Nuvoletta de Marano, y en Barcelona, los «secesionistas». Ese es el nombre con el que algunos empiezan a llamar a los hombres de los Di Lauro que han puesto tierra de por medio. Los primeros cronistas que siguen el asunto. Los que cubren la crónica negra. En cambio, en Secondigliano para todo el mundo son «los Españoles». Los llaman así precisamente porque su líder está en España, donde han empezado a controlar no solo las plazas sino también el tráfico a gran escala, dado que Madrid es uno de los nudos fundamentales para el tráfico de cocaína procedente de Colombia y de Perú. Según las investigaciones, los hombres vinculados a Amato durante años habían hecho circular toneladas de droga mediante una estratagema genial. Utilizaban los camiones de la basura. Arriba, desechos, y abajo, droga. Un método infalible para evitar controles. Nadie pararía a un camión de la basura de noche mientras carga y descarga desperdicios al tiempo que transporta toneladas de droga.
Cosimo Di Lauro había intuido —según lo que se desprende de las investigaciones— que los dirigentes estabais ingresando cada vez menos capital en la caja del clan. Las apuestas se habían hecho con capital de los Di Lauro, pero una gran parte del beneficio que se debía repartir había sido deducido. Las apuestas son las inversiones que cada dirigente hace para la adquisición de un alijo de droga con capital de los Di Lauro. Apuesta. El nombre deriva de la economía irregular y ultraliberal de la coca y de las pastillas, para la que no hay elemento de certeza y cálculo. Se apuesta, también en este caso, como en una ruleta. Si apuestas cien mil euros y las cosas te van bien, en catorce días se convierten en trescientos mil. Cuando veo estos datos de aceleración económica, siempre me acuerdo de cuando Giovanni Falcone, estando en un colegio, puso un ejemplo que acabó en cientos de cuadernos escolares: «Para comprender que la droga es una economía floreciente, pensad que mil liras invertidas el 1 de septiembre en la droga se convierten en cien millones el 1 de agosto del año siguiente».
Las sumas que los dirigentes ingresaban en las arcas de los Di Lauro continuaban siendo astronómicas, pero cada vez menores. A largo plazo, una práctica como esa fortalecería a unos en detrimento de otros y poco a poco, en cuanto el grupo tuviera fuerza organizativa y militar, daría un empujón a Paolo Di Lauro. El empujón final, el que no tiene remedio. El que llega con el plomo y no con la competencia. Así pues, Cosimo ordena ponerlos a todos a sueldo. Quiere que dependan totalmente de él. Una opción opuesta a las decisiones que hasta entonces había tomado su padre, pero necesaria para proteger sus propios negocios, su propia autoridad, su propia familia. No más empresarios asociados, con libertad de decisión sobre las cantidades de dinero que quieren invertir, la calidad y los tipos de droga que quieren introducir en el mercado. No más niveles autónomos en el seno de una empresa multinivel, sino dependientes. Puestos a sueldo. Cincuenta mil euros al mes, dice alguien. Una cifra exorbitante. Pero, en definitiva, un sueldo. En definitiva, un papel de subordinado. En definitiva, el fin del sueño empresarial a cambio de un trabajo de dirigente. Y la revolución administrativa no acababa ahí. Los arrepentidos cuentan que Cosimo había impuesto una transformación generacional. Los dirigentes no debían tener más de treinta años. Rejuvenecer las cúspides deprisa, de inmediato. El mercado no permite concesiones a plusvalías humanas. No concede nada. Debes vencer, comerciar. Todo vínculo, sea afecto, ley, derecho, amor, emoción o religión, es una concesión a la competencia, una traba que conduce a la derrota. Todo cabe, pero solo después de la prioridad de la victoria económica, después de la certeza del dominio. Por una especie de respeto aún subsistente, se escuchaba a los viejos boss cuando proponían ideas vetustas, órdenes ineficaces, y se tomaban en consideración sus decisiones exclusivamente por respeto a su edad. Y sobre todo, la edad podía poner en peligro el liderazgo de los hijos de Paolo Di Lauro.
Ahora, en cambio, todos estaban en el mismo plano: nadie podía apelar a pasados míticos, a experiencias pretéritas, al respeto debido. Todos deben enfrentarse con la calidad de sus propias propuestas, su capacidad de gestión, la fuerza de su carisma. Cuando los grupos de choque de Secondigliano empezaron a demostrar su fuerza militar, la escisión aún no se había producido. Estaba madurando. Uno de los primeros objetivos fue Ferdinando Bizzarro, «Bacchetella» o «Fétidos, .como el personaje calvo, bajo y viscoso de La familia Adams. Bizzarro era el rais de Melito. Rais es una expresión que se utiliza para designar a quien posee una autoridad fuerte pero no total, es decir, sometida al boss, a la autoridad máxima. Bizzarro había dejado de ser un diligente jefe de zona de los Di Lauro. Quería gestionar él mismo el dinero. Y también quería tomar las decisiones importantes, no solo las administrativas. En su caso, no se trataba de la clásica rebelión; solo quería promocionarse como interlocutor nuevo, autónomo. Pero se había autopromocionado. En Melito, los clanes son feroces. Territorio de fabricas clandestinas, de producción de zapatos de altísima calidad para tiendas de medio mundo. Estas fabricas son fundamentales para obtener el dinero destinado a practicar la usura. El propietario de una fabrica clandestina casi siempre apoya al político, o al jefe de zona del clan que hará elegir al político, gracias al cual tendrá menos controles sobre su actividad. Los clanes camorristas de Secondigliano nunca han sido esclavos de los políticos, nunca han sido aficionados a establecer pactos programáticos, pero en estos sitios es fundamental tener amigos.
Y precisamente el que había sido el referente de Bizzarro en las instituciones se convirtió en su ángel de la muerte. El clan, para matar a Bizzarro, había pedido ayuda a un político: Alfredo Cicala. Según las investigaciones de la DDA de Nápoles, fue Cicala, el ex alcalde de Melito, además de ex dirigente local del partido de la Margarita, quien dio indicaciones precisas sobre dónde poder encontrar a Bizzarro. A juzgar por lo que se lee en la transcripción de las conversaciones telefónicas grabadas, no parece que se esté organizando un homicidio, sino simplemente realizando un cambio de jefes. No hay ninguna diferencia. Los negocios deben continuar; la decisión de Bizzarro de hacerse autónomo amenazaba con hundir el negocio. Hay que hacerlo empleando todos los medios, empleando todo el poder. Cuando la madre de Bizzarro muere, los afiliados de Di Lauro deciden ir al funeral y disparar, disparar contra todo y todos. Qui-tarlo de en medio a él, quitar de en medio a su hijo, a sus primos. A todos. Estaban dispuestos. Pero Bizzarro y su hijo no asistieron al funeral. No obstante, la organización de la encerrona continúa. Tan minuciosamente que el clan comunica por fax a sus afiliados lo que está sucediendo y lo que hay que hacer:
«Ya no hay nadie de Secondigliano, él los ha echado a todos… Solo sale los martes y los sábados con cuatro coches… A vosotros os han recomendado que no os mováis por nada del mundo. Fétido ha enviado el mensaje de que por Pascua quiere doscientos cincuenta euros por tienda y no tiene miedo de nadie. Esta semana tendrán que torturar a Sivieros.
De este modo, a través del fax, se prepara una estrategia. Se incluye una tortura en la agenda como si fuese una factura comercial, un pedido, una reserva de billete de avión.Y se denuncian las acciones de un traidor. Bizzarro salía con una escolta de cuatro coches, había impuesto un pago de doscientos cincuenta euros mensuales. Siviero, hombre de Bizzarro, su fiel chofer, será torturado quizá para hacerle decir los recorridos que su jefe de zona haría en el futuro. Pero los planes para matar a Bizzarro no terminan aquí. Deciden ir a casa de su hijo y ano perdonar a nadie». Pero entonces se produce una llamada telefónica: un killer está desesperado por la ocasión de-saprovechada, pues se ha enterado de que Bizzarro ha salido de nuevo a la calle tanto para demostrar su poder como el hecho de que sigue indemne. Y se lamenta de la ocasión desaprovechada:
—¡Maldita sea! Ese ha estado toda la mañana en la calle…
No hay nada oculto. Todo parece claro, evidente, cosido a la piel de lo cotidiano. Pero el ex alcalde de Melito dice en qué hotel se encierra Bizcaren con su amante, adonde va a descargar tensión y esperma. Es posible adaptarse a todo. A vivir con las luces apagadas a fin de no dar señales de presencia en casa, a salir con cuatro coches de escolta, a no hacer ni recibir llamadas telefónicas, a no ir al funeral de la propia madre. Pero adaptarse a no ver uno a su amante tiene el regusto del escarnio, del fin de todo poder.
El 26 de abril de 2004, Bizzarro está en el hotel Villa Giulia, en el tercer piso. En la cama con su amante. Llega el comando. Llevan el chaleco de la policía. En el vestíbulo del hotel, reclaman la tarjeta magnética para abrir; el recepcionista ni siquiera pide la identificación a los presuntos policías. Llaman a su puerta. Bizzarro todavía va en calzoncillos, pero lo oyen acercarse a la puerta. Empiezan a disparar. Dos ráfagas de pistola. La desencajan, la atraviesan y dan en su cuerpo. Los tiros acaban por derribar la puerta y lo rematan disparándole a la cabeza. Proyectiles y astillas de madera clavados en la carne. El recorrido de la matanza ya se ha trazado. Bizzarro ha sido el primero. O uno de los primeros. O por lo menos el primero con el que se ha puesto a prueba la fuerza del clan Di Lauro. Una fuerza capaz de abalanzarse sobre cualquiera que se atreva a romper la alianza, a destruir el pacto de negocios. El organigrama de los secesionistas todavía no está claro, no se comprende enseguida. Se respira una atmósfera tensa, pero parece que todavía se espera algo. Sin embargo, unos meses después del asesinato de Bizzarro se produce algo que aclara la situación, que desencadena el conflicto, como una declaración de guerra. El 20 de octubre de 2004 Fulvio Montanino y Claudio Salerno —según las investigaciones, incondicionales de Cosimo y responsables de algunas plazas de venta de droga— mueren abatidos por catorce balazos. Frustrada la encerrona, en la que deberían haberse cargado a Cosimo y a su padre, esta emboscada es el inicio de las hostilidades. Cuando empieza a haber muertos, no se puede hacer otra cosa que combatir. Todos los capos han decidido rebelarse contra los hijos de Di Lauro: Rosario Pariante y Raffaele Abbinante, además de los nuevos dirigentes Raffaele Amato, Gennaro McKay Marino,Arcangelo Abate y Giacomo Migliaccio. Continúan siendo fieles a Di Lauro los De Lucia, Giovanni Cortese, Enrico D’Avanzo y un nutrido grupo de afiliados de base. Bastante nutrido. Jóvenes a los que se les promete el ascenso al poder, el botín, el crecimiento económico y social en el clan. La dirección del grupo la asunten los hijos de Paolo Di Lauro. Cosimo, Marco y Ciro. Cosimo ha intuido, con gran clarividencia, que se expone a morir o a ser encarcelado. Reclusión y crisis económica. Pero no hay más remedio que elegir: o esperar lentamente a ser derrotados por el crecimiento de un clan en el propio seno de este, o intentar salvar los negocios o al menos la propia piel. Derrotados en el poder económico significa inmediatamente derrotados también en la carne.
Es la guerra. Nadie acierta a imaginar cómo se desarrollará, pero todos saben con seguridad que será terrible y larga. La más despiadada que el sur de Italia haya visto en los últimos diez años. Los Di Lauro tienen menos hombres, son mucho menos fuertes, están menos organizados. En el pasado siempre han reaccionado con fuerza ante escisiones internas. Escisiones causadas por la gestión liberal que a algunos les parecía un salvoconducto para la autonomía, para levantar su propio centro empresarial. Una libertad, en cambio, la del clan Di Lauro, que es concedida y no se puede exigir. En 1992, el antiguo grupo dirigente resolvió la escisión de Antonio Rocco, jefe de zona de Mugnano, en el bar Fulmine, entrando armado con metralletas y bombas de mano. Mataron a cinco personas. Para salvarse, Rocco se arrepintió, y el Estado, al aceptar su colaboración, puso bajo protección casi a doscientas personas, todas a punto de convertirse en blanco de los Di Lauro. Pero el arrepentimiento no sirvió de nada. Las declaraciones del arrepentido no perjudicaron a los directivos de la sociedad.
En esta ocasión, en cambio, los hombres de Cosimo Di Lauro empiezan a estar preocupados, como muestra la orden de custodia cautelar en prisión dictada por el Tribunal de Nápoles el 7 de diciembre de 2004. Dos afiliados, Luigi Petrone y Salvatore Tamburino, se llaman por teléfono y contentan la declaración de guerra que supone el asesinato de Montanino y Salerno.
Petrone: «Han matado a Fulvio».
Tamburino: «Ah…».
Petrone: «¿Me has oído?».
Empieza a tomar forma la estrategia de lucha, la dictada, según Tamburino, por Cosimo Di Lauro. Cogerlos de uno en uno y matarlos, incluso utilizando bombas en caso necesario.
Tamburino: «Con bombas, con bombas, ¿o no? Eso ha dicho Cosimino, ahora los mando coger uno a uno… los hago… como sea, ha dicho… a todos…».
Petrone: «Esos… Lo importante es que la gente está de acuerdo, que “trabaja”…».
Tamburino: «Gino, aquí hay a millones. Son todos chavales… todos chavales… ahora te cuento lo que está organizando ese…».
La estrategia es nueva. Aceptar en la guerra a chiquillos, elevarlos al rango de soldados, transformar la máquina perfecta de la venta de droga, de la inversión, del control del territorio en un mecanismo militar. Aprendices de charcuteros y de carniceros, de mecánicos, de L camareros, chiquillos desocupados. Todos iban a convertirse en la fuerza nueva e inesperada del clan. A partir de la muerte de Montanino empieza un largo y sangriento toma y daca, con muertos y más muertos: una o dos emboscadas al día, primero las bases de los dos clanes, después los parientes, el incendio de las casas, las palizas, las sospechas.
Tamburino: «Cosimino es muy frío. Ha dicho:”Comamos, bebamos, follemos”. Qué le vamos a hacer… ha pasado, sigamos adelante».
Petrone: «Pero yo soy incapaz de comer. He comido por comer…».
La orden de combatir no debe ser desesperada. Lo importante es adoptar una actitud de vencedores. Tanto si se trata de un ejército como de una empresa. Los que demuestran estar en crisis, los que huyen, los que desaparecen, los que se encogen sobre sí mismos, ya han perdido. Comer, beber, follar. Como si no estuviera pasando nada. Pero los dos personajes no las tienen todas consigo, no saben cuántos afiliados se han pasado a los Españoles y cuántos se han quedado en su bando.
Tamburino: «Y no sabemos cuántos se han ido con esos… ¡No lo sabemos!».
Petrone: «¡Ah! ¿Cuántos se han largado? ¡Aquí se han quedado un montón,Totore! No entiendo… ¿A esos… no les gustan los Di Lauro?».
Tamburino: «Si yo fuera Cosimino, ¿sabes qué haría? Empezaría a matarlos a todos. Aunque no estuviera seguro… absolutamente a todos. Empezaría a quitar… a esa chusma de en medio…».
Matar a todos. A todos sin excepción. Aun teniendo dudas. Aunque no sepas de qué parte están, aunque no sepas si tienen una parte. ¡Dispara! Es chusma. Chusma, solo chusma. Frente a la guerra, al peligro de la derrota, aliados y enemigos son papeles intercambiables. Más que individuos, son elementos en los que probar la pro-pia fuerza y objetivaría. Solo después se crearán alrededor de las partes los aliados y los enemigos. Pero antes es preciso empezar a disparar.
El 30 de octubre de 2004 se presentan en casa de Salvatore de Magistris un señor de sesenta años que se ha casado con la madre de Biagio Esposito, un secesionista, un Español. Quieren saber dónde se ha escondido. Los Di Lauro tienen que cogerlos a todos antes de que se organicen, antes de que puedan darse cuenta de que son mayoría. Le parten los brazos y las piernas con un bastón, le destrozan la nariz. Después de cada golpe le piden información sobre el hijo de su mujer. Él no contesta, y después de cada silencio asestan otro golpe. Lo acribillan a patadas, tiene que confesar. Pero no lo hace. O quizá no sabe realmente dónde está el escondrijo. Morirá tras un mes de agonía.
El 2 de noviembre matan a Massimo Galdiero en un aparcamiento. El objetivo era su hermano Gennaro, presunto amigo de Raffaele Amato. El 6 de noviembre matan enVia Labriola a Antonio Landieri; para que no escape disparan contra todo el grupo que estaba a su alrededor. Resultarán gravemente heridas cinco personas más. Todos llevaban una plaza de coca y al parecer dependían de Gennaro McKay. Pero los Españoles responden, y el 9 de noviembre dejan un Fiat Punto blanco en medio de una calle. Esquivan puestos de control y abandonan el coche en Via Cupa Perrillo. Es media tarde cuando la policía encuentra tres cadáveres: Stefano Maisto, Mario Maisto y Stefano Mauriello. Abran la portezuela que abran, los policías encuentran un cuerpo. Delante, detrás, en el portaequipajes. El 20 de noviembre matan a Biagio Migliaccio en Mugnano. Van a matarlo a la concesionaria donde trabaja. Le dicen: «Esto es un atra-co», y le disparan al pecho. El objetivo era su tío Giacomo. El mismo día responden los Españoles matando a Gennaro Emolo, padre de uno de los fieles de los Di Lauro acusado de formar parte del brazo militar. El 21 de noviembre los Di Lauro se cargan, mientras se encuentran en un estanco, a Domenico Riccio y Salvatore Gagliardi, personas cercanas a Raffaele Abbinante. Una hora más tarde matan a Francesco Tortora. Los killers no van en moto sino en coche. Se acercan, le disparan y lo recogen como si fuera un saco. Lo meten en el coche y lo llevan a las afueras de Casavatore, donde prenden fuego al coche y al cuerpo. Dos pájaros de un tiro. A medianoche del día 22, los carabineros encuentran un coche quemado. Otro más.
Para seguir la faida, había conseguido hacerme con una radio con capacidad para sintonizar las frecuencias de la policía, de modo que llegaba con mi Vespa más o menos al mismo tiempo que las patrullas. Pero aquella noche me había dormido. El vocerío estridente y cadencioso de las centralitas se había convertido para mí en una especie de melodía adormecedora. Así que aquella vez fue una llamada telefónica en plena noche la que me informó de lo sucedido. Cuando llegué al lugar, encontré un coche completamente quemado. Lo habían cubierto de gasolina. Litros de gasolina. Por todas partes. Gasolina en los asientos delanteros, gasolina en los posteriores, gasolina en los neumáticos, en el volante. Las llamas ya se habían extinguido y los cristales habían estallado cuando llegaron los bomberos. No sé muy bien por qué me acerqué a aquella carcasa de coche. Hacía una peste terrible, a plástico quemado. Pocas personas alrededor, un guardia urbano con una linterna mira dentro de la chapa. Hay un cuerpo, o algo que lo parece. Los bomberos abren las portezuelas y cogen el cadáver haciendo una mueca de asco. Un carabinero se marea y, apoyado en la pared, vomita la pasta con patatas que ha comido hace unas horas. El cuerpo no era más que un tronco rígido, completamente carbonizado; la cabeza, una calavera ennegrecida; las piernas estaban desolladas por las llamas. Cogieron el cuerpo por los brazos y lo depositaron en el suelo a la espera del coche mortuorio.
La furgoneta que recoge a los muertos va continuamente de un lado a otro, desde Scampia hasta Torre Annunziata. Recoge, amontona, retira cadáveres de gente asesinada. La Campania es el territorio donde hay más asesinatos de Italia y ocupa uno de los primeros puestos del mundo. Las ruedas del coche mortuorio son enormemente lisas; bastaría con fotografiar las llantas oxidadas y el gris del interior de los neumáticos para tener la imagen símbolo de esta tierra. Los tipos salieron de la furgoneta con guantes de látex, sucísimos, usados una y otra vez, y se pusieron manos a la obra. Metieron el cadáver en una bolsa, una de esas negras, las body bag en las que normalmente se meten los cuerpos de los soldados muertos. El cadáver parecía uno de esos que se encuentran bajo las cenizas del Vesubio después de que los arqueólogos hayan vertido yeso en el hueco dejado por el cuerpo. Alrededor del coche se habían agrupado ya decenas y decenas de personas, pero todas guardaban silencio. Parecía que no hubiera nadie. Ni siquiera las fosas nasales se aventuraban a respirar demasiado fuerte. Desde que ha estallado la guerra de la Camorra, muchos han dejado de poner límite a su propio aguante. Y están allí para ver qué sucederá más. Todos los días se enteran de qué más es posible, qué más tendrán que soportar. Se enteran, informan en casa y continúan viviendo. Los carabineros empiezan a hacer fotos, la furgoneta se va con el cadáver. Voy a la jefatura de policía. Algo dirán sobre esa muerte. En la sala de prensa están los periodistas habituales y algunos policías. AI cabo de un momento se oyen comentarios: «Se matan entre ellos. ¡Mejor así!», «Si te haces camorrista, mira cómo acabas», «Estabas encantado de ganar, ¿no?, pues ahora disfruta de la muerte, escoria». Los comentarios habituales, pero cada vez más as-queados, más exasperados. Como si el cadáver estuviera allí y todos tuvieran algo que recriminarle: esa noche destrozada, esa guerra interminable, esas patrullas militares que invaden todos los rincones de Nápoles. Los médicos necesitan horas para identificar el cadáver. Alguien le pone el nombre de un jefe de zona desaparecido hace unos días. Uno de tantos, uno de los cuerpos hacinados en espera del peor nombre posible en las cámaras frigoríficas del hospital Cardarelli. Luego llega el desmentido.
Alguien se cubre los labios con las manos, los periodistas tragan tanta saliva que la boca se les queda seca. Los policías menean la cabeza mirándose las puntas de los zapatos. Los comentarios se interrumpen, culpables. Aquel cuerpo era de Gelsomina Verde, una chica de veintidós años. Secuestrada, torturada, asesinada de un tiro en la nuca disparado tan de cerca que la bala había salido por la frente. Después la habían metido en un coche, su coche, y la habían quemado. Había salido con un chico, Gennaro Notturno, que había optado por estar con los clanes y luego se había acercado a los Españoles. Había salido con él unos meses tiempo atrás. Pero alguien los había visto abrazados, quizá en la Vespa iuntos en coche. Gennaro había sido condenado a muerte, pero había conseguido esconderse ve a saber dónde, quizá en algún garaje cerca de la calle donde han matado a Gelsomina. No creyó necesario protegerla porque ya no mantenía relaciones con ella. Pero los clanes deben golpear y los individuos, a través de sus amistades, su parentela, incluso sus afectos, se convierten en mapas. Mapas sobre los que escribir un mensaje. El peor de los mensajes. Hay que castigar. El hecho de que alguien quede sin castigo es un riesgo demasiado grande que legitima la posibilidad de traición, nuevas hipótesis de escisiones. Golpear, y del modo más duro. Esa es la consigna. Lo demás vale cero. Así que los fieles de Di Lauro van a casa de Gelsomina, van a verla con una excusa. La se-cuestran, la golpean brutalmente, la torturan, le preguntan dónde está Gennaro. Ella no contesta. Quizá no sabe dónde está, o prefiere sufrir ella lo que le harían a él. Así que acaban con ella. Los camorristas enviados a hacer el «servicio» quizá estaban ciegos de coca, o quizá estaban sobrios para percibir el más mínimo detalle. Pero es del dominio público qué métodos utilizan para eliminar toda clase de resistencia, para anular el más leve soplo de humanidad. El hecho de que el cuerpo estuviera quemado me pareció una manera de borrar las torturas. El cuerpo de una chica torturada habría provocado una intensa furia en todos, y del barrio no se espera aprobación, pero desde luego tampoco hostilidad. Por eso hay que quemar, quemarlo todo. Las pruebas de la muerte no son graves. No más graves que cualquier otra muerte en período de guerra. Pero es insoportable imaginar cómo se ha producido esa muerte, cómo ha sido ejecutada esa tortura. Así que, aspirando con la nariz la mucosidad del pecho y escupiendo, conseguí apartar las imágenes de mi mente.
Gelsomina Verde, «Mina», el diminutivo con que era conocida en el barrio. También la llaman así en los periódicos que se ocupan de ella, con el consiguiente sentimiento de culpa del día después. Habría sido fácil no distinguirla de la carne de los que se matan entre ellos. O, si hubiera estado viva, seguir considerándola la novia de un camorrista, una de las muchas que aceptan por dinero o por la importancia que eso te da. Simplemente la enésima «señora» que disfruta de la riqueza de un marido camorrista. Pero el «Saracino», como llaman a Gennaro Notturno, está empezando.
Con el tiempo uno se convierte en jefe de zona y controla a los camellos, llega a los mil o dos mil euros. Pero es una carrera larga. A1 parecer, dos mil quinientos euros es el precio de la indemnización por un homicidio. Y si además necesitas quitarte de en medio porque los carabineros andan detrás de ti, el clan te paga un mes en el norte de Italia o en el extranjero. Quizá él también soñaba con llegar a ser boss, con dominar media Nápoles e invertir en toda Europa.
Si me detengo y tomo aliento, me resulta fácil imaginar cómo se conocieron pese a no haberles visto nunca la cara. Debieron de conocerse en un bar, uno de los malditos bares meridionales de la periferia en torno a los cuales gira como un torbellino la existencia de todos, chiquillos y viejos de noventa años asmáticos. O quizá se conocieron en alguna discoteca. Una vuelta por la plaza del Plebiscito, un beso antes de volver a casa. Luego, los sábados pasados juntos, unas pizzas en compañía, la puerta de la habitación cerrada con pestillo los domingos después de comer mientras los demás se duermen, apoltronados después de la comilona. Y así sucesivamente. Lo mismo que se hace siempre, lo mismo que, por suerte, les sucede a todos. Después, Gennaro entra en el Sistema. Seguramente fue a casa de algún amigo camorrista, hizo que lo presentara y después debió de empezar a trabajar para Di Lauro. Supongo que tal vez la chica se enteró, intentó buscarle otra cosa que hacer, como les ocurre a muchas chicas de por aquí, luchar por su novio. Pero quizá al final se olvidó del oficio de Gennaro. Al fin y al cabo, es un trabajo como otro. Conducir un coche, transportar algunos “paquetes‖ se empieza con pequeñas cosas. Insignificancias. Pero que te permiten vivir, te permiten trabajar y a veces hasta sentirte realizado, querido, gratificado. Luego, la historia entre ellos terminó.
Sin embargo, esos pocos meses han sido suficientes. Han sido suficientes para relacionar a Gelsomina con la persona de Gennaro. Para hacer que esté «marcada» por su persona, que pertenezca al mundo de sus afectos. Aunque su relación haya terminado, aunque tal vez nunca naciera realmente. No importa. Son solo conjeturas e imaginaciones. Lo que queda es que han torturado y matado a una chica porque la vieron mientras acariciaba y daba un beso a determinada persona unos meses antes, en alguna parte de Nápoles. Me resulta imposible creerlo. Gelsomina se deslomaba trabajando, como todos los de por aquí. Es frecuente que las chicas, las esposas, tengan que mantener solas a la familia porque muchísimos hombres pasan años sumidos en la depresión. Incluso los que viven en Secondigliano, incluso los que viven en el «Tercer Mundo», consiguen tener alma. No trabajar durante años te transforma; ser tratado como una mierda por tus superiores, sin contrato, sin respeto, sin dinero, acaba contigo. O te conviertes en un animal o estás en el límite. Gelsomina, pues, trabajaba como todos los que tienen que tener por lo menos tres empleos para lograr reunir un sueldo del que daba la mitad a la familia. Formaba parte también del voluntariado que ayudaba a los ancianos de la zona, cosa sobre la que no escatimaron elogios los periódicos, que parecían competir en rehabilitarla y transformar su cuerpo carbonizado en una figura que de nuevo pudiera ser recordada con inocua compasión.
Estando en guerra no es posible seguir teniendo relaciones amorosas, lazos, vínculos, todo puede convertirse en elemento de debilidad. El terremoto emocional que se produce entre los afiliados más jóvenes está grabado en las conversaciones telefónicas intervenidas por los carabineros, como la que mantienen Francesco Venosa y Anna, su novia, transcrita en la orden de detención dictada por la Fiscalía Antimafia de Nápoles en febrero de 2006. Es la última llamada antes de cambiar de número, Francesco huye al Lacio, advierte a su hermano Giovanni con un SMS de que no se le ocurra salir a la calle, porque está en el punto de mira:
«Hola hermano t.q. te ruego q no salgas x ningún motivo. Ok?». Francesco tiene que explicarle a su novia que tiene que irse y que la vida del hombre de Sistema es complicada:
«Ahora tengo dieciocho años… no es para tomárselo a risa… Estos te quitan de en medio… ¡te matan,Anna!».
Pero Anna es obstinada, le gustaría hacer las pruebas para ser subteniente de los carabineros, cambiar su vida y hacérsela cambiar a Francesco. Al chico no le desagrada en absoluto que Anna quiera entrar en los carabineros, pero se siente ya demasiado mayor para cambiar de vida:
Francesco: «Ya te lo he dicho, me alegro por ti… Pero mi vida es otra… Y yo no cambio mi vida». Anna: «Ah, genial, me alegro… Tú sigue así y verás». Francesco: «Anna,Anna…, no te pongas así…».
Anna: «Pero si tienes solo dieciocho años, puedes cambiar perfectamente… ¿Por qué estás resignado? No lo entiendo…».
Francesco: «Yo no cambio mi vida, por nada del mundo».
Anna: «Ah, o sea, que estás bien así».
Francesco: «No, Anna, no estoy bien así, pero por el momento hemos sufrido… y tenemos que recuperar el respeto perdido… Cuando andábamos por el barrio, la gente no tenía valor para mirarnos a la cara… y ahora todos levantan la cabeza».
Para Francesco, que es de los Españoles, la ofensa más grave es que ya no se siente nadie sometido a su poder. Ha habido demasiados muertos y por eso en su barrio todos lo ven como alguien relacionado con un grupo de killers canallas, de camorristas fracasados. Eso es intolerable, es preciso reaccionar aun a costa de la vida. Su novia intenta frenarlo, hacer que no se sienta un condenado.
Anna: «No debes meterte en la trifulca, tú puedes vivir perfectamente…».
Francesco: «No, no quiero cambiar de vida…».
El jovencísimo secesionista está aterrorizado por el hecho de que los Di Lauro la tomen con ella, pero la tranquiliza diciendo que él salía con muchas chicas, de modo que nadie puede relacionar a Anna con él. Después le confiesa, como un adolescente romántico, que ahora ella es la única.
«… Al final tenía treinta mujeres en el barrio… pero ahora dentro de mí sé que solo estoy contigo…»
Anna parece olvidarse del miedo a la venganza; como es natural en una chiquilla como ella, solo piensa en la última frase que ha pronunciado Francesco:
Anna: «Me gustaría creerlo».
La guerra continúa. El 24 de noviembre de 2004 matan a Salvatore Abbinante. Le disparan en la cabeza. Sobrino de uno de los dirigentes de los Españoles, Raffaele Abbinante, hombre de Marano. El territorio de los Nuvoletta. Los maraneses, para tener una participación activa en el mercado de Secondigliano, hicieron trasladar al barrio de Monterosa a muchos hombres con sus familias, y Raffaele Abbinante es, según las
acusaciones, el dirigente de este grupo mafioso en Secondigliano. Era uno de los personajes con más carisma en España, donde mandaba en el territorio de la Costa del Sol. En una macroinvestigación realizada en 1997 fueron incautados dos mil quinientos kilos de hachís, veinte mil pastillas de éxtasis y mil quinientos kilos de cocaína. Los jueces demostraron que los cárteles napolitanos de los Abbinante y los Nuvoletta controlaban casi todo el tráfico de droga sintética en España e Italia. Después del homicidio de Salvatore Abbinante, se temía que los Nuvoletta intervinieran, que la Cosa Nostra decidiera decir la suya en lafaida de Secondigliano. No sucedió nada, al menos militarmente. Los Nuvoletta abrieron las fronteras de sus territorios a los secesionistas huidos: esa fue la respuesta de los hombres de la Cosa Nostra en la Campania a la guerra de Cosimo. El 25 de noviembre los Di Lauro matan a Antonio Esposito en su tienda de alimentación. Cuando llegué allí, su cuerpo se encontraba entre botellas de agua y cartones de leche. Lo recogieron entre dos; lo levantaron agarrándolo de la chaqueta y de los pies y lo pusieron en una camilla metálica. Cuando el coche mortuorio se fue, apareció en la tienda una señora que empezó a ordenar los cartones en el suelo y limpió las salpicaduras de sangre del expositor de los embutidos. Los carabineros la dejaron hacer. Rastros de balas, pi-sadas: todas las pistas ya habían sido recogidas. El inútil catálogo de las huellas ya estaba terminado. Aquella mujer se pasó toda la noche arreglando la tienda, como si ordenar pudiese cancelar lo que había pasado, como si restablecer el orden en los cartones de leche y en la bollería envasada pudiera relegar a los pocos minutos en los que se había producido la emboscada, solo a esos minutos, el peso de la muerte.
Mientras tanto, en Scampia se había corrido la voz de que Cosimo Di Lauro pagaría ciento cincuenta mil euros a quien le diese información fundamental para encontrar a Gennaro Marino McKay. Una recompensa elevada, pero no en exceso para un imperio económico como el del Sistema de Secondigliano. Por el importe de la recompensa, se advirtió que no se quería sobrestimar al enemigo. Pero la recompensa no da sus frutos, antes llega la policía. Todos los dirigentes de los secesionistas que aún permanecían en la zona se habían reunido en el decimotercer piso de un edificio de Via Fratelli Cervi. Como medida de precaución, habían blindado el descansillo. Al final del tramo de escaleras, una jaula con verja cerraba el rellano. Además, las puertas blindadas hacían seguro el lugar del encuentro. La policía rodeó el edificio. Lo que los había blindado contra eventuales ataques de los enemigos, ahora los condenaba a esperar sin poder hacer nada, a esperar que las radiales cortaran las rejas y que la puerta blindada Mera derribada. Mientras esperaban que los detuviesen, tiraron por la ventana una mochila con una metralleta, pistolas y bombas de mano. Al caer, la metralleta disparó una ráfaga. Una bala pasó rozando la nuca de un policía que vigilaba el edificio. El nerviosismo le hizo ponerse a saltar, luego a sudar y por último le provocó un ataque de ansiedad y empezó a respirar convulsivamente. Morir alcanzado de rebote por un proyectil que ha escupido una metralleta arrojada desde un decimotercer piso es una hipótesis que no se toma en consideración. Casi delirando, empezó a hablar solo, a insultar a todo el mundo, mascullaba nombres y agitaba las manos como si quisiera ahuyentar mosquitos que revoloteaban delante de su cara.
—Han dado el chivatazo —decía—. En vista de que no conseguían acabar con ellos, han dado el chivatazo y nos han mandado a nosotros… Nosotros seguimos el juego de unos y de otros, les salvamos la vida a estos. Dejémoslos aquí, que se maten entre ellos, que se maten todos, ¿a nosotros qué nos importa?
Sus compañeros me indicaron que me alejara. Aquella noche, en la casa de Via Fratelli Cervi detuvieron a Arcangelo Abete y su hermana Anna, a Massimiliano Cafasso, a Ciro Mauriello, a Gennaro Notturno, el ex novio de Mina Verde, y a Raffaele Nocturno. Pero el verdadero golpe de la detención fue Gennaro McKay, el líder secesionista. Los Marino habían sido objetivos principales de la faida. Habían incendiado sus propiedades: el restaurante Orchidea, en Via Diacono, en Secondigliano, una panadería en Corso Secondigliano y una pizzería en Via Pietro Nenni, en Arzano.Y la casa de Gennaro McKay, un chalet de madera estilo dacha rusa situado en Via Limitone, en Arzano también. Entre cubos de cemento armado, calles destrozadas, alcantarillas obstruidas e iluminación esporádica, el boss de las Casas Celestes había conseguido apoderarse de una parte de territorio y organizarlo como si fuera un paraje de montaña. Había hecho construir un chalet de madera noble con palmeras libias, las más caras, en el jardín. Algunos dicen que había ido por asuntos de negocios a Rusia, donde había estado alojado en una dacha y se había enamorado de ella. Y nada ni nadie podía impedir a Gennaro Marino construir en el corazón de Secondigliano una dacha, símbolo de la pujanza de sus negocios y, todavía en mayor medida, promesa de éxito para sus chicos, que, si sabían comportarse, antes o des-pués podrían acceder a ese lujo, aunque fuese en la periferia de Nápoles, aunque fuese en la orilla más recóndita del Mediterráneo. Ahora, de la dacha solo queda el esqueleto de cemento y los árboles carbonizados. Al hermano de Gennaro, Gaetano, lo encontraron los carabineros en una habitación del lujoso hotel La Certosa, en Massa Lubrense. Para no jugarse el pellejo, se había encerrado en una habitación en la costa, una manera inesperada de sustraerse al conflicto. El mayordomo, el hombre que sustituía sus manos, en cuanto llegaron los carabineros los miró a la cara y dijo:
—Me habéis estropeado las vacaciones.
Sin embargo, el arresto del grupo de los Españoles no logró taponar la hemorragia de la faida. El 27 de noviembre matan a Giuseppe Bencivenga. El 28 disparan contra Massimo de Felice y el 5 de diciembre le toca a Enrico Mazzarella.
La tensión se convierte en una especie de pantalla que se interpone entre las personas. En la guerra, los ojos dejan de estar distraídos. Cada cara, cada cara concreta debe decirte algo. Debes descifrarla. Debes observarla. Todo cambia. Tienes que saber en qué tienda entrar, estar seguro de todas y cada una de las palabras que pronuncias. Para decidir si paseas con alguien, tienes que saber quién es. Tienes que averiguar algo sobre él que sea más que una certeza, eliminar toda posibilidad de que sea un peón en el tablero del conflicto. Caminar juntos, dirigirse la palabra significa compartir el bando. En la guerra, el umbral de atención de todos los sentidos se multiplica, es como si se oyera con más agudeza, se mirara más a fondo, se perci-bieran los olores más intensamente. Pese a que la prudencia no sirve de nada frente a la decisión de una matanza. Cuando alguien ataca, no se preocupa de a quién salvar y a quién condenar. En una conversación telefónica intervenida, Rosario Fusco, acusado de ser uno de los jefes de zona de los Di Lauro, habla con voz muy tensa a su hijo, tratando de ser convincente:
—… No debes verte con ninguno, métetelo en la cabeza, te lo he escrito también: si quieres salir, si quieres ir a dar un paseo con una chica, bueno, pero no debes verte con ningún chico, porque no sabemos con quién están o a quién pertenecen. Y si tienen que hacerle algo a ese y estás cerca, te lo hacen también a ti. ¿Entiendes cuál es el problema en estos tiempos? Esto, papá…
El problema es que no puedes sentirte excluido. No basta con suponer que la propia conducta podrá ponerte a resguardo de cualquier peligro. Ya no vale decirse: «Se matan entre ellos». Durante un conflicto de la Camorra, todo lo que ha sido construido con constancia es puesto en peligro, una cerca de arena derribada por una ola de resaca. Las personas intentan pasar con sigilo, reducir al mínimo su presencia en el mundo. Poco maquillaje, colores anónimos, pero no solo eso. El que tiene asma y no puede correr se encierra con llave en casa, pero poniendo una excusa, inventándose un motivo, porque revelar que se queda encerrado en casa podría resultar una declaración de culpabilidad: de no se sabe qué culpa, pero en cualquier caso una confesión de miedo. Las mujeres dejan de ponerse zapatos de tacón, inapropiados para correr. A una guerra no declarada oficialmente, no reconocida por los gobiernos y no relatada por los reporteros, corresponde un miedo no declarado, un miedo que se mete debajo de la piel.
Te sientes inflado como después de una comilona o de un trago de vino de la peor calidad. Un miedo que no estalla en los anuncios de las calles o en los diarios. No hay invasiones o cielos cubiertos de aviones, es una guerra que sientes por dentro. Casi como una fobia. No sabes si manifestar el miedo o esconderlo. No acabas de ver claro si estás exagerando o infravalorando. No hay sirenas de alarma, pero llegan informaciones de lo más divergentes. Dicen que la guerra es entre bandas, que se matan entre ellos. Pero nadie sabe dónde se encuentra la frontera entre lo que es suyo y lo que no lo es. Los vehículos de los carabineros, los puestos de control de la policía y los helicópteros que empiezan a sobrevolar a todas horas no calman. Agilizan, casi parecen acotar el terreno. Quitan espacio. Circunscriben y hacen el espacio mortal de la lucha todavía más angosto Y te sientes atrapado, hombro contra hombro, y el calor del otro te resulta insoportable.
Atravesaba con mi Vespa esta capa de tensión. Cada vez que iba a Secondigliano durante el conflicto, me cacheaban por lo menos una decena de veces al día. Si hubiera llevado simplemente una de esas navajitas suizas multiusos, me la habrían hecho tragar. Me paraba la policía, luego los carabineros, a veces incluso una patrulla de la policía fiscal, y luego los vigilantes de los Di Lauro, y los de los Españoles. Todos con la misma autoridad de siempre, gestos mecánicos, palabras idénticas. Las fuerzas del orden pedían la documentación y después cacheaban; los vigilantes, en cambio, cacheaban y hacían más preguntas, intuían un matiz, radiografiaban las mentiras. Los días de máximo conflicto, los vigilantes cacheaban a todo el mundo. Inspeccionaban todos los coches. Para catalogar los rostros, para averiguar si iban armados. Veías acercarse primero ciclomotores que te examinaban hasta el alma, luego motos, y por último coches que te seguían.
Los enfermeros denunciaron que, antes de entrar para socorrer a alguien, a cualquiera, no solo a los heridos de arma de fuego sino también a una viejecita con una fractura de fémur o a un hombre que había sufrido un infarto, tenían que bajar, dejarse cachear, dejar subir a la ambulancia a un vigilante que comprobaba si era realmente un transporte sanitario o escondía armas, killers o personas que intentaban huir. En las guerras de la Camorra no se reconoce a la Cruz Roja, ningún clan ha firmado el tratado de Ginebra. Ni siquiera los coches camuflados de los carabineros se salvan. Una vez descargaron una ráfaga de tiros contra un coche en el cual iban montados un grupo de carabineros de paisano porque los confundieron con rivales, ti-roteo que solo produjo heridas. Días después se presenta en el cuartel un chaval con una bolsa de viaje donde lleva varias mudas, perfectamente al tanto de cómo hay que comportarse durante un arresto. Lo confiesa todo de inmediato, quizá porque el castigo que habría recibido por disparar a los carabineros hubiera sido mucho peor que la cárcel. O más probablemente, el clan, para no suscitar especiales odios personales entre fuerzas públicas y camorristas, debió de animarlo a entregarse prometiéndole el pago de lo que le correspondía y de los gastos de defensa. El chaval declaró sin vacilar en el cuartel:
—Creí que eran los Españoles y disparé. El 7 de diciembre me despertó una llamada en plena noche. Un amigo fotógrafo me avisaba del blitz.5 No de un blitz cualquiera. Sino del blitz. El que los políticos locales y nacionales pedíais como reacción contra la faida. El barrio Tercer Mundo está rodeado por miles de hombres entre policías y carabineros. Un barrio enorme, cuyo sobrenombre, así como la pintada que hay en una pared al principio de la calle principal: «Barrio Tercer Mundo, no entréis», ofrece una imagen clara de su situación. Se convierte en un gran despliegue mediático. Después de este blitz,Scampia, Miano, Piscinola, San Pietro a Paterno y Secondigliano serán territorios invadidos por periodistas y equipos de televisión. La Camorra vuelve a existir después de años de silencio. De repente. Pero los instrumentos de análisis son viejos, viejísimos, no ha habido una atención constante. Como si se hubiera congelado un cerebro hace veinte años y descongelado ahora. Como si nos encontráramos frente a la Camorra de Raffaele Cutolo y las dinámicas mafiosas que llevaron a hacer volar las autopistas y matar a los jueces. Actualmente todo ha cambiado, salvo los ojos de los observadores, expertos y menos expertos. Entre los detenidos está Ciro Di Lauro, uno de los hijos del boss. El contable del clan, dice alguien. Los carabineros derriban las puertas, cachean a la gente y apuntan con los fusiles a los chiquillos. La única escena que consigo ver es a un carabinero gritándole a un chiquillo que lo apunta con una navaja: —¡Tírala al suelo! ¡Tírala al suelo! ¡Vamos, rápido! ¡Tírala al suelo! El chiquillo la deja caer. El carabinero aparta la navaja de una patada, y al chocar el arma contra una pared, la hoja se mete en el mango. Es de plástico, una navaja de las tortugas ninja. Mientras tanto, los militares vigilan, fotografían, se mueven por todas partes. Decenas de fortines son abatidos. Echan abajo paredes de cemento ar-mado levantadas en los sótanos de los edificios para hacer depósitos de droga, derriban las verjas que cerraban tramos enteros de calles para organizar los almacenes de droga.
Cientos de mujeres bajan por la calle, queman contenedores, arrojan objetos contra las patrullas de policía. Están deteniendo a sus hijos, a sus nietos, a sus
vecinos. A sus empleadores. Sin embargo, no lograba ver en esos rostros, en esas palabras de rabia, en esas piernas enfundadas en pantalones tan ajustados que parecen a punto de explotar, el menor rastro de solidaridad criminal. El mercado de la droga es fuente de sustento, un sustento mínimo que para la mayoría de la gente de Secondigliano no tiene ningún valor de enriquecimiento. Los empresarios de los clanes son los únicos que obtienen un beneficio exponencial. Todos los que trabajan en la venta, el almacenamiento, la ocultación y la vigilancia reciben solo un sueldo corriente a cambio de exponerse a arrestos, a meses y años de cárcel. Esos rostros tenían máscaras de rabia. Una rabia que sabe a jugo gástrico. Una rabia que o bien es defensa del propio territorio, o bien una acusación contra quienes siempre han considerado aquel lugar inexistente, perdido, un lugar para ser olvidado.
Ese gigantesco despliegue de fuerzas del orden que se produce de improviso después de decenas de muertos, después de que se haya encontrado el cuerpo quemado y torturado de una chica del barrio, parece un montaje. Para las mujeres de aquí, huele a tomadura de pelo. Las detenciones, las excavadoras no parecen algo que vaya a modificar la situación, sino simplemente una operación que favorece a los que ahora tienen necesidad de efectuar detenciones y echar abajo paredes. Como si de repente alguien cambiara las categorías de interpretación y dijera que su vida no va desencaminada. Sabían de sobra que allí todo iba desencaminado, no hacía falta que fuesen helicópteros y coches blindados para recordárselo, pero hasta ahora ese error era su principal forma de vida, su fuerza de supervivencia. Además, después de aquella irrupción que lo único que hacía era complicarla, nadie intentaría de verdad cambiarla para mejor. Por eso, aquellas mujeres querían proteger celosamente el olvido de aquel aislamiento, de aquel error de vida, y echar a los que de repente se habían percatado de la oscuridad.
Los periodistas estaban apostados en sus coches. Pero solo después de haber dejado actuar a los carabineros sin obstaculizar su labor, empezaron a filmar el blitz. Al final de la operación, esposaron a cincuenta y tres personas; el más joven era de 1985. Todos habían crecido en la Nápoles del Renacimiento, en el nuevo camino que
debería haber cambiado el destino de los individuos. Mientras entran en los coches celulares de la policía, mientras son esposados por los carabineros, todos saben qué deben hacer: llamar a tal o cual abogado, esperar que el día 28 llegue a casa el sueldo del clan, los paquetes de pasta para sus esposas y madres. Los más preocupados son los hombres que tienen hijos adolescentes; no saben el papel que se les asignará después de su arresto. Pero en eso no pueden intervenir.
Después del blitz, la guerra prosigue sin tregua. El 18 de diciembre, Pasquale Galasso, homónimo de uno de los boss más poderosos de los años noventa, es liquidado detrás de la barra de un bar. El día 20 se cargan a Vincenzo Lorio en una pizzería.Y el 24 matan a Giuseppe Pezzella, de treinta y cuatro años. Intenta refugiarse en un bar, pero vacían un cargador entero disparando contra él. Por Navidad, descanso. Las baterías de fuego se detienen. Se reorganizan. Tratan de dotar de reglas y estrategias el menos regulado de los conflictos. El 27 de diciembre matan a Emanuele Leone de un tiro en la cabeza. Tenía veintiún años. El 30 de diciembre atentan contra los Españoles: matan a Antonio Scafuro, de veintiséis años, y hieren en una pierna a su hijo. Era pariente del jefe de zona de los Di Lauro en Casavatore.
Lo más complicado era comprenden Comprender cómo los Di Lauro habían conseguido manejar un conflicto como ganadores. Golpear y desaparecer. Camuflarse entre las personas, perderse en los barrios. Lotto T, las Velas, Parco Postale, las Casas Celestes, las Casas de los Pitufos y el Tercer Mundo se convierten en una especie de jungla, una selva pluvial de cemento armado donde confundirse, donde desaparecer más fácilmente que en otros sitios, donde es más fácil parecer fantasmas. Los Di Lauro habían perdido a todos los dirigentes y los jefes de zona, pero habían logrado desencadenar una guerra despiadada sin graves pérdidas. Era como si un Estado hubiera sufrido un golpe y el presidente destituido, para conservar el poder y defender sus propios intereses, hubiera armado a los niños de las escuelas y convertido a los carteros, los funcionarios y los jefes de departamento en los nuevos reemplazos militares. Permitiéndoles entrar en el nuevo centro del poder y no volviendo a relegados al rango de engranajes secundarios.
A Ugo De Lucia, incondicional de los Di Lauro acusado por la DDA de Nápoles de ser responsable del homicidio de GelsominaVerde, le graban las conversaciones gracias a un micrófono escondido en su coche, tal como consta en la orden de diciembre de 2004: —Yo sin órdenes no me muevo, yo soy así. El perfecto soldado demuestra su total obediencia a Cosimo. Luego hace un comentario sobre alguien al que han herido: —Yo lo mataba, nada de dispararle en una pierna. Si fuera yo, le machacaba las membranas, ya lo sabes… Vayamos a mi barrio, es tranquilo, allí podemos trabajar… Ugariello, como lo llaman en su barrio, mataría, nunca se limitaría a herir. —Ahora, digo yo, estamos solo nosotros, metámonos… todos en un sitio… quedémonos en los alrededores, cinco en una casa… cinco en otra… y cinco en otra, y nos mandáis llamar solo cuando tengamos que bajar para volarle la tapa de los sesos.
Organizar grupos de choque de cinco personas, hacer que se escondan en casas seguras, salir de los escondrijos solo para matar. No hacer otra cosa. A los grupos de choque los llaman paranze.6 Pero Petrone, su interlocutor, no está tranquilo: —Sí, pero si uno de esos cabrones acaba encontrando una paranza escondida en alguna parte, nos ven, nos siguen, nos saltan la tapa de los sesos… ¡Por lo menos llevémonos a un par por delante antes de morir, digo yo! ¡Por lo menos déjame liquidar a cuatro o cinco! Lo ideal para Petrone es matar a los que no saben que han sido descubiertos: —Lo más sencillo es cuando son compañeros, les haces montar en el coche y te los llevas… Ganan porque son más imprevisibles en el ataque, pero también porque ya prevén su destino. Con todo, antes del final deben infligir las máximas pérdidas al enemigo. Una lógica kamikaze sin explosiones. La única que en una situación de desventaja permite confiar en una victoria. Antes de organizarse en paranze empiezan rápidamente a atacar.
El 2 de enero de 2005 matan a Crescenzo Marino, el padre de los McKay. Lo encuentran en un coche insólito para un hombre de setenta años: un Smart. El más caro de la serie. Quizá creía que era suficiente para distraer a los vigilantes. Al parecer, un solo tiro lo alcanzó en medio de la frente. Nada de sangre excepto un reguero que le atraviesa la cara. Quizá creía que salir de casa un momento, apenas unos minutos, no sería peligroso. Pero fue suficiente. El mismo día los Españoles liquidan a Salvatore Barra en un bar de Casavatore. Ese día va a Nápoles el presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi, a pedir a la ciudad que reaccione, a pronunciar palabras de ánimo institucional, de cercanía del Estado. Se producen tres emboscadas solo en el tiempo que dura su intervención.
El 15 de enero disparan en plena cara a Carmela Attrice, madre del secesionista Francesco Barone, «o Russo,,, descrito en las investigaciones como íntimo de los McKay. La mujer no salía de casa desde hacía tiempo, así que utilizan a un chiquillo como cebo para eliminada. Llama al timbre del interfono. La señora lo conoce, sabe perfectamente quién es, no se le ocurre que haya ningún peligro. Todavía en pijama, baja, abre la puerta y alguien le acerca el cañón de una pistola a la cara y dispara. Sangre y líquido cerebral salen de su cabeza como de un huevo roto.
Cuando llegué al lugar del crimen, en las Casas Celestes, todavía no habían procedido al levantamiento del cadáver. La gente caminaba sobre su sangre y dejaba huellas por todas partes. Tragué saliva para calmar el estómago. Carmela Attrice no había huido. La habían avisado, sabía que su hijo estaba con los Españoles, pero la incertidumbre de la guerra de la Camorra es esa. No hay nada definido y claro. Todo se vuelve real solo cuando se cumple. En las dinámicas del poder, del poder total, no existe nada que vaya más allá de lo concreto. Así que huir, quedarse, escapar, denunciar se vuelven elecciones demasiado postergadas, inciertas, todo consejo encuentra siempre un argumento contrario, y únicamente algún acontecimiento concreto puede hacer tomar una decisión. Pero cuando sucede, la decisión solo se puede sufrir.
Cuando se muere en la calle, se acaba formando un estruendo horroroso alrededor. No es verdad que se muera solo. Se acaba con caras que no se conocen delante de las narices, personas que tocan piernas y brazos para averiguar si el cuerpo es ya cadáver o vale la pena pedir que vaya una ambulancia. Todos los rostros de los
heridos graves, todos los semblantes de las personas que están a punto de morir parecen aunados por el mismo miedo. Y por la misma vergüenza. Parece extraño, pero un instante antes de acabar se siente una especie de vergüenza. Scuorno, dicen aquí. Algo así como estar desnudos entre la gente. La misma sensación se experimenta cuando a uno lo hieren de muerte en la calle. Nunca me he acostumbrado a ver a las personas asesinadas. Enfermeros, policías, todos están tranquilos, impasibles, ejecutan los gestos aprendidos de memoria haya quien haya delante.
—Tenemos el corazón encallecido y el estómago forrado de cuero —me dijo un jovencísimo conductor de coche mortuorio.
Cuando llegas antes que la ambulancia es difícil apartar los ojos del herido, aunque quisieras no haberlo visto nunca. No haber comprendido nunca que así es como se muere. La primera vez que vi a un hombre asesinado debía de tener trece años. Recuerdo aquel día perfectamente. Me desperté con un apuro tremendo porque el pijama, que llevaba puesto sin calzoncillos, delataba claramente una erección no deseada. La típica de la mañana, imposible de disimular. Recuerdo ese episodio porque mientras me dirigía al colegio vi un cadáver en la misma situación. Éramos cinco, con las mochilas cargadas de libros. Habían acribillado un Alfetta y camino del colegio pasamos por delante. Mis compañeros se precipitaron a mirar con curiosidad. Se veían los pies en alto sobre el asiento. El más temerario de nosotros preguntó a un carabinero cómo es que los pies estaban en el sitio donde se apoya la cabeza. El carabinero no dudó en responder, como si no se hubiera dado cuenta de cuántos años tenía su interlocutor.
—Las ráfagas de lluvia lo han hecho capotar…
Era un crío, pero sabía que ráfagas de lluvia significaba ráfagas de metralleta. Aquel camorrista había recibido tantas que su cuerpo estaba al revés: la cabeza abajo y los pies arriba. Luego los carabineros abrieron la portezuela y el cadáver cayó al suelo como un carámbano derretido. Nosotros mirábamos sin trabas, sin que nadie nos dije-se que aquello no era un espectáculo para niños. Sin ninguna mano moral que viniera a taparnos los ojos. El muerto tenía una erección. Los vaqueros ajustados lo dejaban ver claramente. Y aquello me impresionó. Se me quedó grabada la escena durante muchísimo tiempo. Me pasé días pensando cómo podía haber sucedido. En qué estaría pensando, qué estaría haciendo antes de morir. Ocupé las tardes intentando conjeturar que tenía en la mente antes de palmarla; estuve obsesionado hasta que hice acopio de valor para pedir una explicación y me dijeron que la erección es una reacción común en los fallecidos por muerte violenta. Aquella mañana, Linda, una niña de nuestro grupo, en cuanto vio el cadáver deslizarse fuera del coche, empezó a llorar, contagiando a dos chiquillos más. Un llanto entrecortado. Un joven de paisano agarró el cadáver por el pelo, le escupió a la cara y, dirigiéndose a nosotros, dijo:
—¿Qué hacéis llorando? Este era escoria, no ha pasado nada, todo va bien. No ha pasado nada. No lloréis…
Desde entonces nunca más he conseguido creer en las escenas de la policía científica con guantes, caminando sigilosamente, atenta a no desplazar polvo y casquillos de bala. Cuando llego junto a los cuerpos antes que la ambulancia y observo los últimos momentos de vida de alguien que tiene conciencia de que se está murien-do, siempre me viene a la mente el final de El corazón de las tinieblas, cuando una mujer le pregunta a Marlow, de vuelta ya en su país, por el hombre al que amó, le pregunta qué dijo Kurtz antes de morir. Y Marlow miente. Responde que preguntó por ella, cuando en realidad no había pronunciado ninguna palabra dulce, ninguna frase bonita. Kurtz solo había dicho: «El horror». Se cree que la última palabra pronunciada por un moribundo es su último pensamiento, el más importante, el fundamental. Que muere pronunciando aquello por lo que ha valido la pena vivir. No es así. Cuando uno muere no sale a la luz nada excepto el miedo. Todos, o casi todos, repiten la misma frase banal, sencilla, inmediata: «No quiero morir». Caras que se han superpuesto siempre a la de Kurtz, rostros que expresan el tormento, la repugnancia y el rechazo que produce terminar de un modo horrendo, en el peor de los mundos posibles. En el horror.
Después de haber visto decenas de personas asesinadas, manchadas de su propia sangre mezclada con la suciedad, desprendiendo olores nauseabundos, miradas con curiosidad o indiferencia profesional, evitadas como residuos peligrosos o comentadas con gritos convulsos, he llegado a una sola conclusión, una idea tan elemental que raya en la idiotez: la muerte da asco.
En Secondigliano, los chavales, los chiquillos, los niños saben perfectamente cómo se muere y cómo es mejor morir. Me disponía a irme del lugar donde le habían tendido la trampa a Carmela Attrice, cuando oí hablar a un chiquillo con un amigo suyo. El tono de ambos era serenísimo:
—Yo quiero morir como esta señora. En la cabeza, paro pam… y se acaba todo.
—Pero le han dado en la cara, y en la cara es peor.
—No, no es peor, es un instante también. Delante o detrás da lo mismo, en los dos casos es la cabeza.
Me metí en la conversación, tratando de dar mi opinión y haciendo preguntas.
—Es mejor que te den en el pecho, ¿no? —les dije a los chiquillos—. Un disparo en el corazón y se acabó.
Pero el chiquillo conocía mucho mejor que yo las dinámicas del dolor y empezó a contar con detalle los dolores que provoca el impacto del proyectil, con una profesionalidad de experto.
—No, en el pecho hace daño, mucho daño, y tardas diez minutos en morir. Tienen que llenarse los pulmones de sangre, y además, el impacto es como si te clavaran un alfiler de fuego y te lo removieran dentro. Hace daño hasta en los brazos y en las piernas. Ahí es como un mordisco fortísimo de serpiente. Un mordisco que no suelta la carne. En la cabeza es mejor; así no te meas encima y no se te escapa la mierda. No te pasas media hora agitándote en el suelo…
Había visto. Y más de un cuerpo. Recibir un disparo en la cabeza evita temblar de miedo, orinarse encima y expulsar mal olor, el hedor de las entrañas por los agujeros de la barriga. Continué haciéndole preguntas sobre detalles de la muerte, sobre las emboscadas. Todas las preguntas posibles excepto la única que debería haber hecho, o sea, por qué a los catorce años pensaba en cómo morir. Pero esa idea no se me pasó ni por un momento por la mente. El chiquillo se presentó con su sobrenombre. Le venía de Pokémon, los dibujos animados japoneses. El chiquillo era rubio y chato, suficiente para llamarlo «Pikachu». Señaló, entre la muchedumbre que se había agol-pado alrededor del cuerpo de la mujer asesinada, a dos tipos que estaban mirando el cadáver. Pikachu bajó la voz:
—Mira a esos de allí, ¿los ves? Esos son los que han matado a Pupetta.
A Carmela Attrice la llamaban «Pupetta».Traté de mirar a la cara a los chicos que Pikachu me había indicado. Tenían una expresión emocionada, palpitante, apartaban las cabezas y los hombros para ver mejor a los policías que cubrían el cuerpo. Habían matado a la mujer a cara descubierta, se habían sentado en los alrededores, bajo la estatua de Padre Pío, y en cuanto se había congregado un poco de gente alrededor del cadáver habían ido a ver. Unos días después les echaron el guante. Un grupo nutrido para una emboscada a una mujer inofensiva, asesinada en pijama y zapatillas. Un grupo en su bautismo de fuego, el negocio de la venta de droga al por menor con-vertido en brazo armado. El más joven tenía dieciséis años; el mayor, veintiocho. El presunto asesino, veintidós. Cuando los arrestaron, uno de ellos, al ver los flashes y las cámaras de televisión, se puso a reír y a guiñar el ojo a los periodistas. Detuvieron también al presunto cebo, el chaval de dieciséis años que había llamado al timbre del interfono para hacer bajar a la mujer. Dieciséis años, los mismos que la hija de Carmela Attrice, que cuando oye los disparos se asoma al balcón y se echa a llorar porque enseguida se da cuenta de lo que ha pasado. Según las investigaciones, los ejecutores habían vuelto al lugar del delito. Demasiada curiosidad. Como participar en la película de la propia vida. Primero en el papel de actor y después en el de espectador, pero dentro de la misma película. Debe de ser verdad que quien dispara no consigue tener un recuerdo preciso del gesto que realiza, porque aquellos chicos volvieron llenos de curiosidad para ver la que habían organizado y qué cara tenía su víctima. Le pregunté a Pikachu si aquellos tipos eran una paranza de los Di Lauro o si querían formar una. El chiquillo se echó a reír:
—¿Una paranza?… Eso quisieran ellos… pero son unos pelagatos.Yo he visto una paranza…
No sabía si Pikachu estaba contándome trolas o simplemente había juntado cosas que se oían por Scampia, pero su narración era precisa. Un chiquillo minucioso en sus relatos, exacto hasta el punto de hacer que cualquier duda pareciera irreal. Se alegraba de ver mi semblante atónito mientras hablaba. Pikachu me contó que tenía un perro llamado Careca, como el delantero brasileño del Nápoles campeón de Italia. Aquel perro salía a menudo al rellano de la escalera. Un día oyó a alguien detrás de la puerta del piso de enfrente, habitualmente vacío, y se puso a arañarla con las uñas de las patas. Al cabo de unos segundos, una ráfaga de metralleta disparada desde el otro lado de la puerta le dio de lleno. Pikachu me contaba el episodio reproduciendo todos los ruidos:

