Amélie Nothomb. Cosmética del enemigo. 2008.

Cosmético, el hombre se alisó el pelo con la palma de
la mano. Tenía que estar presentable con el fin de
conocer a su víctima según mandan los cánones.
Jérôme Angust ya estaba hecho un amasijo de nervios
cuando la voz de la azafata anunció que, debido a
problemas técnicos, el vuelo sufriría un retraso sin
determinar.
«Lo que faltaba», pensó.
Odiaba los aeropuertos, y la perspectiva de permanecer
en aquella sala de espera durante un lapso que ni
siquiera podía precisar le sacaba de quicio.
Sacó un libro de la bolsa y, con rabia, se sumergió en
su lectura.
—Buenos días —le dijo alguien en tono ceremonioso.
Apenas levantó la nariz y devolvió el saludo con
mecánica educación.
—El retraso de los vuelos es una lata, ¿verdad?
—Sí —masculló.
—Si por lo menos uno supiera cuántas horas tendrá que
esperar, podría organizarse.
Jérôme Angust asintió con la cabeza.
—¿Qué tal su libro? —preguntó el desconocido.
«Pero bueno —pensó Jérôme—, sólo me faltaba que un
pelmazo viniera a darme la tabarra.»
—Hm hm —respondió en un tono que parecía querer decir:
«Déjeme en paz.»
—Tiene suerte. Yo soy incapaz de leer en un sitio
público.
«Quizás por eso se dedica a molestar a los que sí
pueden hacerlo», suspiró Angust para sí mismo.
—Odio los aeropuertos —insistió el hombre. («Yo
también, cada vez más», pensó Jérôme)—. Los ingenuos
creen que aquí se conoce a viajeros de toda clase. ¡Qué
error tan romántico! ¿Sabe qué clase de gente encuentra
uno por aquí?
—¿Inoportunos? —rechinó éste, que fingía seguir
leyendo.
—No —dijo el otro sin darse por aludido—. Son
ejecutivos en viaje de negocios. El viaje de negocios
es la negación del viaje hasta tal extremo que no es
digno de llamarse así. Semejante actividad debería
denominarse «desplazamiento comercial». ¿No le parece
que sería más correcto?
—Estoy en viaje de negocios —articuló Angust, creyendo
que el desconocido se excusaría por su metedura de
pata.
—No hace falta que lo diga, señor, eso se nota.
«¡Y además es grosero!», pensó Jérôme, fulminándolo
con la mirada.
Como la buena educación había sido violada, decidió
que él también podía saltarse sus normas.
—Caballero, por si todavía no se ha dado cuenta, no
deseo hablar con usted.
—¿Por qué? —preguntó el desconocido con descaro.
—Estoy leyendo.
—No, señor.
—¿Cómo dice?
—No está leyendo. Quizás crea que está leyendo. Pero
leer es otra cosa.
—Bueno, de acuerdo, no tengo ningún interés en
escuchar sus profundas consideraciones sobre la
lectura. Me está poniendo nervioso. Incluso suponiendo
que no estuviera leyendo, no deseo hablar con usted.
—Enseguida se nota cuando alguien está leyendo. El que
lee, el que lee de verdad, está en otra parte. Y usted,
caballero, estaba aquí.
—¡Si supiera hasta qué punto lo lamento! Sobre todo
desde que ha llegado usted.
—Sí, la vida está llena de estos pequeños sinsabores
que la perturban de un modo negativo. Mucho más que los
problemas metafíisicos, son las ínfimas contrariedades
las que nos muestran el lado aburdo de la existencia.
—Caballero, puede meterse su filosofía de pacotilla…
—No sea usted grosero, se lo ruego.
—¡Usted sí lo es!
—Texel. Textor Texel.
—¿Y a qué viene ahora este estribillo?
—Admita que resulta más fácil conversar con alguien
sabiendo cómo se llama.
—¿No acabo de decirle que no quiero conversar con
usted?
—¿A qué viene esta agresividad, señor Jérôme Angust?
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Lo lleva escrito en la etiqueta de su bolsa de viaje.
También figura su direccción.
Angust suspiró:
—Bueno. ¿Qué quiere usted?
—Nada. Hablar.
—Odio a la gente que desea hablar.
—Lo siento. Difícilmente podrá usted impedírmelo: no
está prohibido.
El importunado se levantó y fue a sentarse a unos
cincuenta metros de distancia. En vano: el inoportuno
le siguió y se plantó a su lado. Jérôme volvió a
cambiar de sitio para ocupar un asiento libre entre dos
personas, creyendo que así estaría protegido. Pero eso
no pareció molestar a su escolta, que se instaló, de
pie, delante de él y volvió al ataque.
—¿Tiene problemas profesionales?
—¿Me habla usted delante de otras personas?
—¿Cuál es el problema?
Angust volvió a levantarse para regresar a su antiguo
sitio: puesto a ser humillado por un pelmazo, mejor
prescindir de espectadores.
—¿Tiene problemas profesionales? —repitió Texel.
