Amélie Nothomb. Metafísica de los tubos. 2001.

En el principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni era indefinida: se bastaba sola a sí misma. Y Dios vio que aquello era bueno. Por nada del mundo se le habría ocurrido crear algo. La nada era más que suficiente: lo colmaba.
Dios tenía los ojos perpetuamente abiertos y fijos. Si hubieran estado cerrados, nada habría cambiado. No había nada que ver y Dios nada miraba. Se sentía repleto y compacto como un huevo duro, cuya redondez e inmovilidad también poseía.
Dios era la satisfacción absoluta. Nada deseaba, nada esperaba, nada percibía, nada rechazaba y por nada se interesaba. La vida era plenitud hasta tal punto que ni siquiera era vida. Dios no vivía, existía.
Para él, su existencia no había tenido un principio perceptible. Algunos grandes libros comienzan con unas primeras frases tan poco llamativas que uno las olvida inmediatamente y tiene la impresión de vivir instalado en esa lectura desde el principio de los tiempos. De igual modo, resultaba imposible señalar el momento en el que Dios había empezado a existir. Era como si siempre hubiese existido.
Dios carecía de lenguaje y, por consiguiente, también de pensamiento. Era todo saciedad y eternidad. Y ese todo demostraba hasta qué punto Dios era Dios. Y esa evidencia carecía de importancia, ya que a Dios le traía sin cuidado ser Dios.
Los ojos de los seres vivos poseen la más sorprendente de las virtudes: la mirada. No existe nada tan singular. De las orejas de las criaturas no decimos que poseen una «escuchada», ni de sus narices que poseen una «olida» o una «aspirada».
¿Qué es la mirada? Ninguna palabra puede aproximarse a su extraña esencia. Y, sin embargo, la mirada existe. Incluso podría decirse que pocas realidades existen hasta tal punto.
¿Cuál es la diferencia entre los ojos que poseen una mirada y los ojos que no la poseen? Esta diferencia tiene un nombre: la vida. La vida comienza donde empieza la mirada.
Dios carecía de mirada.
Las únicas actividades de Dios eran la deglución, la digestión y, como consecuencia directa, la excreción. Esas actividades vegetativas pasaban por el cuerpo de Dios sin que él se diera cuenta. Los alimentos, siempre los mismos, no resultaban lo suficientemente estimulantes para que él los percibiera. Algo parecido ocurría con la bebida. Dios abría todos los orificios necesarios para que los alimentos y líquidos lo atravesaran.
Ésta es la razón por la cual, llegados a este punto de su desarrollo, llamaremos a Dios el tubo.
Existe una metafísica de los tubos. Sobre los tubos, Slawomir Mrozek ha escrito palabras que uno no sabe si son abrumadoras en su profundidad o extraordinariamente desternillantes. Quizás sean ambas cosas a la vez: los tubos son una singular mezcla de plenitud y vacío, de materia hueca, una membrana de existencia que protege un haz de inexistencia. La manguera es la versión flexible del tubo: su blandura no la convierte por ello en algo menos enigmático.
Dios poseía la flexibilidad de la manguera, pero seguía siendo rígido e inerte, confirmando así su naturaleza de tubo. Conocía la serenidad absoluta del cilindro. Filtraba el universo y nada retenía.
 
Los padres del tubo estaban preocupados. Consultaron a los médicos para que analizaran el caso de aquel segmento de materia que parecía carecer de vida.
Los médicos lo manipularon, dieron unos golpecitos sobre algunas de sus articulaciones para comprobar si poseía mecanismos reflejos y constataron que carecía de ellos. Los ojos del tubo no pestañearon cuando los practicantes los examinaron con una lámpara:
—Esta criatura no llora nunca, no se mueve jamás. No emite sonido alguno —dijeron sus padres.
Los médicos diagnosticaron una «apatía patológica», sin reparar en que se trataba de una contradicción en los términos.
—Su bebé es un vegetal. Es muy preocupante.
Los padres se sintieron aliviados por lo que consideraron una buena noticia. Un vegetal era vida.
—Hay que hospitalizarlo —decretaron los doctores.
Los padres ignoraron aquella orden tajante. Tenían ya dos hijos que pertenecían a la especie humana: no les parecía inaceptable tener, además, progenitura vegetal. Incluso les producía cierta ternura.
Le llamaron cariñosamente «La Planta».
Pero todos se equivocaban. Ya que las plantas, incluso las verduras, no por el hecho de tener una vida imperceptible al ojo humano dejan de tener vida. Se estremecen ante la proximidad de la tempestad, lloran de felicidad con el amanecer, se blindan de desprecio cuando alguien las agrede o se entregan a la danza de los siete velos con la llegada de la estación del polen. Poseen una mirada, eso está fuera de toda duda, aunque nadie sepa en qué lugar tienen las pupilas.
El tubo, en cambio, era pura y simple pasividad. Nada le afectaba, ni los cambios de clima, ni el anochecer, ni los cien pequeños tumultos cotidianos, ni los grandes e insondables misterios del silencio.
Los terremotos semanales del Kansai, que hacían llorar de angustia a sus dos hermanos mayores, no le producían ningún efecto. La escala de Richter no iba con él. Una noche, un seísmo de 5,6 derrumbó la montaña que dominaba la casa; unas placas del techo se hundieron sobre la cuna del tubo. Cuando retiraron los escombros, era la viva expresión de la indiferencia: sus ojos miraban fijamente, aunque sin verlos, a aquellos patanes llegados para perturbarle, con lo calentito que estaba debajo de las ruinas.
A los padres les divertía la flema de su Planta y decidieron ponerla a prueba. Dejarían de darle bebida y comida hasta que la reclamase: de este modo se vería obligada, tarde o temprano, a reaccionar.
Pero quien ríe el último ríe mejor: el tubo aceptó la inanición como lo aceptaba todo, sin el menor asomo de desaprobación o de asentimiento. Comer o no comer, beber o no beber, le daba lo mismo: ser o no ser, aquélla no era la cuestión.
Al término del tercer día, los estupefactos padres del tubo lo examinaron: había adelgazado un poco y sus labios entreabiertos estaban resecos, pero, por lo demás, no parecía encontrarse mal. Le administraron un biberón de agua azucarada que se tomó sin pasión alguna.
—Esta criatura se habría dejado morir sin quejarse —dijo la madre horrorizada.
—No le comentemos nada a los médicos —dijo el padre—. Nos tomarían por sádicos.
En realidad, los padres no eran sádicos: estaban simplemente horrorizados al comprobar que su retoño carecía de instinto de supervivencia. Les pasó fugazmente por la cabeza que su bebé no era una planta, sino un tubo: rechazaron de inmediato aquella idea insostenible.
Los padres eran de naturaleza despreocupada y pronto olvidaron el episodio del ayuno. Tenían tres hijos: un niño, una niña y un vegetal. Aquella diversidad les gustaba, más aún teniendo en cuenta que los dos mayores no dejaban de correr, saltar, chillar, pelearse e inventar nuevas estupideces: siempre había que ir detrás de ellos para vigilarles.
Con el menor, por lo menos, no tenían ese tipo de preocupaciones. Podían dejarlo días enteros sin canguro: por la noche, lo encontraban en la misma posición que por la mañana. Le cambiaban los pañales, lo alimentaban, y ya era suficiente. Un pez rojo en un acuario les habría ocasionado más molestias.
Además, a excepción de su ausencia de mirada, el tubo era de apariencia normal: era un hermoso y tranquilo bebé que uno podía mostrar a las visitas sin avergonzarse. Los otros padres incluso sentían envidia.
En realidad, Dios era la encarnación de la fuerza de inercia, la más poderosa de las fuerzas. También la más paradójica de las fuerzas: ¿existe acaso algo más extraño que ese implacable poder que emana de lo que no se mueve? La fuerza de inercia representa el poder de lo larval. Cuando un pueblo rechaza un adelanto fácil de llevar a cabo, cuando un vehículo empujado por diez personas continúa sin moverse, cuando un niño se apoltrona durante horas delante del televisor, cuando una idea cuya inanidad ya ha sido demostrada sigue causando estragos, uno descubre, con estupefacción, la tremenda influencia de lo inmóvil.
Tal era el poder del tubo.
No lloraba nunca. Ni siquiera en el momento de nacer había emitido quejas ni sonido alguno. Sin duda, el mundo no debió de parecerle ni conmovedor ni apasionante.
Al principio, la madre intentó darle el pecho. Ante la visión del seno alimenticio, ningún fulgor iluminó los ojos del bebé: permaneció quieto, sin hacer nada, con las narices a un centímetro del seno. Molesta, la madre le metió el pezón en la boca. Dios apenas chupó. Entonces la madre decidió no darle el pecho.
Acertó: el biberón se correspondía mejor con la naturaleza del tubo, que se identificaba con aquel recipiente cilindrico, mientras que la rotundidad mamaria no le inspiraba ningún vínculo de familiaridad.
Así pues, la madre le daba el biberón varias veces al día, sin percatarse de que, actuando de aquel modo, estaba garantizando la conexión entre dos tubos. La alimentación divina era una forma de fontanería.
«Todo fluye», «Todo es movimiento», «Nunca nos bañamos en el mismo río», etc. El pobre Heráclito se habría suicidado de haber conocido a Dios, que era la negación de su visión fluida del universo. Si el tubo hubiera poseído alguna forma de lenguaje, le habría respondido al pensador de Éfeso: «Todo se coagula», «Todo es inercia», «Siempre nos bañamos en la misma ciénaga», etc.
Afortunadamente, ninguna forma de lenguaje resulta posible sin la idea de movimiento, que constituye uno de sus motores iniciales. Y ningún tipo de pensamiento resulta posible sin lenguaje. Los conceptos filosóficos de Dios no eran, pues, ni pensables ni comunicables: por consiguiente, no podían perjudicar a nadie y eso era bueno, ya que semejantes principios habrían socavado la moral de la humanidad durante mucho tiempo.
Los padres del tubo eran de nacionalidad belga. Por consiguiente, Dios era belga, lo cual explicaba bastantes de los desastres acaecidos desde el principio de los tiempos. Nada hay de extraño en ello: Adán y Eva hablaban flamenco, como ya demostró científicamente un sacerdote de los Países Bajos hace ya algunos siglos.
El tubo había hallado una ingeniosa solución para resolver los conflictos lingüísticos nacionales: no hablaba, nunca había dicho nada, ni siquiera había emitido el más mínimo sonido.
Pero su mutismo no preocupaba tanto a sus padres como su inmovilidad. Cumplió un año sin haber esbozado su primer movimiento. Los otros bebés daban ya sus primeros pasos, mostraban sus primeras sonrisas, sus primeros algo. Dios, en cambio, no dejaba de hacer su primer nada de nada.
Y todavía resultaba más extraño teniendo en cuenta que crecía. Su crecimiento era absolutamente normal. Era el cerebro el que no respondía. Sus padres lo afrontaban con perplejidad: en su casa existía una nada que ocupaba cada vez más espacio.
Pronto la cuna se le hizo pequeña. Hubo que trasladar al tubo a una cama-jaula que ya habían utilizado su hermano y su hermana.
—Quizás este cambio le haga despertar —deseó la madre.
Aquel cambio nada cambió.
Desde el principio del universo, Dios dormía en la habitación de sus padres. Lo menos que pudiera decirse es que no les molestaba. Una planta verde habría sido más ruidosa. Ni siquiera los miraba.
El tiempo es una invención del movimiento. Aquel que no se mueve no ve pasar el tiempo.
El tubo no tenía conciencia alguna del transcurrir del tiempo. Alcanzó la edad de dos años como habría alcanzado la de dos días o dos siglos. Continuaba sin cambiar de posición, ni siquiera sentía la tentación de intentarlo: permanecía tumbado de espaldas, con los brazos a lo largo del cuerpo, como una estatua minúscula.
Entonces la madre lo levantó por las axilas para ponerlo en pie: el padre le ayudó a que, con sus pequeñas manos, se sujetara a los barrotes de la cama-jaula para que tuviera una idea de cómo mantenerse por sí mismo. Luego, dejaron que aquel edificio se desmoronase: Dios cayó de espaldas y, en absoluto afectado, prosiguió su meditación.
—Necesita música —dijo la madre—. A los niños les gusta la música.
Mozart, Chopin, los discos de los 101 dálmatas, los Beatles y el shaku hachi produjeron en la sensibilidad de la criatura la misma ausencia de reacción.
Los padres renunciaron a convertirlo en músico. De hecho, renunciaron a convertirlo en un ser humano.
La mirada es una elección. El que mira decide fijarse en algo en concreto y, por consiguiente, a la fuerza elige excluir su atención del resto de su campo visual. Ésa es la razón por la cual la mirada, que constituye la esencia de la vida, es, en primera instancia, un rechazo.