—Tra-tra-tra-tra-trá… Careca murió en el acto… y la puerta, pam… se abrió de golpe.

Pikachu se sentó en el suelo con los pies apoyados en una pared y los brazos como si estuviera empuñando una metralleta. Me reprodujo la postura en la que estaba el vigilante que le había matado al perro. El vigilante seguía detrás de la puerta. Sentado, con un cojín detrás de la espalda y las plantas de los pies apoyadas a ambos lados de la puerta. Una postura incómoda para evitar que a uno le entre sueño y sobre todo porque disparar de abajo arriba eliminaría con toda seguridad a cualquiera que se plantase delante de la puerta, sin peligro para el vigilante. Pikachu me contó que, cuando mataron al perro, para disculparse dieron dinero a la familia y después lo invi-taron a entrar en casa. En el piso donde estaba escondida una paranza entera. Lo recordaba todo, las habitaciones vacías, solo con camas, una mesa y un televisor.
Pikachu hablaba deprisa, gesticulando mucho y reproduciendo posturas y movimientos de los miembros de la paranza. Nerviosos, tensos, y uno de ellos llevaba «piñas» colgadas del cuello. Las piñas son las bombas de mano que los hombres de las paranze llevan encima. Pikachu contó que al lado de una ventana había un cesto lleno de piñas. Los clanes camorristas siempre han tenido una particular predilección por las bombas de mano. En todas partes, los arsenales de los clanes estaban a rebosar de bombas de mano y antitanque, todas procedentes del este de Europa. Pikachu contaba que en el piso se pasaban horas jugando a la playstation y que él había desafiado y ganado a todos los miembros de la paranza. Ganaba siempre, y le prometían que «un día de esos me llevarían con ellos a disparar de verdad».
Una de las leyendas del barrio cuenta que Ugo De Lucia jugaba obsesivamente a Winning Eleven, el videojuego de fútbol más famoso de la playstation. Parece ser —según las acusaciones— que en cuatro días no solo cometió tres homicidios sino que, además, terminó un campeonato de fútbol en el videojuego.
En cambio, lo que cuenta el arrepentido Pietro Esposito, llamado ―Kojack‖ parece que no es una leyenda. Había entrado en una casa donde Ugo De Lucia estaba tumbado en la cama delante de la televisión, comentando las noticias:
—¡Hemos hecho dos piezas más! Y esos otros han hecho una pieza en el Tercer Mundo.
La televisión era la mejor manera de seguir en tiempo real la guerra sin tener que hacer llamadas telefónicas comprometedoras. Desde ese punto de vista, la atención mediática que la guerra había atraído sobre Scampia suponía una ventaja estratégica militar. Pero lo que más me había impresionado era el término «piezas. Pieza era la nueva manera de designar un homicidio. Hablando de los muertos de la guerra de Secondigliano, Pikachu también hablaba de las piezas que habían hecho los Di Lauro y las piezas que habían hecho los secesionistas. «Hacer una pieza»: una expresión tomada del trabajo a destajo, el asesinato de un hombre equiparado a la fabricación de una cosa, cualquier cosa. Una pieza.
Pikachu y yo empezamos a pasear y me contó cosas de los chiquillos del clan, la verdadera fuerza de los Di Lauro. Le pregunté dónde se reunían y se ofreció a acompañarme; todos lo conocían y quería demostrármelo. Había una pizzería donde se reunían por la noche. Antes de ir, pasamos a recoger a un amigo de Pikachu, uno de los que formaban parte del Sistema desde hacía tiempo. Pikachu lo adoraba, lo describía como una especie de boss, era un referente entre los chiquillos del Sistema porque le habían encomendado la tarea de alimentar a los prófugos y, según él, hacer la compra directamente a la familia Di Lauro. Se llamaba Tonino «Kit Kat» porque devoraba toneladas de chocolatinas. Kit Kat se las daba de pequeño boss, pero yo me mostraba escéptico. Le hacía preguntas a las que se cansaba de responder, así que se levantó el jersey. Tenía todo el tórax lleno de moretones redondos. En el centro de las
circunferencias violáceas aparecían puntos amarillos y verduscos de capilares rotos.

—Pero ¿qué has hecho?

—El chaleco…
—¿El chaleco?
—Sí, el chaleco antibalas…

—¿Y el chaleco hace esos cardenales?