—No se esfuerce en hacerme preguntas. No pienso
contestarle.
—¿Por qué?
—No puedo impedirle hablar, ya que no está prohibido.
Pero tampoco puede obligarme a responder, ya que no es
obligatorio.
—Y, sin embargo, acaba de responderme.
—Para, a partir de ahora, poder dejar de hacerlo en
mejores condiciones.
—Bueno, entonces le hablaré de mí.
—Me lo temía.
—Como ya le he dicho, me llamo Texel. Textor Texel.
—Lo siento.
—¿Lo dice porque mi nombre es extraño?
—Lo digo porque siento haberle conocido, caballero.
—Pero mi nombre no es tan extraño. Texel es un
patronímico como cualquier otro, que proviene de mis
orígenes holandeses. Suena bien, Texel. ¿Qué le parece?
—Nada.
—Por supuesto, Textor resulta algo más complicado. No
obstante, es un nombre que tiene tintes de nobleza.
¿Sabía usted que era uno de los muchos nombres de
Goethe?
—Pobrecito.
—No, tampoco está tan mal, Textor.
—Lo que resulta duro es tener algo en común con usted,
aunque sólo sea el nombre.
—Textor parece feo, pero si uno se detiene a
analizarlo, no es muy distinto de la palabra «texto»,
que resulta irreprochable. En su opinión, ¿cuál podría
ser la etimología de Textor?
—¿Escarmiento? ¿Castigo?
—¿Acaso tiene algo que reprocharse a sí mismo? —
preguntó el hombre con una extraña sonrisa.
—Pues no. Está visto que la justicia no existe:
siempre pagan justos por pecadores.
—Sea como fuere, su hipótesis es fantasiosa. El origen
de Textor es «texto».
—Si supiera hasta qué punto me importa un bledo.
—La palabra «texto» procede del latín texere, que
significa «tejer». De lo que se deduce que el texto es,
en primera instancia, un tejido de palabras.
Interesante, ¿verdad?
—En resumen, que su nombre significa «tejedor».
—Yo me inclino por la segunda acepción, más elevada,
de «redactor»: aquel que teje el texto. Lástima que con
semejante nombre no sea escritor.
—Es cierto. Así podría dedicarse a emborronar hojas de
papel en lugar de agobiar a los desconocidos con su
chachara.
—Y es que el mío es un nombre bonito. En realidad, lo
que plantea un problema es la conjunción de mi
patronímico con mi nombre: hay que admitir que Textor
Texel no suena bien.
—Peor para usted.
—Textor Texel —repitió el hombre, insistiendo en la
dificultad que tenía al pronunciar esta sucesión de x y
de t. Me pregunto en qué estarían pensando mis padres
cuando me llamaron así.
—Habérselo preguntado.
—Mis padres murieron cuando yo tenía cuatro años,
dejándome como herencia esta misteriosa identidad, como
un mensaje que tendría que dilucidar.
—Dilucídelo sin mí.
—Textor Texel… Con el tiempo, cuando uno se
acostumbra a pronunciar estos complejos sonidos, dejan
de parecerle discordantes. En cierto modo, incluso
existe cierta belleza fonética en este nombre singular:
Textor Texel, Textor Texel, Textor…
—¿Piensa hacer gárgaras durante mucho rato?
—De todos modos, como escribe el lingüista Gustave
Guillaume: «Lo que le apetece al oído le apetece a la
mente.»
—¿Qué puede hacer uno contra la gente como usted?
¿Encerrarse en los servicios?
—No le servirá de nada, querido. Estamos en un
aeropuerto: los servicios no están aislados
fonéticamente. Le acompañaré hasta allí y seguiré
hablando desde el otro lado de la puerta.
—¿Por qué hace esto?
—Porque me apetece. Siempre hago lo que me apetece.
—A mí me apetecería romperle la cara.
—Mala suerte: eso no es legal. A mí, lo que me gusta
en la vida son las molestias autorizadas. Como las
víctimas no tienen derecho a defenderse, resultan
todavía más divertidas.
—¿No tiene aspiraciones más elevadas en la existencia?
—No.
—Pues yo sí.
—No es cierto.
—¿Y usted qué sabe?
—Es un hombre de negocios. Sus ambiciones pueden
valorarse en dinero. Eso no resulta nada elevado.
—Por lo menos no molesto a nadie.
—Seguro que molesta a alguien.
—Suponiendo que sea cierto, ¿quién es usted para
reprochármelo ?
—Soy Texel. Textor Texel.
—Y dale.
—Soy holandés.
—El holandés de los aeropuertos. Uno no elije a sus
holandeses voladores.
—¿El Holandés Errante? Un principiante. Un romántico
necio que sólo la tomaba con las mujeres.
—Mientras que usted, en cambio, ¿la toma con los
hombres?
—La tomo con quien me inspira. Usted resulta muy
inspirador, señor Angust. No tiene aspecto de hombre de
negocios. Hay en usted, a su pesar, cierta
disponibilidad. Eso me conmueve.
—Desengáñese: no estoy disponible.

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