Vivir significa rechazar. Aquel que todo lo acepta vive igual que el desagüe de un lavabo. Para vivir, es necesario ser capaz de no situar al mismo nivel, por encima de uno, a mamá y el techo. Hay que renunciar a uno de los dos y elegir interesarse o bien por mamá o bien por el techo. La única mala elección es la ausencia de elección.
Dios no había rechazado nada porque no había elegido nada. Por eso no vivía.
En el momento de su nacimiento, los bebés gritan. Ese grito de dolor ya es en sí mismo una rebelión y esa rebelión ya constituye un rechazo. Ésa es la razón por la cual la vida empieza el día del nacimiento y no antes, pese a lo que puedan decir algunos.
El tubo no había emitido ni el más leve decibelio el día del parto.
Sin embargo, los médicos habían determinado que no era ni sordo, ni mudo, ni ciego. Era simplemente un lavabo al que le faltaba el tapón. Si hubiera podido hablar, habría repetido sin cesar esta única palabra: «sí».
La gente rinde culto a la regularidad. Les gusta creer que la evolución es el resultado de un proceso normal y natural; la especie humana estaría regida por una especie de fatalidad biológica interna que la ha llevado a dejar de andar a cuatro patas hacia la edad de un año o a dar sus primeros pasos tras varios milenios.
Nadie desea creer en los accidentes. Éstos, ya sean la expresión de una fatalidad exterior —lo cual ya de por sí resulta cargante— o del azar —lo que todavía es peor—, son rechazados por el imaginario humano. Si alguien se atreviera a decir: «A la edad de un año di mis primeros pasos accidentalmente» o «Un día el hombre jugó a ser bípedo accidentalmente», le tomarían inmediatamente por chiflado.
La teoría de los accidentes resulta inaceptable, ya que permite suponer que las cosas habrían podido suceder de un modo distinto. La gente no admite que un niño de un año no tenga el pensamiento de andar; eso equivaldría a admitir que podría ser que el hombre nunca hubiera tenido intención de andar sobre dos patas. ¿Y quién podría creer que a una especie tan brillante no habría podido ocurrírsele algo así?
A los dos años, el tubo ni siquiera había intentado el cuadrupedismo, ni el movimiento, por otra parte. Tampoco había probado el sonido. Los adultos dedujeron que existía un bloqueo en su evolución. Nunca se les habría ocurrido deducir que el bebé no había conocido accidente alguno, ya que ¿quién iba a pensar que, sin accidente, el hombre permanecería perfectamente inerte?
Existen los accidentes físicos y los accidentes mentales. La gente niega con rotundidad la existencia de estos últimos: nunca nos referimos a ellos como motor de la evolución.
Sin embargo, nada resulta más fundamental para el devenir humano que los accidentes mentales. El accidente mental es una mota de polvo que, por casualidad, penetra en la ostra del cerebro, pese a la protección de las conchas cerradas que representa la caja del cráneo. De repente, la tierna materia que habita en el corazón del cráneo se ve perturbada, se siente asustada, amenazada por ese cuerpo extraño que acaba de colarse en su interior; la ostra, que vegetaba pacíficamente, activa la alarma e intenta defenderse. Inventa una sustancia maravillosa, el nácar, envuelve la partícula intrusa para incorporarla y así crear la perla.
Puede ocurrir que el accidente mental sea secretado por el propio cerebro: ésos son los accidentes más misteriosos y graves. Sin motivo, una circunvalación de materia gris da a luz una idea terrible, un pensamiento espeluznante, y, en un segundo, se acabó para siempre la tranquilidad de espíritu. El virus actúa. Imposible detenerlo.
Entonces, obligado y a la fuerza, el ser abandona su entorpecimiento. A la pregunta terrible e informulable que le ha asaltado, le busca y encuentra mil respuestas inadecuadas. Empieza a andar, a hablar, a adoptar cientos de actitudes inútiles mediante las cuales espera salir adelante.
Pero no sólo no sale adelante sino que empeora su situación. Cuanto más habla, menos comprende, y cuanto más camina, menos avanza. Muy rápidamente, echará de menos su vida larval, sin atreverse a confesárselo.
Sin embargo, existen seres que no se sienten afectados por la ley de la evolución, que no sufren ningún accidente fatal. Son los vegetales clínicos. Los médicos estudian sus casos. En realidad, son lo que desearíamos ser. Es la vida lo que debería ser considerado un fallo de funcionamiento.
 
Era un día cualquiera. No había ocurrido nada especial. Los padres ejercían su oficio de padres, los niños ejercían su misión de hijos, el tubo se concentraba en su vocación cilindrica.
Fue, sin embargo, el día más importante de su historia. Como tal, no se conserva ningún rastro. De igual modo, tampoco se conservan documentos referidos al primer día en que el primer hombre se puso de pie por primera vez, ni del día en que el hombre comprendió por fin la muerte. Los acontecimientos más fundamentales de la humanidad han pasado casi desapercibidos.
De repente, la casa empezó a retumbar a causa de los gritos. La madre y el aya, primero petrificadas, enseguida intentaron localizar el origen de aquellos gritos. ¿Acaso un mono acababa de penetrar en su domicilio? ¿Un loco se había escapado del manicomio?
Como último recurso, la madre acudió a mirar a su habitación. Lo que vio la dejó estupefacta: Dios estaba sentado en su cama-jaula y gritaba tanto como puede llegar a hacerlo un bebé de dos años.
La madre se acercó al mitológico escenario: ya no reconocía lo que durante dos años había constituido un espectáculo tan relajante. Siempre había tenido aquellos ojos abiertos de par en par, de modo que resultaba fácil identificar su color gris verde; en aquel momento, las pupilas eran totalmente negras, de un negro de paisaje calcinado.
¿Qué cosa lo bastante fuerte había podido incendiar aquellos ojos pálidos y convertirlos en negros como el carbón? ¿Qué temible incidente había podido ocurrir para despertarlo de tan prolongado sueño y transformarlo en aquella máquina de gritar?
La única evidencia era que la criatura estaba furiosa. Una fabulosa cólera la había sacado de su entorpecimiento, y si nadie sabía cuál podía ser el origen, la razón debía de ser muy grave a la vista de la intensidad con que se manifestaba.
La madre, fascinada, acudió a coger en brazos a su retoño. Enseguida lo dejó en la cama-jaula, ya que gesticulaba con todos sus miembros y la golpeaba.
Corrió por la casa gritando: «¡La Planta ha dejado de ser una planta!» Llamó al padre para que acudiera al lugar del fenómeno. Su hermano y su hermana fueron invitados a extasiarse ante la santa cólera de Dios.
Transcurridas algunas horas, dejó de gritar, pero sus ojos seguían negros de rabia. Le dedicó una mirada de enorme enfado a la humanidad que la rodeaba. Y, agotado por tanto mal humor, se acostó y se durmió.
La familia aplaudió. Aquello fue considerado una excelente noticia. La criatura estaba finalmente viva.
¿Cómo explicar aquel nacimiento dos años después del parto?
Ningún médico halló la llave del misterio. Parecía como si hubiera necesitado dos años de embarazo extrauterino suplementario para convertirse en un ser operativo.
Sí, pero ¿por qué aquella cólera? La única causa que podía suponerse era el accidente mental. Algo había aparecido en su cerebro, algo que le había resultado insoportable. Y, en un segundo, la materia gris se había puesto a funcionar. Influjos nerviosos habían circulado por aquella carne inerte. Su cuerpo había empezado a moverse.
Así, los más grandes imperios pueden venirse abajo por razones perfectamente incognoscibles. Admirables criaturas inmóviles como estatuas pueden, en un periquete, transformarse en animales chillones. Y lo más sorprendente es que eso encanta a su familia.Sic transit tubi gloria.
El padre estaba tan excitado como si acabara de nacer su cuarto hijo.
Telefoneó a su madre, que residía en Bruselas.
—¡La Planta se ha despertado! ¡Coge un avión y ven a conocerla!
La abuela respondió que, antes de acudir, iba a encargar unos cuantos vestidos nuevos: era una mujer muy elegante. Eso pospuso su visita varios meses.
Mientras tanto, los padres empezaban a echar de menos al vegetal de antaño. Dios estaba permanentemente colérico. Casi era necesario lanzarle el biberón desde lejos, por miedo a que les golpeara. Podía calmarse durante algunas horas, pero nadie sabía lo que aquella calma presagiaba.
El nuevo guión era el siguiente: se aprovechaba un momento en el que estuviera tranquilo para coger al bebé y ponerlo en su parque. Allí permanecía primero con aire alelado contemplando los juguetes que le rodeaban.
Lentamente, un vivo disgusto se iba apoderando de él. Se daba cuenta de que aquellos objetos existían fuera de él, al margen de su reinado. Eso le desagradaba y le hacía gritar.
Por otro lado, había observado que, con la boca, los padres y sus satélites producían sonidos articulados muy concretos: aquel proceder parecía permitirles controlar las cosas, anexionárselas.
Le habría gustado hacer lo mismo. ¿Acaso dar nombre al universo no era una de las principales prerrogativas divinas? Entonces señalaba un juguete con el dedo y abría la boca para concederle el don de la existencia: pero los sonidos que emitía no tenían consecuencias coherentes. Él era el primer sorprendido, ya que se consideraba perfectamente capaz de hablar. Una vez superada la sorpresa, aquella situación le parecía humillante e intolerable. La cólera se apoderaba de él y se ponía, mediante chillidos, a manifestar su rabia.
El significado de sus gritos era el siguiente:
—¡Movéis los labios y de ello emana un lenguaje! ¡Yo muevo los míos y sólo sale ruido! ¡Esta injusticia resulta insoportable! ¡Gritaré hasta que mis gritos se conviertan en palabras!
Ésta era la interpretación de la madre:
—Comportarse como un bebé a los dos años no es normal. Se da cuenta de su atraso y eso le pone nervioso.
Falso: Dios no sufría ningún atraso. Y quien dice atraso dice complejo. Dios no se comparaba. Sentía en su interior un poder gigantesco y se ofuscaba al comprobar que era incapaz de ejercerlo. Su boca le traicionaba. Ni por un instante dudaba de su divinidad y se indignaba de que sus propios labios no le respondieran.
Su madre se acercaba a él y, vocalizando exageradamente, pronunciaba palabras simples:
—¡Papá! ¡Mamá!
A él le ponía furioso que ella le propusiera imitaciones tan burdas: ¿acaso no sabía con quién estaba hablando? El maestro del lenguaje era él. Nunca se rebajaría a repetir «Mamá» y «Papá». Como represalia, gritaba con mayor intensidad y de un modo más desagradable si cabe.
Paulatinamente, sus padres empezaron a recordar a su bebé de antaño. ¿Habían salido ganando con el cambio? Tenían un tranquilo y misterioso retoño y ahora se encontraban con un doberman.
—¿Recuerdas lo hermosa que era La Planta, con sus serenos ojazos?
—¡Y qué noches más tranquilas pasábamos!
Se acabó dormir tranquilos: Dios era el insomnio personificado. Apenas dormía dos horas por la noche. Y en cuanto se despertaba, manifestaba su cólera a gritos.
—¡Basta ya! —le decía su padre—. Ya sabemos que te has pasado dos años durmiendo. Pero ésa no es razón para impedir que los demás duerman.
Dios se comportaba como Luis XIV: no toleraba que alguien durmiera si él no dormía, que alguien comiera si él no comía, que alguien anduviera si él no andaba, que alguien hablara si él no hablaba. Este último punto, sobre todo, le sacaba de sus casillas.
Para los médicos, aquel nuevo estado resultaba tan incomprensible como el anterior: la «apatía patológica» pasó a ser «irritabilidad patológica», sin que ningún análisis explicase el diagnóstico. Prefirieron recurrir a una especie de sentido común popular:
—Es para compensar los dos años precedentes. Vuestro bebé acabará por calmarse.
«Si antes no lo he tirado por la ventana», pensaba la madre, exasperada.
Los vestidos de la abuela estaban listos. Los metió en una maleta, pasó por la peluquería y tomó el avión Bruselas-Osaka que, en 1970, efectuaba el trayecto en aproximadamente veinte horas.
Los padres la esperaban en el aeropuerto. No se habían visto desde 1967: el hijo fue abrazado, la nuera felicitada y Japón elogiado.
De camino hacia la montaña, hablaron de los niños: los dos mayores eran maravillosos, el tercero era un problema. «¡Ya no lo queremos!» La abuela aseguró que todo se arreglaría.
La belleza de la casa le encantó. «¡Qué japonés!», exclamó al ver la sala del tatami y el jardín que, en aquel mes de febrero, emblanquecía bajo los cerezos en flor.