—Claro, las berenjenas son las balas que me han alcanzado…

Los moretones, las berenjenas, eran el fruto de los disparos de pistola que el chaleco detenía un centímetro antes de llegar a entrar en la carne. Para enseñar a no tener miedo de las armas, hacían ponerse un chaleco a los chiquillos y disparaban contra ellos. Un chaleco por sí solo no bastaba para impulsar a un individuo a no huir ante un arma. Un chaleco no es la vacuna contra el miedo. La única manera de anestesiar todo temor era mostrar cómo podían ser neutralizadas las armas. Me contaron que los llevaban al campo, nada más salir de Secondigliano. Les hacían ponerse los chalecos antibalas debajo de la camiseta y descargaban medio cargador de pistola contra cada uno.
—Cuando llega la bala, caes al suelo y dejas de respirar, abres la boca y tomas aire, pero no entra nada. No puedes más. Son como castañazos en el pecho, te parece que vas a estallar… Pero después te levantas, eso es lo importante. Después del tiro, te levantas.
Kit Kat había sido adiestrado junto a otros para recibir disparos, un entrenamiento para morir, mejor dicho, para casi morir.
Los reclutan en cuanto son capaces de ser fieles al clan. Tienen entre doce y diecisiete años; muchos son hijos o hermanos de afiliados, mientras que otros muchos proceden de familias de trabajadores con empleos precarios. Son el nuevo ejército de los clanes de la Camorra napolitana.Vienen del centro histórico, del barrio de Sanitá, de Forcella, de Secondigliano, de la barriada San Gaetano, de los Barrios Españoles, del Pallonetto, los reclutan mediante afiliaciones estructuradas en diversos clanes. Por su número, son un verdadero ejército. Las ventajas para los clanes son múltiples: un chiquillo cobra menos de la mitad del sueldo de un afiliado adulto de la categoría más baja, raramente debe mantener a los padres, no tiene las obligaciones que impone una familia, no tiene horarios, no necesita un salario puntual y, sobre todo, está dispuesto a estar permanentemente en la calle. Las atribuciones son diversas y con diversas responsabilidades. Se empieza con la venta de droga blanda, sobre todo hachís. Los chiquillos se sitúan casi siempre en las calles más bulliciosas. Con el tiempo empiezan a vender pastillas y casi siempre les proporcionan un ciclomotor. Por último, la cocaína: la llevan directamente a las universidades, a los alrededores de los locales y los hoteles, a las estaciones de metro. Los grupos de niños camellos son fundamentales en la economía flexible de la venta de droga porque llaman menos la atención, la venden entre una patada al balón y una carrera en motocicleta, y con frecuencia van al domicilio del cliente. En muchos casos, el clan no obliga a los chiquillos a trabajar por la mañana; en realidad, continúan asistiendo a clase durante la enseñanza primaria, en parte porque si decidieran no ir podrían descubrirlos más fácilmente. Tras los primeros meses de trabajo, muchos chiquillos salen a la calle armados, para defenderse y al mismo tiempo para hacerse valer: una promoción sobre el terreno que promete la posibilidad de escalar a la cima del clan. Aprenden a utilizar pistolas automáticas y semiautomáticas en los vertederos de basura de los alrededores o en las galerías de la Nápoles subterránea.
Cuando demuestran que son de fiar y cuentan con la confianza total de un jefe de zona, pueden desempeñar un papel mucho más importante que el de camello: se convierten en poli. Controlan en una calle de la ciudad, encomendada a ellos, que los camiones que descargan mercancías para los supermercados y las tiendas sean los que el clan impone, y cuando no es así, informan de que el repartidor de un determinado comercio no es el «seleccionado». En la cobertura de las obras también es fundamental la presencia de los poli. Las empresas contratistas a menudo subcontratan a empresas constructoras de los grupos camorristas, pero a veces se adjudica el trabajo a empresas «no aconsejadas». Para averiguar si en una obra se subcontratan los trabajos a empresas «externas», los clanes necesitan ejercer una vigilancia continua y que no despierte sospechas. Esta tarea es confiada a los chiquillos, que observan, controlan, informan al jefe de zona y reciben órdenes de este sobre cómo actuar en caso de que en una obra la empresa contratista haya «fallado». Los chiquillos afiliados se comportan como camorristas maduros y tienen responsabilidades comparables a las de estos últimos. Empiezan la carrera muy pronto, queman etapas a gran velocidad, y su escalada a los puestos de poder en el interior de la Camorra está modificando radicalmente la estructura genética de los clanes. Jefes de zona niños, boss jovencísimos se convierten en interlocutores imprevisibles y despiadados que se guían por lógicas nuevas, cuya dinámica resulta incomprensible para las fuerzas del orden y la Antimafia. Son rostros totalmente nuevos y desconocidos. Con la reestructuración del clan llevada a cabo por Cosimo, parcelas enteras de la venta de droga son gestionadas por adolescentes de quince o dieciséis años, que dan órdenes a hombres de cuarenta y cincuenta sin sentirse ni por un instante incómodos ni creer que no están a la altura. Un micrófono oculto instalado por los carabineros en el coche de un chico, Antonio Galeota Lanza, permite intervenir una conversación en la que este cuenta, con la música a todo volumen, cómo se vive haciendo de camello:
—Todos los domingos por la noche gano ochocientos o novecientos euros, aunque hacer de camello es un oficio que te lleva a manejar crack, cocaína, y te juegas quinientos años de cárcel…
Cada vez con más frecuencia, los chiquillos del Sistema intentan conseguir todo lo que quieren utilizando el «hierro», que es como llaman a la pistola, y el deseo de un teléfono móvil o de un equipo de música, de un coche o de una motocicleta, se transforma fácilmente en un asesinato. En la Nápoles de los niños soldados no es raro oír junto a la caja de los comercios, en tiendas de todo tipo y supermercados, afirmaciones de este tipo: «Pertenezco al Sistema de Secondigliano» o «Pertenezco al Sistema de los Barrios». Palabras mágicas mediante las cuales los chiquillos cogen lo que quieren y ante las cuales ningún comerciante exigirá jamás el pago de los pro-ductos.
En Secondigliano, esta nueva estructura de chiquillos había sido militarizada. Los habían convertido en soldados. Pikachu y Kit Kat me llevaron a una pizzería de la zona cuyo propietario, Nello, era el encargado de dar de comer a los chiquillos del Sistema cuando acababan su turno. Nada más poner los pies en la pizzería, llegó un grupo. Se les veía rollizos, inflados, porque debajo del jersey llevaban el chaleco antibalas. Dejaron los ciclomotores sobre la acera y entraron sin saludar a nadie. La forma de moverse y el hecho de llevar el pecho embutido hacía que parecieran jugadores de fútbol americano. Caras de críos, a algunos empezaba a crecerles la barba, tenían entre trece y dieciséis años. Pikachu y Kit Kat me hicieron sentarme con ellos, cosa que no pareció molestar a nadie. Comían y, sobre todo, bebían. Agua, Coca-Cola, Fanta. Una sed increíble. Hasta con la pizza querían refrescarse: pidieron una botella de aceite, añadieron aceite y más aceite a las pizzas porque decían que estaban demasiado secas. En su boca se había secado todo, desde la saliva hasta las palabras. De pronto caí en la cuenta de que venían de hacer la guardia de noche y habían tomado pastillas. Les daban pastillas de MDMA. Para que no se durmieran, para evitar que perdieran tiempo comiendo dos veces al día. Por lo demás, la MDMA fue patentada por los laboratorios Merck en Alemania para ser suministrada a los soldados que estaban en las trincheras en la Primera Guerra Mundial, aquellos soldados a los que llamaban Menschenmaterial, material humano, que de ese modo soportaba el hambre, el frío y el terror. Después la emplearon los estadounidenses en operaciones de espionaje. Ahora, estos pequeños soldados recibían también su dosis de valor artificial y de resistencia adulterada. Comían sorbiendo los trozos de pizza que cortaban. De la mesa se desprendía un ruido semejante al que hacen los viejos cuando sorben el caldo de la cuchara. Los chiquillos se pusieron de nuevo a hablar, siguieron pidiendo botellas de agua.Y entonces hice una cosa que podría haber sido castigada con violencia, pero intuía que podía hacerla porque lo que tenía delante eran chiquillos. Embutidos en lastre de plomo, pero chiquillos al fin y al cabo. Puse una grabadora sobre la mesa y me dirigí en voz alta a todos, tratando de cruzar la mirada con cada uno de ellos:
—Ánimo, hablad aquí delante, decid lo que queráis…
A nadie le pareció extraño un gesto, a nadie se le ocurrió que estaba ante un poli o un periodista. Algunos se pusieron a proferir insultos delante de la grabadora. Luego, un chiquillo, instigado por alguna de mis preguntas, me contó su carrera. Y parecía impaciente por hacerlo.
—Empecé trabajando en un bar; ganaba doscientos euros al mes, con las propinas llegaba a doscientos cincuenta, y el trabajo no me gustaba. Yo quería trabajar en la oficina con mi hermano, pero no me cogieron. En el Sistema gano trescientos euros a la semana, pero si vendo bastante gano también un porcentaje de cada ladrillo (la pastilla de hachís) y puedo llegar a entre trescientos cincuenta y cuatrocientos euros. Tengo que currármelo, pero al final siempre me dan algo más.
Después de una ráfaga de eructos que dos chavalines quisieron grabar, el chiquillo, al que llamaban «Satore» —una combinación de Sasá y Totore—, prosiguió:
—Al principio estaba siempre en la calle, aunque me fastidiaba no tener un ciclomotor, tener que ir a pie o en autobús. El trabajo me gusta, todos me respetan y, además, puedo hacer lo que quiero. Pero ahora me han dado un hierro y tengo que estar siempre aquí. El Tercer Mundo y las Casas de los Pitufos. Siempre encerrado aquí adentro, arriba y abajo. Y no me gusta.
Satore me sonrió y, riendo, gritó delante de la grabadora: —iSacadme de aquí…! ¡Decídselo al maestro!
Los habían armado, les habían dado un hierro, una pistola, y un territorio limitadísimo donde trabajar. Kit Kat empezó a hablar delante de la grabadora, tocando con los labios los orificios del micrófono de forma que quedaba grabada hasta su respiración.
—Yo quiero montar una empresa para restaurar casas, o un almacén o una tienda, el Sistema tiene que darme dinero para montarla, de lo demás me encargo yo, también de decidir con quién voy a casarme. Tengo que casarme con una que no sea de aquí, con una modelo negra o alemana.
Pikachu sacó una baraja del bolsillo y cuatro de ellos se pusieron a jugar a las cartas. Los demás se levantaron y se desperezaron, pero ninguno se quitó el chaleco. Seguí preguntándole a Pikachu por las paranze, pero estaba empezando a cansarse de mi insistencia. Me dijo que había estado hacía unos días en casa de una paranza y que la habían desmantelado, que solo había quedado un lector de MP3 que escuchaban cuando iban a «hacer piezas». El MP3 que escuchaban los hombres de la paranza mientras iban a asesinar, la recopilación de archivos musicales, colgaba del cuello de Pikachu. Con una excusa, le pedí que me lo prestara unos días. Él se echó a reír, como
para decirme que no se ofendía si había creído que era tan tonto, tan idiota como para andar prestando las cosas. Así que se lo compré, saqué cincuenta euros y conseguí el lector. Me metí inmediatamente los auriculares en los oídos, quería saber cuál era el fondo musical de la matanza. Esperaba oír música rap, rock duro, heavy metal, pero era una sucesión ininterrumpida de fragmentos neomelódicos y de música pop. En Estados Unidos disparan atiborrándose de rap; los killers de Secondigliano iban a matar escuchando canciones de amor.
Pikachu empezó a cortar el mazo de cartas mientras me preguntaba si quería participar, pero a mí siempre se me ha dado mal jugar a las cartas. Así que me levanté de la mesa. Los camareros de la pizzería tenían la misma edad que los chiquillos del Sistema y los miraban con admiración, sin atreverse siquiera a servirles. De eso se ocupaba personalmente el propietario. Aquí, trabajar de aprendiz, de camarero o en una obra es como una deshonra. Además de los eternos motivos habituales —trabajo clandestino, fiestas y bajas por enfermedad no remuneradas, diez horas de media diarias—, no tienes esperanzas de poder mejorar tu situación. El Sistema al menos ofrece la ilusión de que el esfuerzo sea reconocido, de que haya posibilidades de hacer carrera. Un afiliado nunca será visto como un aprendiz, las chavalas nunca pensarán que las corteja un fracasado. Estos chiquillos inflados, estos ridículos vigilantes con aspecto de marionetas de fútbol americano no tenían en mente convertirse en Al Capone sino en Flavio Briatore, no en pistoleros sino en hombres de negocios acompañados de modelos: querían llegar a ser empresarios de éxito.
El 19 de enero matan a Pasquale Paladini, de cuarenta y cinco años. Ocho tiros. En el pecho y en la cabeza. Pocas horas más tarde disparan en las piernas a Antonio Auletta, de diecinueve años. Pero el 21 de enero parece que la situación da un giro inesperado. De pronto empieza a correr la voz, sin necesidad de agencias de noticias. Cosimo Di Lauro ha sido arrestado. El regente de la banda, el líder de la matanza, según las acusaciones de la Fiscalía Antimafia de Nápoles, el comandante del clan según los arrepentidos. Cosimo se escondía en un agujero de cuarenta metros cuadrados y dormía en una cama medio rota. El heredero de una sociedad criminal capaz de facturar solo con el narcotráfico quinientos mil euros al día y que podía
disponer de una residencia de cinco millones de euros en el corazón de uno de los barrios más miserables de Italia, se veía obligado a encerrarse en un agujero maloliente y minúsculo no lejos de su presunta mansión.
Una residencia surgida de la nada en Via Cupa dell’Arco, cerca de la casa familiar de los Di Lauro. Una elegante villa del siglo XVIII, restaurada como una residencia pompeyana. Impluvio, columnas, estucos y escayolas, techos falsos y escalinatas. Una residencia que nadie sospechaba que existiera. Nadie conocía a sus propietarios for-males; los carabineros estaban investigando, pero en el barrio nadie tenía dudas. Era para Cosimo. Los carabineros descubrieron la villa por casualidad, saltando los gruesos muros que la rodeaban. Encontraron dentro a algunos obreros que, en cuanto vieron los uniformes, escaparon. La guerra no había permitido terminar la residencia, llenarla de muebles y de cuadros, convertirla en la mansión del regente, en el corazón de oro del cuerpo marcescente del sector de la construcción de Secondigliano.
Cuando Cosimo oye el ruido de las botas impermeables de los carabineros que van a detenerlo, cuando oye el sonido de los fusiles, no intenta escapar, ni siquiera se arma. Se pone delante del espejo. Moja el peine, se retira el pelo hacia atrás desde la frente y se lo recoge en una coleta a la altura de la nuca, dejando que la melena rizada caiga sobre el cuello. Se pone un jersey de cuello vuelto oscuro y una gabardina negra. Cosimo Di Lauro se viste de payaso del crimen, de guerrero de la noche, y baja la escalera erguido. Cojea, unos años antes sufrió una desgraciada caída de la moto y la cojera es el regalo que recibió de aquel accidente. Pero para bajar la escalera también ha pensado en esto. Apoyándose en los antebrazos de los carabineros que lo escoltan, consigue disimular su impedimento físico, andar con paso normal. Los nuevos soberanos militares de las sociedades criminales napolitanas no se presentan como chulos de barrio, no tienen los ojos desorbitados y extraviados de Cutolo, no creen que tengan que comportarse como Luciano Liggio o como caricaturas de Lucky Lucia-no y Al Capone. Matrix, El cuervo y Pulp Fiction consiguen hacer comprender mejor y más rápidamente qué quieren y quiénes son. Son modelos que todos conocen y que no tienen necesidad de excesivas mediaciones. El espectáculo es superior al código sibilino del guiño o a la limitada mitología del crimen de barrio del hampa. Cosimo
mira las cámaras de televisión y los objetivos de los fotógrafos, baja la barbilla, alza la frente. No ha dejado que lo encuentren como a Brusca, con unos vaqueros raídos y una camisa manchada de salsa, no está atemorizado como Ftiina, al que pasearon sobre un helicóptero, ni tampoco lo han sorprendido medio dormido como le sucedió a Misso, boss de Sanitá. Es un hombre formado en la sociedad del espectáculo y sabe salir al escenario. Se presenta como un guerrero en su primera tregua. Parece que esté pagando por tener demasiado valor, por haber dirigido la guerra con un exceso de celo. Eso dice su rostro. No parece que lo lleven arrestado, sino simplemente que cambie su base de operaciones. Al desencadenar la guerra sabía que se dirigía directo al arresto. Pero no tenía elección. O guerra o muerte. Y el arresto quiere representarlo como la demostración de su victoria, el símbolo de su valor, capaz de despreciar toda clase de protección de sí mismo con tal de salvar el sistema de la familia.
A la gente del barrio solo con verlo se le enciende la sangre. Comienza la revuelta, vuelcan coches, llenan botellas de gasolina y las lanzan. El ataque de histeria no tiene como objetivo evitar el arresto, como podría parecer, sino conjurar venganzas. Eliminar toda posibilidad de sospecha. Indicar a Cosimo que nadie lo ha traicionado. Que nadie se ha ido de la lengua, que el jeroglífico de su escondrijo no ha sido descifrado con la ayuda de sus vecinos. Es un enorme rito casi de disculpa, una capilla de expiación metafísica que la gente del barrio quiere construir con los coches patrulla quemados de los carabineros, los contenedores puestos a modo de barricadas, el humo negro de las cubiertas de los neumáticos. Si Cosimo sospecha, no tendrán tiempo ni de hacer las maletas, el hacha militar se abatirá sobre ellos corno la enésima implacable condena.
Unos días después de la detención del vástago del clan, el rostro que mira con arrogancia las cámaras de televisión aparece como salvapantallas en los móviles de decenas de chiquillos y chiquillas de las escuelas de Torre Annunziata, Quarto, Marano. Gestos de mera provocación, de banal estupidez de adolescente. Sin duda. Pero Cosimo sabía. Así hay que actuar para ser reconocidos como capos, para llegar al corazón de los individuos. Hay que saber utilizar también la pantalla, la tinta de los periódicos, hay que saber hacerse la coleta. Cosimo representa claramente al nuevo
empresario de Sistema. Laimagen de la nueva burguesía liberada de todo freno, movida por la voluntad absoluta de dominar todos los territorios del mercado, de apoderarse de todo. No renunciar a nada. Hacer una elección no significa limitar el propio campo de acción, privarse de cualquier otra posibilidad. No para quien considera la vida un espacio donde es posible conquistarlo todo arriesgándose a perderlo todo. Significa contar con ser arrestado, con acabar mal, con morir. Pero no significa renunciar. Quererlo todo y deprisa, y tenerlo cuanto antes. Ese es el atractivo y la fuerza que personifica Cosimo Di Lauro.
Todos, hasta los más preocupados por su integridad, acaban en la cárcel de la pensión, todos descubren antes o después que son cornudos, todos terminan atendidos por una polaca. ¿Por qué caer en la depresión buscando un trabajo que solo da para malvivir? ¿Por qué acabar contestando al teléfono en un empleo a tiempo parcial? Hacerse empresario. Pero de verdad. Capaz de comerciar con todo y de hacer negocios hasta con la nada.’Ernst Jünger diría que la grandeza se halla expuesta a la tempestad. Lo mismo repetirían los boss, los empresarios de la Camorra. Ser el centro de toda acción, el centro del poder. Usarlo todo como medio y a sí mismos como fin. Los que dicen que es amoral, que no puede haber vida sin ética, que la economía posee límites y reglas que hay que seguir, son solo los que no han conseguido mandar, los que han sido derrotados por el mercado. La ética es el límite del perdedor, la protección del derrotado, la justificación moral para aquellos que no han conseguido jugárselo todo y ganarlo todo. La ley tiene sus códigos establecidos, pero la justicia es harina de otro costal. La justicia es un principio abstracto que afecta a todos, que permite, según cómo se interprete, absolver o condenar a todo ser humano: culpables los ministros, culpables los papas, culpables los santos y los herejes, culpables los revolucionarios y los reaccionarios. Culpables todos de haber traicionado, matado, errado. Culpables de haber envejecido y muerto. Culpables de haber sido superados y derrotados. Culpables todos ante el tribunal universal de la moral histórica y absueltos por el de la necesidad. Justicia e injusticia solo tienen un significado en lo concreto. De victoria o derrota, de acción realizada o padecida. Si alguien te ofende, si te trata mal, está cometiendo una injusticia; si, en cambio, te reserva un trato de favor, te hace
justicia. Observando los poderes del clan, hay que ceñirse a estas categorías. A estos criterios de valoración. Son suficientes. Deben serlo. Esta es la única forma real de valorar la justicia. El resto no es más que religión y confesionario. El imperativo econó-mico está modelado por esta lógica. No son los camorristas los que persiguen los negocios, son los negocios los que persiguen a los camorristas. La lógica del empresariado criminal, el pensamiento de los boss coincide con el neoliberalismo más radical. Las reglas dictadas, las reglas impuestas, son las de los negocios, el beneficio, la victoria sobre cualquier competidor. El resto es igual a cero. El resto no existe. Estar en situación de decidir sobre la vida y la muerte de todos, de promocionar un producto, de monopolizar un segmento de mercado, de invertir en sectores de vanguardia es un poder que se paga con la cárcel o con la vida. Tener poder durante diez años, durante un año, durante una hora. La duración da igual: vivir, mandar de verdad, eso es lo que cuenta. Vencer en la arena del mercado y llegar a mirar el sol directamente, como hacía en la cárcel Raffaele Giuliano, boss de Forcella, desafiándolo, demostrando que a él no lo deslumbraba ni la luz por excelencia. Raffaele Giuliano, que había tenido la crueldad de espolvorear con pimienta la hoja de un cuchillo antes de clavárselo a un pariente de uno de sus enemigos, a fin de hacerle sentir una quemazón lacerante mientras la hoja entraba en la carne, centímetro a centímetro. En la cárcel era temido no por esta meticulosidad sanguinaria, sino por su mirada desafiante, capaz de mantenerse alta incluso mirando el sol. Tener conciencia de ser de los hombres de negocios destinados a sucumbir —muerte o cadena perpetua—, pero con la voluntad implacable de dominar economías poderosas e ilimitadas. Al boss lo matan o lo detienen, pero el sistema económico que él ha generado permanece, sin dejar de cambiar, de transformarse, de mejorar y de producir beneficios. Esta conciencia de samuráis liberales, los cuales saben que tener el poder, el absoluto, exige un pago, la encontré sintetizada en una carta de un chaval encerrado en un correccional de menores, una carta que entregó a un sacerdote y que fue leída durante un simposio. Todavía me acuerdo de lo que decía. De memoria:
Todos los que conozco o han muerto o están en la cárcel. Yo quiero ser un boss. Quiero tener supermercados, tiendas, fábricas, quiero tener mujeres. Quiero tres coches,
quiero que cuando entro en una tienda se me respete, quiero tener almacenes en todo el mundo. Y después quiero morir. Pero como muere un bous auténtico, uno que manda de verdad. Quiero que me maten.
Este es el nuevo compás que marcan los empresarios criminales. Esta es la nueva fuerza de la economía. Dominarla, a costa de cualquier cosa. El poder por encima de todo. La victoria económica más preciada que la vida. Que la vida de cualquiera, e incluso que la propia.
Los chiquillos del Sistema incluso habían empezado a llamarlos «muertos parlantes». En una conversación telefónica intervenida que figura en la orden de detención dictada por la Fiscalía Antimafia en febrero de 2006, un chico explica por teléfono quiénes son los jefes de zona de Secondigliano:
—Son mocosos, muertos parlantes, muertos vivientes, muertos que se mueven… Sin más ni más cogen y te matan, pero total la vida ya está perdida…
Jefes niños, kamikazes de los clanes que no van a morir por ninguna religión sino por dinero y poder, a costa de lo que sea, como único modo de vivir que vale la pena.
La noche del 21 de enero, la misma noche de la detención de Cosimo Di Lauro, aparece el cuerpo de Giulio Ruggiero. Encuentran un coche quemado, un cuerpo en el asiento del conductor. Un cuerpo decapitado. La cabeza estaba en los asientos posteriores. Se la habían cortado. No de un hachazo, sino con una radial, esa sierra circular dentada que utilizan los herreros para limar las soldaduras. El peor instrumento de todos, pero precisamente por eso el más teatral. Primero cortar la carne y luego astillar el hueso del cuello. Debían de haber hecho la faena allí mismo, pues había jirones de carne por el suelo. Antes incluso de que se iniciaran las investigaciones, en la zona todos parecían estar seguros de que era un mensaje. Un símbolo. Cosimo Di Lauro no podía haber sido arrestado sin un chivatazo. Aquel cuerpo truncado era en el imaginario de todos el traidor. Tan solo quien ha vendido a un capo puede ser destrozado de ese modo. La sentencia se dicta antes de que empiecen las investigaciones. Da igual que se diga la verdad o se mienta. Miré aquel coche y aquella cabeza abandonados en Via Hugo Pratt sin bajar de la Vespa. Me llegaban a los oídos los detalles de cómo habían quemado el cuerpo y la cabeza
cortada, de cómo habían llenado la boca de gasolina, puesto una mecha entre los dientes y, después de haberla encendido, habían esperado a que la cabeza explotara. Arranqué la Vespa y me fui.
El 24 de enero, cuando llegué, estaba tendido en el suelo sobre las baldosas, muerto. Un enjambre de carabineros caminaba con nerviosismo por delante de la tienda donde había tenido lugar la ejecución. La enésima.
—Un muerto al día se ha convertido en la cantinela de Nápoles —dice un chico nerviosismo que pasa por allí.
Se para, se descubre ante el muerto, al que no ve, y se marcha. Cuando los killers entraron en la tienda ya apretaban las culatas de las pistolas. Estaba claro que no querían robar sino matar, castigar. Attilio intentó esconderse detrás del mostrador. Sabía que no servía de nada, pero quizá esperó que indicara que estaba desarmado, que no tenía nada que ver, que no había hecho nada. Tal vez se había dado cuenta de que aquellos dos eran soldados de la Camorra, de la guerra desatada por los Di Lauro. Le dispararon, vaciaron los cargadores y después del «servicio» salieron, hay quien dice que con calma, como si hubieran comprado un móvil en lugar de matar a un individuo. Attilio Romanó está allí. Sangre por doquier. Casi parece que el alma se le haya salido por los orificios de bala que le han marcado todo el cuerpo. Cuando ves tanta sangre por el suelo empiezas a tocarte, compruebas que tú no estás herido, que en aquella sangre no está también la tuya, empiezas a entrar en un estado de ansiedad psicótica, intentas asegurarte de que no haya heridas en tu cuerpo, de que no te hayas herido por casualidad, sin darte cuenta. Y aun así, no crees que en un hombre pueda haber tanta sangre, estás seguro de que tú tienes mucha menos. Cuando te convences de que esa sangre no la has perdido tú, no es suficiente: te sientes desangrado aunque la hemorragia no sea tuya. Tú mismo te conviertes en hemorragia, notas las piernas flojas, la boca pastosa, notas las manos disueltas en aquel lago denso, quisieras que alguien te mirase el interior de los ojos para comprobar el nivel de anemia. Quisieras llamar a un enfermero y pedir una transfusión, quisieras tener el estómago menos cerrado y comer un filete, si consigues no vomitar.T ienes que cerrar los ojos y no respirar. El olor de sangre coagulada que ya ha impregnado también las paredes de la
habitación sabe a hierro oxidado.T ienes que salir al aire libre antes de que echen serrín sobre la sangre, porque la mezcla despide un olor terrible que hace imposible contener las ganas de vomitar.
No acababa de entender por qué había decidido una vez más ir al escenario del crimen. De una cosa estaba seguro: no es importante trazar el recorrido que conduce a lo que ha concluido, reconstruir el terrible drama que ha tenido lugar. Es inútil observar los círculos de tiza alrededor de los restos de los casquillos, que casi parecen un juego infantil de bolos. Lo que sí que hace falta es percatarse de si ha quedado algo. Quizá es eso lo que voy a buscar. Trato de percibir si todavía flota algo humano; si hay un sendero, una galería excavada por el gusano de la existencia que pueda desembocar en una solución, en una respuesta que dé el sentido real de lo que está ocurriendo.
El cuerpo de Attilio continúa en el suelo cuando llegan los familiares. Dos mujeres, quizá su madre y su mujer, no lo sé. Caminan abrazadas, el hombro de una pegado al hombro de la otra, son las únicas que todavía esperan que no haya sucedido lo que ya saben perfectamente que ha sucedido. Pero van cogidas, se sostienen la una a la otra un instante antes de encontrarse ante la tragedia. En esos instantes, en los pasos de las mujeres y de las madres hacia el encuentro con el cuerpo acribillado, es cuando se intuye una irracional, disparatada, insensata confianza en el deseo humano. Esperan, esperan, esperan y siguen esperando que haya sido un error, una mentira que ha ido pasando de boca en boca, un malentendido del oficial de los carabineros que anunciaba el asesinato y el asesino. Como si obstinarse en creer algo pudiera realmente cambiar el curso de los acontecimientos. En ese momento, la presión arterial de la esperanza alcanza un máximo absoluto sin mínimo alguno. Pero no hay nada que hacer. Los gritos y los llantos muestran la fuerza de gravedad de lo real. Anillo está en el suelo. Trabajaba en una tienda de telefonía y, para redondear el sueldo, en un call center. Él y su mujer, Natalia, aún no tenían hijos. Todavía no era el momento, quizá no tenían recursos económicos para mantenerlo y a lo mejor esperaban la oportunidad de hacerlo crecer en otro lugar. Los días se reducían a horas de trabajo, y cuando tuvo la oportunidad y unos ahorros, Attilio consideró conveniente
convertirse en accionista de esa tienda donde ha encontrado la muerte. Pero el otro socio es familia lejana de Pariante, el boss de Bacoli: un coronel de Di Lauro, uno de los que se le han puesto en contra. Attilio no lo sabe o al menos resta importancia al hecho, se fía de su socio, le basta con saber que es una persona que vive de su trabajo esforzándose mucho, demasiado. Resumiendo, aquí no se decide la propia suerte, el trabajo parece ser un privilegio, algo que una vez obtenido no se suelta, casi como una fortuna que te hubiera tocado, un hado benévolo que te ha escogido, aunque ese trabajo te obligue a estar fuera de casa trece horas al día, te deje medio domingo libre y te proporcione mil euros al mes que a duras penas te alcanzan para pagar un préstamo. Independientemente de cómo haya llegado el trabajo, hay que dar gracias y no hacer demasiadas preguntas, ni a uno mismo ni al destino.
Sin embargo, alguien deja caer la sospecha. Y a partir de ese momento, el cuerpo de Attilio Romanó se halla expuesto a sumarse al de los soldados de la Camorra asesinados en los últimos meses. Los cuerpos son los mismos, pero las razones de la muerte son distintas aunque se caiga en el mismo frente de guerra. Son los clanes los que deciden quién eres, cuál es tu bando en el Risiko7 del conflicto. Los bandos se determinan con independencia de la voluntad individual. Cuando los ejércitos avanzan por la calle, no es posible establecer una dinámica externa a su estrategia, son ellos los que deciden el sentido, los motivos, las causas. En aquel instante, la tienda donde Attilio trabajaba era expresión de una economía vinculada al grupo de los Españoles, y esa economía tenía que ser eliminada.
7 Juego de mesa o de ordenador que simula un conflicto internacional y prevé estrategias de guerra (N. de los T.)
Natalia, «Nata», como la llamaba Attilio, era una chica abrumada por la tragedia. Se había casado hacía apenas cuatro meses, pero no recibe consuelo, en el funeral no está el presidente de la República, un ministro, el alcalde dándole la mano. Quizá sea mejor así; se ahorra la puesta en escena institucional. Pero lo que flota sobre la muerte de Attilio es una injusta desconfianza. Y la desconfianza es la conformidad silenciosa que se concede al orden de la Camorra. El enésimo consenso a la actuación de los clanes. Pero los compañeros del call center de «Attila», como lo llamaban por su violento deseo de vivir, organizan marchas nocturnas y se obstinan en caminar aunque
en el recorrido de la manifestación continúen produciéndose emboscadas, aunque la sangre continúe manchando la calle. Avanzan, encienden luces, se hacen oír, eliminan todo rastro de deshonra, borran toda sospecha. Attila ha muerto trabajando y no tenía ninguna relación con la Camorra.
En realidad, después de cada emboscada la sospecha cae sobre todos. La máquina de los clanes es demasiado perfecta. No hay error. Hay castigo. Así que es al clan al que se da un voto de confianza, no a los familiares, que no entienden, no a los compañeros de trabajo, que lo conocen, no a la biografia de un individuo. En esta guerra se machaca a las personas sin ser culpables de nada, se las incluye en los efectos colaterales o en los probables culpables.
Un chico, Dario Scherillo, de veintiséis años, asesinado el 26 de diciembre de 2004: mientras iba en motocicleta, le disparan en la cara y en el pecho, lo dejan morir en el suelo bañado en su propia sangre, que tiene tiempo de impregnar completamente la camisa. Un chico inocente. Le ha bastado con ser de Casavatore, una localidad maltratada por este conflicto. Para él, de nuevo silencio e incomprensión. Ningún recordatorio, placa o inscripción.
—Cuando la Camorra mata a alguien, nunca se sabe —me dice un viejo que se hace la señal de la cruz cerca del lugar donde Dario ha caído.
La sangre que hay en el suelo es de un rojo vivo.Toda la sangre no tiene el mismo color. La de Dario es púrpura, parece que todavía fluye. Los montones de serrín no acaban de absorberla. Al cabo de un rato, un coche, aprovechando el espacio vacío, aparca sobre la mancha de sangre. Y todo acaba. Todo queda cubierto. Ha sido asesinado para enviar un mensaje al país, un mensaje de carne metido en un sobre de sangre. Como en Bosnia, como en Argelia, como en Somalia, como en cualquier confusa guerra interna, cuando resulta difícil saber a qué bando perteneces, basta con matar a tu vecino, al perro, a un amigo o a un familiar. Un rumor de parentesco, una semejanza es condición suficiente para convertirse en blanco. No tienes más que pasar por una calle para recibir de inmediato una identidad de plomo. Lo importante es concentrar lo máximo posible dolor, tragedia y terror. Con el único objetivo de mostrar la fuerza absoluta, el dominio indiscutible, la imposibilidad de oponerse al poder
verdadero, real, imperante. Hasta acostumbrarse a pensar como aquellos que podrían ofenderse por un gesto o por una palabra. Permanecer atentos, callados, ser prudentes para salvar la vida, para no tocar el cable de alta tensión de la vendetta. Mientras me alejaba, mientras se llevaban a Audio Romanó, empecé a comprender. A comprender por qué no hay un solo momento en que mi madre no me mire con preocupación, sin entender por qué no me voy de aquí, por qué no salgo huyendo, por qué continúo viviendo en este sitio infernal. Trataba de recordar cuántos caídos, asesinados, afectados ha habido desde que nací. No haría falta contar los muertos para comprender las economías de la Camorra, es más, son el elemento menos indicativo del poder real, pero son la huella más visible y la que consigue hacer razonar con el estómago de forma inmediata. Empiezo la cuenta: en 1979, cien muertos; en 1980, ciento cuarenta; en 1981, ciento diez; en 1982, doscientos sesenta y cuatro; en 1983, doscientos cuatro; en 1984, ciento cincuenta y cinco; en 1986, ciento siete; en 1987, ciento veintisiete; en 1988, ciento sesenta y ocho; en 1989, doscientos veintiocho; en 1990, doscientos veintidós; en 1991, doscientos veintitrés; en 1992, ciento sesenta; en 1993, ciento veinte; en 1994, ciento quince; en 1995, ciento cuarenta y ocho; en 1996, ciento cuarenta y siete; en 1997, ciento treinta; en 1998, ciento treinta y dos; en 1999, noventa y uno; en 2000, ciento dieciocho; en 2001, ochenta; en 2002, sesenta y tres; en 2003, ochenta y tres; en 2004, ciento cuarenta y dos; en 2005, noventa.
Tres mil seiscientos muertos desde que nací. La Camorra ha matado más que la mafia siciliana, más que la ‘Ndrangheta, más que la mafia rusa, más que las familias albanesas, más que el total de los muertos causados por ETA en España y por el IRA en Irlanda, más que las Brigadas Rojas, más que los NAR8 y más que todos los crímenes de Estado cometidos en Italia. La Camorra ha matado más que nadie. Me viene a la mente una imagen. La del mapa del mundo que aparece con frecuencia en los periódicos. Destaca en algunos números de Le Monde Diplomatique, es ese mapa que indica con una llama resplandeciente todos los lugares de la tierra donde hay un conflicto. Kurdistán, Sudán, Kosovo, Timor Oriental. Acaba de poner los ojos en el sur
8 Núcleos Armados Revolucionariso, grupo de extrema derecha considerado responsable de veintitrés homicidios, entre ellos el del juez Amato (N. de los T.)
de Italia. De sumar los montones de carne que se acumulan en cada guerra relacionada con la Camorra, la Mafia, la ‘Ndrangheta, los Sacristi de Apulia o los Basilischi de Lucania9 Pero no hay ni rastro de destellos, no hay dibujado ningún fuego. Esto es el corazón de Europa. Aquí se forja la mayor parte de la economía de la nación. Cuáles sean las estrategias utilizadas para su obtención, es lo de menos. Es necesario que la carne de matadero permanezca empantanada en los barrios de la periferia, reviente en el caos de cemento e inmundicia, en las fábricas clandestinas y en los almacenes de coca. Y que nadie lo mencione, que todo parezca una guerra de bandas, una guerra entre facinerosos. Y entonces comprendes también la mueca de tus amigos que han emigrado, que vuelven de Milán o de Padua y no saben en qué te has convertido. Te miran de arriba abajo para tratar de calcular tu peso específico e intuir si eres un chiachiello, una calamidad, o un bduono, un hombre de recursos. Un fracasado o un camorrista. Y ante la bifurcación de los caminos, sabes cuál estás recorriendo y no ves nada bueno al final del recorrido. Volví a casa, pero fui incapaz de estarme quieto. Bajé y me puse a correr, deprisa, cada vez más deprisa, las rodillas se torcían, los talones golpeteaban los glúteos, los brazos parecían descoyuntados y se agitaban como los de una marioneta. Correr, correr, seguir corriendo. El corazón se desbocaba, en la boca la saliva anegaba la lengua e inundaba los dientes. Notaba que la sangre hinchaba la carótida, rebosaba en el pecho; estaba sin aliento, aspiré por la nariz todo el aire posible y lo expulsé inmediatamente como un toro. Eché de nuevo a correr, con los ojos cerrados, con la sensación de tener las manos heladas y la cara ardiendo. Me parecía que toda aquella sangre vista en el suelo, perdida como por un grifo pasado de rosca, la había re-cuperado yo, la sentía en mi cuerpo.
9 Los Sacristi y los Basilischi son también organizaciones mafiosas. (N. de los T.)
Por fin llegué al mar. Salté a las rocas, la oscuridad estaba impregnada de neblina, no se veían ni los faros de las embarcaciones que navegan por el golfo. El mar se encrespaba, empezaron a levantarse algunas olas, parecían no querer tocar el cieno del rompiente, pero tampoco volvían al remolino lejano de alta mar. Permanecen inmóviles en el vaivén del agua, resisten obstinadas en una imposible fijeza
agarrándose a su cresta de espuma. Paradas, sin saber dónde el mar todavía es mar.
Unas semanas más tarde empezaron a llegar periodistas. De todas partes; de repente, la Camorra había vuelto a existir en la región donde se creía que solo existían ya bandas y tironeros. Secondigliano se convirtió en unas horas en el centro de atención. Enviados especiales, fotógrafos de las agencias más importantes, hasta un equipo permanente de la BBC. Un chiquillo posa para que lo fotografíen junto a un reportero que lleva al hombro una cámara con el Togo de la CNN bien visible.
—Son los mismos que están con Sadam —comentan riendo en Scampia.
Filmados por aquellas cámaras de televisión se sienten transportados al centro del mundo. Una atención que parece conferir por primera vez a aquellos lugares una existencia real. La matanza de Secondigliano atrae una atención que no suscitaban las dinámicas de la
Camorra desde hacía veinte años. En el norte de Nápoles, la guerra mata en poco tiempo, respeta los criterios periodísticos de la crónica, en poco más de un mes acumula decenas y decenas de víctimas. Parece hecha aposta para dar un muerto a cada enviado. El éxito a todos. Vienen becarios en tropel a hacer prácticas. Aparecen micrófonos por todas partes para entrevistar a camellos, cámaras para reproducir el tétrico perfil anguloso de las Velas. Algunos incluso consiguen entrevistar a presuntos camellos, tomándolos de espaldas. En cambio, casi todos dan unas monedas a los heroinómanos, que mascullan su historia. Dos chicas, dos periodistas hacen que su operador las fotografie delante de una carcasa de coche quemada que aún no han retirado. Ya tienen un recuerdo de su primera guerra menor como cronistas. Un periodista francés me telefonea preguntándome si tiene que traer el chaleco antibalas, teniendo en cuenta que quiere ir a fotografiar la mansión de Cosimo Di Lauro. Los equipos van de un lado a otro en coche, fotografían, filman, como exploradores en un bosque donde todo está transformándose en estenografía. Algún que otro periodista se mueve con escolta. Para describir Secondigliano, la peor opción es hacerse escoltar por la policía. Scampia no es un lugar inaccesible, la fuerza de esta plaza del narcotráfico es precisamente su accesibilidad total y garantizada para todo el mundo. Los periodistas que van con escolta solo pueden captar con la mirada lo que
encuentran en cualquier noticia dada por las agencias de prensa. Como estar delante del ordenador en la redacción, con la diferencia de estar moviéndose.
Más de cien periodistas en poco menos de dos semanas. De repente, la plaza de la droga de Europa empieza a existir. Los propios policías se encuentran asediados, todos quieren participar en operaciones, ver al menos arrestar a un camello, registrar una casa. Todos quieren meter en los quince minutos de reportaje algunas imágenes de esposas y algunas metralletas incautadas. Muchos oficiales empiezan a quitarse de encima a los numerosos reporteros y neoperiodistas de investigación haciéndoles fotografiar a policías de paisano que fingen ser camellos. Una manera de darles lo que quieren sin perder demasiado tiempo. Lo peor posible en el menor tiempo posible. Lo peor de lo peor, el horror del horror, transmitir la tragedia, la sangre, las tripas, los disparos de metralleta, los cráneos atravesados, las carnes quemadas. Lo peor que cuentan es solo la purria de lo peor. Muchos cronistas creen encontrar en Secondigliano el gueto de Europa, la miseria absoluta. Si consiguieran no escapar, se darían cuenta de que tienen delante los pilares de la economía, el filón oculto, las tinieblas donde encuentra energía el corazón palpitante del mercado.
Recibía de los periodistas de televisión las propuestas más increíbles. Algunos me pidieron que me pusiera una microcámara en una oreja y recorriera las calles «que yo conocía», siguiendo a personas «que yo sabía». Soñaban con que Scampia les proporcionara material para un episodio de un reality con homicidio y venta de droga incluidos. Un guionista me dio un texto que contaba una historia de sangre y muerte, en la que el diablo del Nuevo Siglo era concebido en el barrio Tercer Mundo. Durante un mes cené gratis todas las noches, me invitaban los equipos de televisión para hacerme propuestas absurdas, para tratar de obtener información. Durante el período de la faida se creó en Secondigliano y Scampia un auténtico mercado de acompañantes, portavoces oficiales, confidentes, guías indios en la reserva de la Camorra. Muchísimos jóvenes tenían una técnica. Merodeaban en torno a los emplazamientos de los periodistas fingiendo que vendían droga o fingiendo ser poli, y en cuanto uno hacía acopio de valor para acercárseles, enseguida se declaraban dis-puestos a contar, a explicar, a dejarse filmar. Inmediatamente anunciaban las tarifas:
cincuenta euros por el testimonio, cien euros por un recorrido por las plazas de venta de droga, doscientos por entrar en la casa de algún camello que vivía en las Velas.
Para comprender el ciclo del oro no se pueden mirar solo las pepitas y la mina. Hay que partir de Secondigliano y seguir el rastro de los imperios de los clanes. Las guerras de la Camorra sitúan las localidades dominadas por las familias en el mapa geográfico, el interior de la Campania, las «tierras del hueso»,10 territorios que algunos llaman el Far West de Italia y que, según una violenta leyenda, son más ricos en metralletas que en tenedores. Pero, aparte de la violencia que surge en períodos concretos, aquí se crea una riqueza exponencial de la que estas tierras solo ven resplandores lejanos. Sin embargo, no se cuenta nada de esto, las televisiones, los enviados, sus trabajos, todo lo llena la estética de los arrabales napolitanos. El 29 de enero matan a Vincenzo De Gennaro. El 31, en una charcutería, a Vittorio Bevilacqua. El I de febrero, Giovanni Orabona, Giuseppe Pizzone y Antonio Patrizio son asesinados. Los matan empleando una estratagema antigua pero todavía eficaz: los killers fingen ser policías. Giovanni Orabona, de veintitrés años, era delantero del Real Casavatore. Iban andando cuando un automóvil los paró. Llevaba una sirena en el techo. Bajaron dos hombres con el documento de identificación de la policía. Los jóvenes no intentaron huir ni oponer resistencia. Sabían cómo debían comportarse, se dejaron esposar y subieron al coche. Al poco, el coche se detuvo de pronto y los hicieron bajar. Quizá no comprendieron enseguida lo que pasaba, pero cuando vieron las pistolas todo quedó claro. Era una emboscada. No eran policías, sino los Españoles. El grupo rebelde. A dos los liquidaron en el acto obligándolos a arrodillarse y disparándoles en la cabeza; el tercero, a juzgar por las huellas encontradas en el lugar, había intentado escapar, con las manos atadas tras la espalda y la cabeza como único eje de equilibrio. Cayó. Se levantó. Volvió a caer. Lo alcanzaron, le metieron una automática en la boca. El cadáver tenía los dientes rotos; el chico debía de haber intentado morder el cañón de la pistola, por instinto, como para romperla.
10 Expresión empleada por el agrónomo, escritor y político Manlio Rossi Doria para designar las zonas interiores de la Campania, de colinas y montañas, en contraposición a las “tierras de pulpa”, que son las franjas costeras y llanas
El 27 de febrero llegó de Barcelona la noticia de la detención de Raffaele Amato.
Estaba jugando al black jack en un casino; intentaba aligerarse los bolsillos. Los Di Lauro solo habían conseguido atentar contra su primo Rosario incendiándole la casa. Según las acusaciones de la magistratura napolitana, Amato era el capo carismático de los Españoles. Había crecido en Via Cupa dell’Arco, la calle de Paolo Di Lauro y de su familia. Amato se había convertido en un dirigente de peso desde que hacía de intermediario en las operaciones de tráfico de droga y gestionaba las apuestas de inversión. Según las acusaciones de los arrepentidos y las investigaciones de la Antimafia, gozaba de un crédito ilimitado con los traficantes internacionales y llegaba a importar toneladas de cocaína. Antes de que los policías con pasamontañas lo derribaran con la cara contra el suelo, Raffaele Amato ya había sido arrestado durante una redada en un hotel de Casandrino, junto con otro lugarteniente del grupo y un importante traficante albanés, que tenía un intérprete de lujo para que lo ayudara en los negocios: el sobrino de un ministro de Tirana.
El 5 de febrero le toca el turno a Angelo Romano. El 3 de marzo, Davide Chiarolanza es asesinado en Melito. Había reconocido a los killers, quizá hasta le habían dado cita. Lo liquidaron mientras intentaba escapar hacia su coche. Pero ni la magistratura ni la policía y los carabineros consiguen detener la faida . Las fuerzas del orden taponan, apartan brazos, pero no parece que logren detener la hemorragia mi-litar. Mientras, la prensa sigue la crónica negra enredándose en interpretaciones y valoraciones, un diario napolitano da la noticia de un pacto entre los Españoles y los Di Lauro, un pacto de paz momentánea, firmado con la mediación del clan Licciardi. Un pacto deseado por los otros clanes de Secondigliano y quizá también por los otros cárteles camorristas, que temían que el prolongado silencio sobre su poder pudiera ser interrumpido por el conflicto. Era preciso permitir de nuevo que el espacio legal se desentendiera de los territorios de acumulación criminal. El pacto no fue redactado por un bous carismático una noche en el calabozo. No fue difundido a escondidas, sino publicado en un periódico, un diario. El 27 de junio de 2005 se pudo leer en los quioscos. Estos son los puntos de acuerdo publicados:
1) Los secesionistas han exigido la devolución de las viviendas desalojadas entre noviembre y enero en Scampia y Secondigliano: unas ochocientas personas obligadas
por el grupo de choque de Di Lauro a dejar las casas.
2) El monopolio de los Di Lauro en el mercado de la droga queda roto. No se da marcha atrás. El territorio tendrá que ser repartido de forma equitativa. La provincia para los secesionistas; Nápoles para los Di Lauro.
3) Los secesionistas podrán utilizar sus propios canales para importar droga, sin tener que recurrir obligatoriamente a la mediación de los Di Lauro.
4) Las venganzas privadas son independientes de los negocios, es decir, los negocios son más importantes que las cuestiones personales. Si en lo sucesivo se ejecuta una venganza relacionada con la faida, no se reanudarán las hostilidades, sino que permanecerá en la esfera de lo privado.
El boss de los boss secondiglianeses debe de haber vuelto. Ha sido visto en todas partes, desde Apulia hasta Canadá. Los servicios secretos llevan meses moviéndose para pillarlo. Paolo Di Lauro deja huellas, minúsculas, invisibles, como su poder antes de la faida. Parece ser que lo han operado en una clínica marsellesa, la misma donde se cree que estuvo el boss de la Cosa Nostra, Bernardo Provenzano. Ha vuelto para firmar la paz o para limitar los daños. Está aquí, ya se siente su presencia, la atmósfera ha cambiado. El boss desaparecido desde hace diez años, el que en una conversación telefónica de un afiliado atenía que volver, aun a costa de exponerse a la cárcel». El boss fantasma, de rostro desconocido incluso para los afiliados:
—Por favor, déjame verlo, solo un momento, lo miro y enseguida me voy —le había pedido un afiliado al boss Maurizio Prestieri.
El 16 de septiembre de 2005 pillan a Paolo Di Lauro en Via Canonico Stornaiulo. Escondido en la modesta casa de Fortunata Liguori, la mujer de un afiliado de poco rango. Una casa anónima como la que había elegido su hijo Cosimo para instalarse cuando estaba huido de la justicia. En el bosque de cemento es más fácil camuflarse, en casas corrientes se vive sin rostro y con sigilo. La ausencia urbana es más total, más anónima que esconderse en un sótano o en un doble fondo. Paolo Di Lauro había estado a punto de ser arrestado el día de su cumpleaños. El desafío máximo era ir a casa a comer con la familia mientras la policía de media Europa lo perseguía. Pero alguien lo avisó a tiempo. Cuando los carabineros entraron en la residencia familiar,
encontraron la mesa puesta con su sitio vacío. En esta ocasión, sin embargo, las unidades especiales de los carabineros, los ROS, van sobre seguro. Los carabineros están nerviosismos cuando entran en la casa. Son las cuatro de la madrugada, después de toda una noche de observación. Pero el boss no se inmuta, es más, los calma.
—Entrad… yo estoy tranquilo… no pasa nada.
Veinte coches patrulla escoltan el automóvil en el que le hacen subir, más cuatro liebres, las motos que lo preceden para comprobar que todo esté tranquilo. El cortejo se aleja, el boss va en el blindado. Había tres posibles recorridos para trasladarlo al cuartel. Atravesar Via Capodimonte para ir a toda pastilla por Via Pessina y la plaza Dante, o bien cerrar todos los accesos al Corso Secondigliano y tomar la carretera de circunvalación para dirigirse al Vomero. En caso de máximo peligro, habían previsto hacer que aterrizara un helicóptero y trasladarlo por aire. Las liebres informan de que en el recorrido hay un coche sospechoso. Todos esperan una emboscada. Pero es una falsa alarma. Trasladan al boss al cuartel de los carabineros de Via Pastrengo, en el corazón de Nápoles. El helicóptero desciende y el polvo y el mantillo del parterre del centro de la plaza empiezan a agitarse en un remolino a media altura lleno de bolsas de plástico, pañuelos de papel y hojas de periódico. Un remolino de basura.
No hay ningún peligro. Pero es preciso proclamar el arresto, mostrar que se ha conseguido prender lo inaprensible, detener al boss. Cuando llega el carrusel de blindados y coches patrulla, y los carabineros ven que los periodistas ya están presentes en la entrada del cuartel, se sientan a horcajadas sobre la portezuela del automóvil. Utilizando las ventanillas a modo de sillines, empuñan ostensiblemente la pistola y llevan pasamontañas y el chaleco de los carabineros. Desde el arresto de Giovanni Brusca, no hay carabinero ni policía que no quiera que lo fotografíen en esa posición. El desahogo por las noches de vigilancia, la satisfacción por la presa capturada, la astucia de gabinete de prensa para ocupar con toda certeza las primeras páginas. Cuando Paolo Di Lauro sale del cuartel, no tiene la arrogancia de su hijo Cosimo, se dobla por la cintura mirando al suelo, solo deja la calva desnuda ante las cámaras y los fotógrafos. Quizá sea simplemente un modo de protegerse. Dejarse fotografiar por cientos de objetivos desde todos los ángulos, dejarse filmar por
decenas de cámaras de televisión habría supuesto mostrar su rostro a toda Italia, lo que tal vez hubiera llevado a algunos vecinos a denunciar que lo habían visto, que habían estado a su lado. Mejor no facilitar las investigaciones, mejor no desvelar sus itinerarios clandestinos. Sin embargo, algunos interpretan su cabeza agachada como un simple gesto de desgana por los flashes y las cámaras, la desazón de ser reducido a animal de feria.
Unos días más tarde, Paolo Di Lauro fue conducido al tribunal, a la sala 215. Tomé asiento entre los parientes. La única palabra que el boss pronunció fue iPresentes! .Todo lo demás lo dijo sin voz. Gestos, guiños y sonrisas se convierten en la sintaxis muda a través de la cual se comunica desde su jaula. Saluda, responde, tranquiliza. Detrás de mí tomó asiento un hombretón canoso. Paolo Di Lauro parecía mirarme, pero en realidad había visto al hombre que estaba a mi espalda. Se miraron por espacio de unos segundos; luego el boss le guiñó un ojo.
Parece ser que muchos, al enterarse de la detención, habían ido a saludar al boss, al que no habían podido ver durante años porque estaba en busca y captura. Paolo Di Lauro llevaba vaqueros y un polo oscuro. En los pies, unos Paciotti, los zapatos que calzan todos los dirigentes de los clanes de esta zona. Los celadores le liberaron las muñecas quitándole las esposas. Una jaula solo para él. Entra en la sala la flor y nata de los clanes del norte de Nápoles: Raffaele Abbinante, Enrico D’Avanzo, Giuseppe Criscuolo, Arcangelo Valentino, Maria Prestieri, Maurizio Prestieri, Salvatore Britti y Vincenzo Di Lauro. Hombres y ex hombres del boss, ahora divididos en dos jaulas: fieles y Españoles. El más elegante es Prestieri: americana azul marino y camisa oxford azul celeste. Es él el primero que se acerca al cristal de protección que lo separa del boss. Se saludan. Llega también Enrico D’Avanzo, llegan incluso a susurrar algo entre las rendijas del cristal antibalas. Muchos dirigentes no lo veían desde hacía años. Su hijoVincenzo no ha estado con él desde que en 2002 huyó de la justicia y se refugió en Chivasso, en el Piamonte, donde fue arrestado en 2004.
No aparté la mirada del boss. Cada gesto, cada mueca me parecía suficiente para llenar páginas enteras de interpretaciones, para crear nuevos códigos de la gramática de los gestos. Con su hijo, sin embargo, mantuvo un extraño diálogo silencioso.
Vincenzo señaló con el índice el dedo anular de su mano izquierda, como para preguntar a su padre: «¿Y la alianza?. El boss se pasó las manos por ambos lados de la cabeza y luego las movió como si fuera al volante, conduciendo. Me costaba descifrar los gestos. La interpretación que hicieron los periódicos fue que Vincenzo le había preguntado a su padre cómo es que no llevaba la alianza, y su padre le había dado a entender que los carabineros le habían quitado todo el oro. Después de los gestos, los guiños, los rapidísimos movimientos de labios y las manos pegadas al cristal blindado, Paolo Di Lauro se quedó mirando a su hijo con una sonrisa en los labios. Se dieron un beso a través del cristal. Al finalizar la audiencia, el abogado del boss pidió que se les permitiera darse un abrazo. La petición fue concedida. Siete policías lo vigilaban.

—Estás pálido —dijo Vincenzo.

Y su padre le contestó, mirándolo a los ojos:

—Hace muchos años que esta cara no ve el sol.

Muchos prófugos llegan al límite de sus fuerzas antes de ser capturados. La huida continua demuestra la imposibilidad de disfrutar de la propia riqueza y eso hace que los boss estén todavía más en simbiosis con su propio estado mayor, que se convierte en la única medida verdadera de su éxito económico y social. Los sistemas de protección, la morbosa y obsesiva necesidad de planificar cada paso, la mayor parte del tiempo encerrados en una habitación dirigiendo y coordinando los negocios y las empresas, hacen vivir a los boss prófugos como prisioneros del propio negocio. En la sala del tribunal, una señora me contó un episodio de cuando Di Lauro estaba huido de la justicia. Por su aspecto podía ser una profesora; llevaba el pelo teñido de un color más amarillo que rubio, con una ancha raya de su color natural. Cuando empezó a hablar, tenía la voz ronca y grave. Se remontaba a la época en que Paolo Di Lauro todavía andaba por Secondigliano, obligado a moverse siguiendo meticulosas estrategias. Casi parecía que estuviera disgustada por las privaciones del boss. Me decía que Di Lauro tenía cinco coches del mismo color y modelo y con la misma matrícula. Cuando tenía que trasladarse, hacía que salieran los cinco, pero evidentemente él solo montaba en uno. Los cinco llevaban escolta, y ninguno de sus hombres sabía con certeza en qué automóvil iba él. El coche salía de la residencia, y
ellos lo seguían para escoltarlo. Una manera segura de evitar traiciones, aunque solo fuera la más inmediata de indicar que el boss se estaba moviendo. La señora lo contaba en un tono de profunda conmiseración por el sufrimiento y la soledad de un hombre obligado siempre a pensar que iban a matarlo. Después del baile de gestos y abrazos, después de los saludos y los guiños de los personajes pertenecientes al poder más feroz de Nápoles, el cristal blindado que separaba al boss de los demás estaba lleno de marcas de todo tipo: huellas de manos, rastros de grasa, sombras de labios.
Menos de veinticuatro horas después de la detención del boss, encontraron en la rotonda de Arzano a un chico polaco que temblaba como una hoja mientras intentaba con dificultad tirar a la basura un enorme fardo. El polaco iba manchado de sangre y el miedo dificultaba sus movimientos. El fardo era un cuerpo. Un cuerpo maltratado, torturado, desfigurado de un modo tan atroz que parecía imposible que se pudiera destrozar así un cuerpo. Una mina que hubieran hecho tragar a alguien y hubiera explotado en su estómago habría causado menos estragos. El cuerpo era de Edoardo La Monica, pero ya no se distinguían sus facciones. La cara solo tenía labios; el resto estaba hecho cisco. El cuerpo, repleto de orificios, estaba cubierto de costras de sangre. Lo habían atado y, con una maza de clavos, torturado lentamente, durante horas. Cada mazazo sobre el cuerpo era un agujero, mazazos que no solo rompían los huesos sino que agujereaban la carne, clavos que entraban y salían. Le habían cortado las orejas, rebanado la lengua, roto las muñecas y sacado los ojos con un destornillador estando vivo, despierto, consciente. Y luego, para matarlo, le habían machacado la cara con un martillo, y con un cuchillo le habían grabado una cruz sobre los labios. El cuerpo debía acabar en la basura para que lo encontraran podrido, entre la inmundicia de un vertedero. Todos entienden claramente el mensaje escrito en la carne, aunque no hay más pruebas que esa tortura. Cortadas las orejas con las que has oído dónde estaba escondido el boss, rotas las muñecas con las que has movido las manos para recibir el dinero, arrancados los ojos con los que has visto, rebanada la lengua con la que has hablado. La cara que has perdido ante el Sistema haciendo lo que has hecho, destrozada. Sellados los labios con la cruz: cerrados para siempre por la fe que has traicionado. Edoardo La Monica era intachable. Tenía un apellido de
muchísimo peso, el de una familia que había hecho de Secondigliano una tierra de Camorra y un filón para los negocios. La familia en la que Paolo Di Lauro había dado los primeros pasos. La muerte de Edoardo La Monica es similar a la de Giulio Ruggiero. Ambos maltratados, torturados con meticulosidad pocas horas después de las respectivas detenciones de los boss. Descarnados, machacados, despedazados, desollados. No se veían homicidios cometidos con tan diligente y sanguinaria voluntad simbólica desde hacía años: desde el fin del poder de Cutolo y de su killer Pasquale Barra, llamado «’o Nimale», famoso por haber matado en la cárcel a Francis Turatello y haberle mordido el corazón después de habérselo arrancado del pecho con las manos. Estos ritos habían desaparecido, pero la faida de Secondigliano los había desenterrado y había convertido cada gesto, cada centímetro de carne, cada palabra en un instrumento de comunicación de guerra.
En rueda de prensa, los oficiales de los ROS declararon que la detención había sido posible gracias a que habían localizado a la proveedora que compraba el pescado preferido de Di Lauro, el besugo. El relato parecía demasiado perfecto para deteriorar la imagen de un boss poderosísimo, capaz de movilizar a cientos de vigilantes pero que al final se había dejado atrapar por un pecado de gula. En Secondigliano ni por un segundo resultó creíble la historia del seguimiento de la pista del besugo. Muchos señalaban más bien al SISDE (Servicio para la Información y la Seguridad Democrática) como único responsable del arresto. El SISDE había intervenido, lo confirmaban incluso las fuerzas del orden, pero resultaba realmente muy difícil advertir su presencia en Secondigliano. El indicio de algo que se acercaba mucho a la hipótesis de muchos cronistas, esto es, que el SISDE había puesto a sueldo a diversas personas de la zona a cambio de información o de no interferencia, lo había oído fragmentariamente en algunas charlas de bar. Hombres que, mientras tomaban un café o un cappuccino con un cruasán, pronunciaban frases de este tipo:
—Ya que recibes dinero de James Bond…
En aquellos días oí nombrar dos veces de forma furtiva o alusiva a 007, un hecho demasiado insignificante y ridículo para concluir algo de él, pero al mismo tiempo demasiado anómalo para pasar inadvertido.
La estrategia de los servicios secretos en el arresto de Di Lauro podría haber sido la de localizar a los responsables técnicos de los vigilantes y comprarlos, para poder desplazar a todos los poli y los centinelas a otras zonas y de ese modo impedir que dieran la alarma e hicieran huir al boss. La familia de Edoardo La Monica desmintió su posible implicación afirmando que el joven nunca había formado parte del Sistema, que tenía miedo de los clanes y sus negocios. Quizá pagó por otro de su familia, pero la quirúrgica tortura parecía encargada para ser recibida, no enviada a través de su cuerpo a otra persona.
Un día vi un grupito de gente no lejos de donde habían encontrado el cuerpo de Edoardo La Monica. Un chico empezó a señalar su dedo anular y luego, tocándose la cabeza, a mover los labios sin emitir ningún sonido. Enseguida me vino a la mente, como si se hubiera encendido una cerilla delante de mis ojos, el gesto deVincenzo Di Lauro en la sala del tribunal, aquel gesto extraño, insólito, aquel preguntar antes de nada, después de años sin ver a su padre, por el anillo. El anillo, en napolitano aniello. Un mensaje para indicar Aniello y el anular como alianza. En consecuencia, la fidelidad traicionada, como si estuviera señalando la cepa familiar de la traición. De dónde procedía la responsabilidad del arresto. Quién había hablado.
Aniello La Monica era el patriarca de la familia. Durante años, en el barrio llamaron a los La Monica los «Anielli», al igual que llamaban a los Gionta de Torre Annunziata los «Valentina», por el boss Valentino Gionta. Según las declaraciones del arrepentido Ruocco y de Luigi Giuliano, Aniello La Monica había sido liquidado precisa-mente por su ahijado Paolo Di Lauro. Es verdad que todos los hombres de los La Monica están en las filas de los Di Lauro. Pero esta muerte atroz podría ser el castigo por la venganza de aquella muerte de hace veinte años, una venganza servida fría, helada, mediante una delación más violenta que una ráfaga de balas. Una memoria paciente, infinitamente paciente. Una memoria que parecen compartir los clanes que se han sucedido en la cima del poder en Secondigliano y el propio barrio en el que estos reinan. Pero que continúa basándose en rumores, hipótesis y sospechas, capaces tal vez de producir efectos como una detención clamorosa o un cuerpo torturado, pero jamás de plasmarse en verdad. Una verdad que siempre debe ser interpretada, como
un jeroglífico que, según te dicen, es mejor no descifrar.
Secondigliano había vuelto a vivir movida por sus mecanismos económicos de siempre. Los Españoles y los Di Lauro tenían a todos los dirigentes encarcelados. Nuevos jefes de zona estaban descollando, nuevos dirigentes jovencísimos empezaban a dar los primeros pasos en las esferas del mando. La palabra faida desapareció con el paso de los meses y empezó a sustituirse por «Vietnam».
—Ese… ha hecho el Vietnam… así que ahora tiene que estar tranquilo.
—Después del Vietnam aquí todos tienen miedo… —¿ El Vietnam ha acabado o no?
Son fragmentos de frases pronunciadas en los móviles por las nuevas generaciones del clan. Llamadas interceptadas por los carabineros para desembocar el 8 de febrero de 2006 en la detención de Salvatore Di Lauro, el hijo de dieciocho años del boss, que había empezado a coordinar un pequeño ejército de chiquillos para vender droga. Los Españoles perdieron la batalla, pero parece ser que consiguieron su objetivo de hacerse autónomos, con un cártel propio y hegemónico dirigido por chavales jovencísimos. Los carabineros interceptaron un SMS que una chiquilla mandó a un jefe de plaza jovencísimo, detenido durante el período de la faida y que volvió a vender droga nada más salir de la cárcel:
—Enhorabuena por el trabajo y el regreso al barrio, me emociona tu victoria, ¡felicidades!
La victoria era la militar; la felicitación, por haber combatido en el lado bueno. Los Di Lauro están en prisión, pero han salvado la piel y el negocio, por lo menos el familiar.
La situación se calmó de repente después de las negociaciones entre los clanes y de los arrestos. Vagaba por una Secondigliano agotada, pisada por demasiadas personas, fotografiada, filmada, violada. Cansada de todo. Me paraba delante de los murales de Felice Pignataro, delante de los rostros del sol, de los híbridos de calavera y payaso. Murales que estampaban en el cemento armado un sello de ligera e inesperada belleza. De pronto estallaron en el cielo unos fuegos artificiales, y el ruido obsesivo de los cohetes no se acababa nunca. Los equipos periodísticos que estaban
desmantelando sus cuarteles después del arresto del boss fueron en tromba a ver qué pasaba. El último reportaje sensacional: dos edificios enteros estaban de fiesta. Conectaron los micrófonos, los focos iluminaban las caras, telefonearon al jefe de sección para anunciar un reportaje sobre los festejos de los Españoles por la detención de Paolo Di Lauro. Me acerqué para preguntar qué pasaba; un chico me respondió, contento por mi pregunta:
—Es por Peppino, ha salido del coma.
Peppino se dirigía al trabajo, hace un año, cuando su Ape, el motocarro con el que iba al mercado, había empezado a derrapar y había volcado. Las calles napolitanas son hidrosolubles, después de dos horas de lluvia el basalto empieza a flotar y el asfalto se deshace como si estuviera mezclado con sal. El motocarro volcó y Peppino sufrió un gravísimo traumatismo craneal. Para sacarlo del terraplén al que había ido a parar el motocarro, utilizaron un tractor que habían hecho traer del campo. Después de un año en coma, se había despertado, y al cabo de unos meses el hospital le había dado el alta para irse a casa. El barrio celebró su regreso. Nada más bajar del coche, mientras todavía estaban instalándolo en la silla de ruedas, habían lanzado los primeros cohetes. Los niños se hacían fotografiar acariciándole la cabeza, completamente afeitada. La madre de Peppino lo protegía de caricias y besos demasiado efusivos para sus menguadas fuerzas. Los enviados que estaban en el lugar de los hechos telefonearon de nuevo a las redacciones, lo anularon todo, la serenata calibre 38 que querían filmar se había transformado en una fiesta para un chiquillo que había salido del coma. Dieron media vuelta para volver a los hoteles; yo seguí. Me metí en casa de Peppino, encantado de colarme en una fiesta demasiado alegre para perdérsela. Durante toda la noche brindé a la salud de Peppino con toda la gente del edificio. Repartida por las escaleras, entre descansillos y puertas abiertas sin saber muy bien de quién eran las casas abiertas y con las mesas rebosantes de cosas. Totalmente empapado de vino, me puse a hacer viajes con la Vespa entre un bar todavía abierto y la casa de Peppino, para aprovisionar a todos de vino tinto y Coca-Cola. Aquella noche Secondigliano estaba silenciosa y extenuada. Sin periodistas ni helicópteros. Sin vigilantes y pali. Un silencio que daba ganas de dormir, como por la
tarde sobre la arena, con los brazos cruzados debajo de la nuca sin pensar en nada.

El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad, 1902, y Apolicapse now, Francis Ford Coppola, 1979.

4. ANÁLISIS

Sería una obviedad afirmar que el filme Apocalypse now es una adaptación de la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas,

ya que es lo que pretendió su director. Sin embargo, Coppola hizo algo más al trasladar el fondo de la historia desde las junglas del Congo Belga hasta las selvas de Vietnam y Camboya. En los años siguientes a la finalización de la guerra de Vietnam, Estados Unidos vivió una época de catarsis, de antimilitarismo y antiimperialismo, de la que Apocalypse Now es heredera.   Así pues, desde una perspectiva global, estamos ante una crítica al propio sistema estadounidense, a su ejército y a su política. Ya el hecho de transmutar la Compañía belga de importación por el ejército norteamericano con todo su poder bélico nos hace identificar el colonialismo de una y otro.
La lucha del hombre contra la máquina de exterminio y el poder de la naturaleza ya han sido expuestos en otros trabajos.
Pero hay otros elementos que, siendo comunes, son comunicados de forma diferente.
En primer lugar, los protagonistas se encaran a su misión desde posiciones diferentes: mientras Marlow es un aventurero desconocedor del África, enamorado de la navegación y sediento de conocer nuevas tierras, Willard se nos presenta como un oficial desarraigado, fracasado en su matrimonio y absorbido por la jungla, de la que depende su existencia y a la que quiere volver. Es decir, mientras Marlow parte “virgen” hacia el Congo, Willard es un veterano que conoce la miseria humana.
El camino hacia su destino es, para ambos, un río, el río, con todas sus connotaciones de viaje de expiación, de “regreso a las fuentes”
o de “remontar la corriente”. Pero, mientras que para el protagonista de El corazón, “remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra y los árboles se convirtieron en reyes”, Willard lo define como el “cable de un circuito principal”; sin duda una visión más prosaica y falta de sensibilidad, dada la diferencia psicológica de ambos protagonistas.
Coppola da otra “vuelta de tuerca” al cambiar la misión de recuperar a Kurtz para devolverlo a la civilización por la de eliminarle. Nuevamente la perspectiva se transforma: ahora ya no cabe la compasión ante quien se sale del sistema. La muerte es la única salida y esta vez Kurtz (el coronel rebelde que, a pesar de todo, conserva su uniforme y condecoraciones) es consciente de ello y espera su final.
Kurtz, y su voz, nos alcanzan de forma diferente. En Apocalypse la oímos desde el comienzo, percibimos su efecto en quienes la escuchan durante la comida en la que se le encarga la misión a Willard. Marlow no la oye hasta el final de la novela, y, aun siendo una voz enferma, revela todo su poder.
La tripulación de los barcos también difiere. La de Marlow está compuesta, entre otros, por un grupo de caníbales, con un protagonismo secundario en la narración. La de Willard la componen en su totalidad norteamericanos típicos (dos negros y dos blancos) que asumen un papel destacado. Parece como si en la película se nos quisiera hacer ver que el país entero estuvo involucrado
en el desastre de Vietnam, que todos los norteamericanos acompañan a Willard, aunque sea contra su voluntad, que todos colaboran en la muerte de Kurtz y que todos alcanzan su propia muerte en este viaje al corazón del horror.
Y aún hay otro detalle, si bien menor. El director de la Compañía acompaña a Marlow río arriba; el General que encarga a Willard el asesinato del coronel Kurtz permanece en Saigón.
La escena del registro del sampán no tiene paralelismo en la novela. Es la plasmación del desequilibrio que provoca la guerra en las personalidades de los hombres. Mientras la tripulación es presa del pánico y actúa sin control disparando sin motivo, Willard mata a sangre fría a la joven vietnamita.
Francis Ford Coppola arranca un final distinto de la historia narrada en El corazón de las tinieblas. Aunque el reinado de Kurtz se derrumba igualmente, Apocalypse Now nos sugiere un nuevo dios capaz de reemplazar al que muere; y ese no es otro que el mismo Willard.
La tentación del poder es uno de los pilares sobre los que Conrad ha construido su novela. Un europeo de clase media verá su mundo destruido al trasladarlo al interior de la selva africana, poco a poco olvidará el racionalismo que antes guiaba su vida, y en algún momento comprenderá todo el poder que posee. Esta es la forma que cobra la tentación en África
No obstante, en Apocalipse Now la tentación cobra una nueva dimensión. Muerto Kurtz, Willar sale de su cabaña ensangrentado, machete en mano, y contempla ante sí todo
el pueblo reunido. Los nativos, desconcertados por el nuevo “enviado” que ha llegado hasta ellos y ha sido capaz de matar a su dios, se arrodillan ante Willard cómo lo hicieron ante Kurtz, en un acto de absoluta sumisión ante quien creen que es un ser superior en fuerza y sabiduría. Para ellos el mundo también ha cambiado, todo en lo que antes habían creído, que, de hecho, se reducía a la voz del coronel Kurtz, ha desaparecido. Ahora, desamparados, buscan un nuevo guía que les pueda dirigir en lo sucesivo. De hecho, Kurtz constituía su religión, y resulta difícil que una sociedad primitiva pueda subsistir sin unas creencias religiosas que rijan sus vidas. En El corazón de las tinieblas el encuentro con Kurtz es diferente, pero el proceso psicológico que sufre Marlow es similar al que debe sentir Willar ante el pueblo arrodillado.
Ambos trabajos tienen en común la manifestación del Horror (mediante la deificación de Kurtz, mediante la guerra absurda, la exterminación…) pero mientras en la novela el horror es combatible después de comprenderlo, en la película forma parte de la naturaleza humana y es, como en una tragedia griega, cíclico

5. CONCLUSIONES

Las raíces ideológicas del fenómeno imperialista decimonónico, entendido como movimiento “expansionista”, deben buscarse en el propio nacionalismo, y, de él, en el liberalismo conservador. La experiencia histórica de constituir Estados nacionales utilizando la fuerza y sobre bases políticas conservadoras, unida a las inevitables

tendencias expansionistas en lo económico y en lo político de las burguesías nacionales, constituyen el binomio fatal del imperialismo. Esta derivación del nacionalismo expansionista al imperialismo es una constante en la evolución de la política exterior de los principales Estados Occidentales a partir de 1870 (Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Alemania).
La ideología imperialista del siglo XIX se sustenta sobre una serie de mitos que giran alrededor de una supuesta supremacía del hombre blanco (“responsabilidad” en palabras de Rudyard Kipling) sobre el resto de las razas y pueblos “inferiores”. El hombre blanco tiene la “misión” histórica de extender al “civilización” (occidental) al resto de los pueblos que aún se hallan en estado “primitivo”. Esta labor civilizadora recae no pocas veces en los misioneros católicos y protestantes que durante estos años multiplican su actividad misionera.
Pero no siempre el imperialismo se reviste de este carácter mesiánico; con frecuencia se recurre abiertamente al racismo, especialmente en Inglaterra (Pearson, Kidd, H. Chamberlain, Lord Rosebery), donde la expansión colonial sería entendida como una necesidad para salvaguardar la raza anglosajona; la raza mejor dotada para la “lucha por la existencia” a escala mundial habría de sobrevivir mediante su predominio sobre las menos capacitadas, en una especie de ”darwinismo colonialista” (socialdarwinismo). En este planteamiento el poderío militar, fundamentalmente naval (“navalismo”) como
resalta ya en 1890 Mahan, el rearme, la “carrera colonial” y, finalmente, la guerra, quedan plenamente justificados por la autodefensa de la raza y el establecimiento de la llamada “pax britannica”.
Este modelo fue ampliamente imitado por el resto de las naciones europeas hasta comienzos del siglo XX, cuando las revoluciones sociales y el nuevo orden que supuso el final de la Primera Guerra Mundial acabaron con él.
Sin embargo, la victoria comunista en Rusia y China rescató, transformada, la idea de un nuevo imperialismo expansionista al que hizo frente, con desigual fortuna, un Estados Unidos no menos impregnado de ese mismo imperialismo.
Tras la Segunda Guerra Mundial ya no se trataba de llevar la civilización a los pueblos “primitivos”, sino el reparto de las áreas de influencia de cada bloque, con todos los componentes políticos, económicos, sociales y humanos que esto arrastra.

En definitiva, ambas obras son una dura crítica a la ineptitud de la civilización occidental para trascender la naturaleza humana, cruel e incivil, tal como se manifiesta en los funcionarios que la Compañía tiene instalados en el corazón de África o de los soldados enviados a combatir a Vietnam.

El infierno en la Roma clásica. La Eneida.

LA RUTA.

Así clamaba Eneas, abrazado al altar, y así le contestó la
Sibila: Descendiente de la sangre de los dioses, troyano, hijo
de Anquises, fácil es la bajada al Averno; día y noche está
abierta la puerta del negro Dite; pero retroceder y restituirse
a las auras de la tierra, esto es o arduo, esto es o difícil; pocos,
y del linaje de los dioses, a quienes fue Júpiter propicio,
o a quienes una ardiente virtud remontó a los astros, pudieron
lograrlo. Todo el centro del Averno está poblado de
selvas que rodea el Cocito con su negra corriente. Más, si un
tan grande amor te mueve, si tanto afán tienes de cruzar dos
veces el lago Estigio, de ver dos veces el negro Tártaro, y
estás decidido a probar la insensata empresa, oye lo que has
de hacer ante todo. Bajo la opaca copa de un árbol se oculta
un ramo, cuyas hojas y flexible tallo son de oro, el cual está
consagrado a la Juno infernal; todo el bosque le oculta y las
sombras le encierran entre tenebrosos valles, y no es dado
penetrar, en las entrañas de la tierra sino al que haya desgajado
del árbol la áurea rama; la hermosa Proserpina tiene dispuesto
que sea ese el tributo que se lleve. Arrancado un
primer ramo, brota otro, que se cubre también de hojas de
oro, búscale pues, con la vista, y una vez encontrado, tiéndele
la mano, porque si los hados te llaman, él se desprenderá
por sí mismo; de lo contrario, no hay fuerzas, ni aun el
duro hierro, que basten para arrancarle. Además, tu ignoras
¡Ay! que el cuerpo de un amigo yace insepulto, y que su triste
presencia está contaminando toda la armada mientras estás
en mis umbrales pidiéndome oráculos. Ante todo, entrega
esos despojos a su postrera morada, cúbrelos con un sepulcro,
e inmola en él algunas negras ovejas; sean estas las primeras
expiaciones. De esta suerte podrás, en fin, visitar las
selvas estigias y los reinos inaccesibles para los vivos.” Dijo,
y enmudeció su cerrada boca.

LOS SACRIFICIOS.
Hecho esto, se apresura a ejecutar los preceptos de la Sibila.
Había cerca de allí una profunda caverna, que abría en
las peñas su espantosa boca, defendida por un negro lago y
por las tinieblas de los bosques, sobre la cual no podía ave
alguna tender impunemente el vuelo: tan fétidos eran los
vapores que de su horrible centro se exhalaban, infestando
los aires, de donde los Griegos dieron a aquel sitio el nombre
de Averno. Allí llevó Eneas, lo primero, cuatro novillos negros,
sobre cuyo testuz derramó la sacerdotisa el vino de las
libaciones, y cortándoles las cerdas entre las astas, las arrojó
al fuego sagrado, como primeras ofrendas, invocando a voces
a Hécate, poderosa en el cielo y en el Erebo. Otros degüellan
las víctimas y recogen en copas la tibia sangre; el
mismo Eneas con su espada inmola en honor de la madre de
las Euménides y en el de su grande hermana una cordera de
negro vellón, y a ti, ¡Oh Proserpina! una vaca estéril. Enseguida
erige los altares para los sacrificios nocturnos que han
de hacerse al rey del Estigio y pone en las llamas las entrañas
enteras de los novillos, derramando abundante aceite sobre
ellas, cuando he aquí que, al despuntar el alba, empezó a
mugir la tierra bajo los pies, retemblaron las selvas, y grandes
aullidos de perros en las sombras anunciaron la llegada de la
diosa. “¡Lejos, lejos de aquí, profanos! exclama la profetisa;
salid de este bosque, y tú, Eneas, echa a andar y desenvaina
la espada. Esta es la ocasión de mostrar entereza y valor.”

LA ENTRADA. CARONTE.
De allí arranca el camino que conduce a las olas del tartáreo
Aqueronte, vasto y cenagoso abismo, que perpetuamentE
hierve y vomita todas sus arenas en el Cocito. Guarda aquellas
aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya
suciedad espanta; sobre el pecho le cae desaliñada luenga
barba blanca, de sus ojos brotan llamas; una sórdida capa
cuelga de sus hombros, prendida con un nudo: él mismo
maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y
transporta en ella los muertos, viejo ya, pero verde y recio en
su vejez, cual corresponde a un dios. toda la turba de las
sombras, por allí difundida, se precipitaba a las orillas: madres,
esposos, héroes magnánimos, mancebos, doncellas,
niños colocados en la hoguera a la vista de sus padres, sombras
tan numerosas como las hojas que caen en las selvas a
los primeros fríos del otoño, o como las bandadas de aves
que, cruzando el profundo mar, se dirigen a la tierra cuando
el invierno las impele en busca de más calurosas regiones.
Apiñados en la orilla, todos piden pasar los primeros y tienden
con afán las manos a la opuesta margen; pero el adusto
barquero toma indistintamente, ya a unos, ya a otros, y rechaza
a los demás, alejándolos de la playa. Sorprendido y
conturbado en vista de aquel tumulto, “Dime, ¡Oh virgen!
pregunta Eneas, ¿Qué significa esa afluencia junto al río?
¿Qué piden esas almas? ¿Y por qué distinción ésas tienen
que apartarse de la orilla y esotras surcan esas lívidas aguas?”
En estos términos le responde brevemente la anciana sacerdotisa:
“Hijo de Anquises, verdadera progenie de los dioses,
viendo estás los profundos estanques del Cocito y la laguna
Estigia, por la cual los mismos dioses temen jurar en vano.
Esta turba que tienes delante es la de los miserables que yacen
insepultos: ese barquero es Caronte, esos a quienes se
llevan las aguas, los que han sido enterrados, pues no le es
permitido transportar a ninguno a las horrendas orillas por la
ronca corriente antes de que sus huesos hayan descansado
en sepultura: cien años tienen que revolotear errantes alrededor
de estas playas; admitidos entonces por fin, logran cruzar
las deseadas olas. Párase el hijo de Anquises triste y pensativo y profundamente compadecido de aquel destino cruel.
Allí ve entre los infelices privados de sepultura a Leucaspis y
Oronte, capitán de la escuadra licia, a quienes el austro anegó
a un mismo tiempo juntamente con sus galeras, viniendo
con él de Troya por los borrascosos mares.