Hacía tres años que no veía al hermano y a la hermana. Se extasió ante los siete años del niño y los cinco años de la niña. Pidió entonces que le presentaran al tercer niño, al que todavía no conocía.
No quisieron acompañarla hasta la guarida del monstruo: «La primera puerta a la izquierda, no tiene pérdida.» De lejos, se oían gritos roncos. La abuela puso algo dentro del bolso y caminó valientemente hacia la arena.
Dos años y medio. Gritos, rabia, odio. El mundo resulta inaccesible para las manos y la voz de Dios. A su alrededor, los barrotes de la cama-jaula. Dios permanece encerrado. Le gustaría hacer daño, pero no puede. Se ensaña con la sábana y la manta, que martillea a patadas.
Encima de él, el techo y sus grietas, que conoce como la palma de su mano. Son sus únicos interlocutores, así pues, es a ellos a quienes grita su desprecio. Aparentemente, el techo no se da por aludido. Dios se siente contrariado.
De repente, el campo visual es invadido por un rostro desconocido e inidentificable. ¿Qué es? Es un humano adulto, del mismo sexo que la madre, parece. Pasada la sorpresa inicial, Dios manifiesta su disgusto con una larga pataleta.
El rostro sonríe. Dios conoce el paño: intentan engatusarlo. No cuela. Enseña los dientes. El rostro deja caer las palabras con su boca. Dios boxea contra las palabras al vuelo. Sus puños cerrados vapulean los sonidos y los dejan KO.
Dios sabe que, a continuación, el rostro intentará tenderle la mano. Está acostumbrado: los adultos siempre acercan los dedos a su cara. Decide que morderá el índice de la desconocida. Se prepara.
En efecto, una mano aparece en su campo visual, pero —¡sorpresa!— sujeta entre los dedos un bastoncito blanquecino. Dios nunca ha visto nada parecido y se olvida de gritar.
—Es chocolate blanco de Bélgica —le dice la abuela a la criatura al tiempo que lo destapa.
De esas palabras, Dios sólo entiende «blanco»: le suena, la ha visto en los envases de leche y en las paredes. Los otros vocablos son oscuros: «chocolate» y sobre todo «Bélgica». A estas alturas, el bastoncito está cerca de su boca.
—Es para comer —dice la voz.
Comer: Dios sabe lo que eso significa. Ese bastoncito blanquecino desprende un olor que Dios desconoce. Huele mejor que el jabón y la pomada. Dios tiene miedo y deseo a la vez. Hace muecas de asco y saliva de apetito.
En un arranque de valor, atrapa la novedad con los dientes, la mastica aunque no es necesario, se derrite sobre la lengua, enmoqueta el paladar, le llena la boca, y se produce el milagro.
La voluptuosidad se le sube a la cabeza, le hace jirones el cerebro y hace resonar una voz que nunca había oído:
—¡Soy yo! ¡Yo soy la que vive! ¡Yo soy la que habla! No soy «él» ni «éste», ¡soy yo! Ya no tendrás que decir «él» para hablar de ti, tendrás que decir «yo». Y soy tu mejor amigo: el placer es mío.
Fue entonces cuando nací a la edad de dos años y medio, en febrero de 1970, en las montañas del Kansai y en el pueblo de Shukugawa, ante la mirada de mi abuela paterna, por obra y gracia del chocolate blanco.
La voz, que desde entonces nunca he dejado de oír, seguía hablando dentro de mi cabeza:
—Es bueno, es dulce, es untuoso. ¡Quiero más!
Volví a morder el bastoncito con un rugido.
—El placer es una maravilla que me enseña a ser yo mismo. Yo sede del placer. El placer soy yo: cada vez que exista placer, existiré yo. Ningún placer sin mí, ¡yo no existo sin placer!
El bastoncito desaparecía dentro de mí. La voz gritaba cada vez más alto dentro de mi cabeza:
—¡Viva yo! ¡Soy tan formidable como la voluptuosidad que experimento y yo mismo he creado! Sin mí, este chocolate es un pedazo de nada. Pero uno lo introduce en la boca y se transforma en el placer. Me necesita.
Aquellos pensamientos se traducían en sonoros eructos cada vez más entusiastas. Abría los ojos de par en par, pataleaba de alegría. Sentía que las cosas dejaban su huella en una parte blanda de mi cerebro que guardaba constancia de todo.
Pedazo a pedazo, el chocolate se había introducido dentro de mí. Descubrí entonces que, en el extremo de aquella difunta golosina, había una mano, y que al final de aquella mano había un cuerpo culminado por un rostro bondadoso. Y yo, la voz, dije:
—No sé quién eres, pero, dado que me has proporcionado comida, eres una buena persona.
Las dos manos levantaron mi cuerpo para sacarme de la cama-jaula y me encontré en unos brazos desconocidos.
Estupefactos, mis padres vieron llegar a la abuela sonriente llevando en brazos a una criatura tranquila y contenta:
—Os presento a una gran amiga —dijo triunfante.
Dócilmente, dejé que me fueran transportando de unos brazos a otros. Mi padre y mi madre no daban crédito a aquella metamorfosis: se sentían felices y molestos a la vez. Interrogaron a la abuela.
Ella se guardó muy mucho de revelar la naturaleza del arma secreta a la que había recurrido. Prefería dejar que el misterio planeara. Le atribuyeron dotes demoníacas. Nadie había previsto que la bestia recordara su exorcismo.
Las abejas saben que sólo la miel proporciona a las larvas el gusto por la vida. No traerían al mundo tan ardientes libadoras alimentándolas con puré con tropezones de carne. Mi madre tenía sus propias ideas respecto al azúcar, al que culpaba de todos los males de la humanidad. Sin embargo, era a aquel «veneno blanco» (así lo denominaba) al que le debía el tener un hijo con un humor aceptable.
Me comprendo. A los dos años, acababa de salir de mi entorpecimiento para descubrir que la vida era un valle de lágrimas en el que se comían zanahorias hervidas con jamón. Debería de haberme sentido estafada. ¿Para qué matarse a nacer si no es para experimentar el placer? Los adultos tienen acceso a todo tipo de voluptuosidades, pero para abrir las puertas al deleite de los niños sólo existen las golosinas.
Mi abuela me había llenado la boca de azúcar: de repente, el animal furioso había comprendido que existía una justificación a tanto aburrimiento, que el cuerpo y el espíritu servían para gozar y que, por tanto, no había que tomarla ni con el universo ni con uno mismo por el hecho de estar aquí. El placer aprovechó las circunstancias para dar nombre a su instrumento: lo llamó Yo, y es un nombre que todavía conservo.
Desde hace mucho tiempo, existe una inmensa secta de imbéciles que oponen sensualidad e inteligencia. Es un círculo vicioso: se privan de placeres para exaltar sus capacidades intelectuales, lo cual sólo contribuye a empobrecerles. Se convierten en seres cada vez más estúpidos, y eso les reconforta en su convicción de ser brillantes, ya que no se ha inventado nada mejor que la estupidez para creerse inteligente.
El deleite, en cambio, nos hace humildes y admirativos con lo que lo produce, el placer despierta la mente y la empuja tanto hacia la virtuosidad como hacia la profundidad. Se trata de una magia tan potente que, a falta de voluptuosidad, la sola idea de voluptuosidad resulta suficiente. Mientras existe esta noción, el ser está a salvo. Pero la frigidez triunfante está condenada a celebrar su propia insustancialidad.
Uno se cruza a veces con gente que, en voz alta y fuerte, presume de haberse privado de tal o cual delicia durante veinticinco años. También conocemos a fantásticos idiotas que se alaban por el hecho de no haber escuchado jamás música, por no haber abierto nunca un libro o no haber ido nunca al cine. También están los que esperan suscitar admiración a causa de su absoluta castidad. Alguna vanidad tienen que sacar de todo eso: es la única alegría que tendrán en la vida.
 
Al otorgarme una identidad, el chocolate blanco también me había proporcionado una memoria: desde febrero de 1970 lo recuerdo todo. ¿Para qué recordar nada que no esté relacionado con el placer? El recuerdo es uno de los más indispensables aliados de la voluptuosidad.
Una afirmación tan contundente —«lo recuerdo todo»— no tiene ninguna posibilidad de ser creída por nadie. No importa. Tratándose de un enunciado de tan difícil comprobación, no tengo ningún interés en que nadie me crea.
Es cierto que no recuerdo la preocupación de mis padres, las conversaciones con sus amigos, etc. Pero no he olvidado nada de lo que realmente valía la pena: el verde del lago en el que aprendí a nadar, el olor del jardín, el sabor del aguardiente de ciruelas probado a escondidas y otros descubrimientos intelectuales.
Previo al chocolate blanco, no recuerdo nada: tengo que fiarme del testimonio de mis allegados, reinterpretado por mí. Luego mis informaciones son de primera mano: la misma mano que escribe.
Me convertí en el tipo de criatura con la que sueñan los padres: a la vez tranquila y despierta, silenciosa y presente, divertida y reflexiva, entusiasta y metafísica, obediente y autónoma.
Sin embargo, mi abuela y sus golosinas sólo permanecieron un mes en Japón, pero fue suficiente. La noción de placer me había convertido en un ser operativo. Mi padre y mi madre se sentían aliviados: después de haber tenido un vegetal durante dos años y luego una bestia rabiosa durante seis meses, por fin tenían algo más o menos normal. Empezaron a llamarme con un nombre.
Fue necesario, para recurrir a la expresión exacta, «recuperar el tiempo perdido» (yo no pensaba haberlo perdido): a los dos años y medio, un humano tiene la obligación de andar y hablar. Conforme a la tradición, empecé por andar. No era nada del otro mundo: ponerse de pie, dejarse caer hacia adelante, sostenerse con un pie, y luego repetir el paso de baile con el otro pie.
Andar resultaba de una innegable utilidad. Te permitía avanzar viendo el paisaje mejor que gateando. Y quien dice andar dice correr: correr constituía un invento fabuloso que permitía toda clase de evasiones. Uno podía arramblar con un objeto prohibido y huir llevándoselo sin ser visto por nadie. Correr aseguraba la impunidad de los actos más reprensibles. Era el verbo de los bandoleros y de los héroes en general.
Hablar planteaba un problema de protocolo: ¿por qué palabra empezar? Yo habría elegido gustosa un vocablo tan necesario como «marrón glacé» o «pipí», o bien uno tan hermoso como «neumático» o «esparadrapo», pero notaba que aquello habría herido susceptibilidades. Los padres son una especie susceptible: es necesario ofrecerles los grandes clásicos que les proporcionan el sentimiento de su importancia. No quería llamar la atención. Así pues, adopté una expresión beatífica y solemne y, por primera vez, vocalicé los sonidos que tenía en la cabeza:
—¡Mamá!
Extasis de mi madre.
Y como tampoco se trataba de humillar a nadie, me apresuré a añadir:
—¡Papá!
Enternecimiento de mi padre. Mis padres se abalanzaron sobre mí y me cubrieron de besos. Me pareció que se conformaban con poco. ¿Se habrían mostrado menos encantados y admirativos si hubiera empezado a hablar diciendo: «¿Para quién son esas serpientes que silban sobre vuestras cabezas?» o: «E = mc2»? Incluso era como para pensar que tenían dudas respecto a su propia identidad: ¿acaso no estaban seguros de llamarse respectivamente Papá y Mamá? Parecían muy necesitados de que se lo confirmase.
Me felicité por mi elección: ¿para qué complicarse la vida si ninguna otra primera palabra podría haber colmado tanto a mis progenitores? Una vez cumplido con mi deber de educación, podía dedicarme al arte y a la filosofía: la cuestión de la tercera palabra también resultaba excitante, ya que únicamente debía tener en cuenta criterios cualitativos. Aquella libertad resultaba tan embriagadora que me confundía: tardé una eternidad en pronunciar mi tercera palabra. Mis padres no hicieron sino sentirse más halagados todavía. «Sólo necesitaba llamarnos por nuestro nombre. Esa era su única urgencia.»
No sabían que, dentro de mi cabeza, yo hablaba desde hacía mucho tiempo. Pero es cierto que decir las cosas en voz alta es diferente: confiere a la palabra pronunciada un valor excepcional. Uno siente que la palabra se conmueve, que lo vive como un signo de reconocimiento, como el pago de una deuda o una celebración: vocalizar el vocablo «banana» representa homenajear a las bananas a través de los siglos.