PALINURO.
En esto descubre al piloto Palinuro, que, en su reciente
travesía por el mar de Libia, mientras iba observando los
astros, cayó de la popa en medio de las olas. Apenas hubo
reconocido al desdichado en las espesas tinieblas, díjole así:
“¿Cuál dios ¡Oh Palinuro! te arrebató a nosotros y te precipitó
en medio del piélago? Dímelo pronto, porque Apolo,
que antes nunca me había engañado, sólo me engañó al vaticinarme
que cruzarías seguro la mar y llegarías a las playas
ausonias. ¿Es esa, di, la fe prometida?” , “No, respondió
Palinuro, no te engañó el oráculo de Febo, ¡Oh caudillo hijo
de Anquises! no me sepultó un dios en el mar. Arrancado
por acaso con gran violencia el timón que me habías confiado,
y que yo tenía asido para dirigir el rumbo, le arrastré en
mi caída, y te juro por los terribles mares que no temí entonces
tanto por mí cuanto porque tu nave, perdido el timón y
privada de piloto, no pudiese resistir el empuje de aquellas
tan terribles olas. Tres borrascosas noches me arrastró el
violento noto por los inmensos mares; sólo el cuarto día
divisé a Italia desde la altura a que me levantó una grande
oleada. Poco a poco llegué nadando a tierra, y ya estaba en
salvo, cuando una gente cruel, considerándome por engaño
presa de valía, me acometió con espadas en el momento en
que, bajo el peso de mis ropas mojadas, pugnaba por asirme
con las uñas a la áspera cima de un collado: juguete del
viento y del mar, mi cuerpo yace ahora en la playa. Por la
deleitosa luz del cielo y por las auras te lo suplico; por tu
padre y por el niño Iulo, tu esperanza, libértame ¡Oh héroe
invicto! de estas miserias. O bien, pues está en tu mano, da
sepultura a mi cuerpo, que encontrarás en el puerto de Velia;
o bien, si es posible, si tu divina madre te sugiere algún remedio para ello (pues no creo que sin especial favor de los dioses
te prepares a surcar la terrible laguna Estigia), tiende la
diestra a este infeliz y llévame contigo por esas aguas, para
que en muerte a lo menos descanse en plácidas moradas!”
Dijo y al punto la habla así la Sibila: “¿De dónde te viene
¡Oh Palinuro! esa insensata aspiración? ¿Tú, insepulto, habías
de visitar las aguas estigias y el tremendo río de las Euménides,
y sin mandato de los dioses habías de pasar a la opuesta
orilla? Renuncia a la esperanza de torcer con tus ruegos el
curso de los hados, pero guarda en la memoria estas palabras,
como consuelo en tu cruel desventura. Sabrás que todos
los pueblos comarcanos, aterrados en vista de mil
prodigios celestes, aplacarán tus manes, depositando tus
huesos bajo un túmulo, instituirán en él solemnes sacrificios,
y aquel sitio conservará eternamente el nombre de Palinuro.”

LA LAGUNA ESTIGIA
Estas palabras calmaron su afán y ahuyentaron un poco el
dolor de su triste corazón, complacido a la idea de que un
lugar de la tierra había de llevar su nombre.
Prosiguen, pues, Eneas y la Sibila el comenzado camino y
se acercan al río, cuando el barquero, al verlos desde la laguna
Estigia ir por el callado bosque, encaminándose hacia la
orilla, les ataja enojado el paso con estas palabras: “Quienquiera
que seas, tú, que te encaminas armado hacia mi río,
ea, dime a qué vienes y no pases de ahí. Esta es la mansión
de las Sombras, del Sueño y de la soporífera Noche; no me
es permitido llevar a los vivos en la barca Estigia, y a fe no
tengo motivos para congratularme de haber recibido en este
lago a Alcides, a Teseo y a Piritoo, aunque eran del linaje de
los dioses y de invicta pujanza; el primero amarró con su
mano al guarda del Tártaro, y le arrancó temblando del trono
del mismo Rey; los otros intentaron robar de su tálamo a la
esposa de Dite.” Así le respondió brevemente la sacerdotisa
del Anfriso: “No abrigamos nosotros tales insidias; serénate;
estas armas no arguyen violencia; siga en buen hora el gran
Cerbero en su caverna espantando a las sombras con eterno
ladrido, y continúe la casta Proserpina en la mansión de su
tío. El troyano Eneas, insigne en piedad y armas, baja a las
profundas tinieblas del Erebo en busca de su padre. Si no te
mueve la vista de tan piadoso intento, reconoce a lo menos
este ramo”; y sacó el que llevaba oculto bajo el manto, con lo
que al punto desapareció el enojo de Caronte. Nada añadió
la Sibila. El, admirando el venerable don de la rama fatal, que
no había visto hacía mucho tiempo, da vuelta a la cerúlea
barca y se acerca a la orilla, haciendo que despejen el fondo
las sombras que lo ocupaban, y las que iban sentadas en los
largos bancos, al mismo tiempo que recibe en ella al grande
Eneas. Crujió la sutil barca bajo su peso, y rajada en parte,
empezó a hacer agua; mas al fin desembarcó felizmente en la
opuesta orilla a la Sibila y al guerrero en un lodazal cubierto
de verde légamo.

EL CAN CERBERO.

En frente, tendido en su cueva, el enorme Cerbero
atruena aquellos sitios con los ladridos de su trifauce boca.
Viendo la Sibila que ya se iban erizando las culebras de su
cuello, le tiró una torta amasada con miel y adormideras, la
cual él, abriendo su trifauce boca con rabiosa hambre, se
tragó al punto, dejándose caer enseguida y llenando con su
enorme mole toda la cueva. Al verle dormido, Eneas sigue
adelante y pasa rápidamente la ribera del río, que nadie cruza
dos veces.
En esto, empezaron a oirse voces y lloros de niños, cuyas
almas ocupaban aquellos primeros umbrales; niños arrebatados
del pecho de sus madres, y a quienes un destino cruel
sumergió en prematura muerte antes de que gozaran la dulce
vida. Junto a ellos están los condenados a muerte por sentencia
injusta. Dan aquellos puestos jueces designados por la
suerte; el presidente Minos agita la urna, él convoca ante su
tribunal a las calladas sombras, y se entera de sus vidas y
crímenes. Cerca de allí están los desdichados que, vencidos
de la desesperación y aborreciendo la luz del día, se quitaron
la vida con su propia mano. ¡Ah, cuánto darían ahora por
arrostrar en la tierra pobreza y duros afanes! pero los hados
no lo consientes, y las tristes aguas del lago Estigio, con sus
nueve revueltas, los enlazan y sujetan en aquel odioso pantano.
No lejos de aquí se extienden en todas direcciones los
llamados Campos Llorosos, donde secretas veredas que circundan
una selva de mirtos, ocultan a los que consumió en
vida el cruel amor, y que ni aun en muerte olvidan sus penas;
en aquellos sitios ve Eneas a Fedra, a Procis y a la triste Erifile,
enseñando las heridas que le hiciera su despiadado hijo,
y a Evadne y a Pasifae, a quienes acompañan Laodamia y
Ceneo, mancebo en otro tiempo, y ahora mujer, restituida
por el hado a su primitiva forma.

DIDO.

Entre ellas vagaba por la gran selva la fenicia Dido,
abierta aún en su pecho la reciente herida. Apenas el héroe
troyano llegó junto a ella y la reconoció entre la sombra obscura,
cual vemos o creemos ver a la luna nueva alzase entre
nubes, rompió a llorar, y así le dijo con amoroso acento:
“¡Oh desventurada Dido! ¡Conque, fue verdad la nueva de tu
desastre, y tú misma te traspasaste el pecho con una espada!
¿Y fui yo ¡Oh dolor! causa de tu muerte? Juro por los astros
y por los númenes celestiales y por los del Averno, si alguna
fe merecen también, que muy a pesar mío dejé ¡Oh Reina!
tus riberas. La voluntad de los dioses, que ahora me obliga a
penetrar por estas sombras y a recorrer estos sitios, llenos de
horror y de una profunda noche, me forzó a abandonarte, y
nunca pude imaginar que mi partida te causase tan gran dolor.
Detén el paso y no te sustraigas a mi vista. ¿De quién
huyes? ¡esta es la postrera vez que los hados me consienten
hablarte!” Con estas palabras, cortadas por el llanto, procuraba
Eneas aplacar la irritada sombra, que, vuelto el rostro,
fijos en el suelo los torvos ojos, no se mostraba más conmovida
por ellas que si fuera duro pedernal o mármol de Marpesia.
Aléjase al fin precipitadamente, y va a refugiarse
indignada en un bosque sombrío, donde su antiguo esposo
Siqueo es objeto de su ternura y corresponde a ella. Eneas,
empero, traspasado de dolor a la vista de tan cruel desventura,
la sigue largo tiempo, compadecido y lloroso (…)

LOS CONDENADOS.
Vuélvese entonces Eneas, y ve al pie de una roca que se
extiende a la izquierda mano, una gran fortaleza, rodeada de
triple muralla, que el rápido Flegetonte, río del Tártaro, circunda
de ardientes llamas, arrastrando en su corriente resonantes
peñas; en frente se ve una puerta enorme y con
jambas de un acero tan duro, que ninguna fuerza humana, ni
aun la espada de los mismos dioses, podría derribarlas. Una
torre de hierro se alza en los aires; sentada Tisifone, ceñida
de un manto de color de sangre, guarda el vestíbulo, despierta
día y noche; óyense allí de continuo gemidos y crueles
azotes y el rechinar del hierro y ruido de cadenas arrastradas.
Paróse Eneas, despavorido, y se puso a escuchar con profunda
atención. “Qué especie de crímenes se castigan aquí?
Dime, ¡Oh virgen! ¿Qué tormentos son éstos? ¿Quién exhala
esos gritos tan lastimeros?” Así comenzó entonces la profetisa:
“Inclito caudillo de los Teucros, a ningún justo le es lícito
penetrar en ese asilo de los crímenes, pero cuando Hécate
me destinó a la custodia de los bosques infernales, ella misma
me declaró los castigos que imponen los dioses y me
condujo por todos estos sitios. El cretense Radamanto ejerce
aquí un imperio durísimo, indaga y castiga los fraudes, y
obliga a los hombres a confesar las culpas cometidas y que
vanamente se complacían en guardar secretas, fiando su expiación
al tardío momento de la muerte. Al punto de pronunciada
la sentencia, la vengadora Tisifone, armada de un
látigo, azota e insulta a los culpados, y presentándoles con la
mano izquierda sus fieras serpientes, llama a la turba cruel de
sus hermanas. Abrense entonces por fin las sagradas puertas,
rechinando en sus goznes con horrible estruendo. “¿Ves,
prosiguió la Sibila, qué centinela está sentada en el vestíbulo? ¿Cuál horrible figura guarda estos umbrales? Pues dentro
tiene su morada una hidra más horrible todavía, con sus cincuenta
negras fauces siempre abiertas; luego se abre el mismo
Tártaro, espantoso precipicio, que profundiza debajo de
las sombras el doble de lo que se levanta sobre la tierra el
etéreo Olimpo. Allí, en lo más hondo de aquel abismo, ruedan
precipitados del rayo los Titanes, antiguo linaje de la
Tierra. Allí vi a los dos hijos de Aloeo, enormes gigantes, que
intentaron quebrantar con sus manos el inmenso cielo y precipitar
a Júpiter de su excelso trono; vi también a Salmoneo,
padeciendo horribles castigos en pena de haber querido
imitar los rayos de Júpiter y los truenos del Olimpo. Tirado
por un carro de cuatro caballos y blandiendo teas, iba ufano
por los pueblos de Grecia y cruzaba su ciudad de Elix, reclamando
para sí los honores debidos a los dioses. ¡Insensato,
que creía simular con el bronce batido por los cascos de
sus caballos el crujido de las tempestades y del inimitable
rayo!, pero el Padre omnipotente le disparó entre densas
nubes un dardo (no teas, no humeantes llamas) y le precipitó
en el profundo abismo. Vi también a Ticio, hijo de la Tierra,
que produce todos los seres, cuyo cuerpo tendido ocupa
siete yugadas enteras; un enorme buitre mora en lo hondo de
su pecho y con su corvo pico le roe y le devora el hígado y
las entrañas, que nunca mueren, y renacen siempre para padecer
sin momento de tregua. ¿A qué hablar de los Lapitas
Ixión y Piritoo, sobre cuyas cabezas pende un negro peñasco,
amagándolos siempre con su caída? Delante tienen voluptuosos
lechos de áureas columnas y festines dispuestos
con regio lujo; pero la principal de las Furias vela tendida a
su lado, y en cuanto intentan llevar las manos a la mesa, se
levanta blandiendo su tea y se lo impide con tonantes voces.
Allí habitan los que en vida aborrecieron a sus hermanos o
hirieron a su padre o vendieron el interés de su cliente; los
que, numerosísima muchedumbre, incubaron riquezas atesoradas
para ellos solos, sin dar una parte a los suyos; los que
perdieron la vida por adúlteros; los que promovieron impías
guerras o no temieron hacer traición a sus señores; todos
estos, encerrados allí, aguardan su castigo. No intentes saber
qué castigo es el suyo; unos hacen rodar un gran peñasco,
otros penden amarrados a los radios de una rueda. El infeliz
Teseo está sentado y lo estará eternamente, y Flegias, el más
desgraciado de todos, amonesta a los demás y va clamando
entre las sombras con grandes voces: “¡Escarmentad con mi
ejemplo; aprended con él a ser justos y a no despreciar a los
dioses!” Este vendió por oro su patria y le impuso un tirano;
hizo y deshizo leyes por su solo interés. Ese incestuoso atropelló
el lecho de su hija; todos osaron concebir grandes maldades
y las llevaron a cabo. No, aun cuando tuviese cien
lenguas y cien bocas y una voz de hierro, no podría expresar
todas las formas de los crímenes ni decirte todos los nombres
de sus castigos.”

El infierno en la Grecia clásica.

El Infierno del Budismo Mahayana. El Naraka.
http://es.wikipedia.org/wiki/Reino_de_los_Narakas

El Infierno de la Grecia Clásica. El Hades.

http://sobreleyendas.com/2011/02/07/el-tartaro-la-mazmorra-de-los-condenados/

a) El descenso de Ulises al infierno. Canto XI de La Odisea. Descensus ad inferos.
OBTENCIÓN DE LAS INDICACIONES.
.
«”Circe, cúmpleme la promesa que me hiciste de enviarme a casa, que mi ánimo ya está
impaciente y el de mis compañeros, quienes, cuando tú estás lejos, me consumen el
corazón llorando a mi alrededor.”
«Así dije, y al punto contestó la divina entre las diosas:
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis más
tiempo en mi palacio contra vuestra voluntad. Pero antes tienes que llevar a cabo otro
viaje; tienes que llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo
al alma del tebano Tiresias, el adivino ciego, cuya mente todavía está inalterada. Pues
sólo a éste, incluso muerto, ha concedido Perséfone tener conciencia; que los demás
revolotean como sombras.”
«Así dijo, y a mí se me quebró el corazón. Rompí a llorar sobre el lecho, y mi corazón
ya no quería vivir ni volver a contemplar la luz del sol.
«Cuando me había hartado de llorar y de agitarme, le dije, contestándole:
«”Circe, ¿y quién iba a conducirme en este viaje? Porque a la mansión de Hades nunca
ha llegado nadie en negra nave.”
«Así dije, y al punto me contestó la divina entre las diosas:
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no sientas necesidad de guía
en tu nave. Coloca el mástil, extiende las blancas velas y siéntate. El soplo de Bóreas la
llevará, y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las planas riberas y al bosque de
Perséfone -esbeltos álamos negros y estériles cañaverales-, amarra la nave allí mismo,
sobre el Océano de profundas corrientes, y dirígete a la espaciosa morada de Hades. Hay
un lugar donde desembocan en el Aqueronte el Piriflegetón y el Kotyto, difluente de la
laguna Estigia, y una roca en la confluencia de los dos sonoros ríos. Acércate allí, héroe
-así te lo aconsejo-, y, cavando un hoyo como de un codo por cada lado, haz una libación
en honor de todos los muertos, primero con leche y miel, luego con delicioso vino y en
tercer lugar, con agua. Y esparce por encima blanca harina. Suplica insistentemente a las
inertes cabezas de los muertos y promete que, cuando vuelvas a Itaca, sacrificarás una
vaca que no haya parido, la mejor, y llenarás una pira de obsequios y que, aparte de esto,
sólo a Tiresias le sacrificarás una oveja negra por completo, la que sobresalga entre
vuestro rebaño. Cuando hayas suplicado a la famosa rata de los difuntos, sacrifica allí
mismo un carnero y una borrega negra, de cara hacia el Erebo; y vuélvete para dirigirte a
las corrientes del río, donde se acercarán muchas almas de difuntos. Entonces ordena a
tus compañeros que desuellen las víctimas que yacen en tierra atravesadas por el agudo bronce, que las quemen después de desollarlas y que supliquen a los dioses, al tremendo
Hades y a la terrible Perséfone. Y tú saca de junto al muslo la aguda espada y siéntate sin
permitir que las inertes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre antes de que hayas
preguntado a Tiresias. Entonces llegará el adivino, caudillo de hombres, que te señalará el
viaje, la longitud del camino y el regreso, para que marches sobre el ponto lleno de
peces.”
«Así dijo, y enseguida apareció Eos, la del trono de oro. Me vistió de túnica y manto, y
ella; la ninfa, se puso una túnica grande, sutil y agradable, echó un hermoso ceñidor de
oro a su cintura y sobre su cabeza puso un velo. Entonces recorrí el palacio apremiando a
mis compañeros con suaves palabras, poniéndome al lado de cada hombre:
«”Ya no durmáis más tiempo con dulce sueño; marchémonos, que la soberana Circe me
ha revelado todo.”
«Así dije, y su valeroso ánimo se dejó persuadir. Pero ni siquiera de allí pude llevarme
sanos y salvos a mis compañeros. Había un tal Elpenor, el más joven de todos, no muy
brillante en la guerra ni muy dotado de mientes, que, por buscar la fresca, borracho como
estaba, se había echado a dormir en el sagrado palacio de Circe, lejos de los compañeros.
Cuando oyó el ruido y el tumulto, levantóse de repente y no reparó en volver para bajar la
larga escalera, sino que cayó justo desde el techo. Y se le quebraron las vértebras del
cuello y su alma bajó al Hades.
«Cuando se acercaron los demás les dije mi palabra:
«”Seguro que pensáis que ya marchamos a casa, a la querida patria, pero Circe me ha
indicado otro viaje a las mansiones de Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al
tebano Tiresias.”
«A sí dije, y el corazón se les quebró; sentáronse de nuevo a llorar y se mesaban los
cabellos. Pero nada consiguieron con lamentarse.
«Y cuándo ya partíamos acongojados hacia la nave y la ribera del mar derramando
abundante llanto, acercóse Circe a la negra nave y ató un carnero y una borrega negra,
marchando inadvertida. ¡Con facilidad!, pues ¿quién podría ver con sus ojos a un dios
comiendo aquí o allá si éste no quíere?»

CANTO XI DESCENSUS AD INFEROS

«Y cuando habíamos llegado a la nave y al mar, antes que nada empujamos la nave
hacia el mar divino y colocamos el mástil y las velas a la negra nave. Embarcamos
también ganados que habíamos tomado, y luego ascendimos nosotros llenos de dolor,
derramando gruesas lágrimas. Y Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de
voz, nos envió un viento que llenaba las velas, buen compañero detrás de nuestra nave de
azuloscura proa. Colocamos luego el aparejo, nos sentamos a lo largo de la nave y a ésta
la dirigían el viento y el piloto. Durante todo el día estuvieron extendidas las velas en su
viaje a través del ponto.
«Y Helios se sumergió, y todos los caminos se llenaron de sombras. Entonces llegó
nuestra nave a los confines de Océano de profundas corrientes, donde está el pueblo y la
ciudad de los hombres Cimerios cubiertos por la oscuridad y la niebla. Nunca Helios, el
brillante, los mira desde arriba con sus rayos, ni cuando va al cielo estrellado ni cuandode nuevo se vuelve a la tierra desde el cielo, sino que la noche se extiende sombría sobre
estos desgraciados mortales. Llegados allí, arrastramos nuestra nave, sacamos los
ganados y nos pusimos en camino cerca de la corriente de Océano, hasta que llegamos al
lugar que nos había indicado Circe. Allí Perimedes y Euríloco sostuvieron las víctimas y
yo saqué la aguda espada de junto a mi muslo e hice una fosa como de un codo por uno y
otro lado. Y alrededor de ella derramaba las libaciones para todos los difuntos, primero
con leche y miel, después con delicioso vino y, en tercer lugar, con agua. Y esparcí por
encima blanca harina.
«Y hacía abundantes súplicas a las inertes cabezas de los muertos, jurando que, al
volver a Itaca, sacrificaría en mi palacio una vaca que no hubiera parido, la que fuera la
mejor, y que llenaría una pira de obsequios y que, aparte de esto, sacrificaría a sólo
Tiresias una oveja negra por completo, la que sobresaliera entre nuestros rebaños.
«Luego que hube suplicado al linaje de los difuntos con promesas y súplicas, yugulé los
ganados que había llevado junto a la fosa y fluía su negra sangre. Entonces se empezaron
a congregar desde el Erebo las almas de los difuntos, esposas y solteras; y los ancianos
que tienen mucho que soportar; y tiernas doncellas con el ánimo afectado por un dolor
reciente; y muchos alcanzados por lanzas de bronce, hombres muertos en la guerra con
las armas ensangrentadas. Andaban en grupos aquí y allá, a uno y otro lado de la fosa,
con un clamor sobrenatural, y a mí me atenazó el pálido terror.
«A continuación di órdenes a mis compañeros, apremiándolos a que desollaran y asaran
las víctimas que yacían en el suelo atravesadas por el cruel bronce, y que hicieran
súplicas a los dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Entonces saqué la
aguda espada de junto a mi muslo, me senté y no dejaba que las inertes cabezas de los
muertos se acercaran a la sangre antes de que hubiera preguntado a Tiresias.

ELPENOR.
«La primera en llegar fue el alma de mi compañero Elpenor. Todavía no estaba
sepultado bajo la tierra, la de anchos caminos, pues habíamos abandonado su cadáver, no
llorado y no sepulto, en casa de Circe, que nos urgía otro trabajo. Contemplándolo
entonces, lo lloré y compadecí en mi ánimo, y, hablándole, decía aladas palabras:
« “Elpenor, ¿cómo has bajado a la nebulosa oscuridad? ¿Has llegado antes a pie que yo
en mi negra nave?”
«Así le dije, y él, gimiendo, me respondió con su palabra:
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, me enloqueció el Destino
funesto de la divinidad y el vino abundante. Acostado en el palacio de Circe, no pensé en
descender por la larga escalera, sino que caí justo desde el techo y mi cuello se quebró
por la nuca. Y mi alma descendió a Hades.
«Ahora te suplico por aquellos a quienes dejaste detrás de ti, por quienes no están
presentes; te suplico por tu esposa y por tu padre, el que te nutrió de pequeño, y por
Telémaco, el hijo único a quien dejaste en tu palacio: sé que cuando marches de aquí, del
palacio de Hades, fondearás tu bien fabricada nave en la isla de Eea. Te pido, soberano,
que te acuerdes de mí allí, que no te alejes dejándome sin llorar ni sepultar, no sea que me
convierta para ti en una maldición de los dioses. Antes bien, entiérrame con mis armas,
todas cuantas tenga, y acumula para mí un túmulo sobre la ribera del canoso mar -¡desgraciado de mí!- para que te sepan también los venideros. Cúmpleme esto y clava en mi tumba el remo con el que yo remaba cuando estaba vivo, cuando estaba entre mis compa-
ñeros.”
«Así habló, y yo, respondiéndole, dije:
«“ Esto lo cumpliré, desdichado, y realizaré.”
«Así permanecíamos sentados, contestándonos con palabras tristes; yo sostenía mi
espada sobre la sangre y, enfrente, hablaba largamente el simulacro de mi compañero.

ANTICLEA.
«También llegó el alma de mi difunta madre, la hija del magnánimo Autólico, Anticlea,
a quien había dejado viva cuando marché a la sagrada Ilión. Mirándola la compadecí en
mi ánimo, pero ni aun así la permití, aunque mucho me dolía, acercarse a la sangre antes
de interrogar a Tiresias.

TIRESIAS.
«Y llegó el alma del Tebano Tiresias -en la mano su cetro de oro-, y me reconoció, y
dijo:
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ¿por qué has venido,
desgraciado, abandonando la luz de Helios, para ver a los muertos y este lugar carente de
goces? Apártate de la fosa y retira tu aguda espada para que beba de la sangre y te diga la
verdad.”
«Así dijo; yó entonces volví a guardar mi espada de clavos de plata, la metí en la vaina,
y sólo cuando hubo bebido la negra sangre se dirigió a mí con palabras el irreprochable
adivino:
«”Tratas de conseguir un dulce regreso, brillante Odiseo; sin embargo, la divinidad te lo
hará difícil, pues no creo que pases desapercibido al que sacude la tierra. Él ha puesto en
su ánimo el resentimiento contra ti, airado porque le cegaste a su hijo. Sin embargo,
llegaréis, aun sufriendo muchos males, si es que quieres contener tus impulsos y los de
tus compañeros cuando acerques tu bien construida nave a la isla de Trinaquía, escapando
del ponto de color violeta, y encontréis unas novillas paciendo y unos gordos ganados, los
de Helios, el que ve todo y todo lo oye. Si dejas a éstas sin tocarlas y piensas en el
regreso, llegaréis todavía a Itaca, aunque después de sufrir mucho; pero si les haces daño,
entonces te predigo la destrucción para la nave y para tus compañeros. Y tú mismo,
aunque escapes, volverás tarde y mal, en nave ajena, después de perder a todos tus
compañeros. Y encontrarás desgracias en tu casa: a unos hombres insolentes que te
comen tu comida, que pretenden a tu divina esposa y le entregan regalos de esponsales.
«”Pero, con todo, vengarás al volver las violencias de aquéllos. Después de que hayas
matado a los pretendientes en tu palacio con engaño o bien abiertamente con el agudo
bronce, toma un bien fabricado remo y ponte en camino hasta que llegues a los hombres
que no conocen el mar ni comen la comida sazonada con sal; tampoco conocen éstos
naves de rojas proas ni remos fabricados a mano, que son alas para las naves. Conque te
voy a dar una señal manifiesta y no te pasará desapercibida: cuando un caminante te salga
al encuentro y te diga que llevas un bieldo sobre tu espléndido hombro, clava en tierra el
remo fabricado a mano y, realizando hermosos sacrificios al soberano Poseidón -un
carnero, un toro y un verraco semental de cerdas- vuelve a casa y realiza sagradas
hecatombes a los dioses inmortales, los que ocupan el ancho cielo, a todos por orden. Y
entonces te llegará la muerte fuera del mar, una muerte muy suave que te consuma
agotado bajo la suave vejez. Y los ciudadanos serán felices a tu alrededor. Esto que te
digo es verdad.” «Así habló, y yo le contesté diciendo:
«”Tiresias, esto lo han hilado los mismos dioses. Pero, vamos, dime esto e infórmame
con verdad: veo aquí el alma de mi madre muerta; permanece en silencio cerca de la
sangre y no se atreve a mirar a su hijo ni hablarle. Dime, soberano, de qué modo
reconocería que soy su hijo.” ,
«Así hablé y él me respondió diciendo:
«”Te voy a decir una palabra fácil y la voy a poner en tu mente. Cualquiera de los
difuntos a quien permitas que se acerque a la sangre te dirá la verdad, pero al que se lo
impidas se retirará.”
«Así habló, y marchó a la mansión de Hades el alma del soberano Tiresias después de
decir sus vaticinios.
«En cambio, yo permanecí allí constante hasta que llegó mi madre y bebió la negra
sangre. Al pronto me reconoció y, llorando, me dirigió aladas palabras:
«”Hijo mío, cómo has bajado a la nebulosa oscuridad si estás vivo? Les es difícil a los
vivos contemplar esto, pues hay en medio grandes ríos y terribles corrientes, y, antes que
nada, Océano, al que no es posible atravesar a pie si no se tiene una fabricada nave. ¿Has
llegado aquí errante desde Troya con la nave y los compañeros después de largo tiempo?
¿Es que no has llegado todavía a Itaca y no has visto en el palacio a tu esposa?”
«Así habló, y yo le respondí diciendo:
«”Madre mía, la necesidad me ha traído a Hades para pedir oráculo al alma del tebano
Tiresias. Todavía no he llegado cerca de Acaya ni he tocado nuestra tierra en modo
alguno, sino que ando errante en continuas dificultades desde al día en que seguí al divino
Agamenón a Ilión, la de buenos potros, para luchar con los troyanos.
«”Pero, vamos, dime esto e infórmame con verdad: ¿Qué Ker de la terrible muerte te
dominó? ¿Te sometió una larga enfermedad o te mató Artemis, la que goza con sus
saetas, atacándote con sus suaves dardos? Háblame de mi padre y de mi hijo, a quien
dejé; dime si mi autoridad real sigue en su poder o la posee otro hombre, pensando que ya
no volveré más. Dime también la resolución y las intenciones de mi esposa legítima, si
todavía permanece junto al niño y conserva todo a salvo o si ya la ha desposado el mejor
de los aqueos.”
«Así dije, y al pronto me respondió mi venerable madre:
«”Ella permanece todavía en tu palacio con ánimo afligido, pues las noches se le
consumen entre dolores y los días entre lágrimas. Nadie tiene todavía tu hermosa
autoridad, sino que Telémaco cultiva tranquilamente tus campos y asiste a banquetes
equitativos de los que está bien que se ocupe un administrador de justicia, pues todos le
invitan.
«”Tu padre permanece en el campo, y nunca va a la ciudad, y no tiene sábanas en la
cama ni cobertores ni colchas espléndidas, sino que en invierno duerme como los siervos
en el suelo, cerca del hogar -y visten su cuerpo ropas de mala calidad-, mas cuando llega
el verano y el otoño… tiene por todas partes humildes lechos formados por hojas caídas,
en la parte alta de su huerto fecundo en vides. Ahí yace doliéndose, y crece en su interior
una gran aflicción añorando tu regreso, pues ya ha llegado a la molesta vejez.
«”En cuanto a mí, así he muerto y cumplido mi destino: no me mató Artemis, la certera
cazadora, en mi palacio, acercándose con sus suaves dardos, ni me invadió enfermedad
alguna de las que suelen consumir el ánimo con la odiosa podredumbre de los miembros, sino que mi nostalgia y mi preocupación por ti, brillante Odiseo, y tu bondad me privaron
de mi dulce vida.”
«Así dijo, y yo, cavilando en mi mente, quería abrazar el alma de mi difunta madre.
Tres veces me acerqué -mi ánimo me impulsaba a abrazarla-, y tres veces voló de mis
brazos semejante a una sombra o a un sueño.
«En mi corazón nacía un dolor cada vez más agudo, y, hablándole, le dirigí aladas
palabras:
«”Madre mía, ¿por qué no te quedas cuando deseo tomarte para que, rodeándonos con
nuestros brazos, ambos gocemos del frío llanto, aunque sea en Hades? ¿Acaso la ínclita
Perséfone me ha enviado este simulacro para que me lamente y llore más todavía?”
«Así dije, y al pronto me contestó mi soberana madre:
«”¡Ay de mí, hijo mío, el más infeliz de todos los hombres! De ningún modo te engaña
Perséfone, la hija de Zeus, sino que ésta es la condición de los mortales cuando uno
muere: los nervios ya no sujetan la carne ni los huesos, que la fuerza poderosa del fuego
ardiente los consume tan pronto como el ánimo ha abandonado los blancos huesos, y el
alma anda revoloteando como un sueño. Conque dirígete rápidamente a la luz del día y
sabe todo esto para que se lo digas a tu esposa después.”
«Así nos contestábamos con palabras. Y se acercaron -pues las impulsaba la ínclita
Perséfone- cuantas mujeres eran esposas e hijas de nobles. Se congregaban
amontonándose alrededor de la negra sangre y yo cavilaba de qué modo preguntaría a
cada una. Y ésta me pareció la mejor determinación: saqué la aguda espada de junto a mi
vigoroso muslo y no permitía que bebieran la negra sangre todas a la vez. Así que se iban
acercando una tras otra y cada una de ellas contaba su estirpe. (…)

EL ESPÍRITU DE AGAMENÓN
«”Noble Atrida, soberano de tu pueblo, Agamenón, ¿qué Ker de la triste muerte te ha
domeñado? ¿Es que te sometió en las naves Poseidón levantando inmenso soplo de
crueles vientos?, ¿o te hirieron en tierra hombres enemigos por robar bueyes y hermosos
rebaños de ovejas o por luchar por tu ciudad y tus mujeres?”
«Así dije, y él, respondiéndome, habló enseguida:
«”Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no me ha sometido
Poseidón en las naves levantando inmenso soplo de crueles vientos ni me hirieron en
tierra hombres enemigos, sino que Egisto me urdió la muerte y el destino, y me asesinó
en compañía de mi funesta esposa, invitándome a entrar en casa, recibiéndome al
banquete, como el que mata a un novillo junto al pesebre. Así perecí con la muerte más
miserable, y en torno mío eran asesinados cruelmente otros compañeros, como los
jabalíes albidenses que son sacrificados en las nupcias de un poderoso o en un banquete a
escote o en un abundante festín. Tú has intervenido en la matanza de machos hombres
muertos en combate individual o en la poderosa batalla, pero te habrías compadecido
mucho más si hubieras visto cómo estábamos tirados en torno a la crátera y las mesas
repletas en nuestro palacio, y todo el pavimento humeaba con la sangre. También puede
oír la voz desgraciada de la hija de Príamo, de Casandra, a la que estaba matando la
tramposa Clitemnestra a mi lado. Yo elevaba mis manos y las batía sobre el suelo,
muriendo con la espada clavada, y ella, la de cara de perra, se apartó de mí y no esperó
siquiera, aunque ya bajaba a Hades, a cerrarme los ojos ni juntar mis labios con sus
manos. Que no hay nada más terrible ni que se parezca más a un perro que una mujer que
haya puesto tal crimen en su mente, como ella concibió el asesinato para su inocente
marido. ¡Y yo que creía que iba a ser bien recibido por mis hijos y esclavos al llegar a
casa! Pero ella, al concebir tamaña maldad, se bañó en la infamia y la ha derramado sobre
todas las hembras venideras, incluso sobre las que sean de buen obrar.”
«Así habló, y yo me dirigí a él contestándole:
«”¡Ay, ay, mucho odia Zeus, el que ve a lo ancho, a la raza de Atreo por causa de las
decisiones de sus mujeres, desde el principio! Por causa de Helena perecimos muchos, y
a ti, Clitemnestra te ha peparado una trampa mientras estabas lejos.”
«Así dije, y él, respondiéndome, se dirigió a mí:
«”Por eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le reveles todas tus intenciones, las
que tú te sepas bien, mas dile una cosa y que la otra permanezca oculta. Aunque tú no,
Odiseo, tú no tendrás la perdición por causa de una mujer. Muy prudente es y concibe en
su mente buenas decisiones la hija de Icario; la prudente Penélope. Era una joven recién
casada cuando la dejamos al marchar a la guerra y tenía en su seno un hijo inocente que
debe sentarse ya entre el número de los hombres; ¡feliz él! Su padre lo verá al llegar y él
abrazará a su padre -ésta es la costumbre-, pero mi esposa no me permitió siquiera saturar
mis ojos con la vista de mi hijo, pues me mató antes. Te voy a decir otra cosa que has de
poner en tu pecho: dirige la nave a tu tierra patria a ocultas y no abiertamente, pues ya no
puede haber fe en las mujeres.

SÍSIFO, HÉRCULES.
«Y vi a Sísifo, que soportaba pesados dolores, llevando una enorme piedra entre sus
brazos. Hacía fuerza apoyándose con manos y pies y empujaba la piedra hacia arriba,
hacia la cumbre, pero cuando iba a trasponer la cresta, una poderosa fuerza le hacía
volver una y otra vez y rodaba hacia la llanura la desvergonzada piedra. Sin embargo, él
la empujaba de nuevo con los músculos en tensión y el sudor se deslizaba por sus
miembros y el polvo caía de su cabeza.
«Después de éste vi a la fuerza de Héracles, a su imagen. Éste goza de los banquetes
entre los dioses inmortales y tiene como esposa a Hebe de hermosos tobillos, la hija del
gran Zeus y de Hera, la de sandalias de oro.
«En torno suyo había un estrépito de cadáveres, como de pájaros, que huían asustados
en todas direcciones. Y él estaba allí, semejante a la oscura noche, su arco sosteniendo
desnudo y sobre el nervio una flecha, mirando alrededor que daba miedo y como el que
está siempre a punto de disparar. Y rodeando su pecho estaba el terrible tahalí, el cinturón
de oro en el que había cincelados admirables trabajos osos, salvajes jabalíes, leones de
mirada torcida, combates, luchas, matanzas, homicidios. Ni siquiera el artista que puso en
este cinturón todo su arte podría realizar otra cosa parecida. Me reconoció al pronto
cuando me vio con sus ojos y, llorando, dijo aladas palabras:
« “Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, ¡también tú andas
arrastrando una existencia desgraciada, como la que yo soportara bajo los rayos del sol!
Hijo de Zeus Cronida era yo y, sin embargo, tenía una pesadumbre inacabable. Pues
estaba sujeto a un hombre muy inferior a mí que me imponía pesados trabajos. También
me envió aquí en cierta ocasión para sacar al Perro, pues pensaba que ninguna otra
prueba me sería más difícil. Pero yo me llevé al Perro a la luz y lo saqué de Hades. Y me
escoltó Hermes y la de ojos brillantes, Atenea.”
«Así habló y se volvió de nuevo a la mansión de Hades. Yo, sin embargo, me quedé allí
por si venía alguno de los otros héroes guerreros, los que ya habían perecido. También
habría visto a hombres todavía más antiguos a quienes mucho deseaba ver, a Teseo y
Pirítoo, hijos gloriosos de los dioses, pero se empezaron a congregar multitudes
incontables de muertos con un vocerío sobrenatural y se apoderó de mí el pálido terror,
no fuera que la ilustre Perséfone me enviara desde Hades la cabeza de la Gorgona, del
terrible monstruo.
«Entonces marché a la nave y ordené a mis compañeros que embarcaran enseguida y
soltaran amarras. Y ellos embarcaron rápidamente y se sentaron sobre los remos.
«Y el oleaje llevaba a la nave por el río Océano, primero al impulso de los remos y
después se levantó una brisa favorable. »

Isaac Rosa. La mano invisible.

En sus peores momentos laborales, por ejemplo durante los
tres meses en que trabajó en una empresa de unificación de
deudas, ofreciendo créditos usureros por teléfono mediante un
guión simpático que encubría lo ruinoso del trato para el cliente
desprevenido, familias al borde del embargo de cuya necesidad se
aprovechaba, y cuando salía de la oficina cansada, con ese
agotamiento mental que deja la simpatía profesional y que sólo
conocen quienes tienen que trabajar con una sonrisa permanente,
sea presencial o telefónica; cuando salía a la calle no sólo fatigada,
no sólo con jaqueca, no sólo con las cervicales y los brazos
cargados de tensión y mala postura, no sólo frustrada por los
pocos contratos conseguidos y que rebajarían sus ingresos
mensuales; cuando además de todo eso salía del trabajo con otro
malestar mayor, sintiéndose mala persona por haber estafado a
personas en situación dramática, se desplomaba en un asiento del
metro y en el reflejo de la ventanilla encontraba su sonrisa, todavía
su sonrisa, pese a las ojeras y la mirada triste persistía esa sonrisa
como una máscara que hubiese olvidado dejar sobre la mesa,
junto a los auriculares, el ratón y los folios del guión; y al verse en
el espejo del metro cambiaba bruscamente la expresión, hacía
desaparecer la sonrisa como quien esconde una prenda de ropa
con la que teme ser identificada por un perseguidor; miraba a
quienes, como ella, viajaban en el metro con expresión agotada,
hombres durmiendo el sueño que les faltó en la mañana por el
madrugón, mujeres con el maquillaje agrietado y sucio tras tantas
horas desde que salieron de sus casas, pies hinchados en
loszapatos de quienes trabajan de pie; los miraba temiendo que entre
ellos estuviese alguno de los desesperados a los que ese día había
convencido de firmar un contrato de reunificación de deudas que
les dejaría respirar brevemente pero que a medio plazo sería su
tumba; temía que el trabajador que frente a ella revisaba unos
papeles mordiéndose el labio inferior hubiese hablado con ella por
teléfono el día antes, y que al mirarla ahora, al ver su sonrisa
rígida, la identificase y le pidiese explicaciones por no haberle
dicho toda la verdad, por haberle ocultado información, por
haberle dado facilidades y haber grabado la conversación para que
tuviera validez de contrato y ya no hubiera posibilidad de
rectificación. Lo mismo le ocurrió hace medio año, cuando por la
calle la abordó un hombre al que inicialmente no reconoció, un
boliviano con expresión furiosa que le preguntó si ella era quien él
creía, si ella era la chica de la inmobiliaria que un año antes había
ido repartiendo sonrisas, octavillas y tarjetas de contacto a la obra
donde él y otros compatriotas trabajaban, y que con simpatía y un
punto de seducción le convenció de comprar un piso con unas
condiciones irresistibles: es muy sencillo, tú ahora estás pagando
setecientos euros de alquiler, pues por sólo un poco más, por
ochocientos mensuales, pagas la hipoteca y tienes un piso en
propiedad, así cuando te vuelvas a tu país lo vendes y le sacas el
doble de lo que ahora vale, con eso en tu país eres el rey del
mambo, y encima el crédito te cubre el ciento veinte por ciento,
tienes para lo que necesites ahora, para quitarte trampas, para
enviar a tu familia, para darte un capricho. Eres tú la que me
vendió el piso, verdad, le preguntó el hombre agarrándola con
fuerza por el brazo, pero ella lo negó, se mostró convincente en su
negativa, con la misma persuasión con que en otros momentos
había vendido contratos telefónicos, detergentes industriales,
préstamos o pisos a inmigrantes con condiciones que no podrían
afrontar en cuanto se quedasen sin trabajo. Ella aseguró no ser la
persona que él decía, no sabía de qué le hablaba, ella no vendía
pisos, y para vencer al miedo que le encogía el estómago se
mostró firme, como no me sueltes grito, y él fue aflojando la
presión del brazo hasta dejarla ir, sin poder contarle todo lo que
llevaba preparado para el día que se la encontrase: que todo se
había hundido, que había perdido el trabajo y tras cinco meses
pidiendo prestado a compañeros y familia dejó de pagar la
hipoteca hasta perder la vivienda, y aun así mantenía una deuda
de más de ciento sesenta mil euros con un banco con el que nunca
firmó un papel, en cuya oficina nunca puso un pie.
Buenas tardes, podría hablar con el señor Herrera Álvarez,
por favor. Encantada de saludarle, señor Herrera. Le llamo para.
Perdone, señor Herrera. No, no se trata de. Disculpe, buenas
tardes.
Buenas tardes, podría hablar con el señor Herrera Álvarez,
por favor. No se encuentra ahora. Es usted su mujer, podría hablar
con usted. Le entiendo. Llamaré en otro momento, muchas
gracias, buenas tardes.
Temía que la reconociesen por su sonrisa, incluso aquí lo
temía los primeros días, que a la luz de estos focos algún cliente
sentado en la grada la identificase y saltase la valla o la esperase a
la salida con un reproche; pero sobre todo le preocupaba que lareconociesen por su voz, más que por su voz, por el soniquete de
teleoperadora que por inercia mantenía también fuera del trabajo
cuando estaba muy cansada y no se daba cuenta, esos momentos
en que al pedir un café o comprar fruta respondía al camarero o al
vendedor con la misma sonrisa telefónica, con el mismo tono
alegre, con las mismas frases de cortesía, buenas tardes, podría
ponerme un kilo de manzanas, muchas gracias, buenas tardes,
disculpe, dicho con el mismo tono con que enfatizaba las frases
del guión en cada llamada y con el que a menudo se hablaban
entre ellas como una broma para descargar tensión, se tomaban
una cerveza a la salida y construían una conversación en la que
sólo podían usar expresiones memorizadas en algún guión de
venta o atención telefónica, y por supuesto sin perder la sonrisa.
Eso era divertido, pero otras veces, al saludar a un vecino en el
ascensor, al conocer a alguien un viernes por la noche, hablaba
con el mismo sonsonete falso y seductor, hablaba sonriendo,
marcaba las pausas, controlaba la respiración, hasta que se daba
cuenta y se enojaba. Temía por eso que algún cliente furioso la
reconociese al oír su voz en el supermercado, en el bar, y le
reprochase todo lo que con razón podían reprocharle: tú eres la
que me vendió un crédito sin informarme de las condiciones
abusivas, tú eres la que me mareó durante días para que venciese
el período de devolución antes de atender mi queja, tú eres la que
fingía interés en mi reclamación y luego me dejaba colgado de
una llamada en espera que nadie atendía, tú eres la que me
convenció para un contrato de telefonía que ahora no puedo dar
de baja, tú eres la que me prometió que mi avería sería

Amélie Nothomb. Metafísica de los tubos. 2001.

En el principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni era indefinida: se bastaba sola a sí misma. Y Dios vio que aquello era bueno. Por nada del mundo se le habría ocurrido crear algo. La nada era más que suficiente: lo colmaba.
Dios tenía los ojos perpetuamente abiertos y fijos. Si hubieran estado cerrados, nada habría cambiado. No había nada que ver y Dios nada miraba. Se sentía repleto y compacto como un huevo duro, cuya redondez e inmovilidad también poseía.
Dios era la satisfacción absoluta. Nada deseaba, nada esperaba, nada percibía, nada rechazaba y por nada se interesaba. La vida era plenitud hasta tal punto que ni siquiera era vida. Dios no vivía, existía.
Para él, su existencia no había tenido un principio perceptible. Algunos grandes libros comienzan con unas primeras frases tan poco llamativas que uno las olvida inmediatamente y tiene la impresión de vivir instalado en esa lectura desde el principio de los tiempos. De igual modo, resultaba imposible señalar el momento en el que Dios había empezado a existir. Era como si siempre hubiese existido.
Dios carecía de lenguaje y, por consiguiente, también de pensamiento. Era todo saciedad y eternidad. Y ese todo demostraba hasta qué punto Dios era Dios. Y esa evidencia carecía de importancia, ya que a Dios le traía sin cuidado ser Dios.
Los ojos de los seres vivos poseen la más sorprendente de las virtudes: la mirada. No existe nada tan singular. De las orejas de las criaturas no decimos que poseen una «escuchada», ni de sus narices que poseen una «olida» o una «aspirada».
¿Qué es la mirada? Ninguna palabra puede aproximarse a su extraña esencia. Y, sin embargo, la mirada existe. Incluso podría decirse que pocas realidades existen hasta tal punto.
¿Cuál es la diferencia entre los ojos que poseen una mirada y los ojos que no la poseen? Esta diferencia tiene un nombre: la vida. La vida comienza donde empieza la mirada.
Dios carecía de mirada.
Las únicas actividades de Dios eran la deglución, la digestión y, como consecuencia directa, la excreción. Esas actividades vegetativas pasaban por el cuerpo de Dios sin que él se diera cuenta. Los alimentos, siempre los mismos, no resultaban lo suficientemente estimulantes para que él los percibiera. Algo parecido ocurría con la bebida. Dios abría todos los orificios necesarios para que los alimentos y líquidos lo atravesaran.
Ésta es la razón por la cual, llegados a este punto de su desarrollo, llamaremos a Dios el tubo.
Existe una metafísica de los tubos. Sobre los tubos, Slawomir Mrozek ha escrito palabras que uno no sabe si son abrumadoras en su profundidad o extraordinariamente desternillantes. Quizás sean ambas cosas a la vez: los tubos son una singular mezcla de plenitud y vacío, de materia hueca, una membrana de existencia que protege un haz de inexistencia. La manguera es la versión flexible del tubo: su blandura no la convierte por ello en algo menos enigmático.
Dios poseía la flexibilidad de la manguera, pero seguía siendo rígido e inerte, confirmando así su naturaleza de tubo. Conocía la serenidad absoluta del cilindro. Filtraba el universo y nada retenía.
 
Los padres del tubo estaban preocupados. Consultaron a los médicos para que analizaran el caso de aquel segmento de materia que parecía carecer de vida.
Los médicos lo manipularon, dieron unos golpecitos sobre algunas de sus articulaciones para comprobar si poseía mecanismos reflejos y constataron que carecía de ellos. Los ojos del tubo no pestañearon cuando los practicantes los examinaron con una lámpara:
—Esta criatura no llora nunca, no se mueve jamás. No emite sonido alguno —dijeron sus padres.
Los médicos diagnosticaron una «apatía patológica», sin reparar en que se trataba de una contradicción en los términos.
—Su bebé es un vegetal. Es muy preocupante.
Los padres se sintieron aliviados por lo que consideraron una buena noticia. Un vegetal era vida.
—Hay que hospitalizarlo —decretaron los doctores.
Los padres ignoraron aquella orden tajante. Tenían ya dos hijos que pertenecían a la especie humana: no les parecía inaceptable tener, además, progenitura vegetal. Incluso les producía cierta ternura.
Le llamaron cariñosamente «La Planta».
Pero todos se equivocaban. Ya que las plantas, incluso las verduras, no por el hecho de tener una vida imperceptible al ojo humano dejan de tener vida. Se estremecen ante la proximidad de la tempestad, lloran de felicidad con el amanecer, se blindan de desprecio cuando alguien las agrede o se entregan a la danza de los siete velos con la llegada de la estación del polen. Poseen una mirada, eso está fuera de toda duda, aunque nadie sepa en qué lugar tienen las pupilas.
El tubo, en cambio, era pura y simple pasividad. Nada le afectaba, ni los cambios de clima, ni el anochecer, ni los cien pequeños tumultos cotidianos, ni los grandes e insondables misterios del silencio.
Los terremotos semanales del Kansai, que hacían llorar de angustia a sus dos hermanos mayores, no le producían ningún efecto. La escala de Richter no iba con él. Una noche, un seísmo de 5,6 derrumbó la montaña que dominaba la casa; unas placas del techo se hundieron sobre la cuna del tubo. Cuando retiraron los escombros, era la viva expresión de la indiferencia: sus ojos miraban fijamente, aunque sin verlos, a aquellos patanes llegados para perturbarle, con lo calentito que estaba debajo de las ruinas.
A los padres les divertía la flema de su Planta y decidieron ponerla a prueba. Dejarían de darle bebida y comida hasta que la reclamase: de este modo se vería obligada, tarde o temprano, a reaccionar.
Pero quien ríe el último ríe mejor: el tubo aceptó la inanición como lo aceptaba todo, sin el menor asomo de desaprobación o de asentimiento. Comer o no comer, beber o no beber, le daba lo mismo: ser o no ser, aquélla no era la cuestión.
Al término del tercer día, los estupefactos padres del tubo lo examinaron: había adelgazado un poco y sus labios entreabiertos estaban resecos, pero, por lo demás, no parecía encontrarse mal. Le administraron un biberón de agua azucarada que se tomó sin pasión alguna.
—Esta criatura se habría dejado morir sin quejarse —dijo la madre horrorizada.
—No le comentemos nada a los médicos —dijo el padre—. Nos tomarían por sádicos.
En realidad, los padres no eran sádicos: estaban simplemente horrorizados al comprobar que su retoño carecía de instinto de supervivencia. Les pasó fugazmente por la cabeza que su bebé no era una planta, sino un tubo: rechazaron de inmediato aquella idea insostenible.
Los padres eran de naturaleza despreocupada y pronto olvidaron el episodio del ayuno. Tenían tres hijos: un niño, una niña y un vegetal. Aquella diversidad les gustaba, más aún teniendo en cuenta que los dos mayores no dejaban de correr, saltar, chillar, pelearse e inventar nuevas estupideces: siempre había que ir detrás de ellos para vigilarles.
Con el menor, por lo menos, no tenían ese tipo de preocupaciones. Podían dejarlo días enteros sin canguro: por la noche, lo encontraban en la misma posición que por la mañana. Le cambiaban los pañales, lo alimentaban, y ya era suficiente. Un pez rojo en un acuario les habría ocasionado más molestias.
Además, a excepción de su ausencia de mirada, el tubo era de apariencia normal: era un hermoso y tranquilo bebé que uno podía mostrar a las visitas sin avergonzarse. Los otros padres incluso sentían envidia.
En realidad, Dios era la encarnación de la fuerza de inercia, la más poderosa de las fuerzas. También la más paradójica de las fuerzas: ¿existe acaso algo más extraño que ese implacable poder que emana de lo que no se mueve? La fuerza de inercia representa el poder de lo larval. Cuando un pueblo rechaza un adelanto fácil de llevar a cabo, cuando un vehículo empujado por diez personas continúa sin moverse, cuando un niño se apoltrona durante horas delante del televisor, cuando una idea cuya inanidad ya ha sido demostrada sigue causando estragos, uno descubre, con estupefacción, la tremenda influencia de lo inmóvil.
Tal era el poder del tubo.
No lloraba nunca. Ni siquiera en el momento de nacer había emitido quejas ni sonido alguno. Sin duda, el mundo no debió de parecerle ni conmovedor ni apasionante.
Al principio, la madre intentó darle el pecho. Ante la visión del seno alimenticio, ningún fulgor iluminó los ojos del bebé: permaneció quieto, sin hacer nada, con las narices a un centímetro del seno. Molesta, la madre le metió el pezón en la boca. Dios apenas chupó. Entonces la madre decidió no darle el pecho.
Acertó: el biberón se correspondía mejor con la naturaleza del tubo, que se identificaba con aquel recipiente cilindrico, mientras que la rotundidad mamaria no le inspiraba ningún vínculo de familiaridad.
Así pues, la madre le daba el biberón varias veces al día, sin percatarse de que, actuando de aquel modo, estaba garantizando la conexión entre dos tubos. La alimentación divina era una forma de fontanería.
«Todo fluye», «Todo es movimiento», «Nunca nos bañamos en el mismo río», etc. El pobre Heráclito se habría suicidado de haber conocido a Dios, que era la negación de su visión fluida del universo. Si el tubo hubiera poseído alguna forma de lenguaje, le habría respondido al pensador de Éfeso: «Todo se coagula», «Todo es inercia», «Siempre nos bañamos en la misma ciénaga», etc.
Afortunadamente, ninguna forma de lenguaje resulta posible sin la idea de movimiento, que constituye uno de sus motores iniciales. Y ningún tipo de pensamiento resulta posible sin lenguaje. Los conceptos filosóficos de Dios no eran, pues, ni pensables ni comunicables: por consiguiente, no podían perjudicar a nadie y eso era bueno, ya que semejantes principios habrían socavado la moral de la humanidad durante mucho tiempo.
Los padres del tubo eran de nacionalidad belga. Por consiguiente, Dios era belga, lo cual explicaba bastantes de los desastres acaecidos desde el principio de los tiempos. Nada hay de extraño en ello: Adán y Eva hablaban flamenco, como ya demostró científicamente un sacerdote de los Países Bajos hace ya algunos siglos.
El tubo había hallado una ingeniosa solución para resolver los conflictos lingüísticos nacionales: no hablaba, nunca había dicho nada, ni siquiera había emitido el más mínimo sonido.
Pero su mutismo no preocupaba tanto a sus padres como su inmovilidad. Cumplió un año sin haber esbozado su primer movimiento. Los otros bebés daban ya sus primeros pasos, mostraban sus primeras sonrisas, sus primeros algo. Dios, en cambio, no dejaba de hacer su primer nada de nada.
Y todavía resultaba más extraño teniendo en cuenta que crecía. Su crecimiento era absolutamente normal. Era el cerebro el que no respondía. Sus padres lo afrontaban con perplejidad: en su casa existía una nada que ocupaba cada vez más espacio.
Pronto la cuna se le hizo pequeña. Hubo que trasladar al tubo a una cama-jaula que ya habían utilizado su hermano y su hermana.
—Quizás este cambio le haga despertar —deseó la madre.
Aquel cambio nada cambió.
Desde el principio del universo, Dios dormía en la habitación de sus padres. Lo menos que pudiera decirse es que no les molestaba. Una planta verde habría sido más ruidosa. Ni siquiera los miraba.
El tiempo es una invención del movimiento. Aquel que no se mueve no ve pasar el tiempo.
El tubo no tenía conciencia alguna del transcurrir del tiempo. Alcanzó la edad de dos años como habría alcanzado la de dos días o dos siglos. Continuaba sin cambiar de posición, ni siquiera sentía la tentación de intentarlo: permanecía tumbado de espaldas, con los brazos a lo largo del cuerpo, como una estatua minúscula.
Entonces la madre lo levantó por las axilas para ponerlo en pie: el padre le ayudó a que, con sus pequeñas manos, se sujetara a los barrotes de la cama-jaula para que tuviera una idea de cómo mantenerse por sí mismo. Luego, dejaron que aquel edificio se desmoronase: Dios cayó de espaldas y, en absoluto afectado, prosiguió su meditación.
—Necesita música —dijo la madre—. A los niños les gusta la música.
Mozart, Chopin, los discos de los 101 dálmatas, los Beatles y el shaku hachi produjeron en la sensibilidad de la criatura la misma ausencia de reacción.
Los padres renunciaron a convertirlo en músico. De hecho, renunciaron a convertirlo en un ser humano.
La mirada es una elección. El que mira decide fijarse en algo en concreto y, por consiguiente, a la fuerza elige excluir su atención del resto de su campo visual. Ésa es la razón por la cual la mirada, que constituye la esencia de la vida, es, en primera instancia, un rechazo.
Vivir significa rechazar. Aquel que todo lo acepta vive igual que el desagüe de un lavabo. Para vivir, es necesario ser capaz de no situar al mismo nivel, por encima de uno, a mamá y el techo. Hay que renunciar a uno de los dos y elegir interesarse o bien por mamá o bien por el techo. La única mala elección es la ausencia de elección.
Dios no había rechazado nada porque no había elegido nada. Por eso no vivía.
En el momento de su nacimiento, los bebés gritan. Ese grito de dolor ya es en sí mismo una rebelión y esa rebelión ya constituye un rechazo. Ésa es la razón por la cual la vida empieza el día del nacimiento y no antes, pese a lo que puedan decir algunos.
El tubo no había emitido ni el más leve decibelio el día del parto.
Sin embargo, los médicos habían determinado que no era ni sordo, ni mudo, ni ciego. Era simplemente un lavabo al que le faltaba el tapón. Si hubiera podido hablar, habría repetido sin cesar esta única palabra: «sí».
La gente rinde culto a la regularidad. Les gusta creer que la evolución es el resultado de un proceso normal y natural; la especie humana estaría regida por una especie de fatalidad biológica interna que la ha llevado a dejar de andar a cuatro patas hacia la edad de un año o a dar sus primeros pasos tras varios milenios.
Nadie desea creer en los accidentes. Éstos, ya sean la expresión de una fatalidad exterior —lo cual ya de por sí resulta cargante— o del azar —lo que todavía es peor—, son rechazados por el imaginario humano. Si alguien se atreviera a decir: «A la edad de un año di mis primeros pasos accidentalmente» o «Un día el hombre jugó a ser bípedo accidentalmente», le tomarían inmediatamente por chiflado.
La teoría de los accidentes resulta inaceptable, ya que permite suponer que las cosas habrían podido suceder de un modo distinto. La gente no admite que un niño de un año no tenga el pensamiento de andar; eso equivaldría a admitir que podría ser que el hombre nunca hubiera tenido intención de andar sobre dos patas. ¿Y quién podría creer que a una especie tan brillante no habría podido ocurrírsele algo así?
A los dos años, el tubo ni siquiera había intentado el cuadrupedismo, ni el movimiento, por otra parte. Tampoco había probado el sonido. Los adultos dedujeron que existía un bloqueo en su evolución. Nunca se les habría ocurrido deducir que el bebé no había conocido accidente alguno, ya que ¿quién iba a pensar que, sin accidente, el hombre permanecería perfectamente inerte?
Existen los accidentes físicos y los accidentes mentales. La gente niega con rotundidad la existencia de estos últimos: nunca nos referimos a ellos como motor de la evolución.
Sin embargo, nada resulta más fundamental para el devenir humano que los accidentes mentales. El accidente mental es una mota de polvo que, por casualidad, penetra en la ostra del cerebro, pese a la protección de las conchas cerradas que representa la caja del cráneo. De repente, la tierna materia que habita en el corazón del cráneo se ve perturbada, se siente asustada, amenazada por ese cuerpo extraño que acaba de colarse en su interior; la ostra, que vegetaba pacíficamente, activa la alarma e intenta defenderse. Inventa una sustancia maravillosa, el nácar, envuelve la partícula intrusa para incorporarla y así crear la perla.
Puede ocurrir que el accidente mental sea secretado por el propio cerebro: ésos son los accidentes más misteriosos y graves. Sin motivo, una circunvalación de materia gris da a luz una idea terrible, un pensamiento espeluznante, y, en un segundo, se acabó para siempre la tranquilidad de espíritu. El virus actúa. Imposible detenerlo.
Entonces, obligado y a la fuerza, el ser abandona su entorpecimiento. A la pregunta terrible e informulable que le ha asaltado, le busca y encuentra mil respuestas inadecuadas. Empieza a andar, a hablar, a adoptar cientos de actitudes inútiles mediante las cuales espera salir adelante.
Pero no sólo no sale adelante sino que empeora su situación. Cuanto más habla, menos comprende, y cuanto más camina, menos avanza. Muy rápidamente, echará de menos su vida larval, sin atreverse a confesárselo.
Sin embargo, existen seres que no se sienten afectados por la ley de la evolución, que no sufren ningún accidente fatal. Son los vegetales clínicos. Los médicos estudian sus casos. En realidad, son lo que desearíamos ser. Es la vida lo que debería ser considerado un fallo de funcionamiento.
 
Era un día cualquiera. No había ocurrido nada especial. Los padres ejercían su oficio de padres, los niños ejercían su misión de hijos, el tubo se concentraba en su vocación cilindrica.
Fue, sin embargo, el día más importante de su historia. Como tal, no se conserva ningún rastro. De igual modo, tampoco se conservan documentos referidos al primer día en que el primer hombre se puso de pie por primera vez, ni del día en que el hombre comprendió por fin la muerte. Los acontecimientos más fundamentales de la humanidad han pasado casi desapercibidos.
De repente, la casa empezó a retumbar a causa de los gritos. La madre y el aya, primero petrificadas, enseguida intentaron localizar el origen de aquellos gritos. ¿Acaso un mono acababa de penetrar en su domicilio? ¿Un loco se había escapado del manicomio?
Como último recurso, la madre acudió a mirar a su habitación. Lo que vio la dejó estupefacta: Dios estaba sentado en su cama-jaula y gritaba tanto como puede llegar a hacerlo un bebé de dos años.
La madre se acercó al mitológico escenario: ya no reconocía lo que durante dos años había constituido un espectáculo tan relajante. Siempre había tenido aquellos ojos abiertos de par en par, de modo que resultaba fácil identificar su color gris verde; en aquel momento, las pupilas eran totalmente negras, de un negro de paisaje calcinado.
¿Qué cosa lo bastante fuerte había podido incendiar aquellos ojos pálidos y convertirlos en negros como el carbón? ¿Qué temible incidente había podido ocurrir para despertarlo de tan prolongado sueño y transformarlo en aquella máquina de gritar?
La única evidencia era que la criatura estaba furiosa. Una fabulosa cólera la había sacado de su entorpecimiento, y si nadie sabía cuál podía ser el origen, la razón debía de ser muy grave a la vista de la intensidad con que se manifestaba.
La madre, fascinada, acudió a coger en brazos a su retoño. Enseguida lo dejó en la cama-jaula, ya que gesticulaba con todos sus miembros y la golpeaba.
Corrió por la casa gritando: «¡La Planta ha dejado de ser una planta!» Llamó al padre para que acudiera al lugar del fenómeno. Su hermano y su hermana fueron invitados a extasiarse ante la santa cólera de Dios.
Transcurridas algunas horas, dejó de gritar, pero sus ojos seguían negros de rabia. Le dedicó una mirada de enorme enfado a la humanidad que la rodeaba. Y, agotado por tanto mal humor, se acostó y se durmió.
La familia aplaudió. Aquello fue considerado una excelente noticia. La criatura estaba finalmente viva.
¿Cómo explicar aquel nacimiento dos años después del parto?
Ningún médico halló la llave del misterio. Parecía como si hubiera necesitado dos años de embarazo extrauterino suplementario para convertirse en un ser operativo.
Sí, pero ¿por qué aquella cólera? La única causa que podía suponerse era el accidente mental. Algo había aparecido en su cerebro, algo que le había resultado insoportable. Y, en un segundo, la materia gris se había puesto a funcionar. Influjos nerviosos habían circulado por aquella carne inerte. Su cuerpo había empezado a moverse.
Así, los más grandes imperios pueden venirse abajo por razones perfectamente incognoscibles. Admirables criaturas inmóviles como estatuas pueden, en un periquete, transformarse en animales chillones. Y lo más sorprendente es que eso encanta a su familia.Sic transit tubi gloria.
El padre estaba tan excitado como si acabara de nacer su cuarto hijo.
Telefoneó a su madre, que residía en Bruselas.
—¡La Planta se ha despertado! ¡Coge un avión y ven a conocerla!
La abuela respondió que, antes de acudir, iba a encargar unos cuantos vestidos nuevos: era una mujer muy elegante. Eso pospuso su visita varios meses.
Mientras tanto, los padres empezaban a echar de menos al vegetal de antaño. Dios estaba permanentemente colérico. Casi era necesario lanzarle el biberón desde lejos, por miedo a que les golpeara. Podía calmarse durante algunas horas, pero nadie sabía lo que aquella calma presagiaba.
El nuevo guión era el siguiente: se aprovechaba un momento en el que estuviera tranquilo para coger al bebé y ponerlo en su parque. Allí permanecía primero con aire alelado contemplando los juguetes que le rodeaban.
Lentamente, un vivo disgusto se iba apoderando de él. Se daba cuenta de que aquellos objetos existían fuera de él, al margen de su reinado. Eso le desagradaba y le hacía gritar.
Por otro lado, había observado que, con la boca, los padres y sus satélites producían sonidos articulados muy concretos: aquel proceder parecía permitirles controlar las cosas, anexionárselas.
Le habría gustado hacer lo mismo. ¿Acaso dar nombre al universo no era una de las principales prerrogativas divinas? Entonces señalaba un juguete con el dedo y abría la boca para concederle el don de la existencia: pero los sonidos que emitía no tenían consecuencias coherentes. Él era el primer sorprendido, ya que se consideraba perfectamente capaz de hablar. Una vez superada la sorpresa, aquella situación le parecía humillante e intolerable. La cólera se apoderaba de él y se ponía, mediante chillidos, a manifestar su rabia.
El significado de sus gritos era el siguiente:
—¡Movéis los labios y de ello emana un lenguaje! ¡Yo muevo los míos y sólo sale ruido! ¡Esta injusticia resulta insoportable! ¡Gritaré hasta que mis gritos se conviertan en palabras!
Ésta era la interpretación de la madre:
—Comportarse como un bebé a los dos años no es normal. Se da cuenta de su atraso y eso le pone nervioso.
Falso: Dios no sufría ningún atraso. Y quien dice atraso dice complejo. Dios no se comparaba. Sentía en su interior un poder gigantesco y se ofuscaba al comprobar que era incapaz de ejercerlo. Su boca le traicionaba. Ni por un instante dudaba de su divinidad y se indignaba de que sus propios labios no le respondieran.
Su madre se acercaba a él y, vocalizando exageradamente, pronunciaba palabras simples:
—¡Papá! ¡Mamá!
A él le ponía furioso que ella le propusiera imitaciones tan burdas: ¿acaso no sabía con quién estaba hablando? El maestro del lenguaje era él. Nunca se rebajaría a repetir «Mamá» y «Papá». Como represalia, gritaba con mayor intensidad y de un modo más desagradable si cabe.
Paulatinamente, sus padres empezaron a recordar a su bebé de antaño. ¿Habían salido ganando con el cambio? Tenían un tranquilo y misterioso retoño y ahora se encontraban con un doberman.
—¿Recuerdas lo hermosa que era La Planta, con sus serenos ojazos?
—¡Y qué noches más tranquilas pasábamos!
Se acabó dormir tranquilos: Dios era el insomnio personificado. Apenas dormía dos horas por la noche. Y en cuanto se despertaba, manifestaba su cólera a gritos.
—¡Basta ya! —le decía su padre—. Ya sabemos que te has pasado dos años durmiendo. Pero ésa no es razón para impedir que los demás duerman.
Dios se comportaba como Luis XIV: no toleraba que alguien durmiera si él no dormía, que alguien comiera si él no comía, que alguien anduviera si él no andaba, que alguien hablara si él no hablaba. Este último punto, sobre todo, le sacaba de sus casillas.
Para los médicos, aquel nuevo estado resultaba tan incomprensible como el anterior: la «apatía patológica» pasó a ser «irritabilidad patológica», sin que ningún análisis explicase el diagnóstico. Prefirieron recurrir a una especie de sentido común popular:
—Es para compensar los dos años precedentes. Vuestro bebé acabará por calmarse.
«Si antes no lo he tirado por la ventana», pensaba la madre, exasperada.
Los vestidos de la abuela estaban listos. Los metió en una maleta, pasó por la peluquería y tomó el avión Bruselas-Osaka que, en 1970, efectuaba el trayecto en aproximadamente veinte horas.
Los padres la esperaban en el aeropuerto. No se habían visto desde 1967: el hijo fue abrazado, la nuera felicitada y Japón elogiado.
De camino hacia la montaña, hablaron de los niños: los dos mayores eran maravillosos, el tercero era un problema. «¡Ya no lo queremos!» La abuela aseguró que todo se arreglaría.
La belleza de la casa le encantó. «¡Qué japonés!», exclamó al ver la sala del tatami y el jardín que, en aquel mes de febrero, emblanquecía bajo los cerezos en flor.
Hacía tres años que no veía al hermano y a la hermana. Se extasió ante los siete años del niño y los cinco años de la niña. Pidió entonces que le presentaran al tercer niño, al que todavía no conocía.
No quisieron acompañarla hasta la guarida del monstruo: «La primera puerta a la izquierda, no tiene pérdida.» De lejos, se oían gritos roncos. La abuela puso algo dentro del bolso y caminó valientemente hacia la arena.
Dos años y medio. Gritos, rabia, odio. El mundo resulta inaccesible para las manos y la voz de Dios. A su alrededor, los barrotes de la cama-jaula. Dios permanece encerrado. Le gustaría hacer daño, pero no puede. Se ensaña con la sábana y la manta, que martillea a patadas.
Encima de él, el techo y sus grietas, que conoce como la palma de su mano. Son sus únicos interlocutores, así pues, es a ellos a quienes grita su desprecio. Aparentemente, el techo no se da por aludido. Dios se siente contrariado.
De repente, el campo visual es invadido por un rostro desconocido e inidentificable. ¿Qué es? Es un humano adulto, del mismo sexo que la madre, parece. Pasada la sorpresa inicial, Dios manifiesta su disgusto con una larga pataleta.
El rostro sonríe. Dios conoce el paño: intentan engatusarlo. No cuela. Enseña los dientes. El rostro deja caer las palabras con su boca. Dios boxea contra las palabras al vuelo. Sus puños cerrados vapulean los sonidos y los dejan KO.
Dios sabe que, a continuación, el rostro intentará tenderle la mano. Está acostumbrado: los adultos siempre acercan los dedos a su cara. Decide que morderá el índice de la desconocida. Se prepara.
En efecto, una mano aparece en su campo visual, pero —¡sorpresa!— sujeta entre los dedos un bastoncito blanquecino. Dios nunca ha visto nada parecido y se olvida de gritar.
—Es chocolate blanco de Bélgica —le dice la abuela a la criatura al tiempo que lo destapa.
De esas palabras, Dios sólo entiende «blanco»: le suena, la ha visto en los envases de leche y en las paredes. Los otros vocablos son oscuros: «chocolate» y sobre todo «Bélgica». A estas alturas, el bastoncito está cerca de su boca.
—Es para comer —dice la voz.
Comer: Dios sabe lo que eso significa. Ese bastoncito blanquecino desprende un olor que Dios desconoce. Huele mejor que el jabón y la pomada. Dios tiene miedo y deseo a la vez. Hace muecas de asco y saliva de apetito.
En un arranque de valor, atrapa la novedad con los dientes, la mastica aunque no es necesario, se derrite sobre la lengua, enmoqueta el paladar, le llena la boca, y se produce el milagro.
La voluptuosidad se le sube a la cabeza, le hace jirones el cerebro y hace resonar una voz que nunca había oído:
—¡Soy yo! ¡Yo soy la que vive! ¡Yo soy la que habla! No soy «él» ni «éste», ¡soy yo! Ya no tendrás que decir «él» para hablar de ti, tendrás que decir «yo». Y soy tu mejor amigo: el placer es mío.
Fue entonces cuando nací a la edad de dos años y medio, en febrero de 1970, en las montañas del Kansai y en el pueblo de Shukugawa, ante la mirada de mi abuela paterna, por obra y gracia del chocolate blanco.
La voz, que desde entonces nunca he dejado de oír, seguía hablando dentro de mi cabeza:
—Es bueno, es dulce, es untuoso. ¡Quiero más!
Volví a morder el bastoncito con un rugido.
—El placer es una maravilla que me enseña a ser yo mismo. Yo sede del placer. El placer soy yo: cada vez que exista placer, existiré yo. Ningún placer sin mí, ¡yo no existo sin placer!
El bastoncito desaparecía dentro de mí. La voz gritaba cada vez más alto dentro de mi cabeza:
—¡Viva yo! ¡Soy tan formidable como la voluptuosidad que experimento y yo mismo he creado! Sin mí, este chocolate es un pedazo de nada. Pero uno lo introduce en la boca y se transforma en el placer. Me necesita.
Aquellos pensamientos se traducían en sonoros eructos cada vez más entusiastas. Abría los ojos de par en par, pataleaba de alegría. Sentía que las cosas dejaban su huella en una parte blanda de mi cerebro que guardaba constancia de todo.
Pedazo a pedazo, el chocolate se había introducido dentro de mí. Descubrí entonces que, en el extremo de aquella difunta golosina, había una mano, y que al final de aquella mano había un cuerpo culminado por un rostro bondadoso. Y yo, la voz, dije:
—No sé quién eres, pero, dado que me has proporcionado comida, eres una buena persona.
Las dos manos levantaron mi cuerpo para sacarme de la cama-jaula y me encontré en unos brazos desconocidos.
Estupefactos, mis padres vieron llegar a la abuela sonriente llevando en brazos a una criatura tranquila y contenta:
—Os presento a una gran amiga —dijo triunfante.
Dócilmente, dejé que me fueran transportando de unos brazos a otros. Mi padre y mi madre no daban crédito a aquella metamorfosis: se sentían felices y molestos a la vez. Interrogaron a la abuela.
Ella se guardó muy mucho de revelar la naturaleza del arma secreta a la que había recurrido. Prefería dejar que el misterio planeara. Le atribuyeron dotes demoníacas. Nadie había previsto que la bestia recordara su exorcismo.
Las abejas saben que sólo la miel proporciona a las larvas el gusto por la vida. No traerían al mundo tan ardientes libadoras alimentándolas con puré con tropezones de carne. Mi madre tenía sus propias ideas respecto al azúcar, al que culpaba de todos los males de la humanidad. Sin embargo, era a aquel «veneno blanco» (así lo denominaba) al que le debía el tener un hijo con un humor aceptable.
Me comprendo. A los dos años, acababa de salir de mi entorpecimiento para descubrir que la vida era un valle de lágrimas en el que se comían zanahorias hervidas con jamón. Debería de haberme sentido estafada. ¿Para qué matarse a nacer si no es para experimentar el placer? Los adultos tienen acceso a todo tipo de voluptuosidades, pero para abrir las puertas al deleite de los niños sólo existen las golosinas.
Mi abuela me había llenado la boca de azúcar: de repente, el animal furioso había comprendido que existía una justificación a tanto aburrimiento, que el cuerpo y el espíritu servían para gozar y que, por tanto, no había que tomarla ni con el universo ni con uno mismo por el hecho de estar aquí. El placer aprovechó las circunstancias para dar nombre a su instrumento: lo llamó Yo, y es un nombre que todavía conservo.
Desde hace mucho tiempo, existe una inmensa secta de imbéciles que oponen sensualidad e inteligencia. Es un círculo vicioso: se privan de placeres para exaltar sus capacidades intelectuales, lo cual sólo contribuye a empobrecerles. Se convierten en seres cada vez más estúpidos, y eso les reconforta en su convicción de ser brillantes, ya que no se ha inventado nada mejor que la estupidez para creerse inteligente.
El deleite, en cambio, nos hace humildes y admirativos con lo que lo produce, el placer despierta la mente y la empuja tanto hacia la virtuosidad como hacia la profundidad. Se trata de una magia tan potente que, a falta de voluptuosidad, la sola idea de voluptuosidad resulta suficiente. Mientras existe esta noción, el ser está a salvo. Pero la frigidez triunfante está condenada a celebrar su propia insustancialidad.
Uno se cruza a veces con gente que, en voz alta y fuerte, presume de haberse privado de tal o cual delicia durante veinticinco años. También conocemos a fantásticos idiotas que se alaban por el hecho de no haber escuchado jamás música, por no haber abierto nunca un libro o no haber ido nunca al cine. También están los que esperan suscitar admiración a causa de su absoluta castidad. Alguna vanidad tienen que sacar de todo eso: es la única alegría que tendrán en la vida.
 