Razón de más para pensárselo dos veces. Me sumergí en una fase de exploración intelectual que duró semanas. En las fotos de esa época aparezco con un rostro tan serio que resulta incluso cómico. Y es que mi discurso interior era existencial: «¿Zapato? No, no es lo más importante; uno puede andar sin ellos. ¿Papel? Sí, pero resulta tan necesario como lápiz. No hay modo de elegir entre papel y lápiz. ¿Chocolate? No, es mi secreto. ¿Otaria? Otaria resulta sublime, emite gritos admirables, pero ¿acaso es mucho mejor que peonza? Peonza es demasiado bonito. Aunque otaria es más viva. ¿Qué es mejor, una peonza que da vueltas o una otaria que vive? Ante la duda, me abstengo. ¿Armónica? Suena bien, ¿pero es realmente indispensable? ¿Gafas? No, es divertido, pero no sirve para nada. ¿Xilofón?…»
Un día mi madre entró en el salón con un animal de cuello largo cuya larga y delgada cola terminaba con una toma de corriente. Apretó un botón y el animal emitió un lamento regular y continuo. La cabeza empezó a moverse sobre el suelo con un movimiento de vaivén que arrastraba el brazo de Mamá detrás de él. A veces, el cuerpo se desplazaba sobre unas patas en forma de ruedas.
No era la primera vez que veía una aspiradora, pero todavía no había reflexionado sobre su condición. Me acerqué a ella a gatas, para estar a su altura; sabía que uno siempre tiene que ponerse al mismo nivel que lo que examina. Seguí su cabeza y puse la mejilla sobre la moqueta para observar qué ocurría. Era un milagro: el aparato engullía las realidades materiales que encontraba a su paso y las transformaba en inexistencia.
Sustituía el algo por la nada: aquella sustitución sólo podía ser una obra divina.
Recordaba vagamente haber sido Dios no hacía tanto tiempo. A veces, oía en mi cabeza una voz profunda que me hundía en insondables tinieblas y me decía: «¡Recuerda! ¡Yo soy quien vive en ti! ¡Recuerda!» No tenía una opinión clara al respecto, pero mi divinidad me parecía de las más aceptables y agradables.
De repente, me encontré con un hermano: la aspiradora. ¿Acaso podía existir algo más divino que aquella aniquilación pura y simple? Por más que considerase que un Dios nada tiene que demostrar, me habría gustado ser capaz de protagonizar un prodigio semejante, una tarea tan metafísica.«Anch’io sono pittore!», exclamó il Corriggio al contemplar los cuadros de Rafael por primera vez. Con idéntico entusiasmo, yo estaba a punto de gritar: «¡Yo también soy una aspiradora!»
En el último segundo recordé que tenía que emplear bien mis recursos: se suponía que poseía dos palabras en mi activo, no se trataba de perder credibilidad soltando frases enteras. Pero tenía mi tercera palabra.
Sin más demora, abrí la boca y acompasé las cinco sílabas: «¡Aspiradora!»
Tras un primer momento de desconcierto, mi madre soltó el cuello del tubo y corrió a telefonear a mi padre:
—¡Ha pronunciado su tercera palabra!
—¿Cuál?
—¡Aspiradora!
—Perfecto. La convertiremos en una perfecta ama de casa.
Debió de sentirse decepcionado.
Mi tercera palabra me había costado mucho; a partir de ahí, podía permitirme no ser tan existencial con la cuarta. Considerando que mi hermana, dos años mayor que yo, era una buena persona, elegí su nombre:
—Juliette! —exclamé mirándola a los ojos.
El lenguaje tiene poderes inmensos: inmediatamente después de pronunciar aquel nombre en voz alta, fuimos presa de una recíproca, repentina y loca pasión. Mi hermana me cogió en brazos y me dio un beso. Como el filtro mágico de Tristán e Isolda, la palabra nos había unido para siempre.
Ni se me pasaba por la cabeza elegir como quinto vocablo el nombre de mi hermano, cuatro años mayor que yo: aquel maldito sujeto se había pasado toda la tarde sentado sobre mi cabeza leyendo un Tintín. Le encantaba perseguirme. Para castigarlo, no lo llamaría por su nombre. De este modo, existiría, sí, pero menos.
Por aquel entonces vivía con nosotros Nishio-san, mi aya japonesa. Era la bondad personificada y me mimaba a todas horas. No hablaba más lengua que la suya. Yo comprendía todo lo que decía. Mi quinta palabra fue, pues, japonesa, ya que la nombré a ella.
Ya había bautizado a cuatro personas; y en cada ocasión les hice tan felices que ya no dudé nunca más de la importancia de la palabra: demostraba a los individuos que estaban allí. Llegué a la conclusión de que no estaban seguros de que eso fuera así. Me necesitaban para saberlo. ¿Significaba eso que hablar equivalía a conceder la vida? Quizás no. A mi alrededor, la gente hablaba de la mañana a la noche sin que eso tuviera consecuencias tan milagrosas. Para mis padres, por ejemplo, hablar equivalía a formular cosas como éstas:
—He invitado a los Tal a cenar el día veintiséis.
—¿Quiénes son los Tal?
—Venga, Danièle, sólo conocemos a los Tal. Ya hemos cenado más de veinte veces con ellos.
—No lo recuerdo. ¿Quiénes son los Tal?
—Ya lo verás.
No me parecía que los Tal existieran en mayor medida después de semejante diálogo. Al contrario.
Para mi hermano y mi hermana, hablar equivalía a:
—¿Dónde está mi caja de Lego?
—No tengo ni idea.
—¡Mentirosa! ¡La tienes tú!
—No es verdad.
—¿Vas a decirme dónde la has metido?
Y luego se peleaban. Hablar era el preludio del combate.
Cuando la dulce Nishio-san me hablaba era casi siempre para contarme, entre esas risas niponas reservadas al horror, cómo, siendo ella una niña, su hermana había sido atropellada por el tren Kobé-Nishinomiya. Cada vez que desgranaba aquel relato, impepinablemente las palabras de mi aya acababan con la vida de la pequeña. Hablar, pues, también podía servir para asesinar.
El examen del edificante lenguaje ajeno me llevó a la siguiente conclusión: hablar era un acto tan creativo como destructivo. Era mejor andarse con mucho cuidado con aquel invento.
Por otra parte, también había observado que existía una utilización inofensiva de la palabra. «Bonito día, ¿verdad?» o «¡Querida, estás en plena forma!» eran frases que no producían ningún efecto metafísico. Uno podía incluso no pronunciarlas. Sin duda, si uno las pronunciaba era para avisar a los demás de que no iba a matarlos. Era como la pistola de agua de mi hermano: cuando me disparaba anunciándome: «¡Pam! ¡Estás muerta!», yo no estaba muerta, sólo empapada. Se recurría a este tipo de frases para demostrar que el arma de uno estaba cargada con munición falsa. Por si fuera necesario confirmar lo dicho anteriormente, la sexta palabra fue «muerte».
 
En la casa reinaba un silencio anormal. Quise averiguar qué ocurría y bajé por la larga escalera. En el salón, mi padre lloraba: espectáculo inimaginable, que nunca más he vuelto a ver. Mi madre lo abrazaba como si de un gigantesco bebé se tratara.
Con gran delicadeza, me dijo:
—Tu padre ha perdido a su madre. Tu abuela ha muerto.
Adopté una expresión terrible.
—Por supuesto —prosiguió—, tú no sabes lo que significa la muerte. Sólo tienes dos años y medio.
—¡Muerte! —afirmé con el tono de una aserción sin réplica, antes de dar media vuelta.
¡Muerte! ¡Como si yo no supiera lo que eso significa! ¡Como si mis dos años y medio me alejaran de ella, cuando, en realidad, no hacían sino acercarme! ¡Muerte! ¿Quién mejor que yo para saber qué significaba? ¡Pero si apenas acababa de abandonar el sentido de aquella palabra! Lo conocía mucho mejor que los otros niños, yo, que la había prolongado más allá de los límites humanos. ¿Acaso no había vivido dos años en coma, si es que se puede vivir en coma? ¿Qué creían que hacía, pues, tanto tiempo dentro de mi cama-jaula, sino morir mi vida, morir el tiempo, morir el miedo, morir la nada, morir el letargo?
La muerte, había analizado aquella cuestión con detalle: la muerte era el techo. Cuando uno conoce el techo mejor que a sí mismo, a eso se le llama muerte. El techo es lo que impide que los ojos y el pensamiento se eleven. Y quien dice techo dice sepultura: el techo es la losa del cerebro. Cuando llega la muerte, una losa gigante cae sobre vuestra cazuela cranial. Me había ocurrido algo poco común: había vivido aquello en sentido inverso, a una edad en la que mi memoria quizás no podía recordarlo pero sí conservar una vaga impresión de lo vivido.
Cuando el metro sale a la luz del día, cuando las cortinas negras se abren, cuando termina la asfixia, cuando los únicos ojos necesarios vuelven a mirarnos, es la losa de la muerte la que se levanta, es nuestra sepultura cranial la que se convierte en un cerebro a cielo abierto.
Aquellos que, de un modo u otro, han conocido la muerte desde demasiado cerca y han regresado tienen dentro de sí su propia Eurídice: saben que en su interior existe algo que se acuerda perfectamente de la muerte y que más vale no mirarla de frente. Y es que la muerte, como una madriguera, como una habitación con las persianas bajadas, como la soledad, es a la vez terrible y tentadora: uno siente que podría sentirse bien con ella. Bastaría abandonarse para reunirse con esa hibernación interior. Eurídice es tan seductora que tendemos a olvidar por qué hay que resistirse a su influjo.
Y hay que hacerlo por la simple razón de que, en general, el trayecto es únicamente de ida. De no ser así, no sería necesario.
Me siento en la escalera pensando en la abuela del chocolate blanco. Ella contribuyó a liberarme de la muerte, y poco tiempo después le llegó su hora. Era como si se hubiera producido un intercambio. Había pagado con su vida a cambio de la mía. ¿Acaso fue consciente de ello?
Por lo menos mi recuerdo le conserva la existencia. Mi abuela había estrenado mi memoria. En justa compensación: sigue estando viva, precedida por su barrita de chocolate, como si de un cetro se tratara. Es mi manera de devolverle lo que ella me dio.
No lloré. Subí a mi habitación para jugar al más hermoso de los juegos: la peonza. Tenía una peonza de plástico que valía por todas las maravillas del universo. La hacía rodar y la observaba fijamente durante horas. Aquella rotación perpetua me hacía ponerme seria.
La muerte, ya sabía lo que era. Pero eso no significaba que la comprendiera. Me quedaban montones de preguntas por responder. El problema era que oficialmente sólo disponía de seis palabras, de las cuales ningún verbo, ninguna conjunción, ningún adverbio: así resultaba difícil formular preguntas. En realidad, es cierto que en mi cabeza disponía del vocabulario necesario, pero ¿cómo pasar de repente de seis a mil palabras sin desvelar mi impostura?
Afortunadamente, existía una solución: Nishio-san. Sólo hablaba japonés, lo cual limitaba sus conversaciones con mi madre. Podía hablar con ella a escondidas, camuflada detrás de su lengua.
—Nishio-san, ¿por qué nos morimos?
—¿Hablas?
—Sí, pero no se lo digas a nadie. Es un secreto.
—Tus padres se alegrarían mucho si supieran que ya hablas.
—Quiero darles una sorpresa. ¿Por qué nos morimos?
—Porque Dios así lo quiere.
—¿De verdad lo crees?
—No lo sé. He visto morir a tanta gente: mi hermana, atropellada por el tren, mis padres, muertos a causa de los bombardeos durante la guerra. No sé si Dios quiso todo eso.
—Entonces, ¿por qué morimos?
—¿Te refieres a tu abuela? Es normal que uno muera cuando es viejo.
—¿Por qué?
—Cuando uno ha vivido mucho, está cansado. Morir, para un viejo, es como quedarse dormido. Está bien.
—¿Y morirse cuando uno no es viejo?
—Eso no sé por qué es posible. ¿Entiendes todo lo que te estoy diciendo?
—Sí.
—¿Así que hablas japonés antes de hablar francés?
—No. Es lo mismo.
Para mí no existían idiomas, sino una única e inmensa lengua de la cual uno podía elegir las variantes japonesa o francesa, según. Nunca había oído una lengua que no entendiese.
—Si es lo mismo, ¿cómo te explicas que yo no hable francés?
—No lo sé. Cuéntame los bombardeos.
—¿Estás segura de que quieres oírlo?
—Sí.
Empezó un relato de pesadilla. En 1945, ella tenía cinco años. Una mañana, empezaron a llover bombas. En Kobe no era la primera vez que, aunque lejos, se oían. Pero aquella mañana Nishio-san sintió que esta vez iban a por ellos y no se equivocó. Se había quedado tumbada sobre el tatami, esperando que la muerte la sorprendiera dormida. De repente, justo a su lado, se produjo una explosión tan extraordinaria que, en un primer momento, la pequeña pensó que la habían despedazado. A continuación, sorprendida de haber sobrevivido, quiso cerciorarse de que sus miembros seguían unidos a su cuerpo, pero algo se lo impedía: había tardado un rato en comprender que estaba enterrada.