Al otorgarme una identidad, el chocolate blanco también me había proporcionado una memoria: desde febrero de 1970 lo recuerdo todo. ¿Para qué recordar nada que no esté relacionado con el placer? El recuerdo es uno de los más indispensables aliados de la voluptuosidad.
Una afirmación tan contundente —«lo recuerdo todo»— no tiene ninguna posibilidad de ser creída por nadie. No importa. Tratándose de un enunciado de tan difícil comprobación, no tengo ningún interés en que nadie me crea.
Es cierto que no recuerdo la preocupación de mis padres, las conversaciones con sus amigos, etc. Pero no he olvidado nada de lo que realmente valía la pena: el verde del lago en el que aprendí a nadar, el olor del jardín, el sabor del aguardiente de ciruelas probado a escondidas y otros descubrimientos intelectuales.
Previo al chocolate blanco, no recuerdo nada: tengo que fiarme del testimonio de mis allegados, reinterpretado por mí. Luego mis informaciones son de primera mano: la misma mano que escribe.
Me convertí en el tipo de criatura con la que sueñan los padres: a la vez tranquila y despierta, silenciosa y presente, divertida y reflexiva, entusiasta y metafísica, obediente y autónoma.
Sin embargo, mi abuela y sus golosinas sólo permanecieron un mes en Japón, pero fue suficiente. La noción de placer me había convertido en un ser operativo. Mi padre y mi madre se sentían aliviados: después de haber tenido un vegetal durante dos años y luego una bestia rabiosa durante seis meses, por fin tenían algo más o menos normal. Empezaron a llamarme con un nombre.
Fue necesario, para recurrir a la expresión exacta, «recuperar el tiempo perdido» (yo no pensaba haberlo perdido): a los dos años y medio, un humano tiene la obligación de andar y hablar. Conforme a la tradición, empecé por andar. No era nada del otro mundo: ponerse de pie, dejarse caer hacia adelante, sostenerse con un pie, y luego repetir el paso de baile con el otro pie.
Andar resultaba de una innegable utilidad. Te permitía avanzar viendo el paisaje mejor que gateando. Y quien dice andar dice correr: correr constituía un invento fabuloso que permitía toda clase de evasiones. Uno podía arramblar con un objeto prohibido y huir llevándoselo sin ser visto por nadie. Correr aseguraba la impunidad de los actos más reprensibles. Era el verbo de los bandoleros y de los héroes en general.
Hablar planteaba un problema de protocolo: ¿por qué palabra empezar? Yo habría elegido gustosa un vocablo tan necesario como «marrón glacé» o «pipí», o bien uno tan hermoso como «neumático» o «esparadrapo», pero notaba que aquello habría herido susceptibilidades. Los padres son una especie susceptible: es necesario ofrecerles los grandes clásicos que les proporcionan el sentimiento de su importancia. No quería llamar la atención. Así pues, adopté una expresión beatífica y solemne y, por primera vez, vocalicé los sonidos que tenía en la cabeza:
—¡Mamá!
Extasis de mi madre.
Y como tampoco se trataba de humillar a nadie, me apresuré a añadir:
—¡Papá!
Enternecimiento de mi padre. Mis padres se abalanzaron sobre mí y me cubrieron de besos. Me pareció que se conformaban con poco. ¿Se habrían mostrado menos encantados y admirativos si hubiera empezado a hablar diciendo: «¿Para quién son esas serpientes que silban sobre vuestras cabezas?» o: «E = mc2»? Incluso era como para pensar que tenían dudas respecto a su propia identidad: ¿acaso no estaban seguros de llamarse respectivamente Papá y Mamá? Parecían muy necesitados de que se lo confirmase.
Me felicité por mi elección: ¿para qué complicarse la vida si ninguna otra primera palabra podría haber colmado tanto a mis progenitores? Una vez cumplido con mi deber de educación, podía dedicarme al arte y a la filosofía: la cuestión de la tercera palabra también resultaba excitante, ya que únicamente debía tener en cuenta criterios cualitativos. Aquella libertad resultaba tan embriagadora que me confundía: tardé una eternidad en pronunciar mi tercera palabra. Mis padres no hicieron sino sentirse más halagados todavía. «Sólo necesitaba llamarnos por nuestro nombre. Esa era su única urgencia.»
No sabían que, dentro de mi cabeza, yo hablaba desde hacía mucho tiempo. Pero es cierto que decir las cosas en voz alta es diferente: confiere a la palabra pronunciada un valor excepcional. Uno siente que la palabra se conmueve, que lo vive como un signo de reconocimiento, como el pago de una deuda o una celebración: vocalizar el vocablo «banana» representa homenajear a las bananas a través de los siglos.
Razón de más para pensárselo dos veces. Me sumergí en una fase de exploración intelectual que duró semanas. En las fotos de esa época aparezco con un rostro tan serio que resulta incluso cómico. Y es que mi discurso interior era existencial: «¿Zapato? No, no es lo más importante; uno puede andar sin ellos. ¿Papel? Sí, pero resulta tan necesario como lápiz. No hay modo de elegir entre papel y lápiz. ¿Chocolate? No, es mi secreto. ¿Otaria? Otaria resulta sublime, emite gritos admirables, pero ¿acaso es mucho mejor que peonza? Peonza es demasiado bonito. Aunque otaria es más viva. ¿Qué es mejor, una peonza que da vueltas o una otaria que vive? Ante la duda, me abstengo. ¿Armónica? Suena bien, ¿pero es realmente indispensable? ¿Gafas? No, es divertido, pero no sirve para nada. ¿Xilofón?…»
Un día mi madre entró en el salón con un animal de cuello largo cuya larga y delgada cola terminaba con una toma de corriente. Apretó un botón y el animal emitió un lamento regular y continuo. La cabeza empezó a moverse sobre el suelo con un movimiento de vaivén que arrastraba el brazo de Mamá detrás de él. A veces, el cuerpo se desplazaba sobre unas patas en forma de ruedas.
No era la primera vez que veía una aspiradora, pero todavía no había reflexionado sobre su condición. Me acerqué a ella a gatas, para estar a su altura; sabía que uno siempre tiene que ponerse al mismo nivel que lo que examina. Seguí su cabeza y puse la mejilla sobre la moqueta para observar qué ocurría. Era un milagro: el aparato engullía las realidades materiales que encontraba a su paso y las transformaba en inexistencia.
Sustituía el algo por la nada: aquella sustitución sólo podía ser una obra divina.
Recordaba vagamente haber sido Dios no hacía tanto tiempo. A veces, oía en mi cabeza una voz profunda que me hundía en insondables tinieblas y me decía: «¡Recuerda! ¡Yo soy quien vive en ti! ¡Recuerda!» No tenía una opinión clara al respecto, pero mi divinidad me parecía de las más aceptables y agradables.
De repente, me encontré con un hermano: la aspiradora. ¿Acaso podía existir algo más divino que aquella aniquilación pura y simple? Por más que considerase que un Dios nada tiene que demostrar, me habría gustado ser capaz de protagonizar un prodigio semejante, una tarea tan metafísica.«Anch’io sono pittore!», exclamó il Corriggio al contemplar los cuadros de Rafael por primera vez. Con idéntico entusiasmo, yo estaba a punto de gritar: «¡Yo también soy una aspiradora!»
En el último segundo recordé que tenía que emplear bien mis recursos: se suponía que poseía dos palabras en mi activo, no se trataba de perder credibilidad soltando frases enteras. Pero tenía mi tercera palabra.
Sin más demora, abrí la boca y acompasé las cinco sílabas: «¡Aspiradora!»
Tras un primer momento de desconcierto, mi madre soltó el cuello del tubo y corrió a telefonear a mi padre:
—¡Ha pronunciado su tercera palabra!
—¿Cuál?
—¡Aspiradora!
—Perfecto. La convertiremos en una perfecta ama de casa.
Debió de sentirse decepcionado.
Mi tercera palabra me había costado mucho; a partir de ahí, podía permitirme no ser tan existencial con la cuarta. Considerando que mi hermana, dos años mayor que yo, era una buena persona, elegí su nombre:
—Juliette! —exclamé mirándola a los ojos.
El lenguaje tiene poderes inmensos: inmediatamente después de pronunciar aquel nombre en voz alta, fuimos presa de una recíproca, repentina y loca pasión. Mi hermana me cogió en brazos y me dio un beso. Como el filtro mágico de Tristán e Isolda, la palabra nos había unido para siempre.
Ni se me pasaba por la cabeza elegir como quinto vocablo el nombre de mi hermano, cuatro años mayor que yo: aquel maldito sujeto se había pasado toda la tarde sentado sobre mi cabeza leyendo un Tintín. Le encantaba perseguirme. Para castigarlo, no lo llamaría por su nombre. De este modo, existiría, sí, pero menos.
Por aquel entonces vivía con nosotros Nishio-san, mi aya japonesa. Era la bondad personificada y me mimaba a todas horas. No hablaba más lengua que la suya. Yo comprendía todo lo que decía. Mi quinta palabra fue, pues, japonesa, ya que la nombré a ella.
Ya había bautizado a cuatro personas; y en cada ocasión les hice tan felices que ya no dudé nunca más de la importancia de la palabra: demostraba a los individuos que estaban allí. Llegué a la conclusión de que no estaban seguros de que eso fuera así. Me necesitaban para saberlo. ¿Significaba eso que hablar equivalía a conceder la vida? Quizás no. A mi alrededor, la gente hablaba de la mañana a la noche sin que eso tuviera consecuencias tan milagrosas. Para mis padres, por ejemplo, hablar equivalía a formular cosas como éstas:
—He invitado a los Tal a cenar el día veintiséis.
—¿Quiénes son los Tal?
—Venga, Danièle, sólo conocemos a los Tal. Ya hemos cenado más de veinte veces con ellos.
—No lo recuerdo. ¿Quiénes son los Tal?
—Ya lo verás.
No me parecía que los Tal existieran en mayor medida después de semejante diálogo. Al contrario.
Para mi hermano y mi hermana, hablar equivalía a:
—¿Dónde está mi caja de Lego?
—No tengo ni idea.
—¡Mentirosa! ¡La tienes tú!
—No es verdad.
—¿Vas a decirme dónde la has metido?
Y luego se peleaban. Hablar era el preludio del combate.
Cuando la dulce Nishio-san me hablaba era casi siempre para contarme, entre esas risas niponas reservadas al horror, cómo, siendo ella una niña, su hermana había sido atropellada por el tren Kobé-Nishinomiya. Cada vez que desgranaba aquel relato, impepinablemente las palabras de mi aya acababan con la vida de la pequeña. Hablar, pues, también podía servir para asesinar.
El examen del edificante lenguaje ajeno me llevó a la siguiente conclusión: hablar era un acto tan creativo como destructivo. Era mejor andarse con mucho cuidado con aquel invento.
Por otra parte, también había observado que existía una utilización inofensiva de la palabra. «Bonito día, ¿verdad?» o «¡Querida, estás en plena forma!» eran frases que no producían ningún efecto metafísico. Uno podía incluso no pronunciarlas. Sin duda, si uno las pronunciaba era para avisar a los demás de que no iba a matarlos. Era como la pistola de agua de mi hermano: cuando me disparaba anunciándome: «¡Pam! ¡Estás muerta!», yo no estaba muerta, sólo empapada. Se recurría a este tipo de frases para demostrar que el arma de uno estaba cargada con munición falsa. Por si fuera necesario confirmar lo dicho anteriormente, la sexta palabra fue «muerte».
 
En la casa reinaba un silencio anormal. Quise averiguar qué ocurría y bajé por la larga escalera. En el salón, mi padre lloraba: espectáculo inimaginable, que nunca más he vuelto a ver. Mi madre lo abrazaba como si de un gigantesco bebé se tratara.
Con gran delicadeza, me dijo:
—Tu padre ha perdido a su madre. Tu abuela ha muerto.
Adopté una expresión terrible.
—Por supuesto —prosiguió—, tú no sabes lo que significa la muerte. Sólo tienes dos años y medio.
—¡Muerte! —afirmé con el tono de una aserción sin réplica, antes de dar media vuelta.
¡Muerte! ¡Como si yo no supiera lo que eso significa! ¡Como si mis dos años y medio me alejaran de ella, cuando, en realidad, no hacían sino acercarme! ¡Muerte! ¿Quién mejor que yo para saber qué significaba? ¡Pero si apenas acababa de abandonar el sentido de aquella palabra! Lo conocía mucho mejor que los otros niños, yo, que la había prolongado más allá de los límites humanos. ¿Acaso no había vivido dos años en coma, si es que se puede vivir en coma? ¿Qué creían que hacía, pues, tanto tiempo dentro de mi cama-jaula, sino morir mi vida, morir el tiempo, morir el miedo, morir la nada, morir el letargo?
La muerte, había analizado aquella cuestión con detalle: la muerte era el techo. Cuando uno conoce el techo mejor que a sí mismo, a eso se le llama muerte. El techo es lo que impide que los ojos y el pensamiento se eleven. Y quien dice techo dice sepultura: el techo es la losa del cerebro. Cuando llega la muerte, una losa gigante cae sobre vuestra cazuela cranial. Me había ocurrido algo poco común: había vivido aquello en sentido inverso, a una edad en la que mi memoria quizás no podía recordarlo pero sí conservar una vaga impresión de lo vivido.
Cuando el metro sale a la luz del día, cuando las cortinas negras se abren, cuando termina la asfixia, cuando los únicos ojos necesarios vuelven a mirarnos, es la losa de la muerte la que se levanta, es nuestra sepultura cranial la que se convierte en un cerebro a cielo abierto.
Aquellos que, de un modo u otro, han conocido la muerte desde demasiado cerca y han regresado tienen dentro de sí su propia Eurídice: saben que en su interior existe algo que se acuerda perfectamente de la muerte y que más vale no mirarla de frente. Y es que la muerte, como una madriguera, como una habitación con las persianas bajadas, como la soledad, es a la vez terrible y tentadora: uno siente que podría sentirse bien con ella. Bastaría abandonarse para reunirse con esa hibernación interior. Eurídice es tan seductora que tendemos a olvidar por qué hay que resistirse a su influjo.
Y hay que hacerlo por la simple razón de que, en general, el trayecto es únicamente de ida. De no ser así, no sería necesario.
Me siento en la escalera pensando en la abuela del chocolate blanco. Ella contribuyó a liberarme de la muerte, y poco tiempo después le llegó su hora. Era como si se hubiera producido un intercambio. Había pagado con su vida a cambio de la mía. ¿Acaso fue consciente de ello?
Por lo menos mi recuerdo le conserva la existencia. Mi abuela había estrenado mi memoria. En justa compensación: sigue estando viva, precedida por su barrita de chocolate, como si de un cetro se tratara. Es mi manera de devolverle lo que ella me dio.
No lloré. Subí a mi habitación para jugar al más hermoso de los juegos: la peonza. Tenía una peonza de plástico que valía por todas las maravillas del universo. La hacía rodar y la observaba fijamente durante horas. Aquella rotación perpetua me hacía ponerme seria.
La muerte, ya sabía lo que era. Pero eso no significaba que la comprendiera. Me quedaban montones de preguntas por responder. El problema era que oficialmente sólo disponía de seis palabras, de las cuales ningún verbo, ninguna conjunción, ningún adverbio: así resultaba difícil formular preguntas. En realidad, es cierto que en mi cabeza disponía del vocabulario necesario, pero ¿cómo pasar de repente de seis a mil palabras sin desvelar mi impostura?
Afortunadamente, existía una solución: Nishio-san. Sólo hablaba japonés, lo cual limitaba sus conversaciones con mi madre. Podía hablar con ella a escondidas, camuflada detrás de su lengua.
—Nishio-san, ¿por qué nos morimos?
—¿Hablas?
—Sí, pero no se lo digas a nadie. Es un secreto.
—Tus padres se alegrarían mucho si supieran que ya hablas.
—Quiero darles una sorpresa. ¿Por qué nos morimos?
—Porque Dios así lo quiere.
—¿De verdad lo crees?
—No lo sé. He visto morir a tanta gente: mi hermana, atropellada por el tren, mis padres, muertos a causa de los bombardeos durante la guerra. No sé si Dios quiso todo eso.
—Entonces, ¿por qué morimos?
—¿Te refieres a tu abuela? Es normal que uno muera cuando es viejo.
—¿Por qué?
—Cuando uno ha vivido mucho, está cansado. Morir, para un viejo, es como quedarse dormido. Está bien.
—¿Y morirse cuando uno no es viejo?
—Eso no sé por qué es posible. ¿Entiendes todo lo que te estoy diciendo?
—Sí.
—¿Así que hablas japonés antes de hablar francés?
—No. Es lo mismo.
Para mí no existían idiomas, sino una única e inmensa lengua de la cual uno podía elegir las variantes japonesa o francesa, según. Nunca había oído una lengua que no entendiese.
—Si es lo mismo, ¿cómo te explicas que yo no hable francés?
—No lo sé. Cuéntame los bombardeos.
—¿Estás segura de que quieres oírlo?
—Sí.
Empezó un relato de pesadilla. En 1945, ella tenía cinco años. Una mañana, empezaron a llover bombas. En Kobe no era la primera vez que, aunque lejos, se oían. Pero aquella mañana Nishio-san sintió que esta vez iban a por ellos y no se equivocó. Se había quedado tumbada sobre el tatami, esperando que la muerte la sorprendiera dormida. De repente, justo a su lado, se produjo una explosión tan extraordinaria que, en un primer momento, la pequeña pensó que la habían despedazado. A continuación, sorprendida de haber sobrevivido, quiso cerciorarse de que sus miembros seguían unidos a su cuerpo, pero algo se lo impedía: había tardado un rato en comprender que estaba enterrada.
Así que entonces empezó a cavar con sus propias manos, esperando estar dirigiéndose hacia arriba, pero sin estar muy segura de que así fuera. En un momento dado, revolviendo la tierra, había tocado un brazo: ignoraba a quién pertenecía, ignoraba incluso si aquel brazo seguía unido a un cuerpo: la única certeza era que aquel brazo estaba muerto, separado de su propietario.
Se había equivocado de rumbo. Dejó de cavar para escuchar: «Tengo que dirigirme hacia el ruido: allí es donde está la vida.» Había oído gritos y había intentado cavar en aquella dirección. Reanudó su trabajo de topo.
—¿Y cómo respirabas? —pregunté.
—No lo sé. Existe un modo. Al fin y al cabo, hay animales que viven bajo tierra y que respiran. El aire llegaba con dificultad, pero llegaba. ¿Quieres saber qué ocurrió después?
Lo estaba reclamando con entusiasmo.
Finalmente, Nishio-san llegó a la superficie. «Allí es donde está la vida», le había dicho su instinto. Se equivocaba: allí estaba la muerte. Entre las casas destrozadas había pedazos de seres humanos. La pequeña tuvo tiempo para reconocer la cabeza de su padre antes de que una enésima bomba explotase y la hundiese muy profundamente bajo los escombros.
Protegida por su mortaja de tierra, se preguntó primero si no quedarse allí: «Aquí es donde estoy más segura y hay menos horrores que ver.» Poco a poco, empezó a ahogarse. Había cavado hacia el ruido, aterrorizada ante la idea de lo que iba a descubrir esta vez. Hacía mal en preocuparse: no pudo ver nada ya que, apenas había emergido a la superficie, volvía a encontrarse cuatro metros más abajo.
—No sé cuántas horas duró aquello. Yo cavaba y cavaba y cada vez que conseguía salir a la superficie volvía a quedar enterrada por una nueva explosión. Ya no sabía por qué, aun siendo así, volvía y volvía a subir, porque era más fuerte que yo. Ya sabía que mi padre había muerto y que me había quedado sin hogar: pero todavía ignoraba qué suerte habían corrido mi madre y mis hermanos. Cuando la lluvia de bombas cesó, no podía dar crédito al hecho de seguir con vida. Al retirar los escombros fueron encontrando, poco a poco, los cadáveres, enteros o no, de aquellos que me faltaban, entre ellos los de mi madre y mis hermanos. Envidiaba a mi hermana que, atropellada por el tren dos años antes, se había librado de aquel espectáculo.
La verdad es que Nishio-san tenía hermosas historias que contar: los cuerpos siempre terminaban destrozados.
Como acaparaba a mi aya cada vez más, mis padres decidieron contratar a una segunda japonesa para ayudarles. Pusieron un anuncio en el pueblo de Shukugawa.
No tuvieron problemas de elección: sólo se presentó una señora.
Kashima-san se convirtió, pues, en la segunda aya. Era totalmente opuesta a la primera. Nishio-san era joven, dulce y amable; no era guapa y procedía de un medio pobre y popular. Kashima-san tenía unos cincuenta años y una belleza tan aristocrática como sus orígenes: su espléndido rostro nos miraba con desprecio. Pertenecía a la antigua nobleza nipona abolida por los americanos en 1945. Durante cerca de treinta años había sido una princesa, y de la noche a la mañana se había encontrado sin título y sin dinero.
Desde entonces, vivía de trabajos domésticos como el que le habíamos ofrecido. Culpaba a todos los blancos de su decadencia y nos odiaba en bloque. Sus rasgos, de una finura perfecta, y su altiva delgadez inspiraban respeto. Mis padres se dirigían a ella con la consideración debida a una gran señora; ella no les hablaba y trabajaba lo menos posible. Cuando mi madre le pedía que la ayudase en una u otra faena, Kashima-san suspiraba y le dirigía una mirada que significaba: «¿Por quién me ha tomado?»
La segunda aya trataba a la primera como a un perro, no sólo a causa de su origen modesto, sino también porque la consideraba una traidora que contemporizaba con el enemigo. Dejaba que Nishio-san hiciera todo el trabajo, aprovechando que ésta tenía un desafortunado instinto de obediencia hacia su soberana. La reprendía a la menor ocasión:
—¿Has visto cómo les hablas?
—Ellos también me hablan.
—No tienes ningún sentido del honor. ¿No te basta con que nos humillaran en 1945?
—No fueron ellos.
—Eran los mismos. Esta gente eran los aliados de los americanos.
—Durante la guerra eran niños, como yo.
—¿Y qué? Sus padres eran nuestros enemigos. Los gatos no se entienden con los perros. Y los desprecio.
—No deberías decir eso delante de la niña —dijo Nishio-san señalándome con la barbilla.
—¿Este bebé?
—Entiende lo que dices.
—Mejor.
—Yo la quiero, a esta pequeña.
Decía la verdad: me quería tanto como a sus dos hijas, dos gemelas de diez años a las que nunca llamaba por su nombre ya que le resultaba imposible diferenciarlas. Siempre las llamaba futago y durante mucho tiempo creí que aquella palabra dual era el nombre de un único hijo, al ser las marcas del plural muy ambiguas en la lengua nipona. Un día, las niñas vinieron a casa y Nishio-san las llamó desde lejos: «¡Futago!» Acudieron como siamesas, revelándome con este hecho el sentido de aquella palabra. En Japón ser gemelo debe de ser más problemático que en otros lugares.
Rápidamente me di cuenta de que mi edad me confería un estatus especial. En el país del Sol Naciente, desde el nacimiento hasta el parvulario inclusive, uno es un dios. Nishio-san me trataba como a una divinidad. Mi hermano, mi hermana y las futago habían abandonado la edad sagrada: les hablaban de un modo ordinario. Yo era un okosama: una honorable excelencia infantil, un señor niño.
Cuando por la mañana entraba en la cocina, Nishio-san se prosternaba para ponerse a mi altura. Me lo consentía todo. Si yo expresaba el deseo de comer de su plato, algo que ocurría con frecuencia ya que prefería lo que comía ella a lo que me daban a mí, ella dejaba de tocar su pitanza: esperaba a que yo hubiese terminado antes de reanudar su alimentación, suponiendo que yo hubiera tenido la grandeza de espíritu de dejarle algo.
Un mediodía, mi madre se percató de mis maniobras y me riñó severamente. Luego le ordenó a Nishio-san que no aceptara más mi tiranía. En vano: en cuanto Mamá le dio la espalda, mis picoteos en su plato se reanudaron. Y tenía motivos para ello: el okonomiyaki (tortita de col, con gambas y al jengibre) y el arroz al tsukemono (rábano silvestre marinado en salmuera amarillo azafrán) eran mucho más apetitosos que los tacos de carne con zanahorias hervidas.
Había dos comidas: la del comedor y la de la cocina. Comiscaba en la primera y me reservaba para la segunda. Rápidamente, elegí mi bando: entre unos padres que me trataban igual que a los demás y un aya que me divinizaba, no había duda.
Sería japonesa.
 
Fui japonesa.
A los dos años y medio, en la provincia de Kansai, ser japonesa consistía en vivir en el corazón de la belleza y de la veneración. Ser japonesa consistía en empacharse de las flores exageradamente olorosas del jardín humedecido por la lluvia, sentarse junto al estanque de piedra y contemplar, a lo lejos, las montañas inmensas como el interior de mi propio pecho, hacer que perdurase en el corazón de una el canto místico del vendedor de patatas dulces que, al caer la noche, recorría el barrio.
A los dos años y medio, ser japonesa significaba ser la elegida de Nishio-san. Si yo se lo pedía, y en cualquier momento, ella abandonaba lo que estuviera haciendo para cogerme en brazos, mimarme, cantarme canciones que hablaban de gatitos o de cerezos en flor.
Siempre estaba dispuesta para contarme sus historias de cuerpos mutilados, que me fascinaban, o la leyenda de esta o de aquella bruja que cocía a la gente en un caldero para convertirlos en sopa: aquellos adorables cuentos me maravillaban hasta el embobamiento.
Se sentaba y me mecía como a una muñeca. Yo adoptaba una expresión de sufrimiento sólo justificada por mi deseo de ser consolada: durante horas, Nishio-san me consolaba de mis inexistentes penas, siguiéndome la corriente, se apiadaba de mí con consumado arte.
Y con un dedo delicado seguía el trazo de mis rasgos y alababa su belleza, que calificaba de extrema: ensalzaba las virtudes de mi boca, de mi frente, de mis mejillas, de mis ojos, y llegaba a la conclusión de que nunca había visto a una diosa de rostro tan admirable. Era una buena persona.
Y yo nunca me cansaba de estar en sus brazos, me habría quedado allí para siempre, embobada ante su idolatría. Y ella se pasmaba de idolatrarme de aquel modo, demostrando así lo afinado y excelso de mi divinidad.
A los dos años y medio, tendría que haber sido idiota para no ser japonesa.
No era casual que hubiera manifestado antes mi conocimiento de la lengua nipona que de la lengua materna: el culto a mi persona tenía sus exigencias lingüísticas. Necesitaba un idioma para comunicarme con mis fieles. No eran muy numerosos, pero me bastaban por la intensidad de su fe y la importancia del lugar que ocupaban en mi universo: eran Nishio-san, las futago y los transeúntes.
Cuando paseaba por la calle cogida de la mano de la principal sacerdotisa de mi adoración, esperaba con serenidad las aclamaciones de los curiosos: sabía que nunca dejarían de exclamarse ante mis encantos.
Pero donde más disfrutaba de aquella religión era entre las cuatro paredes del jardín: aquél era mi templo. Una porción de terreno plantada con flores y árboles y rodeada por una cerca: no se ha inventado nada mejor para reconciliarse con el universo.
El jardín de la casa era nipón, lo cual lo convertía en un jardín pleonástico. No era zen, pero su estanque de piedra, su sobriedad y la elección de su pelambre decían mucho sobre el país que, más religiosamente que los demás, ha definido el jardín.
El área geográfica de culto a mi persona alcanzaba su mayor grado de densidad en el jardín. Los muros elevados y culminados de tejas japonesas que los enclaustraban me protegían de las miradas de los laicos y confirmaban que nos hallábamos en un santuario.
Cuando Dios necesita un lugar para simbolizar la felicidad terrenal no opta ni por una isla desierta, ni por una playa de arena fina, ni por un campo de trigo maduro, ni por el pasto que verdece: elige el jardín.
Yo compartía su opinión: no existe mejor territorio para reinar. Dueño y señor del jardín, tenía por subditos a plantas que, si se lo ordenaba, se abrían a ojos vistas. Era la primera primavera de mi existencia y yo no imaginaba que aquella adolescencia vegetal conocería un apogeo seguido de un posterior declive.
Una noche, le había dicho a un tallo culminado por un capullo: «Florece.» A la mañana siguiente se había convertido en una blanca peonía en plena deflagración. No había duda, tenía poderes. Se lo comenté a Nishio-san, que no me desmintió.
Desde el nacimiento de mi memoria, en febrero, el mundo no había dejado de manifestarse a mi alrededor. La naturaleza se asociaba a mi advenimiento. Cada día, el jardín era más frondoso que la víspera. Una flor sólo se marchitaba para renacer más hermosa y un poco más lejos.
¡Cómo debería de agradecérmelo la gente! ¡Hasta qué punto su vida debía de ser triste antes de mí! Porque yo era la responsable de haberles traído todas aquellas innumerables maravillas. ¿Qué más comprensible que su adoración?
Sin embargo, seguía existiendo un problema lógico en aquella apologética: Kashima-san.
Ella no creía en mí. Era la única japonesa que no aceptaba la nueva religión. Me odiaba. Sólo los gramáticos son lo bastante ingenuos para creer que la excepción confirma la regla: yo no lo era y el caso de Kashima-san me perturbaba.
Así pues, cuando yo acudía a la cocina para comer por segunda vez, ella no me permitía coger nada de su plato. Estupefacta por su impertinencia, volví a acercar mi mano a sus alimentos: aquello me costó una bofetada.
Pasmada, fui a lamentarme entre lágrimas junto a Nishio-san, esperando que castigaría a la impía; pero no ocurrió nada parecido.
—¿Te parece normal? —le dije con indignación.
—Es Kashima-san. Ella es así.
Me pregunté si aquella respuesta resultaba admisible. ¿Acaso tenían derecho a golpearme por la única razón de ser así? Me parecía un poco fuerte. Eso le costaría a la irreductible quedar al margen de mi influencia.
Ordené que su jardín no floreciese. Aquello no pareció inmutarla. Concluí que era indiferente a los encantos de la botánica. De hecho, no tenía jardín.
Opté entonces por una actitud más caritativa y decidí seducirla. Con una sonrisa magnánima, me planté ante ella y le tendí la mano, como Dios a Adán en la cúpula de la Capilla Sixtina: ella se dio la vuelta.
Kashima-san me rechazaba. Negaba mi existencia. Al igual que existe el Anticristo, ella era el Antiyó.
Experimenté hacia ella una inmensa piedad. ¡Qué siniestro debía de resultar no adorarme! Saltaba a la vista: Nishio-san y mis otros fieles resplandecían de felicidad, ya que quererme resultaba beneficioso para ellos.
Kashima-san no se dejaba arrastrar por aquella dulce necesidad: podía leerse en los hermosos rasgos de su rostro, en su expresión toda dureza y rechazo. Yo daba vueltas a su alrededor sin dejar de observarla, buscando la razón de su nula inclinación hacia mí. Nunca imaginé que la causa pudiera estar dentro de mí, tan fuerte era mi convicción de ser, de pies a cabeza, la indiscutible gema del planeta. Si la aristocrática aya no me quería, significaba que tenía un problema.
Lo encontré: a base de escrutar a Kashima-san, observé que sufría la enfermedad de reprimirse. Cada vez que surgía una ocasión de alegrarse, de reírse, de extasiarse o de divertirse, la boca de la noble dama se crispaba, sus labios se volvían rígidos: se reprimía.
Era como si los placeres fueran indignos de una persona de su condición. Como si para ella la felicidad constituyera una abdicación.
Me entregué a algunos experimentos científicos. Le llevé a Kashima-san la camelia más hermosa del jardín subrayando que la había cogido para ella: boca fruncida, agradecimiento seco. Le pedí a Nishio-san que le preparase un sublime chawan mushi, que fue consumido con remilgos y comentado con silencio. Al percibir un arco iris, corrí a llamar a Kashima-san para que lo admirase: se encogió de hombros.
En mi generosidad, decidí entonces dejarla contemplar el espectáculo más hermoso que pueda concebirse. Me puse el vestido que Nishio-san me había regalado: un pequeño kimono de seda rosa, decorado con nenúfares, con su largo orbi rojo, las geta laqueadas y la sombrilla de papel púrpura decorada con una migración de grullas blancas. Me embadurné la boca con el carmín de mi madre y fui a contemplarme en el espejo: no había lugar a dudas, estaba espléndida. Nadie se resistiría a semejante aparición.
En primer lugar, fui a dejarme admirar por mis feligreses más leales, que profirieron los chillidos que yo ya esperaba. Dando vueltas como la más cortejada de las mariposas, ofrecí luego mi soberbia al jardín, en forma de danza frenética y brincadora. Aproveché la ocasión para adornar mi vestimenta con una peonía gigante con la que me cubrí la cabeza como si de un sombrero bermellón se tratase.
Engalanada de esta guisa, fui a mostrarme a Kashima-san. No tuvo ninguna reacción.
Aquello confirmó mi diagnóstico: se reprimía. De no ser así, ¿cómo había podido quedarse impertérrita ante mi vista? Y al igual que hizo Dios con el pecador, concebí para ella una absoluta conmiseración. ¡Pobre Kashima-san!
Si hubiera sabido que la oración existía, habría rezado por ella. Pero no veía modo alguno de integrar aquella aya aporética en mi visión del mundo y eso me contrariaba.
Me hacía descubrir las limitaciones de mi poder.
 