Así que entonces empezó a cavar con sus propias manos, esperando estar dirigiéndose hacia arriba, pero sin estar muy segura de que así fuera. En un momento dado, revolviendo la tierra, había tocado un brazo: ignoraba a quién pertenecía, ignoraba incluso si aquel brazo seguía unido a un cuerpo: la única certeza era que aquel brazo estaba muerto, separado de su propietario.
Se había equivocado de rumbo. Dejó de cavar para escuchar: «Tengo que dirigirme hacia el ruido: allí es donde está la vida.» Había oído gritos y había intentado cavar en aquella dirección. Reanudó su trabajo de topo.
—¿Y cómo respirabas? —pregunté.
—No lo sé. Existe un modo. Al fin y al cabo, hay animales que viven bajo tierra y que respiran. El aire llegaba con dificultad, pero llegaba. ¿Quieres saber qué ocurrió después?
Lo estaba reclamando con entusiasmo.
Finalmente, Nishio-san llegó a la superficie. «Allí es donde está la vida», le había dicho su instinto. Se equivocaba: allí estaba la muerte. Entre las casas destrozadas había pedazos de seres humanos. La pequeña tuvo tiempo para reconocer la cabeza de su padre antes de que una enésima bomba explotase y la hundiese muy profundamente bajo los escombros.
Protegida por su mortaja de tierra, se preguntó primero si no quedarse allí: «Aquí es donde estoy más segura y hay menos horrores que ver.» Poco a poco, empezó a ahogarse. Había cavado hacia el ruido, aterrorizada ante la idea de lo que iba a descubrir esta vez. Hacía mal en preocuparse: no pudo ver nada ya que, apenas había emergido a la superficie, volvía a encontrarse cuatro metros más abajo.
—No sé cuántas horas duró aquello. Yo cavaba y cavaba y cada vez que conseguía salir a la superficie volvía a quedar enterrada por una nueva explosión. Ya no sabía por qué, aun siendo así, volvía y volvía a subir, porque era más fuerte que yo. Ya sabía que mi padre había muerto y que me había quedado sin hogar: pero todavía ignoraba qué suerte habían corrido mi madre y mis hermanos. Cuando la lluvia de bombas cesó, no podía dar crédito al hecho de seguir con vida. Al retirar los escombros fueron encontrando, poco a poco, los cadáveres, enteros o no, de aquellos que me faltaban, entre ellos los de mi madre y mis hermanos. Envidiaba a mi hermana que, atropellada por el tren dos años antes, se había librado de aquel espectáculo.
La verdad es que Nishio-san tenía hermosas historias que contar: los cuerpos siempre terminaban destrozados.
Como acaparaba a mi aya cada vez más, mis padres decidieron contratar a una segunda japonesa para ayudarles. Pusieron un anuncio en el pueblo de Shukugawa.
No tuvieron problemas de elección: sólo se presentó una señora.
Kashima-san se convirtió, pues, en la segunda aya. Era totalmente opuesta a la primera. Nishio-san era joven, dulce y amable; no era guapa y procedía de un medio pobre y popular. Kashima-san tenía unos cincuenta años y una belleza tan aristocrática como sus orígenes: su espléndido rostro nos miraba con desprecio. Pertenecía a la antigua nobleza nipona abolida por los americanos en 1945. Durante cerca de treinta años había sido una princesa, y de la noche a la mañana se había encontrado sin título y sin dinero.
Desde entonces, vivía de trabajos domésticos como el que le habíamos ofrecido. Culpaba a todos los blancos de su decadencia y nos odiaba en bloque. Sus rasgos, de una finura perfecta, y su altiva delgadez inspiraban respeto. Mis padres se dirigían a ella con la consideración debida a una gran señora; ella no les hablaba y trabajaba lo menos posible. Cuando mi madre le pedía que la ayudase en una u otra faena, Kashima-san suspiraba y le dirigía una mirada que significaba: «¿Por quién me ha tomado?»
La segunda aya trataba a la primera como a un perro, no sólo a causa de su origen modesto, sino también porque la consideraba una traidora que contemporizaba con el enemigo. Dejaba que Nishio-san hiciera todo el trabajo, aprovechando que ésta tenía un desafortunado instinto de obediencia hacia su soberana. La reprendía a la menor ocasión:
—¿Has visto cómo les hablas?
—Ellos también me hablan.
—No tienes ningún sentido del honor. ¿No te basta con que nos humillaran en 1945?
—No fueron ellos.
—Eran los mismos. Esta gente eran los aliados de los americanos.
—Durante la guerra eran niños, como yo.
—¿Y qué? Sus padres eran nuestros enemigos. Los gatos no se entienden con los perros. Y los desprecio.
—No deberías decir eso delante de la niña —dijo Nishio-san señalándome con la barbilla.
—¿Este bebé?
—Entiende lo que dices.
—Mejor.
—Yo la quiero, a esta pequeña.
Decía la verdad: me quería tanto como a sus dos hijas, dos gemelas de diez años a las que nunca llamaba por su nombre ya que le resultaba imposible diferenciarlas. Siempre las llamaba futago y durante mucho tiempo creí que aquella palabra dual era el nombre de un único hijo, al ser las marcas del plural muy ambiguas en la lengua nipona. Un día, las niñas vinieron a casa y Nishio-san las llamó desde lejos: «¡Futago!» Acudieron como siamesas, revelándome con este hecho el sentido de aquella palabra. En Japón ser gemelo debe de ser más problemático que en otros lugares.
Rápidamente me di cuenta de que mi edad me confería un estatus especial. En el país del Sol Naciente, desde el nacimiento hasta el parvulario inclusive, uno es un dios. Nishio-san me trataba como a una divinidad. Mi hermano, mi hermana y las futago habían abandonado la edad sagrada: les hablaban de un modo ordinario. Yo era un okosama: una honorable excelencia infantil, un señor niño.
Cuando por la mañana entraba en la cocina, Nishio-san se prosternaba para ponerse a mi altura. Me lo consentía todo. Si yo expresaba el deseo de comer de su plato, algo que ocurría con frecuencia ya que prefería lo que comía ella a lo que me daban a mí, ella dejaba de tocar su pitanza: esperaba a que yo hubiese terminado antes de reanudar su alimentación, suponiendo que yo hubiera tenido la grandeza de espíritu de dejarle algo.
Un mediodía, mi madre se percató de mis maniobras y me riñó severamente. Luego le ordenó a Nishio-san que no aceptara más mi tiranía. En vano: en cuanto Mamá le dio la espalda, mis picoteos en su plato se reanudaron. Y tenía motivos para ello: el okonomiyaki (tortita de col, con gambas y al jengibre) y el arroz al tsukemono (rábano silvestre marinado en salmuera amarillo azafrán) eran mucho más apetitosos que los tacos de carne con zanahorias hervidas.
Había dos comidas: la del comedor y la de la cocina. Comiscaba en la primera y me reservaba para la segunda. Rápidamente, elegí mi bando: entre unos padres que me trataban igual que a los demás y un aya que me divinizaba, no había duda.
Sería japonesa.
 
Fui japonesa.
A los dos años y medio, en la provincia de Kansai, ser japonesa consistía en vivir en el corazón de la belleza y de la veneración. Ser japonesa consistía en empacharse de las flores exageradamente olorosas del jardín humedecido por la lluvia, sentarse junto al estanque de piedra y contemplar, a lo lejos, las montañas inmensas como el interior de mi propio pecho, hacer que perdurase en el corazón de una el canto místico del vendedor de patatas dulces que, al caer la noche, recorría el barrio.
A los dos años y medio, ser japonesa significaba ser la elegida de Nishio-san. Si yo se lo pedía, y en cualquier momento, ella abandonaba lo que estuviera haciendo para cogerme en brazos, mimarme, cantarme canciones que hablaban de gatitos o de cerezos en flor.
Siempre estaba dispuesta para contarme sus historias de cuerpos mutilados, que me fascinaban, o la leyenda de esta o de aquella bruja que cocía a la gente en un caldero para convertirlos en sopa: aquellos adorables cuentos me maravillaban hasta el embobamiento.
Se sentaba y me mecía como a una muñeca. Yo adoptaba una expresión de sufrimiento sólo justificada por mi deseo de ser consolada: durante horas, Nishio-san me consolaba de mis inexistentes penas, siguiéndome la corriente, se apiadaba de mí con consumado arte.
Y con un dedo delicado seguía el trazo de mis rasgos y alababa su belleza, que calificaba de extrema: ensalzaba las virtudes de mi boca, de mi frente, de mis mejillas, de mis ojos, y llegaba a la conclusión de que nunca había visto a una diosa de rostro tan admirable. Era una buena persona.
Y yo nunca me cansaba de estar en sus brazos, me habría quedado allí para siempre, embobada ante su idolatría. Y ella se pasmaba de idolatrarme de aquel modo, demostrando así lo afinado y excelso de mi divinidad.
A los dos años y medio, tendría que haber sido idiota para no ser japonesa.
No era casual que hubiera manifestado antes mi conocimiento de la lengua nipona que de la lengua materna: el culto a mi persona tenía sus exigencias lingüísticas. Necesitaba un idioma para comunicarme con mis fieles. No eran muy numerosos, pero me bastaban por la intensidad de su fe y la importancia del lugar que ocupaban en mi universo: eran Nishio-san, las futago y los transeúntes.
Cuando paseaba por la calle cogida de la mano de la principal sacerdotisa de mi adoración, esperaba con serenidad las aclamaciones de los curiosos: sabía que nunca dejarían de exclamarse ante mis encantos.
Pero donde más disfrutaba de aquella religión era entre las cuatro paredes del jardín: aquél era mi templo. Una porción de terreno plantada con flores y árboles y rodeada por una cerca: no se ha inventado nada mejor para reconciliarse con el universo.
El jardín de la casa era nipón, lo cual lo convertía en un jardín pleonástico. No era zen, pero su estanque de piedra, su sobriedad y la elección de su pelambre decían mucho sobre el país que, más religiosamente que los demás, ha definido el jardín.
El área geográfica de culto a mi persona alcanzaba su mayor grado de densidad en el jardín. Los muros elevados y culminados de tejas japonesas que los enclaustraban me protegían de las miradas de los laicos y confirmaban que nos hallábamos en un santuario.
Cuando Dios necesita un lugar para simbolizar la felicidad terrenal no opta ni por una isla desierta, ni por una playa de arena fina, ni por un campo de trigo maduro, ni por el pasto que verdece: elige el jardín.
Yo compartía su opinión: no existe mejor territorio para reinar. Dueño y señor del jardín, tenía por subditos a plantas que, si se lo ordenaba, se abrían a ojos vistas. Era la primera primavera de mi existencia y yo no imaginaba que aquella adolescencia vegetal conocería un apogeo seguido de un posterior declive.
Una noche, le había dicho a un tallo culminado por un capullo: «Florece.» A la mañana siguiente se había convertido en una blanca peonía en plena deflagración. No había duda, tenía poderes. Se lo comenté a Nishio-san, que no me desmintió.
Desde el nacimiento de mi memoria, en febrero, el mundo no había dejado de manifestarse a mi alrededor. La naturaleza se asociaba a mi advenimiento. Cada día, el jardín era más frondoso que la víspera. Una flor sólo se marchitaba para renacer más hermosa y un poco más lejos.
¡Cómo debería de agradecérmelo la gente! ¡Hasta qué punto su vida debía de ser triste antes de mí! Porque yo era la responsable de haberles traído todas aquellas innumerables maravillas. ¿Qué más comprensible que su adoración?
Sin embargo, seguía existiendo un problema lógico en aquella apologética: Kashima-san.
Ella no creía en mí. Era la única japonesa que no aceptaba la nueva religión. Me odiaba. Sólo los gramáticos son lo bastante ingenuos para creer que la excepción confirma la regla: yo no lo era y el caso de Kashima-san me perturbaba.
Así pues, cuando yo acudía a la cocina para comer por segunda vez, ella no me permitía coger nada de su plato. Estupefacta por su impertinencia, volví a acercar mi mano a sus alimentos: aquello me costó una bofetada.
Pasmada, fui a lamentarme entre lágrimas junto a Nishio-san, esperando que castigaría a la impía; pero no ocurrió nada parecido.
—¿Te parece normal? —le dije con indignación.
—Es Kashima-san. Ella es así.
Me pregunté si aquella respuesta resultaba admisible. ¿Acaso tenían derecho a golpearme por la única razón de ser así? Me parecía un poco fuerte. Eso le costaría a la irreductible quedar al margen de mi influencia.
Ordené que su jardín no floreciese. Aquello no pareció inmutarla. Concluí que era indiferente a los encantos de la botánica. De hecho, no tenía jardín.
Opté entonces por una actitud más caritativa y decidí seducirla. Con una sonrisa magnánima, me planté ante ella y le tendí la mano, como Dios a Adán en la cúpula de la Capilla Sixtina: ella se dio la vuelta.
Kashima-san me rechazaba. Negaba mi existencia. Al igual que existe el Anticristo, ella era el Antiyó.
Experimenté hacia ella una inmensa piedad. ¡Qué siniestro debía de resultar no adorarme! Saltaba a la vista: Nishio-san y mis otros fieles resplandecían de felicidad, ya que quererme resultaba beneficioso para ellos.
Kashima-san no se dejaba arrastrar por aquella dulce necesidad: podía leerse en los hermosos rasgos de su rostro, en su expresión toda dureza y rechazo. Yo daba vueltas a su alrededor sin dejar de observarla, buscando la razón de su nula inclinación hacia mí. Nunca imaginé que la causa pudiera estar dentro de mí, tan fuerte era mi convicción de ser, de pies a cabeza, la indiscutible gema del planeta. Si la aristocrática aya no me quería, significaba que tenía un problema.
Lo encontré: a base de escrutar a Kashima-san, observé que sufría la enfermedad de reprimirse. Cada vez que surgía una ocasión de alegrarse, de reírse, de extasiarse o de divertirse, la boca de la noble dama se crispaba, sus labios se volvían rígidos: se reprimía.
Era como si los placeres fueran indignos de una persona de su condición. Como si para ella la felicidad constituyera una abdicación.
Me entregué a algunos experimentos científicos. Le llevé a Kashima-san la camelia más hermosa del jardín subrayando que la había cogido para ella: boca fruncida, agradecimiento seco. Le pedí a Nishio-san que le preparase un sublime chawan mushi, que fue consumido con remilgos y comentado con silencio. Al percibir un arco iris, corrí a llamar a Kashima-san para que lo admirase: se encogió de hombros.
En mi generosidad, decidí entonces dejarla contemplar el espectáculo más hermoso que pueda concebirse. Me puse el vestido que Nishio-san me había regalado: un pequeño kimono de seda rosa, decorado con nenúfares, con su largo orbi rojo, las geta laqueadas y la sombrilla de papel púrpura decorada con una migración de grullas blancas. Me embadurné la boca con el carmín de mi madre y fui a contemplarme en el espejo: no había lugar a dudas, estaba espléndida. Nadie se resistiría a semejante aparición.
En primer lugar, fui a dejarme admirar por mis feligreses más leales, que profirieron los chillidos que yo ya esperaba. Dando vueltas como la más cortejada de las mariposas, ofrecí luego mi soberbia al jardín, en forma de danza frenética y brincadora. Aproveché la ocasión para adornar mi vestimenta con una peonía gigante con la que me cubrí la cabeza como si de un sombrero bermellón se tratase.
Engalanada de esta guisa, fui a mostrarme a Kashima-san. No tuvo ninguna reacción.
Aquello confirmó mi diagnóstico: se reprimía. De no ser así, ¿cómo había podido quedarse impertérrita ante mi vista? Y al igual que hizo Dios con el pecador, concebí para ella una absoluta conmiseración. ¡Pobre Kashima-san!
Si hubiera sabido que la oración existía, habría rezado por ella. Pero no veía modo alguno de integrar aquella aya aporética en mi visión del mundo y eso me contrariaba.
Me hacía descubrir las limitaciones de mi poder.
 
Entre los amigos de mi padre, había un hombre de negocios vietnamita que se había casado con una francesa. A consecuencia de los problemas políticos fácilmente imaginables en el Vietnam de 1970, aquel hombre había tenido que regresar con toda urgencia a su país, llevándose a su esposa pero sin atreverse a cargar con su hijo de seis años, que les fue confiado a mis padres por un tiempo indeterminado.
Hugo era un niño imperturbable y reservado. Me causó buena impresión hasta el momento en que se pasó al enemigo: mi hermano. Los dos muchachuelos se convirtieron en inseparables. Para castigarlo, decidí no pronunciar jamás el nombre de Hugo.
Continuaba diciendo muy pocas palabras en francés, con el objeto de administrar mis reservas. Aquella situación empezaba a resultar insostenible. Sentía la necesidad de proclamar cosas tan cruciales como «Hugo y André son unas cacas verdes». Lamentablemente, se suponía que yo era incapaz de pronunciar tan complicadas aserciones. Tascaba el freno pensando que a los chicos ya les llegaría su hora.
A veces me preguntaba por qué no les demostraba a mis padres la extensión de mi palabra: ¿por qué privarme de un poder semejante? Fiel, sin saberlo, a la etimología de la palabra «niño», intuía de un modo confuso que, al hablar, perdería algunas de las deferencias concedidas a los magos y a los retrasados mentales.
En el sur del Japón, el mes de abril es de una voluptuosa suavidad. Mis padres nos llevaron a la playa. Conocía muy bien el océano, gracias a la playa de Osaka, que, por aquel entonces, rebosaba de inmundicias: era igual que nadar en las cloacas. Así pues, nos trasladamos al otro extremo del país, a Tottori, donde descubrí el mar del Japón, cuya belleza me subyugó. Los nipones califican ese mar de macho, en oposición al océano, al que consideran hembra: esa distinción me dejó perpleja. Todavía hoy sigo sin comprenderla.
La playa de Tottori era grande como el desierto. Atravesé aquel Sahara y llegué hasta la orilla. El agua tenía tanto miedo como yo: a la manera de los niños tímidos, avanzaba y retrocedía sin cesar. Yo la imité.
Todos mis familiares se lanzaron al agua. Mi madre me llamó. No me atreví a seguirla, a pesar del flotador que llevaba a modo de cinturón. Miraba el mar con terror y deseo. Mamá vino a cogerme la mano y me llevó a rastras. De repente, escapé a la pesadez terrestre: el fluido se amparó de mí y me encaramó a su superficie. Emití un grito de placer y éxtasis. Majestuosa como Saturno, con mi flotador por anillo, permanecí en el agua durante horas. Tuvieron que sacarme a la fuerza.
—¡Mar!
Aquélla fue la séptima palabra.
Pronto aprendí a prescindir del flotador. Bastaba mover las piernas y los brazos y se obtenía algo parecido al modo de nadar de un cachorro de perro. Como resultaba cansado, me las apañaba para permanecer allí donde hacía pie.
Un día se produjo el prodigio: entré en el mar, me puse a caminar en línea recta hacia adelante, en dirección a Corea, y constaté que el fondo dejaba de hundirse bajo mis pies. Se había levantado para mí. Cristo caminaba sobre las aguas: yo conseguía que el fondo marino ascendiera. A cada uno sus milagros. Exaltada, decidí caminar con la cabeza erguida hasta el continente.
Avanzaba hacia lo desconocido, pisando el dulce tapiz de aquel fondo tan complaciente. Caminaba, caminaba, alejándome de Japón a pasos de titán, pensando en lo fabuloso que resultaba gozar de semejantes poderes.
Caminaba, caminaba, y de pronto me hundí. El banco de arena que me había llevado hasta allí se agrietó debajo de mí. Perdí pie. El agua me engulló. Intenté mover frenéticamente brazos y piernas para regresar a la superficie, pero cada vez que mi cabeza emergía, una nueva ola volvía a hundirme bajo las olas igual que un torturador que intentara sonsacarme una confesión.
Comprendí que me estaba ahogando. Cuando mis ojos conseguían salir del mar, veía una playa que me parecía lejana, mis padres durmiendo la siesta y varias personas mirándome sin moverse, fieles al viejo principio nipón de jamás salvarle la vida a nadie, ya que eso implicaría obligarle a una gratitud excesiva para él.
Aquel espectáculo de mi público asistiendo a mi propia muerte resultaba todavía más horroroso que mi óbito.
Grité:
—¡Tasukete!
En vano.
Me dije entonces que ya no era momento de andarme con pudores con la lengua francesa y traduje el anterior grito chillando:
—¡Socorro!
Es posible que aquélla fuera la confesión que el agua quería obtener de mí: que hablara la lengua de mis padres. Por desgracia, éstos no oyeron nada. Los espectadores nipones respetaron su regla de no intervención hasta el punto de ni siquiera avisar a los responsables de mis días. Y yo miraba cómo me miraban morir con atención.
Pronto ya no tuve fuerzas para mover mis extremidades y me dejé arrastrar hacia el fondo. Mi cuerpo se deslizó bajo las aguas. Sabía que aquellos momentos eran los últimos de mi vida y no quería perdérmelos: intenté abrir los ojos y lo que vi me fascinó. La luz del sol nunca había sido tan hermosa como a través de las profundidades del mar. El movimiento de las olas propagaba ondas centelleantes.
Aquello hizo que me olvidara del miedo a la muerte. Me parece que permanecí allí durante horas.
Unos brazos me arrancaron y sacaron a la superficie. Respiré de golpe, muy fuerte, y abrí los ojos para ver quién me había salvado: era mi madre que lloraba. Me llevó hasta la playa abrazándome con fuerza sobre su vientre.
Me envolvió en una toalla y frotó mi espalda y mi pecho vigorosamente: vomité mucha agua. Y luego me meció mientras, entre lágrimas, me contaba:
—Hugo te ha salvado la vida. Estaba jugando con André y Juliette cuando, por casualidad, ha visto tu cabeza en el momento en que desaparecía bajo el mar. Ha venido a avisarme enseñándome dónde estabas. ¡De no ser por él, estarías muerta!
Miré al pequeño euroasiático y dije solemnemente:
—Gracias, Hugo, eres muy bueno.
Silencio patidifuso.
—¡Habla! ¡Habla como una emperatriz! —exclamó con júbilo mi padre, que en un instante pasó de los escalofríos inmediatamente anteriores a la carcajada.
—Hace tiempo que hablo —dije, encogiéndome de hombros.
El agua había conseguido su objetivo: había confesado.
Tumbada en la arena cerca de mi hermana, me preguntaba si me sentía feliz de no estar muerta. Miraba a Hugo como si fuera una ecuación matemática: sin él, yo no existiría. ¿Me gustaría no existir? «No habría estado aquí para saber si me gustaba o no», me dije con lógica. Sí, me sentía feliz de no estar muerta, de saber que eso me gustaba.
Junto a mí, la hermosa Juliette. Sobre mí, las magníficas nubes. Delante de mí, el admirable mar. Detrás de mí, la infinita playa. El mundo era hermoso: merecía la pena vivir.
De regreso a Shukugawa, decidí aprender a nadar. No lejos de la casa, en la montaña, había un pequeño lago verde que bauticé como el Pequeño Lago Verde. Era el paraíso líquido. Sus aguas tibias eran de una belleza subyugadora, perdidas entre una profusión de azaleas.
Nishio-san tomó la costumbre de llevarme cada mañana al Pequeño Lago Verde. Sola, descubrí el arte de nadar como un pez, siempre con la cabeza debajo del agua, los ojos abiertos y fijos en los misterios ocultos, cuya existencia había descubierto gracias al ahogamiento.
Cuando mi cabeza emergía, veía cómo se levantaban a mi alrededor las montañas pobladas de árboles. Era el centro geométrico de un círculo de esplendor en constante expansión.
Haber rozado la muerte no quebrantaba mi convicción no formulada de ser una divinidad. ¿Por qué los dioses iban a ser inmortales? ¿En qué medida podía la inmortalidad convertir a alguien en divino? ¿Acaso es menos sublime la peonía por el hecho de marchitarse?
Le pregunté a Nishio-san quién era Jesús. Me contestó que no lo sabía exactamente.
—Sé que es un dios —se aventuró a decir—. Y que tenía el pelo largo.
—¿Crees en él?
—No.
—¿Crees en mí?
—Sí.
—Yo también tengo el pelo largo.
—Sí. Pero a ti, además, te conozco.
Nishio-san era una buena persona: tenía opiniones fundadas.
Mi hermano, mi hermana y Hugo iban a la escuela americana, cerca del monte Rokko. Entre sus libros escolares, André tenía uno titulado My friend Jesús. Todavía no era capaz de leerlo, pero contenía ilustraciones. Hacia el final, podía verse al héroe en una cruz con mucha gente a su alrededor, mirándolo. Aquel dibujo me fascinaba. Le pregunté a Hugo por qué Jesús estaba clavado en una cruz.
—Es para matarlo —contestó.
—¿Estar en una cruz mata a los hombres?
—Sí. Es porque está clavado sobre la madera. Son los clavos los que le matan.
Aquella explicación me pareció de recibo. La imagen resultaba todavía más formidable. Así pues, Jesús se estaba muriendo ante la multitud, ¡y nadie acudía para salvarlo! Me recordaba algo.