Entre los amigos de mi padre, había un hombre de negocios vietnamita que se había casado con una francesa. A consecuencia de los problemas políticos fácilmente imaginables en el Vietnam de 1970, aquel hombre había tenido que regresar con toda urgencia a su país, llevándose a su esposa pero sin atreverse a cargar con su hijo de seis años, que les fue confiado a mis padres por un tiempo indeterminado.
Hugo era un niño imperturbable y reservado. Me causó buena impresión hasta el momento en que se pasó al enemigo: mi hermano. Los dos muchachuelos se convirtieron en inseparables. Para castigarlo, decidí no pronunciar jamás el nombre de Hugo.
Continuaba diciendo muy pocas palabras en francés, con el objeto de administrar mis reservas. Aquella situación empezaba a resultar insostenible. Sentía la necesidad de proclamar cosas tan cruciales como «Hugo y André son unas cacas verdes». Lamentablemente, se suponía que yo era incapaz de pronunciar tan complicadas aserciones. Tascaba el freno pensando que a los chicos ya les llegaría su hora.
A veces me preguntaba por qué no les demostraba a mis padres la extensión de mi palabra: ¿por qué privarme de un poder semejante? Fiel, sin saberlo, a la etimología de la palabra «niño», intuía de un modo confuso que, al hablar, perdería algunas de las deferencias concedidas a los magos y a los retrasados mentales.
En el sur del Japón, el mes de abril es de una voluptuosa suavidad. Mis padres nos llevaron a la playa. Conocía muy bien el océano, gracias a la playa de Osaka, que, por aquel entonces, rebosaba de inmundicias: era igual que nadar en las cloacas. Así pues, nos trasladamos al otro extremo del país, a Tottori, donde descubrí el mar del Japón, cuya belleza me subyugó. Los nipones califican ese mar de macho, en oposición al océano, al que consideran hembra: esa distinción me dejó perpleja. Todavía hoy sigo sin comprenderla.
La playa de Tottori era grande como el desierto. Atravesé aquel Sahara y llegué hasta la orilla. El agua tenía tanto miedo como yo: a la manera de los niños tímidos, avanzaba y retrocedía sin cesar. Yo la imité.
Todos mis familiares se lanzaron al agua. Mi madre me llamó. No me atreví a seguirla, a pesar del flotador que llevaba a modo de cinturón. Miraba el mar con terror y deseo. Mamá vino a cogerme la mano y me llevó a rastras. De repente, escapé a la pesadez terrestre: el fluido se amparó de mí y me encaramó a su superficie. Emití un grito de placer y éxtasis. Majestuosa como Saturno, con mi flotador por anillo, permanecí en el agua durante horas. Tuvieron que sacarme a la fuerza.
—¡Mar!
Aquélla fue la séptima palabra.
Pronto aprendí a prescindir del flotador. Bastaba mover las piernas y los brazos y se obtenía algo parecido al modo de nadar de un cachorro de perro. Como resultaba cansado, me las apañaba para permanecer allí donde hacía pie.
Un día se produjo el prodigio: entré en el mar, me puse a caminar en línea recta hacia adelante, en dirección a Corea, y constaté que el fondo dejaba de hundirse bajo mis pies. Se había levantado para mí. Cristo caminaba sobre las aguas: yo conseguía que el fondo marino ascendiera. A cada uno sus milagros. Exaltada, decidí caminar con la cabeza erguida hasta el continente.
Avanzaba hacia lo desconocido, pisando el dulce tapiz de aquel fondo tan complaciente. Caminaba, caminaba, alejándome de Japón a pasos de titán, pensando en lo fabuloso que resultaba gozar de semejantes poderes.
Caminaba, caminaba, y de pronto me hundí. El banco de arena que me había llevado hasta allí se agrietó debajo de mí. Perdí pie. El agua me engulló. Intenté mover frenéticamente brazos y piernas para regresar a la superficie, pero cada vez que mi cabeza emergía, una nueva ola volvía a hundirme bajo las olas igual que un torturador que intentara sonsacarme una confesión.
Comprendí que me estaba ahogando. Cuando mis ojos conseguían salir del mar, veía una playa que me parecía lejana, mis padres durmiendo la siesta y varias personas mirándome sin moverse, fieles al viejo principio nipón de jamás salvarle la vida a nadie, ya que eso implicaría obligarle a una gratitud excesiva para él.
Aquel espectáculo de mi público asistiendo a mi propia muerte resultaba todavía más horroroso que mi óbito.
Grité:
—¡Tasukete!
En vano.
Me dije entonces que ya no era momento de andarme con pudores con la lengua francesa y traduje el anterior grito chillando:
—¡Socorro!
Es posible que aquélla fuera la confesión que el agua quería obtener de mí: que hablara la lengua de mis padres. Por desgracia, éstos no oyeron nada. Los espectadores nipones respetaron su regla de no intervención hasta el punto de ni siquiera avisar a los responsables de mis días. Y yo miraba cómo me miraban morir con atención.
Pronto ya no tuve fuerzas para mover mis extremidades y me dejé arrastrar hacia el fondo. Mi cuerpo se deslizó bajo las aguas. Sabía que aquellos momentos eran los últimos de mi vida y no quería perdérmelos: intenté abrir los ojos y lo que vi me fascinó. La luz del sol nunca había sido tan hermosa como a través de las profundidades del mar. El movimiento de las olas propagaba ondas centelleantes.
Aquello hizo que me olvidara del miedo a la muerte. Me parece que permanecí allí durante horas.
Unos brazos me arrancaron y sacaron a la superficie. Respiré de golpe, muy fuerte, y abrí los ojos para ver quién me había salvado: era mi madre que lloraba. Me llevó hasta la playa abrazándome con fuerza sobre su vientre.
Me envolvió en una toalla y frotó mi espalda y mi pecho vigorosamente: vomité mucha agua. Y luego me meció mientras, entre lágrimas, me contaba:
—Hugo te ha salvado la vida. Estaba jugando con André y Juliette cuando, por casualidad, ha visto tu cabeza en el momento en que desaparecía bajo el mar. Ha venido a avisarme enseñándome dónde estabas. ¡De no ser por él, estarías muerta!
Miré al pequeño euroasiático y dije solemnemente:
—Gracias, Hugo, eres muy bueno.
Silencio patidifuso.
—¡Habla! ¡Habla como una emperatriz! —exclamó con júbilo mi padre, que en un instante pasó de los escalofríos inmediatamente anteriores a la carcajada.
—Hace tiempo que hablo —dije, encogiéndome de hombros.
El agua había conseguido su objetivo: había confesado.
Tumbada en la arena cerca de mi hermana, me preguntaba si me sentía feliz de no estar muerta. Miraba a Hugo como si fuera una ecuación matemática: sin él, yo no existiría. ¿Me gustaría no existir? «No habría estado aquí para saber si me gustaba o no», me dije con lógica. Sí, me sentía feliz de no estar muerta, de saber que eso me gustaba.
Junto a mí, la hermosa Juliette. Sobre mí, las magníficas nubes. Delante de mí, el admirable mar. Detrás de mí, la infinita playa. El mundo era hermoso: merecía la pena vivir.
De regreso a Shukugawa, decidí aprender a nadar. No lejos de la casa, en la montaña, había un pequeño lago verde que bauticé como el Pequeño Lago Verde. Era el paraíso líquido. Sus aguas tibias eran de una belleza subyugadora, perdidas entre una profusión de azaleas.
Nishio-san tomó la costumbre de llevarme cada mañana al Pequeño Lago Verde. Sola, descubrí el arte de nadar como un pez, siempre con la cabeza debajo del agua, los ojos abiertos y fijos en los misterios ocultos, cuya existencia había descubierto gracias al ahogamiento.
Cuando mi cabeza emergía, veía cómo se levantaban a mi alrededor las montañas pobladas de árboles. Era el centro geométrico de un círculo de esplendor en constante expansión.
Haber rozado la muerte no quebrantaba mi convicción no formulada de ser una divinidad. ¿Por qué los dioses iban a ser inmortales? ¿En qué medida podía la inmortalidad convertir a alguien en divino? ¿Acaso es menos sublime la peonía por el hecho de marchitarse?
Le pregunté a Nishio-san quién era Jesús. Me contestó que no lo sabía exactamente.
—Sé que es un dios —se aventuró a decir—. Y que tenía el pelo largo.
—¿Crees en él?
—No.
—¿Crees en mí?
—Sí.
—Yo también tengo el pelo largo.
—Sí. Pero a ti, además, te conozco.
Nishio-san era una buena persona: tenía opiniones fundadas.
Mi hermano, mi hermana y Hugo iban a la escuela americana, cerca del monte Rokko. Entre sus libros escolares, André tenía uno titulado My friend Jesús. Todavía no era capaz de leerlo, pero contenía ilustraciones. Hacia el final, podía verse al héroe en una cruz con mucha gente a su alrededor, mirándolo. Aquel dibujo me fascinaba. Le pregunté a Hugo por qué Jesús estaba clavado en una cruz.
—Es para matarlo —contestó.
—¿Estar en una cruz mata a los hombres?
—Sí. Es porque está clavado sobre la madera. Son los clavos los que le matan.
Aquella explicación me pareció de recibo. La imagen resultaba todavía más formidable. Así pues, Jesús se estaba muriendo ante la multitud, ¡y nadie acudía para salvarlo! Me recordaba algo.
Yo también había pasado por aquella situación: estar diñándola mirando cómo la gente me miraba. Habría bastado que alguien acudiera a retirar los clavos del crucificado para salvarlo: habría bastado que alguien acudiera a sacarme del agua, o simplemente que alguien avisara a mis padres. En mi caso, como en el de Jesús, los espectadores habían preferido no intervenir.
Sin duda los habitantes del país del crucificado tenían los mismos principios que los japoneses: salvar la vida de un ser equivalía a convertirlo en un esclavo a causa de una exagerada gratitud. Valía más dejarlo morir que privarlo de su libertad.
No pretendía rebatir aquella teoría; sólo sabía que resultaba terrible sentirse morir ante un público pasivo. Y experimenté una profunda complicidad con Jesús, ya que estaba convencida de comprender el sentimiento de rebeldía que le invadía en aquel momento.
Quise saber más sobre aquella historia. Como la verdad parecía estar encerrada en las rectangulares hojas de los libros, decidí aprender a leer. Anuncié mi decisión; se rieron en mis narices.
Ya que no me tomaban en serio, lo haría yo sólita. No suponía ningún problema. Había aprendido por mí misma a hacer cosas igualmente dignas de admiración: hablar, andar, nadar, reinar y jugar a la peonza.
Me pareció racional empezar con un Tintín por las ilustraciones. Elegí uno al azar, me senté en el suelo y fui pasando las páginas. Me resultaría imposible explicar lo que ocurrió, pero en el momento en que la vaca salió de la fábrica a través de un grifo que fabricaba salchichas, sentí que ya sabía leer.
Me guardé de revelar a otros aquel prodigio, ya que mi deseo de leer les había parecido risible. Abril era el mes de los cerezos del Japón en flor. El barrio lo celebraba por la noche, con sake. Nishio-san me dio un vaso: aquello me hizo gritar de satisfacción.
 
Pasaba largas noches de pie, sobre mi almohada, agarrada a los barrotes de mi cama-jaula, mirando fijamente a mi padre y a mi madre, como si tuviera el proyecto de escribir un estudio zoológico sobre sus personas. Ambos experimentaban un creciente malestar. La seriedad con que los contemplaba los intimidaba hasta el punto de hacerles perder el sueño. Mis padres comprendieron que yo ya no podía dormir en su habitación.
Trasladaron mis pertenencias a una especie de granero. Aquello me encantó. Examinarlo me produjo un placer desconocido, especialmente sus grietas, más expresivas que aquellas cuyos meandros había estado observando durante dos años y medio. Había también un fárrago de objetos que interrogar con la mirada: cajas, ropa vieja, una piscina hinchable deshinchada, raquetas podridas y otras maravillas.
Pasaba fascinantes noches de insomnio preguntándome por el contenido de aquellas cajas de cartón: debía de tratarse de algo muy hermoso para permanecer tan bien escondido. Habría sido incapaz de bajar de la cama-jaula para ir a mirar: estaba demasiado alta.
A finales de abril, una maravillosa novedad conmovió mi existencia: abrieron la ventana de mi habitación durante la noche. No recordaba haber dormido con la ventana abierta. Resultaba prodigioso: podía escrutar los enigmáticos murmullos que se escapaban de un mundo soñoliento, interpretarlos, darles sentido. La cama-jaula estaba instalada junto a la pared, bajo la abuhardillada ventana: cuando el viento separaba las cortinas, podía ver el cielo color de sésamo. El descubrimiento de aquel color me dejó sin respiración: resultaba reconfortante descubrir que la noche no era negra.
Mi ruido preferido era el ladrido lancinante y lejano de un perro inidentificable que bauticé como Yorukoé, «la voz de la noche». Sus gimoteos molestaban al barrio. Me fascinaba como un canto melancólico. Me habría gustado conocer la razón de tanta desesperación.
La suavidad del aire nocturno fluía por la ventana y se asomaba directamente sobre mi cama. Me la bebía hasta sentirme ebria. Sólo por aquella prodigalidad de oxígeno habría podido adorar el universo.
Durante aquellos fastuosos insomnios, mi oído y mi olfato funcionaban a pleno rendimiento. La tentación de utilizar la vista no era menos intensa. Aquel ojo de buey, encima de mí, constituía una provocación.
Una noche, no pude resistirlo más. Escalé los barrotes de mi cama-jaula por la pared, levanté las manos lo más alto posible: logré agarrarme al borde inferior de la ventana. Embriagada por aquella hazaña, conseguí levantar mi débil cuerpo hasta aquel punto de apoyo. Encaramada sobre el vientre y los codos, descubrí finalmente el paisaje nocturno: exultaba de admiración frente a las grandes y oscuras montañas, los pesados y majestuosos tejados de las casas vecinas, la fosforescencia de las flores de los cerezos, el misterio de las calles oscuras. Quise asomarme para ver dónde tendía la ropa Nishio-san y lo que tenía que ocurrir ocurrió: me caí.
Se produjo un milagro: tuve el reflejo de separar las piernas y mis pies permanecieron agarrados a los dos ángulos inferiores de la ventana. Mis pantorrillas y mis muslos se extendían a lo largo del estrecho reborde del tejado, mis caderas descansaban sobre el canalón, mi tronco y mi cabeza permanecían suspendidos en el vacío.
Una vez superado el susto inicial, empecé a sentirme a gusto en mi nuevo puesto de observación. Contemplé la parte trasera de la casa con enorme interés. Jugué a balancearme de izquierda a derecha y me dediqué al estudio balístico de mis escupitajos.
Por la mañana, cuando mi madre entró en la habitación, emitió un grito de terror: justo encima de la cama vacía, la ventana abierta con las cortinas separadas y mis pies a uno y otro lado. Me sujetó por los tobillos, me hizo reingresar intra muros y me administró la azotaina del siglo.
—No podemos dejarla dormir sola. Es demasiado peligroso.
Quedó decretado que el desván se convertiría en la habitación de mi hermano y que, a partir de entonces, yo compartiría la de mi hermana ocupando el lugar de André. Aquella mudanza trastocó mi vida. Dormir con Juliette acentuó hasta la exaltación la pasión que sentía por ella: compartiría su habitación durante los quince años siguientes.
A partir de aquel momento, mis insomnios sirvieron para contemplar a mi hermana. Las hadas que se habían asomado sobre su cuna no sólo le habían concedido la gracia de dormir, sino también la gracia a secas: en absoluto molesta por mi permanente mirada, ella dormía con una calma que obligaba a la admiración. Me aprendí de memoria el ritmo de su respiración y la musicalidad de sus suspiros. Nadie conoce tan bien como yo el reposo ajeno.
Veinte años más tarde, leí, estremecida, el siguiente poema de Aragon:
Entré en la casa como un ladrón
Tú compartías ya el intenso reposo de las flores
Me asusta tu silencio y sin embargo respiras
Contra mí te mantengo aliento imaginario
Yo soy cerca de ti el turbado vigía
Que con cada paso multiplica su eco
En el fondo de la noche
Yo soy cerca de ti de los muros vigía
Que sufre por la hoja y muere por un susurro
En el fondo de la noche
Vivo por esa queja en la hora del reposo
Vivo por ese temor en mí por cualquier cosa
En el fondo de la noche
Ve y diles, gacela mía, a los días futuros
Que aquí el nombre de Elsa sólo es mi rúbrica
En el fondo de la noche.
Sólo había que sustituir Elsa por Juliette.
Ella dormía por las dos. Por la mañana, me levantaba, radiante y dispuesta, descansada por el sueño de mi hermana.
 
El mes de mayo empezó bien.
Alrededor del Pequeño Lago Verde las azaleas protagonizaban una explosión floral. Como si una chispa hubiera prendido la pólvora, toda la montaña se vio contaminada. En lo sucesivo, nadé entre el rosa más intenso.
La temperatura diurna no se movía de los veinte grados: el Edén. Estaba a punto de pensar que mayo era un mes excelente cuando estalló el escándalo: en el jardín, mis padres levantaron un mástil en cuyo extremo superior flameaba, ondeando al viento como una bandera, un enorme pez de papel rojo.
Pregunté de qué se trataba. Me explicaron que de una carpa, en honor a mayo, el mes de los chicos. Dije que no veía cuál era la relación. Me respondieron que la carpa era el símbolo de los chicos y que se enarbolaba ese tipo de esfígie piscícola en los hogares de aquellas familias que tuvieran un hijo de sexo masculino.
—¿Y cuándo cae el mes de las chicas? —pregunté.
—No existe.
Me quedé sin habla. ¿Qué clase de apabullante injusticia era aquélla?
Mi hermano y Hugo me miraron con expresión burlona.
—¿Por qué una carpa para un chico? —pregunté de nuevo.
—¿Por qué los bebés siempre dicen por qué? —me replicaron.
Me alejé dolida, convencida de la pertinencia de mi pregunta.
Es cierto que ya había observado la existencia de una diferencia sexual, pero eso nunca me había perturbado. Existían muchas diferencias sobre la tierra: los japoneses y los belgas (creía que todos los blancos eran belgas menos yo, que me consideraba japonesa), los pequeños y los mayores, los buenos y los malos, etc. Me parecía que la de mujer u hombre era una oposición como otra cualquiera. Por primera vez, sospeché que se trataba de algo mucho más importante.
En el jardín, me situé debajo del mástil y empecé a observar la carpa. ¿En qué evocaba más a mi hermano que a mí? ¿Y la masculinidad, en qué resultaba tan formidable como para dedicarle una bandera y un mes, más aún teniendo en cuenta que aquél era un mes de suavidad y de azaleas? Mientras que a la feminidad ¡ni siquiera le dedicaban un banderín, ni un solo día!
Le propiné una patada al mástil, que no manifestó ninguna reacción.
Ya no estaba tan convencida de que el mes de mayo fuera de mi agrado. Además, los cerezos del Japón habían perdido sus flores: se había producido una especie de otoño primaveral. La frescura se marchitaba antes de que yo la hubiera visto resucitar dos matorrales más allá.
Mayo merecía ser el mes de los chicos: era el mes del declive.
Solicité ver carpas de verdad, como un emperador exige ver un auténtico elefante.
En Japón, nada más sencillo que ver carpas, y en mayo más todavía. Se trata de un espectáculo difícil de evitar. En los parques públicos, siempre que hay un punto de agua, contiene carpas. La función de los koi no es la de ser comidos —en realidad, un sashimi de carpa sería una pesadilla—, sino observados y admirados. Ir al parque a contemplarlos constituye una actividad tan civilizada como asistir a un concierto.
Nishio-san me llevó al arboretum de Futatabi. Yo caminaba levantando la nariz, asustada ante el inmenso esplendor de las criptómeras, horrorizada por su edad: yo tenía dos años y medio, ellas doscientos cincuenta: eran, literalmente, cien veces más viejas que yo.
El Futatabi era un santuario vegetal. Ni siquiera viviendo en el corazón de la hermosura, como era mi caso, uno podía dejar de sentirse subyugado por lo soberbio de aquella cuidada naturaleza. Los árboles parecían ser conscientes de su prestigio.
Llegamos al estanque. Observé un hormigueo de colores. En la otra orilla, un bonzo se acercó a tirar unos gránulos: vi cómo las carpas saltaban para alcanzarlos. Algunas eran enormes. Era un brote refulgente que iba del azul metálico al naranja pasando por el blanco, el negro, la plata y el oro.
Entrecerrando los ojos, uno sólo podía contemplar su chispeante colorido a la luz y maravillarse. Pero, abriéndolos de par en par, uno no podía hacer abstracción de su espesa silueta de peces-diva, de sobrealimentadas sacerdotisas de la piscicultura.
En el fondo, parecían Castafiores mudas, obesas y engalanadas con vestidos tornasolados. Los vestidos multicolores resaltan el lado ridículo de las morcillonas, igual que los abigarrados tatuajes hacen destacar la grasa en los gordinflones. Nada resultaba tan poco agraciado como aquellas carpas. No me disgustó que fueran el símbolo de los chicos.
—Viven más de cien años —me dijo Nishio-san en un tono de absoluto respeto.
No estaba muy segura de que fuera algo de lo que presumir. La longevidad no era un fin en sí mismo. Para una criptómera, vivir largamente suponía tener tiempo de asentar un reino, de suscitar la admiración y el reverencial temor ante semejante monumento de fuerza y paciencia.
Para una carpa, ser centenaria significaba revolcarse en una adiposa duración, suponía criar moho con su fangosa carne de pez de aguas estancadas. Hay algo todavía más repugnante que la grasa joven: la grasa vieja.
Me abstuve de expresar mi opinión. Regresamos a casa. Nishio-san aseguró a los míos que las carpas me habían encantado. No la desmentí, cansada ante la idea de exponerles mis puntos de vista.
André, Hugo, Juliette y yo nos bañábamos juntos. Los dos enclenques granujas se parecían a todo menos a unas carpas. Eso no les impedía ser feos. Quizás ése era el punto en común originario de aquel símbolo: estar en posesión de algo feo. Las chicas nunca habrían podido ser representadas por un animal repugnante.
Le pedí a mi madre que me acompañase al «apuario» (curiosamente, era incapaz de pronunciar la palabra «acuario») de Kobe, uno de los más famosos del mundo. A mis padres les sorprendió aquella pasión ictiológica.
Sólo deseaba comprobar si todos los peces eran tan feos como las carpas. Permanecí durante largo rato observando la fauna de aquellos amplios y acristalados estanques: descubrí animales más encantadores y agraciados que otros. Algunos eran fantasmagóricos como el arte abstracto. Un creador habría gozado con tanta elegancia importable y, sin embargo, allí al alcance de la mano.
Mi conclusión fue inapelable: de todos los peces, el más inepto —el único que era inepto— era la carpa. Me reí para mis adentros. Mi madre vio cómo disfrutaba. «Esta pequeña estudiará biología submarina», decretó con sagacidad.
Los japoneses habían acertado al elegir a aquel animal como símbolo del sexo feo.
Quería a mi padre, toleraba a Hugo —al fin y al cabo me había salvado la vida—, pero consideraba a mi hermano la peor de las molestias. La única ambición de su existencia parecía ser perseguirme: lo hacía con tanto deleite que constituía un fin en sí mismo. Cuando me había hecho rabiar durante horas, ya daba por bien empleada su jornada. Al parecer, todos los hermanos mayores son así: quizás habría que exterminarlos.
 
Con junio llegó el calor. Me pasaba el día en el jardín y sólo lo abandonaba, a mi pesar, para dormir. El primer día del mes, el mástil y la bandera piscícola fueron retirados: los chicos ya no eran merecedores de honor alguno. Era como si hubieran echado abajo la estatua de alguien que no me gustara. Se acabaron las carpas en el cielo. Junio me resultaba todavía más simpático.
La temperatura permitía los espectáculos al aire libre. Me anunciaron que todos estábamos invitados a escuchar cantar a mi padre.
—¿Papá canta?
—Canta no.
—¿Y eso qué es?
—Ya lo verás.
Nunca había oído cantar a mi padre: se aislaba para sus ejercicios, o quizás los practicara en su escuela, junto a su maestro de no.
Veinte años más tarde, me enteré de cuál fue la singular casualidad que hizo que el responsable de mis días, al que nada predisponía para una carrera lírica, se convirtiera en cantante de no. Había desembarcado en Osaka en 1967, en calidad de cónsul de Bélgica. Era su primer destino asiático y aquel joven diplomático de treinta años había experimentado hacia aquel país un flechazo recíproco. Japón se convirtió —y siguió siéndolo— en el amor de su vida.
Con el entusiasmo del neófito, quería descubrir todas las maravillas del Imperio. Como todavía no hablaba la lengua local, una brillante intérprete nipona lo acompañaba a todas partes. También le hacía de guía y de iniciadora en las diferentes formas de artes nacionales. Al comprobar hasta qué punto era abierto de espíritu, se le ocurrió mostrarle una de las joyas menos accesibles de la cultura tradicional: el no. En aquella época, los occidentales se mostraban tan cerrados al no como abiertos al kabuki.
Así pues, le hizo visitar una venerable escuela de no del Kansai, cuyo maestro era un Tesoro viviente. Mi padre tuvo la sensación de haber retrocedido mil años en el tiempo. Aquel sentimiento se agravó cuando escuchó el no: de entrada, pensó que se trataba de borborigmos procedentes de la noche de los tiempos. Experimentó el tipo de malestar hilarante que inspiran las reconstrucciones de escenas prehistóricas en los museos.
Lentamente, fue comprendiendo que se trataba de lo contrario, que se hallaba ante la sofisticación misma y que no existía nada tan estilizado y civilizado. De ahí a que le gustase, todavía había un trecho que no podía recorrer.
A pesar de aquellos extraños decibelios que lo asustaban, mantuvo la expresión afable y encantada de un auténtico diplomático. Al final de la melopeya —que, por supuesto, se alargó durante horas—, no manifestó ni un ápice del aburrimiento que había experimentado.
Mientras tanto, su presencia había provocado la perplejidad de toda la escuela. El viejo maestro de no acabó plantándose ante él para decirle:
—Honorable huésped, es la primera vez que un extranjero penetra en estos lugares. ¿Puedo pedirle su opinión acerca de los cantos que acaba de escuchar?
La intérprete hizo su trabajo.
Confundido por la ignorancia, mi padre se aventuró a expresar amables tópicos sobre la importancia de la cultura ancestral, la riqueza del patrimonio artístico de aquel país y otras estupideces, a cual más conmovedora.
Consternada, la intérprete decidió no traducir una respuesta tan tonta. Así pues, aquella japonesa culta sustituyó la opinión del responsable de mis días por la suya propia y la expresó con las palabras justas.
A medida que iba «traduciendo», el viejo maestro abría cada vez más los ojos. ¡Cómo! ¡Aquel ingenuo blanco, que apenas acababa de desembarcar y escuchaba no por vez primera había comprendido la esencia y la sutileza de aquel arte supremo!
Con un gesto impensable en un nipón, y mucho menos en un Tesoro viviente, tomó la mano del extranjero con solemnidad y le dijo:
—Honorable huésped, ¡usted es un mago! ¡Un ser excepcional! ¡Tiene que convertirse en mi alumno!
Y como mi padre es un excelente diplomático, contestó en el acto por mediación de la dama:
—Era mi más preciado deseo.
De entrada, no calibró las consecuencias de su buena educación, al suponer que todo quedaría en papel mojado. Pero, sin más dilación, el viejo maestro le ordenó que acudiera a la escuela a recibir su primera lección al día siguiente, a las siete de la mañana.
Un hombre en su sano juicio lo habría anulado por la mañana con una llamada telefónica de su secretaria. El responsable de mis días, en cambio, se levantó al amanecer del día señalado y acudió a la hora indicada. El venerable profesor no pareció sorprenderse lo más mínimo y le prodigó su áspera lección sin asomo de indulgencia, considerando que un alma tan profunda merecía el honor de ser tratada con dureza.
Al final de la lección, mi pobre padre estaba reventado.
—Muy bien —comentó el viejo maestro—. Regrese mañana a la misma hora.
—Es que… yo empiezo a trabajar a las ocho y media en el consulado.
—Ningún problema. Venga a las cinco de la mañana.
Hundido, el alumno obedeció. Acudió a la escuela cada mañana a aquella hora inhumana para un hombre que ya tenía un oficio con muchas obligaciones, salvo los fines de semana, en los que podía permitirse empezar sus clases a las siete, lo que constituía un auténtico lujo de pereza.
El discípulo belga se sentía arrollado por aquel monumento de civilización nipona al cual intentaba incorporarse. Él, al que, antes de su llegada al Japón, le gustaba el fútbol y el ciclismo, se preguntaba por qué infausta metedura de pata del azar se encontraba sacrificando su existencia en aras de un arte tan oculto. Aquello le convenía tan poco como el jansenismo a un vividor o la ascesis a un tragón.
Se equivocaba. El viejo maestro había tenido más razón que un santo. No tardó en hacer salir a flote, desde el fondo del ancho pecho del extranjero, un órgano de primer orden.
—Es usted un cantante admirable —le dijo a mi padre, que, entretanto, había aprendido japonés—. Así pues, completaré su formación y le enseñaré a bailar.
—¿A bailar…? Pero, honorable maestro, ¡míreme! —balbuceó el belga mostrando su espesa y palurda silueta.
—No veo cuál es el problema. Empezaremos la lección de danza mañana por la mañana, a las cinco.
Al día siguiente, al final de la clase, le tocó al profesor sentirse consternado. En tres horas, a pesar de su paciencia, no consiguió arrancarle al responsable de mis días ni un solo movimiento que no fuera lamentable en su torpeza y simplicidad.
Educado y entristecido, el Tesoro viviente concluyó con las siguientes palabras:
—Haremos una excepción con usted. Será un cantante no que no bailará.
Más tarde, muerto de risa, el viejo maestro no perdería la oportunidad de contar a sus coristas a qué se parecía un belga aprendiendo el baile del abanico.
El pobre bailarín, sin embargo, se convirtió en un artista si no pasmoso, sí apreciable. Como se trataba del único extranjero del mundo en poseer ese talento, se hizo famoso en el Japón con el nombre que le quedó para siempre: «el cantante no de los ojos azules».
Todos los días, durante los cinco años que duró su consulado en Osaka, acudió, al amanecer, a perder sus tres horas de lección en la escuela del venerable profesor. Se estableció entre ambos una magnífica relación de amistad y admiración que unió, en el país del Sol Naciente, al discípulo con el sensei.
A los dos años y medio, yo no sabía nada de aquella historia. No tenía ni la más remota idea de cómo ocupaba mi padre sus jornadas. De noche, regresaba a casa. Ignoraba de dónde venía.
—¿A qué se dedica Papá? —le pregunté un día a mi madre.
—Es cónsul.
Otra vez una palabra desconocida cuyo significado acabaría averiguando.
Llegó la tarde del anunciado espectáculo. Mi madre llevó al templo a Hugo y a sus tres hijos. El escenario ritual del no había sido instalado al aire libre en el jardín del santuario.
Como el resto de los espectadores, recibimos cada uno un cojín duro para poder arrodillarnos. El lugar era muy hermoso y yo me pregunté qué iba a ocurrir.
La ópera empezó. Vi aparecer a mi padre en el escenario con la extremada lentitud requerida. Llevaba un vestido precioso. Sentí un inmenso orgullo de tener un progenitor tan bien vestido.
Luego se puso a cantar. Reprimí una expresión de terror. ¿Qué eran aquellos extraños y espantosos sonidos procedentes de su vientre? ¿Cuál era aquel idioma incomprensible? ¿Por qué la voz paterna se había transformado en un lamento irreconocible? ¿Qué le había ocurrido? Sentí deseos de llorar, como si acabara de presenciar un accidente.
—¿Qué le ocurre a Papá? —le murmuré a mi madre, que me ordenó callar.
¿Era aquello cantar? Cuando Nishio-san me cantaba canciones infantiles me gustaba. Ahora, los ruidos que salían de la boca de mi padre no sabía si me gustaban; sólo sabía que me horrorizaban, que me producían pánico, que me habría gustado estar en otro lugar.
Más tarde, mucho más tarde, aprendí a amar el no, a adorarlo, al igual que el responsable de mis días, que necesitó aprender a cantarlo para amarlo con locura. Pero un espectador inculto y sincero que escucha no por vez primera no puede sino sentir un profundo malestar, como el extranjero que prueba por primera vez la áspera ciruela marinada a la sal que se come en el desayuno tradicional japonés.
Viví una tarde temible. Al miedo inicial le sucedió el aburrimiento. La ópera duró cuatro horas, durante las cuales no ocurrió estrictamente nada. Me preguntaba qué hacíamos allí. No parecía ser la única en hacerse aquella pregunta. Hugo y André mostraban su mortal aburrimiento. En cuanto a Juliette, simplemente: se había quedado dormida sobre su cojín. Sentí envidia de aquella bienaventurada. Incluso a mi madre le resultaba difícil reprimir algunos bostezos.
Mi padre, arrodillado para no tener que bailar, salmodiaba su interminable melopeya. Me preguntaba qué debía de pasar por su cabeza. A mi alrededor, el público japonés lo escuchaba con impasibilidad, señal de que cantaba bien.
Al atardecer, el espectáculo terminó por fin. El artista belga se levantó y abandonó el escenario mucho más deprisa de lo autorizado por la tradición, y eso por una razón técnica: para un cuerpo nipón, permanecer de rodillas durante horas no plantea ningún problema, mientras que las piernas paternas se habían quedado profundamente dormidas. No quedaba otra opción que correr hacia los bastidores para desplomarse allí mismo, lejos de las miradas. De todos modos, en el no el cantante no regresa al escenario a recibir los aplausos, que, por otra parte, suelen ser muy poco generosos. Ovacionar a un artista habría parecido el colmo de la vulgaridad.
Por la noche, mi padre me preguntó qué me había parecido la representación. Respondí con otra pregunta:
—¿En eso consiste ser cónsul? ¿En cantar?
Se puso a reír.
—No, no es eso.
—¿Qué es, entonces, ser cónsul?
—Es más difícil de explicar. Te lo diré cuando seas mayor.
«Eso esconde algo», pensé. Debía de implicar actividades comprometedoras.

Amélie Nothomb. Cosmética del enemigo. 2008.

Cosmético, el hombre se alisó el pelo con la palma de
la mano. Tenía que estar presentable con el fin de
conocer a su víctima según mandan los cánones.
Jérôme Angust ya estaba hecho un amasijo de nervios
cuando la voz de la azafata anunció que, debido a
problemas técnicos, el vuelo sufriría un retraso sin
determinar.
«Lo que faltaba», pensó.
Odiaba los aeropuertos, y la perspectiva de permanecer
en aquella sala de espera durante un lapso que ni
siquiera podía precisar le sacaba de quicio.
Sacó un libro de la bolsa y, con rabia, se sumergió en
su lectura.
—Buenos días —le dijo alguien en tono ceremonioso.
Apenas levantó la nariz y devolvió el saludo con
mecánica educación.
—El retraso de los vuelos es una lata, ¿verdad?
—Sí —masculló.
—Si por lo menos uno supiera cuántas horas tendrá que
esperar, podría organizarse.
Jérôme Angust asintió con la cabeza.
—¿Qué tal su libro? —preguntó el desconocido.
«Pero bueno —pensó Jérôme—, sólo me faltaba que un
pelmazo viniera a darme la tabarra.»
—Hm hm —respondió en un tono que parecía querer decir:
«Déjeme en paz.»
—Tiene suerte. Yo soy incapaz de leer en un sitio
público.
«Quizás por eso se dedica a molestar a los que sí
pueden hacerlo», suspiró Angust para sí mismo.
—Odio los aeropuertos —insistió el hombre. («Yo
también, cada vez más», pensó Jérôme)—. Los ingenuos
creen que aquí se conoce a viajeros de toda clase. ¡Qué
error tan romántico! ¿Sabe qué clase de gente encuentra
uno por aquí?
—¿Inoportunos? —rechinó éste, que fingía seguir
leyendo.
—No —dijo el otro sin darse por aludido—. Son
ejecutivos en viaje de negocios. El viaje de negocios
es la negación del viaje hasta tal extremo que no es
digno de llamarse así. Semejante actividad debería
denominarse «desplazamiento comercial». ¿No le parece
que sería más correcto?
—Estoy en viaje de negocios —articuló Angust, creyendo
que el desconocido se excusaría por su metedura de
pata.
—No hace falta que lo diga, señor, eso se nota.
«¡Y además es grosero!», pensó Jérôme, fulminándolo
con la mirada.
Como la buena educación había sido violada, decidió
que él también podía saltarse sus normas.
—Caballero, por si todavía no se ha dado cuenta, no
deseo hablar con usted.
—¿Por qué? —preguntó el desconocido con descaro.
—Estoy leyendo.
—No, señor.
—¿Cómo dice?
—No está leyendo. Quizás crea que está leyendo. Pero
leer es otra cosa.
—Bueno, de acuerdo, no tengo ningún interés en
escuchar sus profundas consideraciones sobre la
lectura. Me está poniendo nervioso. Incluso suponiendo
que no estuviera leyendo, no deseo hablar con usted.
—Enseguida se nota cuando alguien está leyendo. El que
lee, el que lee de verdad, está en otra parte. Y usted,
caballero, estaba aquí.
—¡Si supiera hasta qué punto lo lamento! Sobre todo
desde que ha llegado usted.
—Sí, la vida está llena de estos pequeños sinsabores
que la perturban de un modo negativo. Mucho más que los
problemas metafíisicos, son las ínfimas contrariedades
las que nos muestran el lado aburdo de la existencia.
—Caballero, puede meterse su filosofía de pacotilla…
—No sea usted grosero, se lo ruego.
—¡Usted sí lo es!
—Texel. Textor Texel.
—¿Y a qué viene ahora este estribillo?
—Admita que resulta más fácil conversar con alguien
sabiendo cómo se llama.
—¿No acabo de decirle que no quiero conversar con
usted?
—¿A qué viene esta agresividad, señor Jérôme Angust?
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Lo lleva escrito en la etiqueta de su bolsa de viaje.
También figura su direccción.
Angust suspiró:
—Bueno. ¿Qué quiere usted?
—Nada. Hablar.
—Odio a la gente que desea hablar.
—Lo siento. Difícilmente podrá usted impedírmelo: no
está prohibido.
El importunado se levantó y fue a sentarse a unos
cincuenta metros de distancia. En vano: el inoportuno
le siguió y se plantó a su lado. Jérôme volvió a
cambiar de sitio para ocupar un asiento libre entre dos
personas, creyendo que así estaría protegido. Pero eso
no pareció molestar a su escolta, que se instaló, de
pie, delante de él y volvió al ataque.
—¿Tiene problemas profesionales?
—¿Me habla usted delante de otras personas?
—¿Cuál es el problema?
Angust volvió a levantarse para regresar a su antiguo
sitio: puesto a ser humillado por un pelmazo, mejor
prescindir de espectadores.
—¿Tiene problemas profesionales? —repitió Texel.
—No se esfuerce en hacerme preguntas. No pienso
contestarle.
—¿Por qué?
—No puedo impedirle hablar, ya que no está prohibido.
Pero tampoco puede obligarme a responder, ya que no es
obligatorio.
—Y, sin embargo, acaba de responderme.
—Para, a partir de ahora, poder dejar de hacerlo en
mejores condiciones.
—Bueno, entonces le hablaré de mí.
—Me lo temía.
—Como ya le he dicho, me llamo Texel. Textor Texel.
—Lo siento.
—¿Lo dice porque mi nombre es extraño?
—Lo digo porque siento haberle conocido, caballero.
—Pero mi nombre no es tan extraño. Texel es un
patronímico como cualquier otro, que proviene de mis
orígenes holandeses. Suena bien, Texel. ¿Qué le parece?
—Nada.
—Por supuesto, Textor resulta algo más complicado. No
obstante, es un nombre que tiene tintes de nobleza.
¿Sabía usted que era uno de los muchos nombres de
Goethe?
—Pobrecito.
—No, tampoco está tan mal, Textor.
—Lo que resulta duro es tener algo en común con usted,
aunque sólo sea el nombre.
—Textor parece feo, pero si uno se detiene a
analizarlo, no es muy distinto de la palabra «texto»,
que resulta irreprochable. En su opinión, ¿cuál podría
ser la etimología de Textor?
—¿Escarmiento? ¿Castigo?
—¿Acaso tiene algo que reprocharse a sí mismo? —
preguntó el hombre con una extraña sonrisa.
—Pues no. Está visto que la justicia no existe:
siempre pagan justos por pecadores.
—Sea como fuere, su hipótesis es fantasiosa. El origen
de Textor es «texto».
—Si supiera hasta qué punto me importa un bledo.
—La palabra «texto» procede del latín texere, que
significa «tejer». De lo que se deduce que el texto es,
en primera instancia, un tejido de palabras.
Interesante, ¿verdad?
—En resumen, que su nombre significa «tejedor».
—Yo me inclino por la segunda acepción, más elevada,
de «redactor»: aquel que teje el texto. Lástima que con
semejante nombre no sea escritor.
—Es cierto. Así podría dedicarse a emborronar hojas de
papel en lugar de agobiar a los desconocidos con su
chachara.
—Y es que el mío es un nombre bonito. En realidad, lo
que plantea un problema es la conjunción de mi
patronímico con mi nombre: hay que admitir que Textor
Texel no suena bien.
—Peor para usted.
—Textor Texel —repitió el hombre, insistiendo en la
dificultad que tenía al pronunciar esta sucesión de x y
de t. Me pregunto en qué estarían pensando mis padres
cuando me llamaron así.
—Habérselo preguntado.
—Mis padres murieron cuando yo tenía cuatro años,
dejándome como herencia esta misteriosa identidad, como
un mensaje que tendría que dilucidar.
—Dilucídelo sin mí.
—Textor Texel… Con el tiempo, cuando uno se
acostumbra a pronunciar estos complejos sonidos, dejan
de parecerle discordantes. En cierto modo, incluso
existe cierta belleza fonética en este nombre singular:
Textor Texel, Textor Texel, Textor…
—¿Piensa hacer gárgaras durante mucho rato?
—De todos modos, como escribe el lingüista Gustave
Guillaume: «Lo que le apetece al oído le apetece a la
mente.»
—¿Qué puede hacer uno contra la gente como usted?
¿Encerrarse en los servicios?
—No le servirá de nada, querido. Estamos en un
aeropuerto: los servicios no están aislados
fonéticamente. Le acompañaré hasta allí y seguiré
hablando desde el otro lado de la puerta.
—¿Por qué hace esto?
—Porque me apetece. Siempre hago lo que me apetece.
—A mí me apetecería romperle la cara.
—Mala suerte: eso no es legal. A mí, lo que me gusta
en la vida son las molestias autorizadas. Como las
víctimas no tienen derecho a defenderse, resultan
todavía más divertidas.
—¿No tiene aspiraciones más elevadas en la existencia?
—No.
—Pues yo sí.
—No es cierto.
—¿Y usted qué sabe?
—Es un hombre de negocios. Sus ambiciones pueden
valorarse en dinero. Eso no resulta nada elevado.
—Por lo menos no molesto a nadie.
—Seguro que molesta a alguien.
—Suponiendo que sea cierto, ¿quién es usted para
reprochármelo ?
—Soy Texel. Textor Texel.
—Y dale.
—Soy holandés.
—El holandés de los aeropuertos. Uno no elije a sus
holandeses voladores.
—¿El Holandés Errante? Un principiante. Un romántico
necio que sólo la tomaba con las mujeres.
—Mientras que usted, en cambio, ¿la toma con los
hombres?
—La tomo con quien me inspira. Usted resulta muy
inspirador, señor Angust. No tiene aspecto de hombre de
negocios. Hay en usted, a su pesar, cierta
disponibilidad. Eso me conmueve.
—Desengáñese: no estoy disponible.