Yo también había pasado por aquella situación: estar diñándola mirando cómo la gente me miraba. Habría bastado que alguien acudiera a retirar los clavos del crucificado para salvarlo: habría bastado que alguien acudiera a sacarme del agua, o simplemente que alguien avisara a mis padres. En mi caso, como en el de Jesús, los espectadores habían preferido no intervenir.
Sin duda los habitantes del país del crucificado tenían los mismos principios que los japoneses: salvar la vida de un ser equivalía a convertirlo en un esclavo a causa de una exagerada gratitud. Valía más dejarlo morir que privarlo de su libertad.
No pretendía rebatir aquella teoría; sólo sabía que resultaba terrible sentirse morir ante un público pasivo. Y experimenté una profunda complicidad con Jesús, ya que estaba convencida de comprender el sentimiento de rebeldía que le invadía en aquel momento.
Quise saber más sobre aquella historia. Como la verdad parecía estar encerrada en las rectangulares hojas de los libros, decidí aprender a leer. Anuncié mi decisión; se rieron en mis narices.
Ya que no me tomaban en serio, lo haría yo sólita. No suponía ningún problema. Había aprendido por mí misma a hacer cosas igualmente dignas de admiración: hablar, andar, nadar, reinar y jugar a la peonza.
Me pareció racional empezar con un Tintín por las ilustraciones. Elegí uno al azar, me senté en el suelo y fui pasando las páginas. Me resultaría imposible explicar lo que ocurrió, pero en el momento en que la vaca salió de la fábrica a través de un grifo que fabricaba salchichas, sentí que ya sabía leer.
Me guardé de revelar a otros aquel prodigio, ya que mi deseo de leer les había parecido risible. Abril era el mes de los cerezos del Japón en flor. El barrio lo celebraba por la noche, con sake. Nishio-san me dio un vaso: aquello me hizo gritar de satisfacción.
 
Pasaba largas noches de pie, sobre mi almohada, agarrada a los barrotes de mi cama-jaula, mirando fijamente a mi padre y a mi madre, como si tuviera el proyecto de escribir un estudio zoológico sobre sus personas. Ambos experimentaban un creciente malestar. La seriedad con que los contemplaba los intimidaba hasta el punto de hacerles perder el sueño. Mis padres comprendieron que yo ya no podía dormir en su habitación.
Trasladaron mis pertenencias a una especie de granero. Aquello me encantó. Examinarlo me produjo un placer desconocido, especialmente sus grietas, más expresivas que aquellas cuyos meandros había estado observando durante dos años y medio. Había también un fárrago de objetos que interrogar con la mirada: cajas, ropa vieja, una piscina hinchable deshinchada, raquetas podridas y otras maravillas.
Pasaba fascinantes noches de insomnio preguntándome por el contenido de aquellas cajas de cartón: debía de tratarse de algo muy hermoso para permanecer tan bien escondido. Habría sido incapaz de bajar de la cama-jaula para ir a mirar: estaba demasiado alta.
A finales de abril, una maravillosa novedad conmovió mi existencia: abrieron la ventana de mi habitación durante la noche. No recordaba haber dormido con la ventana abierta. Resultaba prodigioso: podía escrutar los enigmáticos murmullos que se escapaban de un mundo soñoliento, interpretarlos, darles sentido. La cama-jaula estaba instalada junto a la pared, bajo la abuhardillada ventana: cuando el viento separaba las cortinas, podía ver el cielo color de sésamo. El descubrimiento de aquel color me dejó sin respiración: resultaba reconfortante descubrir que la noche no era negra.
Mi ruido preferido era el ladrido lancinante y lejano de un perro inidentificable que bauticé como Yorukoé, «la voz de la noche». Sus gimoteos molestaban al barrio. Me fascinaba como un canto melancólico. Me habría gustado conocer la razón de tanta desesperación.
La suavidad del aire nocturno fluía por la ventana y se asomaba directamente sobre mi cama. Me la bebía hasta sentirme ebria. Sólo por aquella prodigalidad de oxígeno habría podido adorar el universo.
Durante aquellos fastuosos insomnios, mi oído y mi olfato funcionaban a pleno rendimiento. La tentación de utilizar la vista no era menos intensa. Aquel ojo de buey, encima de mí, constituía una provocación.
Una noche, no pude resistirlo más. Escalé los barrotes de mi cama-jaula por la pared, levanté las manos lo más alto posible: logré agarrarme al borde inferior de la ventana. Embriagada por aquella hazaña, conseguí levantar mi débil cuerpo hasta aquel punto de apoyo. Encaramada sobre el vientre y los codos, descubrí finalmente el paisaje nocturno: exultaba de admiración frente a las grandes y oscuras montañas, los pesados y majestuosos tejados de las casas vecinas, la fosforescencia de las flores de los cerezos, el misterio de las calles oscuras. Quise asomarme para ver dónde tendía la ropa Nishio-san y lo que tenía que ocurrir ocurrió: me caí.
Se produjo un milagro: tuve el reflejo de separar las piernas y mis pies permanecieron agarrados a los dos ángulos inferiores de la ventana. Mis pantorrillas y mis muslos se extendían a lo largo del estrecho reborde del tejado, mis caderas descansaban sobre el canalón, mi tronco y mi cabeza permanecían suspendidos en el vacío.
Una vez superado el susto inicial, empecé a sentirme a gusto en mi nuevo puesto de observación. Contemplé la parte trasera de la casa con enorme interés. Jugué a balancearme de izquierda a derecha y me dediqué al estudio balístico de mis escupitajos.
Por la mañana, cuando mi madre entró en la habitación, emitió un grito de terror: justo encima de la cama vacía, la ventana abierta con las cortinas separadas y mis pies a uno y otro lado. Me sujetó por los tobillos, me hizo reingresar intra muros y me administró la azotaina del siglo.
—No podemos dejarla dormir sola. Es demasiado peligroso.
Quedó decretado que el desván se convertiría en la habitación de mi hermano y que, a partir de entonces, yo compartiría la de mi hermana ocupando el lugar de André. Aquella mudanza trastocó mi vida. Dormir con Juliette acentuó hasta la exaltación la pasión que sentía por ella: compartiría su habitación durante los quince años siguientes.
A partir de aquel momento, mis insomnios sirvieron para contemplar a mi hermana. Las hadas que se habían asomado sobre su cuna no sólo le habían concedido la gracia de dormir, sino también la gracia a secas: en absoluto molesta por mi permanente mirada, ella dormía con una calma que obligaba a la admiración. Me aprendí de memoria el ritmo de su respiración y la musicalidad de sus suspiros. Nadie conoce tan bien como yo el reposo ajeno.
Veinte años más tarde, leí, estremecida, el siguiente poema de Aragon:
Entré en la casa como un ladrón
Tú compartías ya el intenso reposo de las flores
Me asusta tu silencio y sin embargo respiras
Contra mí te mantengo aliento imaginario
Yo soy cerca de ti el turbado vigía
Que con cada paso multiplica su eco
En el fondo de la noche
Yo soy cerca de ti de los muros vigía
Que sufre por la hoja y muere por un susurro
En el fondo de la noche
Vivo por esa queja en la hora del reposo
Vivo por ese temor en mí por cualquier cosa
En el fondo de la noche
Ve y diles, gacela mía, a los días futuros
Que aquí el nombre de Elsa sólo es mi rúbrica
En el fondo de la noche.
Sólo había que sustituir Elsa por Juliette.
Ella dormía por las dos. Por la mañana, me levantaba, radiante y dispuesta, descansada por el sueño de mi hermana.
 
El mes de mayo empezó bien.
Alrededor del Pequeño Lago Verde las azaleas protagonizaban una explosión floral. Como si una chispa hubiera prendido la pólvora, toda la montaña se vio contaminada. En lo sucesivo, nadé entre el rosa más intenso.
La temperatura diurna no se movía de los veinte grados: el Edén. Estaba a punto de pensar que mayo era un mes excelente cuando estalló el escándalo: en el jardín, mis padres levantaron un mástil en cuyo extremo superior flameaba, ondeando al viento como una bandera, un enorme pez de papel rojo.
Pregunté de qué se trataba. Me explicaron que de una carpa, en honor a mayo, el mes de los chicos. Dije que no veía cuál era la relación. Me respondieron que la carpa era el símbolo de los chicos y que se enarbolaba ese tipo de esfígie piscícola en los hogares de aquellas familias que tuvieran un hijo de sexo masculino.
—¿Y cuándo cae el mes de las chicas? —pregunté.
—No existe.
Me quedé sin habla. ¿Qué clase de apabullante injusticia era aquélla?
Mi hermano y Hugo me miraron con expresión burlona.
—¿Por qué una carpa para un chico? —pregunté de nuevo.
—¿Por qué los bebés siempre dicen por qué? —me replicaron.
Me alejé dolida, convencida de la pertinencia de mi pregunta.
Es cierto que ya había observado la existencia de una diferencia sexual, pero eso nunca me había perturbado. Existían muchas diferencias sobre la tierra: los japoneses y los belgas (creía que todos los blancos eran belgas menos yo, que me consideraba japonesa), los pequeños y los mayores, los buenos y los malos, etc. Me parecía que la de mujer u hombre era una oposición como otra cualquiera. Por primera vez, sospeché que se trataba de algo mucho más importante.
En el jardín, me situé debajo del mástil y empecé a observar la carpa. ¿En qué evocaba más a mi hermano que a mí? ¿Y la masculinidad, en qué resultaba tan formidable como para dedicarle una bandera y un mes, más aún teniendo en cuenta que aquél era un mes de suavidad y de azaleas? Mientras que a la feminidad ¡ni siquiera le dedicaban un banderín, ni un solo día!
Le propiné una patada al mástil, que no manifestó ninguna reacción.
Ya no estaba tan convencida de que el mes de mayo fuera de mi agrado. Además, los cerezos del Japón habían perdido sus flores: se había producido una especie de otoño primaveral. La frescura se marchitaba antes de que yo la hubiera visto resucitar dos matorrales más allá.
Mayo merecía ser el mes de los chicos: era el mes del declive.
Solicité ver carpas de verdad, como un emperador exige ver un auténtico elefante.
En Japón, nada más sencillo que ver carpas, y en mayo más todavía. Se trata de un espectáculo difícil de evitar. En los parques públicos, siempre que hay un punto de agua, contiene carpas. La función de los koi no es la de ser comidos —en realidad, un sashimi de carpa sería una pesadilla—, sino observados y admirados. Ir al parque a contemplarlos constituye una actividad tan civilizada como asistir a un concierto.
Nishio-san me llevó al arboretum de Futatabi. Yo caminaba levantando la nariz, asustada ante el inmenso esplendor de las criptómeras, horrorizada por su edad: yo tenía dos años y medio, ellas doscientos cincuenta: eran, literalmente, cien veces más viejas que yo.
El Futatabi era un santuario vegetal. Ni siquiera viviendo en el corazón de la hermosura, como era mi caso, uno podía dejar de sentirse subyugado por lo soberbio de aquella cuidada naturaleza. Los árboles parecían ser conscientes de su prestigio.
Llegamos al estanque. Observé un hormigueo de colores. En la otra orilla, un bonzo se acercó a tirar unos gránulos: vi cómo las carpas saltaban para alcanzarlos. Algunas eran enormes. Era un brote refulgente que iba del azul metálico al naranja pasando por el blanco, el negro, la plata y el oro.
Entrecerrando los ojos, uno sólo podía contemplar su chispeante colorido a la luz y maravillarse. Pero, abriéndolos de par en par, uno no podía hacer abstracción de su espesa silueta de peces-diva, de sobrealimentadas sacerdotisas de la piscicultura.
En el fondo, parecían Castafiores mudas, obesas y engalanadas con vestidos tornasolados. Los vestidos multicolores resaltan el lado ridículo de las morcillonas, igual que los abigarrados tatuajes hacen destacar la grasa en los gordinflones. Nada resultaba tan poco agraciado como aquellas carpas. No me disgustó que fueran el símbolo de los chicos.
—Viven más de cien años —me dijo Nishio-san en un tono de absoluto respeto.
No estaba muy segura de que fuera algo de lo que presumir. La longevidad no era un fin en sí mismo. Para una criptómera, vivir largamente suponía tener tiempo de asentar un reino, de suscitar la admiración y el reverencial temor ante semejante monumento de fuerza y paciencia.
Para una carpa, ser centenaria significaba revolcarse en una adiposa duración, suponía criar moho con su fangosa carne de pez de aguas estancadas. Hay algo todavía más repugnante que la grasa joven: la grasa vieja.
Me abstuve de expresar mi opinión. Regresamos a casa. Nishio-san aseguró a los míos que las carpas me habían encantado. No la desmentí, cansada ante la idea de exponerles mis puntos de vista.
André, Hugo, Juliette y yo nos bañábamos juntos. Los dos enclenques granujas se parecían a todo menos a unas carpas. Eso no les impedía ser feos. Quizás ése era el punto en común originario de aquel símbolo: estar en posesión de algo feo. Las chicas nunca habrían podido ser representadas por un animal repugnante.
Le pedí a mi madre que me acompañase al «apuario» (curiosamente, era incapaz de pronunciar la palabra «acuario») de Kobe, uno de los más famosos del mundo. A mis padres les sorprendió aquella pasión ictiológica.
Sólo deseaba comprobar si todos los peces eran tan feos como las carpas. Permanecí durante largo rato observando la fauna de aquellos amplios y acristalados estanques: descubrí animales más encantadores y agraciados que otros. Algunos eran fantasmagóricos como el arte abstracto. Un creador habría gozado con tanta elegancia importable y, sin embargo, allí al alcance de la mano.
Mi conclusión fue inapelable: de todos los peces, el más inepto —el único que era inepto— era la carpa. Me reí para mis adentros. Mi madre vio cómo disfrutaba. «Esta pequeña estudiará biología submarina», decretó con sagacidad.
Los japoneses habían acertado al elegir a aquel animal como símbolo del sexo feo.
Quería a mi padre, toleraba a Hugo —al fin y al cabo me había salvado la vida—, pero consideraba a mi hermano la peor de las molestias. La única ambición de su existencia parecía ser perseguirme: lo hacía con tanto deleite que constituía un fin en sí mismo. Cuando me había hecho rabiar durante horas, ya daba por bien empleada su jornada. Al parecer, todos los hermanos mayores son así: quizás habría que exterminarlos.
 
Con junio llegó el calor. Me pasaba el día en el jardín y sólo lo abandonaba, a mi pesar, para dormir. El primer día del mes, el mástil y la bandera piscícola fueron retirados: los chicos ya no eran merecedores de honor alguno. Era como si hubieran echado abajo la estatua de alguien que no me gustara. Se acabaron las carpas en el cielo. Junio me resultaba todavía más simpático.
La temperatura permitía los espectáculos al aire libre. Me anunciaron que todos estábamos invitados a escuchar cantar a mi padre.
—¿Papá canta?
—Canta no.
—¿Y eso qué es?
—Ya lo verás.
Nunca había oído cantar a mi padre: se aislaba para sus ejercicios, o quizás los practicara en su escuela, junto a su maestro de no.
Veinte años más tarde, me enteré de cuál fue la singular casualidad que hizo que el responsable de mis días, al que nada predisponía para una carrera lírica, se convirtiera en cantante de no. Había desembarcado en Osaka en 1967, en calidad de cónsul de Bélgica. Era su primer destino asiático y aquel joven diplomático de treinta años había experimentado hacia aquel país un flechazo recíproco. Japón se convirtió —y siguió siéndolo— en el amor de su vida.
Con el entusiasmo del neófito, quería descubrir todas las maravillas del Imperio. Como todavía no hablaba la lengua local, una brillante intérprete nipona lo acompañaba a todas partes. También le hacía de guía y de iniciadora en las diferentes formas de artes nacionales. Al comprobar hasta qué punto era abierto de espíritu, se le ocurrió mostrarle una de las joyas menos accesibles de la cultura tradicional: el no. En aquella época, los occidentales se mostraban tan cerrados al no como abiertos al kabuki.
Así pues, le hizo visitar una venerable escuela de no del Kansai, cuyo maestro era un Tesoro viviente. Mi padre tuvo la sensación de haber retrocedido mil años en el tiempo. Aquel sentimiento se agravó cuando escuchó el no: de entrada, pensó que se trataba de borborigmos procedentes de la noche de los tiempos. Experimentó el tipo de malestar hilarante que inspiran las reconstrucciones de escenas prehistóricas en los museos.
Lentamente, fue comprendiendo que se trataba de lo contrario, que se hallaba ante la sofisticación misma y que no existía nada tan estilizado y civilizado. De ahí a que le gustase, todavía había un trecho que no podía recorrer.
A pesar de aquellos extraños decibelios que lo asustaban, mantuvo la expresión afable y encantada de un auténtico diplomático. Al final de la melopeya —que, por supuesto, se alargó durante horas—, no manifestó ni un ápice del aburrimiento que había experimentado.
Mientras tanto, su presencia había provocado la perplejidad de toda la escuela. El viejo maestro de no acabó plantándose ante él para decirle:
—Honorable huésped, es la primera vez que un extranjero penetra en estos lugares. ¿Puedo pedirle su opinión acerca de los cantos que acaba de escuchar?
La intérprete hizo su trabajo.
Confundido por la ignorancia, mi padre se aventuró a expresar amables tópicos sobre la importancia de la cultura ancestral, la riqueza del patrimonio artístico de aquel país y otras estupideces, a cual más conmovedora.
Consternada, la intérprete decidió no traducir una respuesta tan tonta. Así pues, aquella japonesa culta sustituyó la opinión del responsable de mis días por la suya propia y la expresó con las palabras justas.
A medida que iba «traduciendo», el viejo maestro abría cada vez más los ojos. ¡Cómo! ¡Aquel ingenuo blanco, que apenas acababa de desembarcar y escuchaba no por vez primera había comprendido la esencia y la sutileza de aquel arte supremo!
Con un gesto impensable en un nipón, y mucho menos en un Tesoro viviente, tomó la mano del extranjero con solemnidad y le dijo:
—Honorable huésped, ¡usted es un mago! ¡Un ser excepcional! ¡Tiene que convertirse en mi alumno!
Y como mi padre es un excelente diplomático, contestó en el acto por mediación de la dama:
—Era mi más preciado deseo.
De entrada, no calibró las consecuencias de su buena educación, al suponer que todo quedaría en papel mojado. Pero, sin más dilación, el viejo maestro le ordenó que acudiera a la escuela a recibir su primera lección al día siguiente, a las siete de la mañana.
Un hombre en su sano juicio lo habría anulado por la mañana con una llamada telefónica de su secretaria. El responsable de mis días, en cambio, se levantó al amanecer del día señalado y acudió a la hora indicada. El venerable profesor no pareció sorprenderse lo más mínimo y le prodigó su áspera lección sin asomo de indulgencia, considerando que un alma tan profunda merecía el honor de ser tratada con dureza.
Al final de la lección, mi pobre padre estaba reventado.
—Muy bien —comentó el viejo maestro—. Regrese mañana a la misma hora.
—Es que… yo empiezo a trabajar a las ocho y media en el consulado.
—Ningún problema. Venga a las cinco de la mañana.
Hundido, el alumno obedeció. Acudió a la escuela cada mañana a aquella hora inhumana para un hombre que ya tenía un oficio con muchas obligaciones, salvo los fines de semana, en los que podía permitirse empezar sus clases a las siete, lo que constituía un auténtico lujo de pereza.
El discípulo belga se sentía arrollado por aquel monumento de civilización nipona al cual intentaba incorporarse. Él, al que, antes de su llegada al Japón, le gustaba el fútbol y el ciclismo, se preguntaba por qué infausta metedura de pata del azar se encontraba sacrificando su existencia en aras de un arte tan oculto. Aquello le convenía tan poco como el jansenismo a un vividor o la ascesis a un tragón.
Se equivocaba. El viejo maestro había tenido más razón que un santo. No tardó en hacer salir a flote, desde el fondo del ancho pecho del extranjero, un órgano de primer orden.
—Es usted un cantante admirable —le dijo a mi padre, que, entretanto, había aprendido japonés—. Así pues, completaré su formación y le enseñaré a bailar.
—¿A bailar…? Pero, honorable maestro, ¡míreme! —balbuceó el belga mostrando su espesa y palurda silueta.
—No veo cuál es el problema. Empezaremos la lección de danza mañana por la mañana, a las cinco.
Al día siguiente, al final de la clase, le tocó al profesor sentirse consternado. En tres horas, a pesar de su paciencia, no consiguió arrancarle al responsable de mis días ni un solo movimiento que no fuera lamentable en su torpeza y simplicidad.
Educado y entristecido, el Tesoro viviente concluyó con las siguientes palabras:
—Haremos una excepción con usted. Será un cantante no que no bailará.
Más tarde, muerto de risa, el viejo maestro no perdería la oportunidad de contar a sus coristas a qué se parecía un belga aprendiendo el baile del abanico.
El pobre bailarín, sin embargo, se convirtió en un artista si no pasmoso, sí apreciable. Como se trataba del único extranjero del mundo en poseer ese talento, se hizo famoso en el Japón con el nombre que le quedó para siempre: «el cantante no de los ojos azules».
Todos los días, durante los cinco años que duró su consulado en Osaka, acudió, al amanecer, a perder sus tres horas de lección en la escuela del venerable profesor. Se estableció entre ambos una magnífica relación de amistad y admiración que unió, en el país del Sol Naciente, al discípulo con el sensei.
A los dos años y medio, yo no sabía nada de aquella historia. No tenía ni la más remota idea de cómo ocupaba mi padre sus jornadas. De noche, regresaba a casa. Ignoraba de dónde venía.
—¿A qué se dedica Papá? —le pregunté un día a mi madre.
—Es cónsul.
Otra vez una palabra desconocida cuyo significado acabaría averiguando.
Llegó la tarde del anunciado espectáculo. Mi madre llevó al templo a Hugo y a sus tres hijos. El escenario ritual del no había sido instalado al aire libre en el jardín del santuario.
Como el resto de los espectadores, recibimos cada uno un cojín duro para poder arrodillarnos. El lugar era muy hermoso y yo me pregunté qué iba a ocurrir.
La ópera empezó. Vi aparecer a mi padre en el escenario con la extremada lentitud requerida. Llevaba un vestido precioso. Sentí un inmenso orgullo de tener un progenitor tan bien vestido.
Luego se puso a cantar. Reprimí una expresión de terror. ¿Qué eran aquellos extraños y espantosos sonidos procedentes de su vientre? ¿Cuál era aquel idioma incomprensible? ¿Por qué la voz paterna se había transformado en un lamento irreconocible? ¿Qué le había ocurrido? Sentí deseos de llorar, como si acabara de presenciar un accidente.
—¿Qué le ocurre a Papá? —le murmuré a mi madre, que me ordenó callar.
¿Era aquello cantar? Cuando Nishio-san me cantaba canciones infantiles me gustaba. Ahora, los ruidos que salían de la boca de mi padre no sabía si me gustaban; sólo sabía que me horrorizaban, que me producían pánico, que me habría gustado estar en otro lugar.
Más tarde, mucho más tarde, aprendí a amar el no, a adorarlo, al igual que el responsable de mis días, que necesitó aprender a cantarlo para amarlo con locura. Pero un espectador inculto y sincero que escucha no por vez primera no puede sino sentir un profundo malestar, como el extranjero que prueba por primera vez la áspera ciruela marinada a la sal que se come en el desayuno tradicional japonés.
Viví una tarde temible. Al miedo inicial le sucedió el aburrimiento. La ópera duró cuatro horas, durante las cuales no ocurrió estrictamente nada. Me preguntaba qué hacíamos allí. No parecía ser la única en hacerse aquella pregunta. Hugo y André mostraban su mortal aburrimiento. En cuanto a Juliette, simplemente: se había quedado dormida sobre su cojín. Sentí envidia de aquella bienaventurada. Incluso a mi madre le resultaba difícil reprimir algunos bostezos.
Mi padre, arrodillado para no tener que bailar, salmodiaba su interminable melopeya. Me preguntaba qué debía de pasar por su cabeza. A mi alrededor, el público japonés lo escuchaba con impasibilidad, señal de que cantaba bien.
Al atardecer, el espectáculo terminó por fin. El artista belga se levantó y abandonó el escenario mucho más deprisa de lo autorizado por la tradición, y eso por una razón técnica: para un cuerpo nipón, permanecer de rodillas durante horas no plantea ningún problema, mientras que las piernas paternas se habían quedado profundamente dormidas. No quedaba otra opción que correr hacia los bastidores para desplomarse allí mismo, lejos de las miradas. De todos modos, en el no el cantante no regresa al escenario a recibir los aplausos, que, por otra parte, suelen ser muy poco generosos. Ovacionar a un artista habría parecido el colmo de la vulgaridad.
Por la noche, mi padre me preguntó qué me había parecido la representación. Respondí con otra pregunta:
—¿En eso consiste ser cónsul? ¿En cantar?
Se puso a reír.
—No, no es eso.
—¿Qué es, entonces, ser cónsul?
—Es más difícil de explicar. Te lo diré cuando seas mayor.
«Eso esconde algo», pensé. Debía de implicar actividades comprometedoras.

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